Una vez en el coche, empezó a tiritar incontrolablemente. Reuben puso la calefacción a máxima potencia y dirigió el coche de vuelta hacia De Kalb.
—Es mejor que me lleve de vuelta hacia el hotel —dijo ella—. Lo siento. Lamento haber hecho que se mojase. Tenía razón. No había nada que ver.
—No creo que llevarla al hotel sea una buena idea. No tal como está ahora. Ha sido un día duro. Los próximos días quizá lo sean aún más.
—¿Puedo volver a mi apartamento?
Reuben giró de Fulton a Flatbush Avenue.
—En absoluto. Los forenses siguen desmontándolo. Lo siento. Lo volverán a dejar como estaba. —Se detuvo. Nada volvía a quedar como estaba—. ¿Cree que querrá volver allí?
Ella se agachó para quitarse los zapatos. Estaban llenos de agua. Tenía las medias empapadas. Pensaba que nunca se secaría.
—No —murmuró—. Nunca.
—¿Tiene amigos, parientes?
Tenía amigos, pero nadie con quien quisiera estar en este momento. En cuanto a parientes… Indicó que no.
Él la miró. Parecía una rata ahogada en un río, pensó. Entonces se miró a sí mismo. Había empezado a brotar vapor de sus pantalones de la zona más cercana a la calefacción. Estalló en carcajadas. Ella le siguió la mirada, vio el vapor, y se miró. Ella también emitía vapor. Echó la cabeza hacia atrás y se deshizo en carcajadas. Nunca había reído con tal intensidad.
Su risa fue subiendo de tono, dejándola sin aliento, haciéndole perder el control, bordeando la histeria. De repente, con la misma velocidad, pasó al llanto, el cuerpo presa de convulsiones, el pecho hinchado de dolor. Reuben detuvo el coche junto a la acera. Se quedó quieto, sentado, impotente, sin poderla consolar. El coche se llenó de vapor, como un baño turco. Ya no tenía la menor gracia. Él alargó la mano y apagó la calefacción.
Lentamente el llanto fue amainando. Volvió a controlarse. Se enjugó la cara, pero era inútil; todo estaba mojado.
—Iremos a mi casa —dijo él. Se dirigieron hacia el sur, hacia West Flatbush—. Va contra el reglamento, pero ¿qué más da? De todas maneras tendré que pasar bastante tiempo con usted a lo largo de los siguientes días, así que es mejor que esté donde me resulte fácil verla. ¿Sabe cocinar? Ella se encogió de hombros.
—Regular. Lo que mejor sé hacer es pintar. Me gusta pintar.
—¿Le gusta pintar? Eso lo dejamos para otro momento. Por ahora me conformo con que sepa cocinar. Aunque sea regular. Considérelo su alquiler. ¿Hay algo que necesite?
—¿Para cocinar?
—No. Para usted. Lo tiene todo en el apartamento. Ella se encogió de hombros.
—No me iría mal una ducha. Y ropa limpia.
—Pasaré por casa de mi hermana después de cambiarme. Es gorda, pero había sido delgada, de su talla, más o menos. Nunca tira nada. Supongo que no ha perdido la esperanza.
Él se preguntaba por qué hacía todo esto, por qué le hacía tanto caso. No era porque hubiera perdido a su marido: no era la primera viuda atractiva con la que se encontraba en su trabajo. Pero parecía estar extrañamente sola, más sola que nadie que jamás hubiera conocido. Y le había sonreído de aquella manera misteriosa. En contra de su buen criterio, estaba algo fascinado. Pondría las cosas en claro con el capitán al día siguiente.
* * *
Ella se sentía extraña, de pie desnuda en el cuarto de baño de él, con la piel de gallina. El reflejo de su cuerpo delgado, oscuro y brillante multiplicado en los espejos. Estaba rodeada de los objetos personales de Reuben: una maquinilla eléctrica, un cepillo de dientes solitario y muy gastado, una botella de loción de Clinique, calzoncillos colgados de una cuerda, secándose en la bañera. Nada femenino, nada que delatara la presencia de una esposa o una novia fija. Ella se preguntaba qué hacía allí, cómo había ido a parar a aquel sitio. ¿Por qué se mantenía tan cerca de ella? ¿No tenía otras cosas que hacer, otras investigaciones que requirieran su dedicación? ¿Sospechaba que ella era cómplice? ¿Sabía él algo?
Sacó otra toalla del armario de encima del calentador y empezó a secarse por segunda vez. Tenía la sensación de que nada lograría secarla bien. Su ropa estaba en el suelo, hecha una pila miserable. Se agachó para ponerla sobre el radiador.
Al levantar el abrigo el pequeño ataúd de madera cayó al suelo desde el bolsillo donde lo había puesto. Medía unos doce centímetros de largo por cinco de ancho y estaba pintado de blanco. A cada lado y en el fondo había escrito un nombre de dioses del rito del Congo. En la tapa estaba el nombre de Rick escrito en letras negras y mal hechas, junto a una pintura de Papa Nebo, el oráculo voudoun de los muertos. Era hermafrodita, con una falda de muselina blanca y una chaqueta de frac. Un sombrero de copa y unas gafas de sol enmarcaban su cara pintada de blanco.
El ataúd era pequeño. El próximo sería algo mayor. Y el siguiente aún más grande. El último sería de verdad. Angelina tiritó y forzó la tapa, rompiéndose una uña. Como esperaba, la caja estaba llena de cenizas: la lengua de Rick, o mejor dicho, lo que quedaba de ella.
Temblando aún, echó las cenizas al inodoro. Rompió el ataúd en trocitos, los envolvió en papel higiénico, los echó con las cenizas y tiró de la cadena.
* * *
—Vudú —dijo él.
—¿Perdón?
—Vudú. ¿Qué sabe usted sobre ese tema?
Estaban en la cocina de él acabándose el cordero al curry que Angelina había preparado. Él le tuvo que pedir que no añadiera crema de leche a la salsa: seguía respetando las normas kosher relativas a la comida. Aunque en una noche como aquélla, pensaba él, ya casi daba lo mismo.
Sus padres se habían mudado a Boro Park abandonando Williamsburg en 1960, cuando los negros y puertorriqueños se empezaron a instalar allí. Él tenía entonces cinco años, era asmático, llevaba patillas rizadas y un gorrito de punto. Lo único que recordaba del día en que se habían mudado era cómo al tío Avrum se le había caído el sombrero cuando ayudaba a su padre a cargar un armario pesado en el camión. Reuben se había reído mucho, y le pegaron.
El tío Avrum había muerto dos semanas más tarde y Reuben lloró en el entierro, asustado de que quizá, de alguna manera, su risa había mandado al viejo a la tumba. Pero el tío Avrum no era viejo, sólo enfermo. Y no había sido la risa lo que lo había matado. Había tenido que echar raíces demasiadas veces, en demasiados sitios.
Años más tarde, Reuben había logrado comprenderlo. Aún podía sentir, en algún rincón de su fuero interno, al tío Avrum con su enorme sombrero de piel echado sobre la frente, abrazando el pasado contra su pecho como si fuera una reliquia sagrada. Incluso cuando ya era policía, y cuando lo asignaron al distrito 88 tres años atrás, Reuben insistía en tener el apartamento en West Flatbush. Estaba a quince manzanas de la casa de sus padres en Boro Park, podía ir andando a los lugares de su infancia.
Cerca de la casa de sus padres, en la calle 49 con la Avenida 14, estaba su antigua yeshiva, la Bais Yakov. A un par de manzanas en la otra dirección había, en un sótano, la pequeña sinagoga donde su padre le había llevado a rezar por primera vez. Ningún miembro de su familia vivía a más de quince minutos de camino. En aquellas calles podía viajar en el tiempo en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando empezaba el trabajo, se convertía en policía. Era duro, bebía cerveza, reía de los chistes verdes que contaba MacMenemy y trabajaba en sábado si hacía falta. Pero eso eran sólo cosas que hacía para que le dejaran ser policía. Cuando no trabajaba llevaba la kippa por la calle y pasaba la mayor parte de los sábados en casa de sus padres.
Era difícil vivir una doble vida, pero la alternativa era peor. Cada asesinato, violación, cada indignidad cometida contra carne humana lo llagaba por dentro. Algunos polis se emborrachaban. Otros pegaban a su mujer. Su terapia consistía en volver a casa a West Flatbush. Volviendo allí con Angelina ponía por primera vez en peligro su código personal. Esperaba no tener motivo para arrepentirse de ello.
—¿Por qué lo quiere saber?
—Sabe muy bien por qué. Esos asesinatos, el asesinato de su marido. Hay algún tipo de conexión vudú, ¿no?
Ella lo miró desde el otro lado de la mesa. La había acogido en su apartamento, le había dado de comer, le había dado media botella de vino bueno. ¿Qué quería de ella?
—¿Usted cree que la hay?
—Escuche —le dijo—. En esta Goldener Medina en la que vivimos hay miles de asesinatos rituales cada año. ¿Lo encuentra difícil de creer? Yo también. Pero resulta que es verdad. Aquí, en Nueva York, tenemos algunos de los peores: satanistas, seguidores de cultos que utilizan drogas, vuduistas, todos los tipos de sonados. Algunos de ellos creen que el sacrificio humano es una manera encantadora de pasar el rato. Usted vio ese vídeo, usted vio lo que hacían. ¿Qué me puede contar sobre el vudú?
Se estaba dejando lo más importante, pero no lo sabía, y ella no se sentía con fuerzas para hacerle notar su error.
—¿Qué le hace pensar que lo que vio en el vídeo tiene algo que ver con el vudú?
—No sé. Parecía algo…
—¿Raro?
—Pues claro.
—Y los que bailaban eran negros.
Él asintió.
—¿O sea que algo raro, sumado a unos negros, y a un asesinato y a algún tipo de ceremonia religiosa equivale a vudú?
Él empezaba a estar incómodo.
—No necesariamente. Hay muchos tipos de religiones negras. Está la santería, está…
—Pero usted cree que esto es vudú.
—Su marido pasó mucho tiempo con la comunidad haitiana. Usted es haitiana. El hombre que murió, Filius, era haitiano.
—En Haití lo llamamos voudoun.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que da lo mismo. Ella dejó el tenedor.
—No, teniente, no da lo mismo. El vudú es un producto de Hollywood, zombis y muñecos de cera con alfileres y todo eso. El voudoun es la religión de la mayoría de los haitianos.
—Pensaba que eran católicos.
—Pertenecen a la iglesia católica, pero el voudoun es su fe.
—¿Usted cree que estos asesinatos tienen algo que ver con el… voudoun?
Ella dudó un momento.
—No he dicho eso. Creo que la relación, si la hay, no es tan sencilla.
Calló y dio un sorbo. Tenía la sensación de no hacer pie. Llevaba tres años trabajando en Fort Greene, y los haitianos seguían desconcertándolo.
—¿Es usted…?
—¿Voudouniste? No. —Ella negó con la cabeza—. Mis padres… Éramos lo que se llamaba la élite. Aunque Haití sea la más antigua república negra, los mulatos seguimos teniendo el poder. Tenemos el dinero, la formación, los contactos con Francia. Somos más franceses que haitianos, más europeos que africanos. Mi familia iba a misa cada domingo. Nunca sentimos el impulso de bailar para Dios.
—Pero su marido… si me permite que pregunte.
Ella cerró los ojos, ahuyentando las nuevas visiones que suscitaba el nombre de Rick: un cuerpo pálido en una mesa de piedra, barro gris y hierba, un pequeño ataúd blanco.
—No se preocupe. Rick era experto en voudoun, entre otras cosas. Puede buscar sus libros, leer sus artículos. No creo que nadie lo haya matado por eso.
—Tal vez no. Pero querría encontrarme con algunas personas, hablarles de lo que ha estado sucediendo. Amigos de su marido, amigos de Filius. Usted me puede dar la pista. Usted me puede ayudar, si quiere.
«En efecto —pensó ella—, puedo ayudarle. Pero no le haría ningún bien. Tiene que acabar así. Con Filius, con Rick». El corazón le temblaba. Estaba mareada. Mareada y asustada.
—No puedo ayudarle —dijo ella—. No sé nada.
Pero apartó la vista al decirlo, y por primera vez él supo que mentía.
Sonó el teléfono. Él dudó un momento, mirándola, intentando resolver si le estaba tomando el pelo o si simplemente tenía miedo. Entonces se levantó y fue a la habitación contigua.
Cuando volvió su cara mostraba su preocupación.
—Tiene que ver con su amigo Filius —dijo—. Está pasando algo raro. —Se detuvo y se sentó—. Vino una gente esta mañana. Dijeron que eran parientes suyos. Lo enterraron esta tarde. No lo entiendo. Tendría que haberse hecho la autopsia.
Angelina puso cara disgustada.
—No tenía parientes aquí —dijo—. ¿Dio su nombre la gente que lo vino a buscar?
—No lo sé. Supongo. El hospital debe de tener un archivo. Pero ¿por qué lo enterraron tan de prisa?
—Es la costumbre. En todos los países tropicales.
Él asintió.
—Hay algo más —dijo.
—¿Sí?
—El informe del laboratorio. Aparentemente hubo alguna confusión y efectuaron los análisis de las muestras de sangre que le extrajeron. Tienen algo raro. Algo fuera de lo normal. —Vaciló un momento. Ella lo miraba con atención, como si ya supiera lo que iba a decir—. Quieren desenterrar el cadáver. El patólogo se ha puesto en contacto con el fiscal del estado para hacer una petición de exhumación.