CAPÍTULO CINCO

Llovió durante todo el día. En las calles un diluvio interminable inundaba el mundo acunado por una curiosa luz tenue. Los desagües estaban hinchados, atascados de porquería. Bajo el asfalto cargado resonaban las alcantarillas con un sonido hueco, atormentado.

Angelina acompañó a Reuben Abrams al depósito de cadáveres del hospital de Kings County. Querían que hiciera la identificación definitiva del cuerpo de Rick. Aparcaron junto a la entrada de Urgencias y Traumatología y avanzaron bajo la lluvia oblicua hacia el depósito. Quedaba a la derecha, subiendo unos escalones.

Allí no había indicios de la presencia de la muerte, ningún olor a formaldehído, era un vestíbulo normal rodeado de puertas de oficinas. Reuben entró con Angelina por una puerta de la izquierda en que podía leerse «Inspector médico jefe». El cartel especificaba «Horas de identificación 9-16 horas». Angelina se preguntaba qué pasaba con la gente que no moría en horas de oficina.

Una puerta a la izquierda llevaba la indicación «Sólo personal de la Brigada de Homicidios de Brooklyn». Carteles en las paredes daban consejos a los que acabaran de perder un ser querido. Había unos folletos en una mesita de madera. Un empleado salió de una de las oficinas y saludó a Abrams con poca ceremonia. Se notaba que no era la primera vez que hacían esto. Se volvió y miró a Angelina. Era un hombre pequeño, con ojos tristes y gafas.

—¿La señora Hammel?

Ella asintió. El empleado la miró con reticencia.

—¿Le importaría entrar en mi oficina?

El corazón le había empezado a palpitar, provocado por la asepsia del entorno, de la falta de presencia de cualquier muerte real en aquel aire. Aquel aire tan neutro le resultaba irrespirable.

Frente a una mesa abarrotada se le pidió que firmara en un libro y que demostrara su identidad. El empleado completó el formulario titulado «Identificación personal del cadáver», triple copia, una para el archivo, otra para la oficina de desaparecidos de la Policía de Nueva York y otra para el fiscal del distrito. Nunca se le había ocurrido que la muerte pudiera ser tan complicada.

—Señora Hammel —dijo el empleado—, le voy a mostrar una foto del hombre cuyo cadáver fue encontrado esta mañana en el parque de Fort Greene. Tómese el tiempo que haga falta. Si está segura de que se trata de su marido, no tiene más que firmar este formulario. Con eso ya estarán todos los trámites.

Ella sacudió la cabeza.

—Nada de fotos —dijo ella. Su voz era segura, pero el corazón le temblaba—. Quiero verlo.

—Señora Hammel, no recomiendo…

El teniente puso una mano en un brazo del empleado. Éste suspiró.

—De acuerdo —dijo—. Tenemos una habitación abajo con una ventana desde la que podrá ver el cadáver. Pediré que lo preparen.

Después de cinco largos minutos estuvo preparado. El empleado llevó a Angelina a la sala de visión. Cuando estuvo sentada, abrió una cortina. Al otro lado de la ventana estrecha en una habitación pequeñísima con paredes de azulejo blanco la mitad de su vida yacía desnuda sobre una mesa de piedra, bajo unas luces que zumbaban y se encendían y apagaban de forma muy adecuada.

Alguien había peinado el cabello de Rick hacia atrás, apartándolo de la frente. Había restos de caspa en sus sienes. Tenía la barbilla oscura por el pelo que empezaba a crecer. Le habían cubierto el torso con una tiesa sábana blanca y puesto la cabeza sobre una almohada de goma. Tenía aspecto de estar incómodo, aunque tuviera los ojos cerrados. Los labios tenían cortes y hematomas donde el asesino había intentado extirpar la lengua. En una de sus mejillas una navaja había dejado una gran herida, con bordes abiertos pero sin sangre.

Estaba pálido y cambiado, pero era Rick: el Rick que alguna vez amó, hacía tanto tiempo que resultaba doloroso recordarlo, el Rick de los últimos años por el que había dejado de sentir algo. Ya no importaba ahora, nada en absoluto. Asintió una sola vez con la cabeza y se dirigió a la puerta.

Abrams la cogió por el codo y la dirigió de vuelta hacia las oficinas del piso superior. Ella se apoyaba mucho en él. Las extremidades se le habían vuelto líquidas. El hombre de los ojos tristes le pidió que firmara el formulario de identificación, indicando los espacios en blanco con una uña mugrienta. Por primera vez desde la luna de miel, Angelina se dio cuenta de que el nombre que usaba era el de otra persona. Cuando el oficial se agachó para recuperar los formularios, Angelina notó que tenía la palabra «Dios» tatuada en el dorso de la mano derecha y «Jesús» en el dorso de la izquierda. Dio la vuelta al escritorio y le estrechó la mano, murmurando rancios pésames con una voz rancia. También notó que le olía el aliento.

En el umbral, le volvió a coger la mano y le puso algo en ella, un trozo de papel doblado. Al llegar al vestíbulo lo desdobló. Era un folleto pequeño, tinta oscura morada en papel rosa. «Vida eterna con nuestro señor Jesucristo». Ella lo hizo una bola y lo tiró al suelo.

—¿Se le permite que haga esto? —preguntó.

Sentía el tipo de ira sin sentido y que hace daño porque no tiene ningún significado ni salida que darle. Él se encogió de hombros.

—No hace ningún mal —dijo.

—Pero si…

—No pienso en ello —dijo con dureza.

La cogió del brazo y la llevó fuera. Aún llovía.

* * *

Ella no quería ir a otro bar. Se quedaron en el Ford y condujeron en silencio por las mareantes calles empapadas de lluvia como amantes negligentes que no tienen cama a la que ir, conduciendo hasta que amainase la tormenta. Él pensó en la sonrisa de ella en el bar, cuando le dijo que su marido había sido encontrado en un parque con el cuello abierto y sin lengua. Parecía estar cansada. Estaba dispuesto a considerar eso una excusa aceptable.

Oscureció, una oscuridad callada y sosa. La lluvia seguía cayendo, fría y coloreada por las mojadas luces azules y doradas. Caía en una constante cascada sobre las torres brillantes del centro de Manhattan, sobre bares, teatros y galerías elegantes, de paredes grises, sobre el cristal y el mármol, el metacrilato y el bronce, las mentiras, las poses y los simulacros. Caía sin pensárselo dos veces sobre los oscuros edificios de apartamentos de alquiler en Harlem, sobre las iracundas torres de Babel de Brooklyn y el sur del Bronx, sobre las ciudades-dormitorio y las vías de tren, sobre la madera, la herrumbre y los cristales rotos, sobre más mentiras, poses y simulacros.

Avanzaban, algo incómodos por las calles plateadas y brillantes, vacías de gente. La lluvia y las luces luchaban por convertir en magia la sordidez; pero aquí nada podía alejar la oscuridad. Su mundo era una realidad dura que ninguna varita podría convertir en un país de ensueño. La lluvia aporreaba el techo metálico del coche y chorreaba por el parabrisas emborronado.

—¿Tiene idea de quién lo podría haber matado? —preguntó Abrams. Mantuvo la vista fija al frente, evitando mirarla.

Ella se quedó callada un momento, mirando cómo las gotas se asentaban y dispersaban. Qué podría saber un policía judío de los motivos de la muerte de Rick.

—No —dijo—. Nadie lo odiaba tanto como eso.

—¿Cree que el móvil fue el odio?

—No. Ya le digo que nadie odiaba a Rick tanto. Se debió de cruzar con alguien, algún loco.

Él extendió una mano y abrió un claro en la humedad condensada en el parabrisas.

—Algunos de los cadáveres que encontramos en su apartamento habían sido mutilados —dijo—. A algunos les faltaban las orejas. A otros les habían arrancado la lengua. O se la habían cortado. Para el caso, es lo mismo.

Ella no contestó. Iban hacia el oeste por Atlantic Avenue bajo el ferrocarril elevado de la línea de Long Island.

—Gire a la derecha al llegar a Portland —dijo ella.

Él no necesitó preguntar adónde quería ir. Portland iba directo al parque de Fort Greene.

—No hay nada que ver allí —dijo él.

—Quiero verlo.

—Está oscuro. Llueve. No hay nada que ver.

Ya hacía dos horas que se había acabado su turno. ¿Qué hacía, en el coche, bajo la lluvia, con aquella mujer cuya vida acababa de ser reducida al mínimo? Debería estar buscando al asesino de su marido. Pero estaba convencido de que ella sabía algo: un nombre, un motivo, un incidente. Quizá otra cosa, algo que no lograba ni adivinar. Recordaba su sonrisa tranquila en el bar.

Ella volvió la cara hacia él, y al hacerlo, él vio sus ojos reflejados en el nublado parabrisas.

—Por favor —dijo ella.

Los faros de un camión que pasaba borraron su reflejo del cristal. Hizo girar el coche.

El parque no podía cerrarse para evitar que la gente entrara de noche. Muchos alcohólicos y heroinómanos pasaban la noche allí bebiendo vino barato o chutándose. Hoy estaría vacío. Esta noche la lluvia impondría el orden. Al menos de momento.

Ya estaban empapados cuando encontraron el camino. Él llevaba la linterna que siempre guardaba en el maletero. Sentía la Browning 38 suavemente apretada contra sus costillas, bien instalada en la sobaquera.

—Fue por aquí —dijo él—. Junto al monumento.

Una fila de luces brillaban como halos de papelería barata a lo largo del camino. Su falsa promesa de calor en la oscuridad sólo lograba intensificar la sensación de desolación que sentía Reuben. No quería estar allí.

Avanzaron lentamente por el camino, Reuben delante, intentando ver en la lluvia, intentando distinguir un esquema en esa luz, muerte y oscuridad. Angelina le seguía, anonadada, sin tener claro por qué había querido ir. La muerte de Rick estaba aún fresca, demasiado fresca, como nieve en un campo desvaído. No sabía cómo reaccionaría. Habría un entierro, sus padres vendrían de Boston y su hermano de Sag Harbour. Estarían sus colegas y estudiantes; algunas verterían más lágrimas que ella. Ella era el campo desvaído; durante unos días su muerte la dejaría blanca y reluciente. Sólo durante unos días.

Al fin Reuben encontró el lugar, un árbol a unos tres metros del camino. La lluvia había borrado toda huella del trabajo de esta mañana: pisadas, marcas de pala, yeso, pequeños agujeros donde los fotógrafos habían colocado las varas de medida.

—Lo encontramos aquí —dijo él, barriendo el suelo con el haz de luz.

Era irregular y estaba empapado, manojos de hierba pisoteada en un mar de barro.

Angelina sintió que una oleada fría de desesperación le subía al corazón. Luchó por contenerla, respirando a fondo. No lo había amado, hacía años que no lo amaba; no tenían proyectos comunes, ni siquiera de mutua traición. ¿Por qué este dolor, esta necesidad de llanto? No por él, claro. Por sí misma. No había querido que las cosas acabaran así. Pero mejor esto que nada. ¿No?

—Ahora no hay nada aquí —dijo él—, ¿ve?

Ella no contestó. Veía perfectamente: barro y recuerdos dispersos, nada más. Mañana ya no quedaría nada en absoluto. Pensaba que estaba llorando, pero cuando se llevó la mano a la mejilla vio que tenía la cara mojada de la lluvia, no de lágrimas.

—Déjeme sola —soltó, sorprendida por su propia impaciencia—. Necesito pensar.

Él no dijo nada. Simplemente le dio la linterna y se fue sin decir palabra. La luz se clavaba como un fino cuchillo en la gruesa cortina de lluvia que barría el empapado suelo. Tendría que haber habido más, algo más significativo que esto. Era demasiado vulgar, demasiado anónimo.

Se volvió para irse. Al disponerse a hacerlo la luz incidió en algo justo en el extremo de su campo de visión. Se dirigió de prisa hacia allí, se agachó y alargó la mano. Estaba medio enterrado en el barro, pero salió sin dificultad. Durante más de un minuto lo tuvo en la palma de la mano, dejando que la lluvia lo lavara. Sabía lo que era, claro. ¿Cómo no lo iba a saber? Pero no se imaginaba que lo encontraría allí.

Miró a uno y otro lado. Abrams no estaba a la vista. No sabría nada de su hallazgo: había sido depositado después de que la policía se fuera, para que ella lo encontrara. Con un escalofrío, se metió el objeto en el bolsillo del abrigo.