Filius estaba perdido. Estaba en coma profundo, con una puntuación de sólo tres en la escala de Glasgow. La policía le llevó en seguida al hospital Cumberland, en la zona de los barrios-dormitorio, donde tuvo que esperar casi dos horas en urgencias antes de que lo visitaran. Cuando al fin lo atendieron le hicieron toda una serie de pruebas. Le dieron dopamine y dobutamine, hicieron un TAC y tomaron muestras de sangre para hacer análisis de urgencia.
Al atardecer seguía en coma. El pulso, la respiración y la temperatura eran anormalmente bajos. Parecía tener uremia y edema pulmonar. Los labios y extremidades estaban azulados. Apenas se podía detectar la señal eléctrica del cerebro. Estaba cogido a la vida por hilos finísimos.
Angelina lo acompañó al hospital y se quedó a su lado toda la tarde. Su supervivencia se había convertido en un talismán para ella. Le hablaba en creole, como hacía su ama en las largas noches de verano. Pero no respondía. La policía la dejó quedarse por si acaso recuperaba la conciencia lo suficiente para hablar, sabiendo que, de hacerlo, tal vez hablaría en creole en vez de en inglés.
Poco antes de medianoche las constantes vitales empezaron a decaer. El doctor que estaba de guardia ordenó que le pusieran respiración asistida y se fue, habiendo acabado su turno. El celador que debía llevar el aparato fue llamado a urgencias. Cuando el aparato de respiración asistida llegó a la habitación, ya hacía veinte minutos que Filius estaba muerto.
El celador le tapó la cara con la sábana, blanca, lisa, con el nombre del hospital bordado. Angelina se quedó un rato más, mirándolo en silencio, esperando para ayudar a resolver los trámites de identificación. Se sentía tremendamente sola. Por primera vez se dio cuenta de que tal vez ella también moriría en Brooklyn.
La llevaron a la comisaría del distrito 88, un edificio desvencijado en la esquina de Classon y De Kalb, un poco más allá de la iglesia bautista de Emanuel. Desde el exterior parecía una fortaleza, vigilada, protegida y temerosa. Era fea y cuadrada, con una única torre redonda que señalaba el cielo nocturno con gesto acusador. Angelina nunca había estado allí, pero las paredes de ladrillo rojo sucio y las ventanas de piedra gris le resultaban familiares. Hubo un tiempo en que las comisarías eran parte de su vida. Conocía demasiado bien sus ruidos, olores y súbitos silencios.
Estaba cansada, pero cada vez que intentaba cerrar los ojos empezaba de nuevo el espectáculo, la película de horror que tenía en la cabeza. Alguien le dio un par de tranquilizantes, pero sólo consiguieron desenfocar las imágenes. Tenía ganas de vomitar, pero su estómago estaba vacío. Sólo pensar en comida ya le daba náuseas. Comprendía que había gente que le hablaba, que pedían que les hiciera caso; pero se sentía como si estuviera metida en un bloque de hielo que la tenía congelada y aislada y le impedía responder al mundo exterior.
Un policía de paisano que dijo llamarse teniente Abrams le explicó que no podían dejarla volver a casa. El apartamento había sido precintado; ahora había allí policías llevándose los cadáveres, buscando huellas digitales y de sangre. No estaba detenida, pero querían interrogarla lo antes posible. ¿Tenía parientes que la pudieran acoger? Ella indicó que no. ¿Y amigos? De nuevo la negativa.
Abrams dijo al sargento de recepción que le buscara un lugar donde pasar la noche. Los sargentos de recepción no son asistentes sociales. El que estaba de turno, Moskowitz, no se habría definido como racista; simplemente tenía en muy poca consideración a las personas negras. No le importaba lo que acababa de vivir Angelina. Por la pinta era una puta negra que esperaba un cliente. Le buscó una habitación en el Regal, un hotel barato en Myrtle Avenue.
El Regal era una auténtica miseria. Sus huéspedes más numerosos eran las cucarachas. El resto eran madres solteras que vivían de la beneficencia. Las asistentes lo llamaban un «hogar provisional»; provisional en el camino de la sordidez a la miseria. Los pasillos largos y vacíos estaban iluminados muy de vez en cuando por una bombilla desnuda atrapada detrás de una rejilla polvorienta. Los azulejos verdes y blancos que cubrían las zonas de paso estaban resquebrajados y sucios. Tenía el aspecto y el olor de un urinario público. Era el tipo de lugar que recibiría a una mujer mulata sola a la una de la madrugada sin hacer preguntas.
Alguien llamó a un forense que estaba ocupado haciendo análisis a borrachos en el fondo de la comisaría. La acompañó al hotel y le dio una inyección intramuscular de diazepam. Tuvo la sensación de que se hubiera podido quedar dormida en cualquier acera. El sueño llegó como las olas que se rompen contra un arrecife de coral.
Con el sueño surgieron las pesadillas. Era difícil saber dónde acababa una y empezaba la siguiente. Ahora estaba en la celda de su padre en comisaría, escuchando a los Tontons que susurraban en el pasillo; ahora se ahogaba, enterrada viva en un ataúd hecho de tablones astillados, y ahora la sacaban de la tumba, hombres con gafas de sol baratas, le daban de comer una pasta de batatas, jarabe de azúcar de caña y concombre zombi, bautizándola con aceite ante un crucifijo de madera de sablier.
Pero al despertar, un sueño destacaba en su memoria: estaba andando en una jungla oscura y espesa, entre árboles altos como edificios, en una penumbra ribeteada y permanente. Aquello no era Haití; era África, adonde volvían los espíritus de los muertos. Podía oír cosas que gruñían y se deslizaban entre las sombras, pero cuando se volvía no veía nada más que árboles y lianas. Sabía que llevaba semanas andando, pero llegaba al fin de la selva. Cuanto más avanzaba, más densa era. Rick iba por delante suyo, aunque no alcanzaba a verlo. Filius venía por detrás, a cuatro patas, ciego, sordo y mudo, siguiéndoles el rastro con su fino olfato.
Llegó a una basta pared de bloques de piedra, tan alta que no veía dónde acababa. Cuando intentó rodearla, parecía que no acabara nunca. Al fin llegó a una puerta dorada hundida en la piedra. Al empujarla resultó pesada, pero se abrió lentamente por su propio peso. Al atravesar el umbral, se despertó de golpe y se encontró en una cama desconocida, intentando discernir las sombras de un techo desconocido.
El teniente Abrams la esperaba en el vestíbulo. Había visto el apartamento, olido el hedor de putrefacción: habría esperado todo lo que hiciera falta.
—¿Quiere hablar aquí? —le preguntó.
Ella echó una mirada a los azulejos húmedos y mohosos y a las sillas de respaldo duro. Pasó una mujer puertorriqueña con un bebé lloroso en brazos y cuatro niños mayores cogidos a su falda.
—Preferiría algo como el Waldorf Astoria —dijo Angelina—. No es sarcasmo. Sólo pensaba que tal vez le gustaría más.
—Lo siento. Ya le he pegado un par de gritos al sargento Moskowitz. Está más acostumbrado a… —se detuvo, incómodo.
—¿Fulanas?
—Gente con problemas.
—Yo tengo problemas. Él asintió.
—Lo siento. En efecto, los tiene. Hay un bar al otro lado de la calle donde sirven un café decente.
—¿Qué hora es?
—Más de las doce. ¿Durmió bien?
—No. Tuve pesadillas. ¿Me puede decir qué pasa?
—No se preocupe. El médico le dio una inyección. Tuvo un día duro ayer. ¿Cómo se encuentra ahora?
—Anonadada. Yo… ¿tiene que ser café?
Él denegó con la cabeza.
—No. ¿Qué tal un batido?
Ella sonrió. No mucho, pero era una sonrisa.
—Pensaba más bien en algo como un Jack Daniels.
Él le devolvió la sonrisa.
—Claro, pero el doctor…
—Al doctor que le den por el culo.
Él simuló una sorpresa que no sentía.
—Vale, señora. Lo que usted diga. Un Jack Daniels. Conozco un sitio en De Kalb. Tengo el coche ahí fuera.
Se puso en pie, la vista fija en la cara de ella. Había sido bella. Aún lo era, aunque fuera una belleza algo desvaída. Bonita y triste. Su boquita pequeña con los extremos vueltos para abajo, los ojos como ventanas tranquilas que una mano invisible había cubierto con persianas pálidas. Le gustaba su acento: algo francés, pero con algo más, algo más oscuro.
Él se preguntaba qué tipo de sueño habría tenido. En la academia de policía no enseñaban a trabajar con sueños. Miró la ordenada miseria del «hogar provisional». Nadie los contaba, pero los sueños son lo más importante para la gente que está en un lugar así. Algunos necesitaban los sueños para poder seguir adelante; otros se pasaban la vida intentando escapar de ellos.
Lo siguió hasta el coche, al otro lado de la calle. Desde hacía rato caía una lluvia fina y fría, una lluvia constante en un cielo color pizarra. Había bajado del noreste, por la bahía de Long Island. Las calles estaban grises y vacías. Mirara adonde mirase, no veía más que la lluvia y el hormigón. Un gato medio muerto de hambre pasó corriendo, buscando donde guarecerse.
Ella había visto cómo la observaba y se había imaginado lo que le pasaba por la cabeza. Era delgado, judío, con un aspecto demasiado intelectual para un poli. Pensaba que debía de tener treinta y tres, treinta y cuatro años. Su pelo negro empezaba a dejar entradas y tenía un asomo de barba en el mentón. Parecía algo perdido.
Bajaron lentamente por Myrtle Avenue. Abrams iba callado. No confiaba en ella. Ella estaba algo adelantada en el asiento, mirando con la vista perdida las mismas calles sórdidas de siempre. Latas y botellas rotas, cagadas de perro y jeringuillas usadas; la lluvia iba empapando manzana tras manzana, un universo cargado de temor y odio, de ira endurecida y amor agriado e inútil.
En cuestión de horas, todo le resultaba frío y desconocido, y se dio cuenta, como si fuera la primera vez, de cuánto lo odiaba. Alzó la cara, buscando el sol; pero sólo había lluvia y hormigón y los drogadictos amontonados en los portales a la salida del centro de metadona de Kingsview.
Giraron a la derecha al llegar a Classon, pasando por delante de la comisaría, hasta llegar a De Kalb. En la siguiente manzana aparcó en segunda fila. Entonces ella se dio cuenta de que él no había dicho nada desde que habían subido al coche.