—Su haitiano era seropositivo.
El doctor Pablo Rivera se arrellanó en la silla y miró a Reuben con sus ojos miopes por encima de las gafas. El doctor tenía treinta y tantos años, una edad delicada en su profesión: aún era lo bastante joven como para preocuparse, pero con la suficiente experiencia para saber que poco podía hacer. Trabajar en el Cumberland le ponía en primera línea de fuego. Estaba luchando en una guerra, aunque ya no tenía muy claro quién era el enemigo.
—¿Quiere decir que tenía el SIDA? —preguntó Reuben. Rivera se ajustó las gafas y sacudió la cabeza.
—No es tan sencillo como eso —murmuró.
Se encontraban en la oficina de Rivera, en el cuarto piso del hospital. Reuben se sentía incómodo allí. Aunque no se diera cuenta de ello, en realidad, el doctor y él tenían mucho en común. Ambos eran hijos de inmigrantes que habían elegido profesiones en las que podían ayudar a los demás. Ambos habían empezado su trabajo como idealistas. Ambos se estaban volviendo cínicos, y eso les resultaba doloroso.
El hospital se convertía en el foco del descontento de ambos. Rivera estaba viendo que la medicina poco puede hacer contra la miseria y la ignorancia. Ponía vacunas a los niños y llenaba a los padres de antibióticos: las enfermedades antiguas se iban y otras nuevas tomaban su lugar. Allí, en los pasillos asépticos, tras paredes de brillante acero, Reuben veía los hematomas y las heridas de arma blanca que ridiculizaban sus esfuerzos. Rivera ponía puntos de sutura en las heridas, Reuben detenía a los atacantes, y mientras tanto los asesinos y víctimas del mañana afilaban sus armas en una docena de patios de colegio.
—Pero acaba de decir que era seropositivo.
—Seré más preciso, teniente. El señor Narcisse tenía anticuerpos del virus VIH. Quizá tuviera síntomas de SIDA, quizá no. Si consigo localizar su historial médico tal vez logre averiguarlo. No todos los que son seropositivos desarrollan el SIDA. Incluso hay algunos especialistas, y muy buenos, que no creen que el VIH sea la causa del SIDA. No es la teoría predominante, pero hay buenos argumentos.
—Sin embargo, en este momento la cuestión no es si nuestro amigo tenía el SIDA.
Rivera se echó hacia adelante. Reuben notó que tenía aspecto de estar cansado. A la mayoría de los médicos les gusta tener ese aspecto; les hace sentirse bien. Pero en el caso de Rivera parecía ser auténtico.
—Con el tiempo espero obtener los suficientes datos como para poder establecer un diagnóstico. Pero fueran cuales fuesen sus síntomas, no parece que el señor Narcisse haya muerto de SIDA. Sólo menciono el que fuera seropositivo para que entienda el origen del informe de laboratorio por el que le llamé.
El doctor se detuvo un momento. Casi logró esbozar una sonrisa.
—Teniente, ¿puedo contar con su discreción?
—Por supuesto, siempre y cuando la información que me dé no afecte a este caso.
Rivera dudó un momento.
—No —dijo—. No lo afecta. La cuestión es que ya al principio de la crisis del SIDA la gente hablaba de las llamadas «cuatro haches». Eran los cuatro grupos sociales que parecían tener especial propensión a la enfermedad. Todos se identificaban con una palabra que empezaba con la letra «H». Los homosexuales eran los más conocidos. Los hemofílicos y heroinómanos iban después. La cuarta «H» era de «haitianos».
—Uno de cada veinte mil haitianos padece el SIDA. Ésa es una proporción alta. Los haitianos eran uno de los grupos de riesgo más importantes hasta que su gobierno organizó un escándalo y consiguió que se eliminara esa categoría. Oficialmente, se supone que no establezco ninguna diferencia entre los haitianos y los demás. En la práctica, sí la establezco.
El doctor cogió un paquete de cigarrillos de la mesa.
—¿Fuma?
Reuben asintió y cogió uno. Rivera se lo encendió y después acercó la llama al suyo.
—Dígame, teniente, ¿dónde cree que hay la mayor tasa de casos de SIDA en este país?
Reuben exhaló una fina línea de humo entre los labios.
—No sé. San Francisco, supongo. O quizá aquí, en Nueva York.
—Pues no. En un lugar llamado Belle Glade, en Florida. ¿Qué tiene Belle Glade que no tengan otros sitios? Ratas, por lo pronto. Alcantarillado deficiente. Chabolas. Una tasa de tuberculosis muy alta. Mala alimentación. Y una población predominantemente haitiana.
—El problema no es que esa gente sea haitiana. Lo que pasa es que los refugiados haitianos son gente de lo más pobre que hay en este país. Haití es la nación más pobre en el hemisferio occidental. Hay una relación entre la miseria y el SIDA, de la misma manera que existe una relación entre el uso intensivo de drogas o la promiscuidad sexual y el SIDA. Todos mandan a la mierda el sistema inmunológico.
Rivera se puso de pie y se acercó a la ventana. Su oficina daba directamente a la sección de las casas Ingersoll de las ciudades-dormitorio de Fort Greene. La mayor parte de sus pacientes procedían de aquel lugar. Él mismo había nacido a menos de un kilómetro de allí, hijo de inmigrantes puertorriqueños. Con menos suerte aún estaría buscándose la vida en aquellas calles.
—Muchas de las personas que atendemos en este hospital son haitianos. Oficialmente se supone que no me doy cuenta de ello. Extraoficialmente tomo muestras de sangre de todos y las mando al laboratorio. Allí hacen una sencilla prueba de detección del VIH. Ahora ya es rápido, y en unas horas ya sé con lo que me enfrento. Hice la prueba a Filius Narcisse y, como ya le dije, el resultado fue positivo.
Se volvió a Reuben.
—Quizá le desagrade, teniente, pero por esto es por lo que no se hizo autopsia. A nadie le gusta hacer autopsias a los cadáveres con VIH. Tienen miedo a contaminarse con la sangre. El señor Narcisse se pasó un rato en la nevera antes de que lo entregáramos a su familia para que lo enterraran.
—No creo que fuera su familia, doctor. Que yo sepa, el señor Narcisse no tenía pariente alguno fuera de Haití.
Rivera parecía algo sorprendido. Nada más que eso.
—Ya. Bueno, quien fuera que se llevase el cadáver, debió de parecerle bien a la administración del hospital. Yo no me meto en esas cosas. Si ha habido alguna irregularidad, hable con ellos.
El doctor se detuvo y dio una larga calada al cigarrillo.
—En todo caso, la historia del difunto no acaba ahí. Tomé más de una muestra de sangre antes de que muriera. Desde hace algún tiempo mando muestras tomadas de personas seropositivas a un amigo en el College Hospital, en Atlantic Avenue. Se llama Joe Spinelli. Uno de sus pasatiempos es buscar cofactores del VIH. Tiene acceso a un espectrógrafo de masas para cromatografía de gases.
Reuben apagó el cigarrillo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que busca estructuras moleculares para identificar sustancias que de otra manera sería imposible. Aspectos que no se identificarían en un análisis de sangre normal. Mezcló una muestra de la sangre del señor Narcisse con éter. Cuando separó de nuevo la sangre y el éter, encontró una serie de sustancias poco habituales.
—¿Como por ejemplo?
—Le he hecho una lista. Se la puede llevar. Mandaré una copia al forense.
—Por encima… ¿Tomaba drogas? Rivera se encogió de hombros.
—Esto no son drogas. Joe identificó una gran cantidad de sustancias diferentes, pocas de las cuales se encontrarían normalmente en cualquiera de las drogas que se pueden comprar en la calle. El origen más probable de algunas sería la ingestión o la inserción subcutánea de una serie de hierbas o productos animales, que seguramente incluían varios tipos de insectos, sapos y peces.
El doctor miró el papel que tenía sobre la mesa.
—A ver… Joe encontró rastros de saponinas, un grupo amplio de glucósidos. En dosis altas pueden ser muy tóxicas. Un tipo, las sapotoxinas, se administraban en algunas zonas de África como una especie de suero de la verdad; en grandes cantidades impiden la respiración celular y provocan la muerte. A Joe le parecía que no había bastante en esta muestra para indicar una dosis letal.
»También halló diversas dosis de raninas, resinas acidas, dihidroxifenilalanina, y una serie de alcaloides, incluida la prurieninine y prurienidine. Éstas se encuentran en bastantes plantas tropicales, especialmente trepadoras de la familia de las leguminosas. En ciertas combinaciones pueden actuar como compuestos psicoactivos y provocar alucinaciones.
»Joe cree que tampoco en este caso la dosis fuera tóxica. Lo mismo sucede con otras sustancias activas de otras plantas y la mayoría de los productos animales. Con una única excepción: había cantidades importantes de tetrodotoxina en la sangre de este hombre. Es lo que llamamos una neurotoxina: un veneno que actúa sobre el sistema nervioso. La mayor parte de las neurotoxinas son proteínas, pero la tetrodotoxina es una sustancia no proteica de enorme toxicidad. Dicho claramente, es uno de los venenos más fuertes que hay. Es sesenta veces más potente que la estricnina, mil veces más potente que el cianuro potásico. Sólo 0,5 miligramos de tetrodotoxina pura son capaces de matar a un adulto. Actúa provocando parálisis neuromuscular total. El hombre en cuestión fue envenenado, teniente. Lo único que me desconcierta es que estuviera vivo cuando lo encontraron.
Rivera se quitó las gafas. Sin ellas los ojos resultaban débiles y enrojecidos. Reuben tenía la sensación de que el cansancio del médico no era sólo físico. Conocía esa cara: la había visto bastante a menudo en el espejo del lavabo.
—Teniente, si quiere saber lo que le pasó a su haitiano, tendrá que desenterrarlo. Lo antes posible.