El encuentro con Aubin había dejado a Angelina incómoda. Durante casi una hora se paseó sin destino concreto por las apagadas calles. Sus tacones sonaban contra la acera a medida que avanzaba a un ritmo stacatto como el repiqueteo de un tambor rada. Avanzaba por las calles como una exhalación, sin ser consciente de la música que producía.
Hacia las cuatro y media se encontró al final de Clermont Avenue, donde estaba su apartamento. No había tenido intención de ir allí; algo la había empujado, alguna compulsión cuyo nombre no sabría decir. Mirando a un lado y a otro, no vio a nadie conocido. No se veían vehículos de la policía por ninguna parte.
El apartamento estaba precintado. En el borde entre la puerta y el umbral había un cartel oficial de la policía de Nueva York en blanco y negro que decía: «NO PASAR: INVESTIGACIÓN EN CURSO». Angelina arrancó el cartel e introdujo su llave en la cerradura. Se abrió sin el menor sonido.
Por el momento, la policía había acabado su trabajo. Podía ver huellas de su paso por todas partes, en donde habían buscado huellas digitales, etiquetas en los objetos, más etiquetas indicando que esto o lo otro había sido apartado como prueba. ¿Prueba de qué? La puerta del salón estaba cerrada; la dejó tal como estaba y se dirigió al dormitorio.
En el armario encontró una maleta de tamaño mediano y la llenó con lo mejor de su ropa. Dos pares de zapatos de repuesto. Ropa interior limpia. Algo negro para el entierro. Consideró la posibilidad de ponerse ropa interior negra: ¿sería eso morboso? No miró para nada la cama.
Al otro lado del pasillo, en el lavabo, llenó una bolsa de tocador grande con cremas y lociones caras. Rick nunca había sido tacaño con los productos de tocador de ella. Según decía, le gustaba que ella se cuidara. A esto Angelina solía responder: «Pues claro, quién me va a cuidar si no».
Había reliquias de Rick esparcidas por todas partes. Su maquinilla de afeitar con pelitos pegados a la hoja, un tubo de crema de afeitar, un champú anticaspa, unos calzoncillos sucios extendidos sin la menor ceremonia sobre el cesto de la ropa sucia. Simuló no verlos.
Al levantar la vista se vio en el espejo, el espejo grande de encima del lavabo. Ojos hundidos, mejillas hundidas, cabello lacio. Recordó el pez rojo ahogándose en el aire, cómo le giraban los ojos en sus órbitas y se iba quedando inmóvil. Coleando constantemente, cayendo todavía. Se volvió a mirar en el espejo. La dura luz fluorescente no hacía nada por suavizar el efecto.
Tenía la ropa hecha un desastre. Necesitaba una visita al tinte y un planchado. O quizá no. Tal vez nunca se la volvería a poner. Se desnudó de prisa, incluidas las bragas y el sostén, tiritando. Tenía la piel muy fría y húmeda. Tenía piel de gallina en los brazos y el pecho. No le iría nada mal otra ducha, una ducha realmente caliente.
El piloto del calentador de gas seguía encendido. Encontró un tubo de gel en el armario del lavabo. Metiéndose en la ducha, cerró la cortina y abrió el agua caliente. Al girar el grifo, el agua brotó sobre su cabeza, empapándola de agua helada, que en unos segundos se volvió caliente, muy caliente. Dio un respingo, dándose la vuelta para que la mayor parte de aquella catarata punzante le diera en la espalda. A medida que se iba acostumbrando al calor, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando que el agua corriera por su cara. Lentamente fue retrocediendo, metiéndose bajo el agua, sintiendo las duras agujas sobre sus pechos y su vientre. La piel le hormigueaba, la sangre subía a la superficie. Alargó una mano, buscando el gel.
De repente, abrió los ojos, apartando el agua para poder ver. Sentía miedo sin que hubiera motivo para ello, como si el apartamento hubiera despertado.
Tras la cortina de baño pululaban sombras. El lavabo se estremecía, indistinguible tras el velo de plástico y vapor condensado. El agua caía sobre la cortina, ocultando todo ruido. Sintió que el corazón le latía aceleradamente y alargó una mano para apartar la cortina de plástico. Al retirar la cortina, empezaron a caer gotas de agua sobre el suelo. Parpadeó para eliminar unas gotas grandes que tenía en los ojos y se esforzó por ver. El cuarto de baño se estaba llenando de vapor, el espejo ya estaba cubierto de una película uniforme.
Cerró el grifo. El agua se detuvo al instante, produciéndose un silencio encantado. Se detuvo en el umbral de la ducha, escuchando. Detrás de sí el agua corría en regueros por los azulejos. Gota a gota, como un grifo que no cierra bien. Aguzó el oído, buscando un indicio de que algo se movía en el apartamento. Silencio. Y el ruido frío del gotear del agua en los azulejos resquebrajados.
Suavemente, salió de la ducha. En su mente una voz le decía que no había nada raro. ¿De qué tenía miedo? No había oído nada. Pero sabía muy bien qué temía.
Alargó una mano para coger la toalla de baño que estaba colgada en la barra. Se envolvió en ella, atándosela justo por encima de los senos. Notaba los intestinos sueltos. Se dijo que no era importante.
Con el corazón en la boca, abrió la puerta. El pasillo estaba vacío, lleno de su propio silencio. Conocido, pero a la vez súbitamente extraño. Se había vuelto una extraña, allí, en su propia casa. Algo la había echado y no quería que volviera.
Entró de puntillas en el dormitorio. Estaba vacío. El corazón le martilleaba en el pecho, no podía dejar de mirar alrededor. Una voz en su cabeza no cesaba de gritar: «¡Escápate, ahora que aún estás a tiempo!».
Cogió un jersey y un par de téjanos y se los puso. Y un par de zapatillas deportivas. Sólo eso. Levantó la maleta.
De repente, supo por qué había ido al apartamento. El origen del impulso interno que la había llevado allí estaba en el estudio de Rick, si es que no se lo había llevado la policía. Volvió a dejar la maleta.
Vestida se sentía menos vulnerable que desnuda en el lavabo. «No hay nada ahí fuera», se dijo. Había visto el precinto en la puerta, y lo había roto. Pero había otras maneras de entrar. Pensó que sí sabía lo que le daba miedo.
Se deslizó hasta el pasillo, tiritando involuntariamente al hacerlo, y avanzó a hurtadillas hasta llegar al estudio de Rick. La puerta estaba entreabierta. Respiró a fondo y encendió la luz. Una luz amarilla e intensa llenó la habitación. Permaneció en el umbral, dudando. Era vital que recuperara lo que había ido a buscar, pero a la vez el impulso de salir corriendo era arrollados La sangre latía en sus venas, espesa y cálida, como jarabe.
La policía lo había registrado todo. Eso no importaba, claro: estaba segura de que no sabrían dónde o qué buscar.
En las paredes, las serias caras de los dioses africanos la miraban. A su lado, pinturas al óleo haitianas de san Jorge y san Patricio en marcos de madera dorada. Un crucifijo de madera con la imagen de un cristo negro. Un estante de figuritas del Congo, de Léogane; muñequitas gordas vestidas de seda a rayas rojas y azules. Notaba sus miradas, su ira apenas contenida por su intrusión.
El escritorio había sido registrado, y no por la policía. Archivos, fajos de cartas, bolígrafos, lápices, clips —una confusión de papelería— yacían dispersos por el suelo. Los cajones habían sido extraídos de cualquier manera y su contenido vertido al azar. La lámpara italiana de Rick, que había costado trescientos dólares estaba en el suelo hecha añicos. Los dos archivadores habían sido vaciados sistemáticamente. Alguien había arrancado los libros de las estanterías que cubrían dos paredes, había pasado las páginas y los había tirado.
Sección por sección, fue repasando los archivadores. Fotocopias de contabilidad de fincas en Haití del final de la época colonial, todas intactas. Todo intacto, tal y como esperaba. Copias de cartas privadas de los reinos de Dessalines, Cristophe y Pétion, completos, a excepción de un documento. Fuera quien fuese el que buscara sabía lo que quería.
En una esquina había un armario de madera con las puertas abiertas de par en par, y la mayor parte de su contenido diseminado por la moqueta. Todo aquello había sido el orgullo de la colección de Rick: livres de commerce desde 1735 hasta 1788; varios registros enormes de ingresos y gastos conocidos simplemente como grands livres de los almacenes franceses de esclavos de Montaudouin, Bouteiller, Michel y d’Havelooze; los journaux o índices necesarios para que las grandes cuentas tuvieran pies y cabeza; y varios libros sobre barcos de comerciantes de Nantes, Le Havre y La Rochelle, que contenían datos de las embarcaciones de transporte de esclavos, sobre los esclavos propiamente dichos, las muertes producidas durante la travesía, las rutas de navegación.
El armario era de palo de rosa, una pieza pesada, con un exceso de decoración, imitando el estilo imperio. Rick lo había comprado hacía diez años en una tienda en los Heights. Si era cierto lo que decía el vendedor, había sido hecho por Phyfe en sus últimos tiempos en Partition Street, la actual calle Fulton. El precio para un armario de la última época de Phyfe era relativamente bajo en aquella época, y Rick lo había comprado movido por un impulso; uno de los pocos que Angelina le conocía.
El vendedor había pasado por alto u olvidado un detalle, que descubrieron años más tarde al poner el armario en su actual posición. Si se apretaba una hoja de acanto que había en el borde de una puerta, se abría un panel lateral. Angelina pasó los dedos por el bajorrelieve, encontró la hoja y la apretó. El panel cedió, revelando un amplio hueco.
Del hueco sacó una libreta grande. La comprobó rápidamente. No parecía haber sido manipulada. Respiró a fondo y se dirigió hacia la puerta. Los dioses de las paredes miraban impasibles. A su alrededor el apartamento también la vigilaba. Percibía su respiración, lenta y regular, sin prisa, esperando.
En el pasillo la sensación se hizo más intensa. Sentía un hormigueo en su piel. No podía apartar los ojos de la puerta del salón. Quería salir corriendo por la puerta de entrada, salir al rellano, a la calle; pero sus pies llevaban plomo, como los de un buzo. Pulgada a pulgada, se iba acercando. El corazón le latía con tal fuerza que pensaba que las paredes debían estar temblando. Sus pies se movían ajenos a su voluntad, centímetro a centímetro, paso temeroso tras paso temeroso.
Ella sólo oía el palpitar de su corazón, como un tambor kata, sonido blanco sobre la oscuridad de la noche, iniciando la ceremonia, abriendo la puerta de los dioses. Ouvri barrié pou mon, Legba… La oscuridad se interrumpía. Ouvri barrié…
Levantó la mano y giró el pomo. Silenciosamente se abrió la puerta.
La habitación estaba bañada por una luz oscura. Angelina apretó el interruptor de la luz, pero no pasó nada. Lentamente, sus ojos se acostumbraron a la escasez de la luz, a la dignidad de su ausencia.
Sentada en una silla, oscura en medio de la habitación, estaba una persona, medio en sombras, con los rasgos ocultos por la semioscuridad. Angelina se quedó inmóvil en el umbral, tensa, asustada, forzando la vista. Dio un paso adelante. Hubo un ruido a su izquierda y algo se movió. Al darse la vuelta vio una segunda figura emerger de las sombras oscuras y desenfocadas. La figura se detuvo y la miró. Su respiración volvió, pegajosa e irregular.
—Tú —susurró ella, con la voz suave como la crema.
La cabeza le daba vueltas, veía la habitación borrosa, tenía los pulmones cargados de aquel aire espeso. La figura se le acercó. Angelina intentó huir, pero la habitación empezó a girar y sus piernas fueron como cubitos de hielo que se fundían.