Se había hecho de noche cuando llegó la orden de exhumación. El departamento del forense había querido esperar hasta la mañana siguiente. Querían mantener el horario de oficina siempre que fuera posible.
—A los muertos no les importa esperar —dijo el empleado cuando Reuben llegó para recoger la orden.
—A mí sí —contestó Reuben.
Deseaba tener a Filius desenterrado, cuanto antes, mejor. Si lo dejaban demasiado tiempo, la sangre en el cadáver empezaría a descomponerse. El patólogo de la policía había explicado que la biodegradación de las proteínas de los enzimas provocaría la producción de nuevos enzimas y proteínas, y ésas, a su vez podrían descomponer cualquier droga que aún pudiera haber en el organismo de Filius.
Había solicitado órdenes de exhumación para cuatro de los cadáveres recientes del apartamento de los Hammel. Fue posible identificarlos mostrando fotos en las funerarias de la zona, y ya habían sido devueltos a la paz de sus tumbas.
Fue entonces cuando Reuben se dio cuenta por primera vez de que había presiones para evitar que se supiera lo que Angelina Hammel había encontrado debajo de los tablones de su suelo.
Se había advertido a las funerarias que no dijeran nada a los parientes. Para evitar sufrimientos innecesarios, según se les dijo. Y eso parecía razonable. Pero entonces uno de los encargados había empezado a hacer preguntas, preguntas incómodas. ¿Dónde los habían encontrado? ¿Tenía la policía pistas de quién los podría haber desenterrado? ¿Había más?
En ese momento una versión oficial había aparecido como un ectoplasma. Había cuatro cadáveres en total. Todo había sido una broma pesada de unos estudiantes de medicina del Hospital de la Universidad de Long Island. No había necesidad de que se preocupara innecesariamente a los parientes, ni de que unas incipientes carreras médicas fueran arruinadas. El decano los había amonestado fuertemente. Los cadáveres serían devueltos intactos; las familias de los chicos pagarían los nuevos ataúdes y el entierro; todo sería muy discreto.
Reuben había entrado indignado en la oficina del capitán Connelly en cuanto vio la versión oficial.
—¿Qué estudiantes de medicina? —preguntó—. ¿Qué familias? Connelly se había limitado a encoger sus anchos hombros y a contestarle que no hiciera caso de la versión oficial.
—Es sólo para tener contenta a alguna gente. Sé bueno, síguenos la corriente. Te prometo que no afectara la investigación de tu caso. Esto son sólo relaciones públicas.
Para empeorarlo todo, Doug Lamont había sido enviado de la oficina de prensa de la central de policía. Teniente de primer grado a los veinticinco años. Muy listo, niño prodigio, debería haberse metido en la publicidad. Vivía en Manhattan, en la zona de Tribeca. En un amplio loft. Llevaba un traje de Issey Miyake, una camisa de Umberto Ginocchetti, zapatos de Gucci. Reuben recordaba el famoso dicho de su tío Nathan: «Nunca lleves ropa que no puedas pronunciar».
Lamont y su traje de diseño habían recibido instrucciones de hacer frente a las preguntas cuando llegasen. Si es que llegaban. Un par de reporteros de los periódicos locales parecieron haberse enterado de algo, quizá a través de alguna funeraria. Fue uno del Haïtí Observateur, que tenía las oficinas en la Navy Yard. Lamont, risueño, los había despachado con un par de historias de violación con agravantes cargadas de «información privilegiada», la cabeza dándoles vueltas por los discursos sobre ancianas viudas que tal vez tendrían un infarto si se enteraban de que sus seres queridos habían sido arrancados de la tierra antes de tiempo. Para acabar de arreglarlo, les había dado una buena dosis de «hacednos un favor a nosotros, y nosotros os lo haremos a vosotros», insinuando que les darían algunas buenas noticias.
Periodistas noveles, primerizos entusiastas que sabían pronunciar los nombres de etiquetas de diseño, se habían tragado Lamont y su sonrisa de cien dólares como si fueran un plato de sushi, crudo. Cualquiera lo habría hecho. ¿Por qué había mandado Manhattan al Príncipe Azul?
Ninguno de los otros cadáveres había sido identificado, y seguramente no sería posible hacerlo, a no ser que se consiguiera alguna información de los restos dentales. Reuben había puesto un novato llamado Johnson a trabajar revisando expedientes de vandalismo en cementerios. Los cuerpos estaban en un congelador. Llegó del laboratorio el informe de Filius. Ahora estaban esperando autopsias, una detrás de otra, que durarían toda la noche. Nada complicado. Sabían lo que buscaban: indicios de envenenamiento por tetrodotoxina.
Reuben y su compañero Danny Cohen iban en coche hacia el este por la calle Fulton, antes de entrar por Jamaica Avenue, rodeando el extremo inferior del gran complejo de parques y cementerios que une Brooklyn con Queens. Incluso en la muerte, la gente de Nueva York prefería la segregación a la integración. Altas tapias de piedra y verjas herrumbrosas separaban los judíos de los católicos, y los puertorriqueños de los chinos. Sin duda iban a paraísos delimitados por vallas.
—Odio este sitio —dijo Danny—. De niño, mi padre me traía aquí. Todas esas casas de piedra con «Cohen» escrito en el dintel. Solía tener pesadillas. Pensaba: «Si eres un Cohen, te meten en uno de esos sitios». Pensaba que eran pequeñas prisiones.
Un poco más allá de Stony Road entraron en Cypress Hills. Aquel cementerio gozaba de la preferencia de los haitianos, aunque todavía no tuvieran una parcela exclusiva. Era un cementerio laico: los no creyentes estaban mezclados con los creyentes, y los blancos con los negros.
El resto del equipo de exhumación estaba ya esperando en la oficina del cementerio. Además de Reuben y Danny, el equipo consistía en Steve Koreski, de la oficina del fiscal del estado; el patólogo que iba a realizar la autopsia; un doctor libanés apellidado Chomoun; el director de pompas fúnebres que había supervisado el entierro y dos sepultureros con melena. Sally Peale estaba con los otros, para sorpresa de Reuben. Sally era una antigua novia, una abogada lista del departamento legal del ayuntamiento de Nueva York.
—Tan puntual como siempre, Reuben.
Sally era pequeña, rubia y muy dura de pelar. Reuben y ella habían pasado mucho tiempo juntos hacía unos tres años, a nivel muy personal. Sin embargo, era la primera vez que se encontraban en un cementerio. Por un momento, Reuben sintió el conocido tirón de su atractivo: Sally Peale no era alguien a quien se podía olvidar rápidamente. Logró sonreír, con cierto esfuerzo; seguían siendo amigos, de vez en cuando se veían, aún intercambiaban regalos por Navidad y la Tanukah.
—¿Qué haces aquí, Sally? No sabía que el ayuntamiento se interesara por esto.
—Sólo he venido a vigilarte, Reuben. ¿Qué tal estás?
—Bien. Tú tienes buen aspecto.
—Tengo hambre. Había quedado para cenar.
—¿Con alguien que yo conozca?
Sally hizo un gesto displicente.
—¿Te crees que yo trato con gente que tú conoces? Venga, hombre, Reuben. Dale a Steve la autorización y desenterremos de una vez a este tío.
Habían enterrado a Narcisse en la sección de Parkside de Cypress Hills, en el extremo este del cementerio, cerca del Memorial Abbey. El equipo avanzaba lentamente entre altos árboles, que sólo llegaban a ver a medias. Los faros de los coches revelaban viejas tumbas judías a la derecha. Poco después llegaron a una enorme zona de tumbas chinas, con lápidas bajas coronadas por piedras pequeñas que sujetaban trocitos de papel.
Aparcaron en la entrada del Abbey y recorrieron el resto del camino a pie, andando en fila india entre lápidas grises y rosadas muy apretadas. La mayoría de los nombres eran españoles. Nadie parecía ser muy importante o rico.
Los extremos del camino de grava por el que avanzaban marcaban el salto más definitivo de todos. Sus linternas iluminaban los nombres y fechas, la figura de piedra de un diminuto ángel herido, flores de color desvaído estropeadas por la lluvia y el viento. Una tumba nueva, cubierta en parte por tablas parecía una herida abierta en la tierra. Reuben la evitó, estremeciéndose como alguien en presencia de un mal augurio.
Narcisse había sido enterrado detrás de la Abbey, cerca de la Interborough Parkway. Mirando hacia el noroeste, Reuben podía ver las luces altas de Manhattan, perfectas sobre un cielo plomizo. A sus pies, la tierra fresca de la tumba apenas se veía bajo un montón de coronas empapadas de lluvia.
Los sepultureros sacaron dos lámparas de arco eléctrico de la camioneta que habían aparcado cerca de allí. A menudo trabajaban de noche, sobre todo en esa época del año. Encendieron las lámparas, arrancando un haz de luz a la oscuridad. Antes de empezar a trabajar apartaron las flores. Al hacerlo, una tarjeta de plástico se desprendió de una corona grande y fue a caer a los pies de Reuben. Éste se agachó y la recogió.
«Dormi pa’fumé, Filius», podía leerse. No estaba firmada. Reuben se la metió en el bolsillo.
No había notado que Sally se había puesto a su lado. Ella le tocó con suavidad un brazo y él pegó un respingo.
—Vaya asunto, ¿eh?
Reuben asintió.
—¿Has estado ya en uno de estos actos? —preguntó él. Sus palabras fueron puntuadas por el ruido de palas removiendo tierra húmeda.
Ella asintió.
—Media docena de veces. Pero nunca de noche. ¿Qué hace que éste sea tan urgente?
Él se lo explicó.
—Aun así creo que se podría haber dejado hasta mañana —opinó ella—. O quizá es que te gusta este tipo de cosas.
A sus espaldas, los sepultureros seguían agachados, en pleno trabajo, meras siluetas en la dura luz. La gente formaba pequeños grupos. Alguien soltó una carcajada nerviosa.
—Hablando de este tipo de asuntos —continuó Sally—. ¿Qué es eso que he oído de unos estudiantes de medicina del hospital de la universidad?
Él se encogió de hombros.
—Relaciones públicas —dijo Reuben.
—¿Quién ha dado las órdenes?
—Tú debes saberlo mejor que yo.
Ella sacudió la cabeza. Tenía la cara a oscuras, pero aún así él podía distinguir sus ojos. Parecía un recuerdo. Quizá lo era.
—Mira, Reuben, por lo que he oído, te has encontrado, ¿cuántas?… nueve personas muertas, ninguna de ellas con signos visibles de violencia. Alguien llega a la conclusión de que han sido desenterrados de los cementerios locales. Veinticuatro horas más tarde ya los han identificado y los están volviendo a enterrar. Eso es muy rápido. ¿Quién quiere que estos cadáveres vuelvan a su sitio?
Él se encogió de hombros, un gesto expresivo heredado de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Era un gesto con pedigrí.
—Francamente, no lo sé —dijo—. Los hechos se suceden a gran velocidad desde que empezó este caso. Alguien de muy arriba quiere que no se le dé demasiada importancia.
—Pero sigue abierto el caso, ¿no?
—Sí, pero eso es sobre todo por ese hombre que vamos a desenterrar aquí. En los otros cadáveres no hay pruebas de muerte violenta. Los cuatro que han enterrado hoy ya tenían certificados de defunción. Muerte por causas naturales.
Los sepultureros estaban metidos hasta la cintura en el agujero. La tumba aún no se había endurecido, y la tierra suelta era fácil de desprender una vez que hubieron superado la primera capa mojada por la lluvia.
—¿Qué pasa, Reuben? Alguien de mi oficina ha estado haciendo preguntas sobre el caso.
—¿Quién?
—No lo sé. Mi jefe me las transmite, dice que se las han pasado a él.
—¿Desde dentro de tu departamento?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Quizá alguien en la oficina del alcalde. «Un cargo político» es lo que dijo Jack. Que esto quede entre nosotros.
—¿Qué tipo de preguntas?
—Quieren detalles. Cuántos cadáveres, si conocemos su identidad, qué se está haciendo. Y alguien parecía estar interesado en lo que hacías tú. Jack me preguntó lo que sabía de ti.
—Espero que fueras discreta.
Ella sonrió. Él recordó la sonrisa de ella en el pasado, y arrinconó el recuerdo con la misma velocidad con que había aparecido.
—Dije que eras gonif. ¿Qué le iba a decir, si no? —Ella se detuvo, poniéndose seria de nuevo—. ¿Qué hace que ésta sea una investigación tan especial, Reuben?
Él no contestó en seguida. Los sepultureros habían encontrado el ataúd y estaban sacando las últimas paletadas de tierra.
—No lo sé, Sally. Pero querría averiguarlo. Oye, si te enteras de algo, ¿me lo dirás?
—Por supuesto. Y tú, lo mismo.
—Pregunta por ahí. Averigua quién está detrás de esas preguntas. ¿Lo harás?
Ella asintió. Se miraron, con confianza. Sería tan fácil: una palabra, una caricia…
—Creo que Drácula está a punto de aparecer —dijo Sally, mirando la tumba.
Uno de los sepultureros había salido de la tumba y estaba situando un torno sobre el hueco. Pasaron una correa por las cuatro asas del ataúd, y la unieron a un cable cogido al torno. El segundo sepulturero salió a duras penas para ayudar a su compañero a poner en marcha el torno. Lentamente, el ataúd fue saliendo de la tierra, rozando levemente contra los lados del agujero al ir subiendo, arrancando pequeños fragmentos de tierra.
El mundo se redujo a una caja alargada, todos tenían la vista fija en ella. De repente, Reuben encontró que aquella escena era ridícula, como el desenlace de algún programa de magia en la televisión, en el que levantaran al mago en una caja pintada a rayas, desafiando a la muerte, metido en una camisa de fuerza y encadenado. El torno avanzaba a trompicones, inclinando el ataúd. Algo golpeó ruidosamente en el interior de la caja. Los sepultureros continuaron izándola.
Reuben ayudó a los sepultureros a maniobrar el ataúd, echándolo a un lado. La placa de latón con el nombre relucía aún, apenas había perdido su brillo por su breve permanencia bajo la tierra. La luz caía como una maldición, blanqueando el ataúd. El director de pompas fúnebres se adelantó ante la pequeña multitud con un largo destornillador en la mano. Parecía estar nervioso, sus movimientos resultaban patosos, intensificados por aquella luz tan dura. Cuidadosamente, fue dando la vuelta al ataúd, soltando los tornillos.
Los dos sepultureros apartaron la tapa. Reuben se acercó, interponiéndose entre el ataúd y la luz. Una sombra cayó sobre el interior. Reuben hizo un gesto, y los sepultureros la apartaron del todo. Reuben se apartó de la luz y miró.
El ataúd estaba vacío. Sobre el cojín donde había reposado la cabeza de Filius Narcisse había un pequeño ataúd blanco cubierto de escritura.