CAPÍTULO SIETE

El miércoles amaneció pálido y sin ningún encanto, un día gris, oscuro y triste; aunque resultaba brillante comparado con la lluvia del día anterior. Angelina tenía la impresión de no haber visto jamás un día que empezara tan apagado. No sabía, literalmente, qué hacer. Reuben había salido pronto para comprobar el anómalo informe del laboratorio y acelerar el proceso de exhumación.

Evidentemente tenía trabajo para encargarse del entierro de Rick, pero no se sentía con fuerzas para ello. Había seguido la sugerencia de Reuben y lo había dejado todo en manos de la secretaria de Rick en la Universidad. Mary-Jo estaba haciendo todos los preparativos: había llamado a la gente, puesto esquelas en los periódicos y hablado con la funeraria. Angelina aún no había informado a los padres de Rick, ni quería hacerlo. La secretaria también se encargaría de eso.

Logró arrancarse de la cama a las diez. La ropa seguía algo húmeda, pero era mejor que los fragmentos de vestuario que le había dejado la hermana de Reuben, que le sentaban muy mal y eran todos feísimos. Se había formado una imagen muy desagradable de la hermana de Reuben: gritona, rechoncha; una pechugona matrona judía de cara redonda y con diez hijos, que usaba cosméticos de Avon e iba de compras a Macy’s una vez al mes.

El apartamento de Reuben estaba lleno de fotos: sus abuelos, en atuendo hasídico, sus padres, sus hermanos, su hermana el día de su boda, tías, tíos, primos, sobrinos, sobrinas, los vivos y los muertos. Le había hablado de ellos la noche anterior:

—Éstos son mis abuelos. No los conocí; murieron en Auschwitz. Y éste es mi tío Avrum; él murió aquí, en Brooklyn. Esta mujer con esa pinta tan curiosa es la tía Rivke. Y éste es su hijo Irving, mi primo: ahora estudia en la Yeshiva University.

Una letanía de nombres, de caras, de recuerdos. Nunca se cansaba de recitarlo: eran lo más importante de su vida. Eran su pasado. Sin ellos no era nada, no estaba en ningún sitio. Era por ellos que encontraba tan insoportable la soledad de Angelina.

Sobre una mesita, algo separadas de las otras, había varias fotos en color de una criatura. Angelina había cogido una.

—¿Quién es? —preguntó.

A Reuben le costó responder.

—Son fotos de mi hija Davita —dijo—. Tiene diez años. Ésta es la más reciente; en la que está con el caballo; la hicieron hace un mes.

En la foto se veía a una niña delgada, morena, de ojos grandes. Tenía las riendas de un pequeño pony en la mano, sonriendo iluminada por un rayo de sol.

—No sabía que tuviera hijos.

—Sólo una niña, sólo Davita.

—¿Está casado?

La voz de él sonaba lejana.

—Lo estuve —respondió—. Hubo un tiempo en el que estuve casado. No tengo fotos. Perdone…

Se puso de pie y se fue a la cocina a preparar más café.

Angelina fue cogiendo una a una las fotos y devolviéndolas a su lugar. Para ella no tenían el menor significado, resquebrajadas, desvaídas, torcidas en sus marcos dorados o plateados; pero al mirarlas le invadió una repentina ola de envidia, tan arrolladora que tuvo que cerrar los ojos y apretar la mandíbula para evitar prorrumpir en sollozos. La proximidad de su familia y lo seguro de su ascendencia eran cerillas que prenderían su piel si dejaba que se acercaran demasiado.

Se preparó el desayuno y fregó los platos. Cuando acabó, fue al baño y se lavó la cara con agua y jabón. Necesitaba una base, una crema hidratante, maquillaje. Quizá iría de compras más tarde. Se lavó el cabello usando el champú de Reuben, una porquería que había comprado en una tienda de las que están abiertas veinticuatro horas al día. Le dejó el cabello áspero. No encontraba un secador por ninguna parte.

A las once y diez volvió al salón. Las fotos la miraban desde sus gruesos marcos, cada una de ellas como un basilisco, con los ojos clavándose en su carne. Se levantó y las puso de cara a la pared. Intentó leer una historia de detectives escrita por alguien llamado Robert B. Parker. Reuben tenía toda una hilera de libros de ese tipo en un estante. Un asesino mataba mujeres negras en Boston. Dejaba una rosa roja cada vez que mataba una. No eran más que palabras, no podía concentrarse en ellas.

Las fotos seguían mirándola: sus ojos de basilisco la podían ver a través del oro y la plata. Dejó el libro y fue de habitación en habitación, recogiéndolas todas. Cupieron en un cajón grande de la cocina.

En el salón Reuben tenía una gran pecera con peces tropicales. Nadaban juntos, en uno y otro sentido, y sus encendidos colores destacaban como lo más luminoso que había en la habitación. Siguiendo las instrucciones de Reuben les echó un poco de comida y miró cómo las partículas brillantes iban descendiendo hacia el fondo. Los peces eran como ella, pensó: hijos del trópico condenados a nadar en una pecera de cristal a miles de kilómetros de su hogar. Soñaba con hundirse en el fondo de la pecera y cerrar los ojos para siempre. Nadie conseguiría que volviera a nadar.

A las doce sacó algo de embutido de la nevera y se preparó un bocadillo. No recordaba si había contado a la policía lo de los paquetes de carne que había dejado Filius en su apartamento. El bocadillo le pesaba en el estómago. Lo dejó a medio comer. A las doce y media se levantó y sacó las fotos del cajón. Una a una extrajo las fotos de sus marcos y las colocó sobre la mesa.

Fotos viejas, de los vivos, de los muertos, de los medio olvidados. ¿Qué derecho tenían ellos de mirarla así? Encontró un par de tijeras de cocina en otro cajón y empezó a cortar las fotos en tiras largas, y después las tiras en trozos más pequeños. Al final perdió la paciencia, y dejó de lado las tijeras y empezó a romper los trozos con los dedos, rompiéndolos en tiras cada vez más pequeñas: la tía Rivke, el tío Avrum, el primo Irving y la pequeña Davita. Cuando hubo acabado, el pasado de Reuben yacía en el suelo, convertido en fragmentos desordenados.

Fue al salón y encontró en un armario una botella de coñac Napoleón. Lo fue bebiendo, lentamente, sentada en silencio, mirando cómo los peces de cola brillante iban y volvían en su limitado universo. ¿En cuántas vueltas consistía una vida? Había una válvula cerca del fondo de la pecera. La abrió y contempló cómo el agua empezaba a derramarse sobre la moqueta. Los peces fueron bajando y bajando en el depósito, nadando desesperadamente, luchando contra la corriente inesperada que los arrastraba hacia abajo. Al fin yacían sobre la grava, la arena y las algas del fondo, sus cuerpos brillantes retorciéndose en un esfuerzo final por respirar.

A la una menos cuarto, cogió el teléfono y marcó un número de Brooklyn. Contestó una voz que ella conocía.

—Aubin, ¿eres tú? Tengo que verte en seguida. Sí, en seguida. Iré a verte. Espérame.