CAPÍTULO ONCE

Estaba astillada, fragmentada, presa de imágenes de podredumbre inmaculada, andando medio ciega por calles oscuras y plomizas como si el mundo no fuera a acabarse nunca, como si fuera a andar siempre, sin obstáculo alguno. O como si el mundo hubiera acabado ya, y a ella la hubieran dejado atrás para que se abriera paso a trompicones entre las tumbas.

Sus pasos inseguros la llevaron, como en otros momentos de crisis, a la pequeña iglesia haitiana en la calle Lafayette. El pequeño edificio pintado de blanco le parecía más una tumba que un faro, y al principio lo evitó. Las cosas que había visto durante la última semana, y sobre todo lo que acababa de ver aquella tarde, la habían llevado al borde de algo. Temía la locura, pero temía aún más que una mente racional se ocultara detrás de todo aquello.

La luz en la iglesia era tenue, como solía serlo a esa hora del día, como si sólo esperara que la pusieran en marcha. Una lámpara de sagrario estaba encendida en el pequeño altar, roja como una cereza, temblando suavemente, señalando la presencia de Cristo. Angelina se santiguó e hizo una genuflexión, sin especial habilidad. No era una mujer piadosa, los movimientos lentos de la piedad la hacían resultar patosa. Sobre el altar, apenas alumbrado y con un tono rojizo pálido, la figura de un cristo negro la veía ocupar un banco y agachar la cabeza. ¿Sería verdad?

Hacía casi un año que iba de vez en cuando a Saint Pierre. La ira de Rick, la indiferencia de Rick, el calor de Rick, la frialdad de Rick, éstos habían sido los móviles que la habían empujado a una devoción imperfecta y defectuosa. ¿O sería simplemente que se estaba haciendo mayor y menopáusica y que necesitaba la fe?

Estaba intentando calmar su mente lo suficiente para poder rezar cuando el padre Antoine la descubrió. Esperaba su visita desde que se enteró de la muerte de Rick. Él sabía, por supuesto, que Rick era protestante, y que no requeriría sus servicios para el entierro. Pero Angelina sí lo necesitaría, de eso estaba seguro.

El cura esperó mucho tiempo a su lado, mirándola en silencio, aguardando a que su atención se dispersara. Pero no estaba concentrada, sino distraída, tan incómoda con Cristo como antes, ese mismo día, con Reuben y sus recuerdos. Al fin, se volvió y miró el padre Antoine.

Bonsoir, Angelina. Tout va bien?

Ella negó con la cabeza. Sus ojos eran enormes, privados de expresión.

—No —dijo el cura—, claro que no. Perdóname.

Se sentó a su lado, un hombre grande, patoso en su sotana negra. Sus enormes manos reposaban en el regazo, inútiles para cualquier gesto de consuelo. Allí, bajo la mirada cargada de dolor de su Dios, su condición religiosa le prohibía ofrecer consuelo de cualquier manera que no fuera con palabras.

Richard est mort.

—Sí, lo sé. Silbert me lo dijo hoy. Te esperaba. Deberías haber venido antes.

—Ya estoy aquí.

—En efecto —susurró—. Ya estás aquí.

—Padre, necesito hablar con usted.

Él nunca la había visto así. Preocupada, sí, pero nunca aplanada, exprimida.

—Claro. Podemos hablar aquí, o…

—No —dijo, con una voz abrupta, que se resquebrajaba—, hablar no. Confesarme. Tengo cosas que quiero confesar. Por favor, padre, antes de que sea demasiado tarde.

El enorme cura la miró, desconcertado. En todo el tiempo que llevaba yendo a su iglesia, nunca había entrado en un confesonario. Esa noche parecía estar encogida, como si algo la desgastara.

—Nos pondremos allí, en el confesonario. Le será más fácil. Ella lo siguió como un perro apaleado, o como alguien que cargara con un gran peso, y no lo pudiera dejar.

El pequeño cubículo había sido instalado algo precariamente en un rincón de la iglesia, cerca de la capilla de san Miguel. No entraba mucha luz, incluso cuando la iglesia estaba totalmente iluminada. Era un lugar oscuro, preparado para los pensamientos oscuros. Los pecados no afloran con facilidad a la luz del día.

Angelina se sentó junto al enrejado preguntándose por qué había ido. ¿Qué haría el cura? Dijera lo que dijese, ¿podría cambiar algo?

—¿Cuánto hace desde la última vez que te confesaste?

Un rayo de luz entró por el enrejado, cayendo sobre su regazo, dorándola.

—Veinte años.

El cura recitó sus fórmulas, ella respondió, entonces se produjo un silencio entre ellos, cargado con el peso de tantos silencios por confesar. ¿Por dónde empezar? ¿Dónde acabar? A tropezones, soltó lo primero que se le ocurrió. Tenía tan poca práctica que su lengua se negaba a colaborar delatando su corazón. Pero lentamente las palabras empezaron a surgir, al principio vacilantes, después fluidas, un chorro, espeso y delicioso, ahogándola, casi.

Tardó más de una hora, y cuando acabó estaba temblando y cubierta de sudor frío. Con voz temblorosa, el cura pronunció las fórmulas de absolución. Pero no se sentía absuelta. Nada la podía absolver. No era por algo que hubiera hecho. La gracia podía borrar las acciones. Era lo que ella sabía. No existe perdón para el conocimiento, no hay absolución para las cosas que se albergan en la mente y se agitan.

El padre Antoine fue el primero en salir del confesonario. Angelina lo siguió, cabizbaja, con la vista en el suelo.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti, Angelina? Me gustaría poder ayudarte.

—No, padre, nada.

—¿Has hablado con alguien de… estas cosas? Ella indicó que no.

—Será mejor que no lo hagas. Estaré aquí cuando me necesites.

—Gracias, padre. Creo que debo irme ahora.

—¿Dónde estarás? Tal vez necesite ponerme en contacto contigo.

—No, no lo haga. Estoy bien, estoy, en casa de un amigo.

—Al menos dime dónde estás.

Ella le dio unas señas y él las apuntó en una pequeña libreta que guardaba en el bolsillo. Al guardar la libreta, ella lo miró a la cara.

—¿Importa si en realidad no creo?

¿Cuántas veces le habrían hecho a él aquella pregunta? Sacudió la cabeza.

—No lo sé, Angelina. La cuestión es que vayas a misa y te confieses. Lo demás, déjalo a Dios.

—¿Es tan sencillo?

Él desvió la mirada. Sobre el altar, la luz roja vaciló y se apagó. Tuvo la sensación de que había pasado una corriente de aire.

Ella se volvió y se fue entre los bancos y salió a la noche. El padre Antoine estuvo un rato de pie, en silencio, con la mirada fija en el lugar donde había estado la llama. Encendería la lámpara más tarde.

Salió por la puerta lateral que llevaba a la sacristía. No había nadie más en casa esa noche. Las piernas le pesaban, se encontraba mal. Se sentó en el estudio, componiéndose. Al fin se decidió a coger el teléfono y marcar un número. Sonó muchas veces antes de que alguien lo cogiera.

—Aquí el padre Antoine de Saint Pierre. Tengo la información que me pidió. Pero me tiene que prometer que no le harán daño.

Una voz al otro lado de la línea calmó sus dudas. El padre Antoine tomó aliento.

Sólo le llevó unos segundos dictar las señas, pero a él le pareció una eternidad. La luz del santuario se había apagado. La iglesia estaba a oscuras.

—Escuche —dijo cuando acabó—. Ésta es la última vez que va a tener noticias mías. ¿Comprende? No quiero verlo más por aquí. No se me acerque.

No hubo respuesta. Ya no había línea.