Domingo, 27 de septiembre
Rick parecía estar permanentemente cansado. Ella nunca lo había encontrado tan cansado, tan falto de vitalidad. La energía que había desplegado brevemente a su vuelta ya había desaparecido. África le había chupado la energía, su trabajo allí lo había dejado pálido y nervioso. La enfermedad que había tenido en Lokutu le había agotado las reservas. O ¿habría algo más? ¿Habían vuelto a aflorar sus antiguas preocupaciones? Ya no le contaba nada. Con molesta familiaridad lo miraba pasar por el apartamento cada día, taciturno, malhumorado, incómodo.
Había visto el vídeo con ella y lo había despachado despectivamente. Una broma, un juego, sangre de pollo y maquillaje, nada que justifique ponerse nervioso.
—Mira la habitación —le había dicho—, mira los muebles. Nada ha sido alterado, no hay rastros de sangre.
Pero él también parecía algo nervioso. Angelina temía algún tipo de enfrentamiento final, no un temblor, sino una convulsión que los separaría para siempre. Como un marinero que mira un cielo que oscurece, ella tenía escalofríos, temiendo una tormenta.
Había pasado más de una semana. Había empezado el curso y ya se notaba la presencia del otoño. Las hojas se ponían amarillas, el viento que llegaba del río era cada día más frío.
Angelina avanzaba por las calles medio vacías esperando el invierno, perseguida por imágenes de sangre y las posturas incómodas y retraídas de los muertos vivientes.
Viejos recuerdos recobraban vida, historias de su infancia en Port-au-Prince, zombis y diabs y loups-garous: los muertos que andan, hartos de estar en la tumba. Tenía escalofríos cuando estaba acostada y rezaba el rosario sola en la madrugada como una adolescente que despierta del sueño largo e inquieto de la infancia. Al segundo día tiró la carne que había en el congelador, paquetes y paquetes, carne pálida con grasa y puntos de sangre congelada. Filius seguía sin aparecer.
Rick iba en coche cada día a la universidad y volvía al atardecer serio y silencioso. Ella no intentaba acariciarlo, no creía que sirviera de nada. Fuera lo que fuese lo que lo inquietaba, no se le iba a ir fácilmente, ni lo iba a compartir porque lo besara. Pero sabía que algo iba mal, algo fuera de lugar que llenaba su mente y su alma de un temor impotente.
Ella pintaba por las mañanas, sola en la habitación que llamaba su estudio, pinturas alargadas y mortecinas en colores apagados, imágenes desoladas y débiles de su pasado. Después de comer daba largos paseos por Fort Greene o Prospect Park; pero, por lejos que fuera, no podía dejar atrás la sensación de desastre inminente que la seguía, haciendo crujir las hojas que cubrían su camino.
Al principio de curso, Rick solía estar con ganas de empezar un nuevo año de clases y seminarios. Comenzaba por los alumnos de postgrado e iba avanzando hasta abarcar la última remesa de novatos, esbozando proyectos, ajustando horarios, irradiando una sensación de amabilidad que todo el mundo percibía, aunque sólo fuera para que se enteraran de lo buena persona que era. Cada año, con una regularidad que la asombraba, él revivía con los días cada vez más cortos y el viento cada vez más frío.
Por lo menos revivía para sus estudiantes. Respecto a ella, cada año estaba un poco más distante. No es que llegara a ser activamente desagradable, al menos no a menudo, y nunca era violento. Sólo iba aumentando la distancia. A veces, cuando le hablaba sentía el impulso de gritarle, de tan lejos que lo sentía. Él había empezado a masturbarse a solas, en el lavabo, a escondidas. Angelina se dio cuenta —aunque le dolía reconocerlo— que ella lo prefería así.
Al menos era mejor que lo que solía traer cada nuevo curso. En septiembre, Rick escrutinaba la nueva remesa de estudiantes femeninas, buscando una o dos que sabía que podría follar antes de la fiesta de Acción de Gracias.
Nunca se había esforzado por ocultarle sus pequeños amoríos. Al principio parecía un gesto de despecho, una especie de llamada de auxilio. Ella, como una estúpida, respondía amándolo más, ofreciéndosele una y otra vez, hasta que la verdad dejó asomar sus asquerosos dientecitos: él lo hacía para herirla y cuanto más convertía ella su cuerpo en el premio a su infidelidad, más disfrutaba él del dolor que podía provocar. Ella ahora ya no le entregaba su cuerpo, y la hería ver que a él no parecía importarle. De hecho, no parecía haberse dado cuenta.
Pero este año no había revivido en absoluto. Seguía andando con paso pesado y con las mejillas pálidas. Tenía cuarenta y nueve años, estaba enfadado, era frágil y no tenía ninguna gracia. Si se miraba en el espejo del lavabo, no lo hacía con amor.
Oyó la llave de él que giraba en la cerradura. Ya eran más de las ocho. Pensó que seguramente había estado bebiendo en La Belle Créole en Flatbush Avenue. Había empezado a ir por allí hacía un año, bebiendo clairin virgen y disfrutando del caso que le hacían por ser el único blanco en un bar de bebedores de ron haitianos. Nunca se emborrachaba demasiado, por supuesto; ésa era su especialidad: beber sin perder el control. Amar sin alterarse. A ella la había amado. ¿O no?
—¿Has comido?
Él respondió negativamente con la cabeza.
—¿Quieres comer?
—Si te queda algo. ¿Te queda algo?
Dejó la cartera, una cartera nueva que había comprado en junio.
—Voy a mirar.
Ella vaciló. No parecía estar demasiado borracho. Bajo control.
—¿Has encontrado a Filius? —preguntó Angelina.
—Aún no.
Evitaba mirarla. No sólo parecía estar cansado, sino nervioso, como si el menor empujón lo pudiera disparar. Su ira, cuando se presentaba, era invariablemente fría. Ella temía la frialdad más que los golpes; la cuidadosa y académica manera como escogía las palabras, el tono educado, sus ojos pálidos e implacables.
—¿Qué quieres decir con aún no? Ya hace una semana, Rick. Nadie de los que han hablado contigo recuerda haberlo visto desde principios del mes pasado. Quiero saber qué está pasando. Quiero saber si tiene algo que ver con… el otro problema.
Esta noche no le importaba ir demasiado lejos. La desaparición de Filius la había afectado. El miedo había criado bichitos en su estómago que se paseaban, advirtiéndola del peligro. La última vez que alguno de sus amigos había visto a Filius fue dos días antes de que emitieran Betty Blue en el canal 13.
—No está pasando nada. Hoy vi a Ti-Jouet en el Créole. Dice que Filius hablaba de irse a Haití. Aún tiene parientes allí. Ti-Jouet piensa que tiene una amiguita en Jacmel. Una chica bonita, por lo que dicen. Tiene diecisiete años y es más caliente que una estufa. La conoció allí el año pasado durante el viaje a Marigot. Ti-Jouet cree que ella ha tenido un niño.
Rick se detuvo y sonrió. «Ves —parecía decir la sonrisa—, algunas mujeres haitianas son capaces de tener niños».
—Allí es donde habrá ido Filius —continuó—. Ya lo verás. Volverá con su maman petite, la entrará de alguna manera por Miami y la tendrá aquí antes de Navidad. Ya lo verás.
—Creo que deberíamos hacer que interviniera la policía.
—Ya hemos hablado de eso, Angelina. Ese tema ya está resuelto.
El párpado izquierdo le temblaba. Una vena palpitaba en su sien, oscura, cargada de sangre. «Esta noche —pensó ella— quizá por una vez pierda el control».
—Quizá lo esté para ti, pero no para mí. Si no vas a llamar a la comisaría, ya lo haré yo.
—Tú no llamas a nadie. Filius está en Haití. Si haces que intervenga la policía sólo le crearás problemas y le harás más difícil entrar con su chica por Florida.
—Lo que tú quieres decir es que te dará problemas a ti. Eso es lo que quieres decir, ¿no, Rick? ¿Eso es lo que realmente quieres decir, no?
Él sabía lo que quería decir. No era estúpido.
Rick gruñó y se alejó hacia el lavabo. Angelina hizo un gesto de resignación y se instaló en el sillón más cercano. ¿De qué servía discutir? Pero ella tenía razón. Sabía por qué Rick no quería hacer intervenir a la policía.
La mitad de los haitianos que vivían en Nueva York eran inmigrantes ilegales. Habían logrado llegar a Miami en barcos viejos que hacían agua, entregando la mitad de sus ahorros para pagar el pasaje. Algunos se ahogaban por el camino, otros eran recogidos a su llegada y mandados al centro de detención de Krome Avenue. Los más afortunados se ponían en contacto con amigos y familiares y pasaban a la clandestinidad lo más rápidamente posible. Algunos se quedaban en Miami, otros se dirigían hacia el norte; los que tenían algo de dinero, a Queens o Manhattan, el resto iba a Brooklyn.
Vivían diez en cada habitación en edificios ruinosos de ladrillo o temblaban tras puertas con tres cerraduras en los rascacielos. Aceptaban trabajos de poca monta, manuales, por los que les pagaban un dólar la hora, dieciséis horas al día, siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año. Sus calles estaban abarrotadas de basuras, los vecinos eran alcohólicos o heroinómanos, no tenían calefacción y compartían su comida con ratas y cucarachas.
Era mejor que en Haití. Y nadie quería problemas con la policía.
A Rick, por otra parte, no le importaba un rábano a quién pudieran mandar a casa y quién se quedaba con las ratas. Hacía diez años, Angelina habría dicho que le importaba mucho. Estaba en los comités de defensa de los derechos de los inmigrantes haitianos; siempre estaba escribiendo al congresista de turno para protestar por el incumplimiento de la legislación en materia de inmigración; recogía dinero para enviar a los refugiados que querían venir de Jérémie y Cap-Haïtien. Diez años atrás, ella habría dicho que lo hacía todo por amor. Ahora sabía que no. Ahora sabía que lo hacía todo por Rick. Y lo había estado haciendo por Rick desde el primer momento.
Los haitianos habían sido un regalo del cielo para él: una comunidad étnica allí mismo, a la puerta de casa, a su disposición para que la investigara, husmeara y etiquetara. Desde que logró el poder Baby Doc en 1972 le llegaban en manadas, y se había construido una reputación sobre sus anchas y resignadas espaldas. Las reputaciones, sin embargo, son tan precarias como las buenas intenciones. En Fort Greene, Flatbush o Bedford Stuyvesant iba por la calle con cuidado, no por miedo a que lo atracaran, sino porque temía que alguien viera su calaña y cruzara a la otra acera para evitarlo.
Sin sus negritos amaestrados, Rick no valía nada. Si perdía la credibilidad una sola vez, sabía que nunca la recuperaría, hiciera lo que hiciese, aunque invocara todas las loa y todos los antepasados de Guinea para que le ayudaran. Confiaban en él porque era un neg’ honorario bajo la piel de un blanc. Pero si los traicionaba, si llamaba a la policía, o, aún peor, a los funcionarios de inmigración para investigar los rincones de sus vidas opacas no tardarían en unirse contra él. Y eso seguramente lo destruiría, como bien sabía Angelina.
Eso si no lo destruía otra cosa antes. Ella creía saber qué podía ser esa otra cosa. Y pensaba que Filius debía de tener algo que ver.
Oyó de nuevo los pasos de Rick en el pasillo. La puerta se cerró de golpe, sacudiendo el único cristal. El silencio volvió a llenar el apartamento, oscuro y cargado de sentimiento. Angelina se arrellanó en el sillón y suspiró. Quizá era sólo que Rick estaba celoso de Filius. Quizá a él también le gustaría tener una chica de diecisiete años caliente como una estufa. Una bien avec que podría darle hijos fácilmente, como un estornudo. Y que querría hacerlo.
Tanto si estaba celoso como si no, parecía que se pasaría la noche fuera. Tendría que cenar sola. Se puso de pie, sintiéndose inútil y perezosa. ¿Por qué no meter algo del congelador en el microondas y comerlo viendo la televisión? La idea le hizo dar un respingo. La cinta seguía en el vídeo, pero por nada en el mundo la volvería a mirar.
Arrugó la nariz. El extraño olor seguía allí, de eso estaba segura. Quizá podría limpiar un poco. Decidió que empezaría por la mañana.
Lunes, 28 de septiembre,
9 de la mañana
Rick no había vuelto. Angelina estaba en la cama, mirando fijamente una mancha de humedad en el techo gris. La pálida luz del sol caía sobre sus ojos como agua estancada, dura y gris a través de las aberturas de una persiana irregular. Recordaba los largos días en Cap-Haïtien, los veranos en Ibo-Beach, el sol caliente, intenso sobre su piel por la mañana temprano. Y Tonton Macoutes con gafas de sol baratas que los vigilaban, vigilaban a su padre, esperando. Ojos inquietos tras cristales oscuros, esperando.
El desayuno consistía en café, sin leche ni azúcar. Lo sorbía despacio, sintiendo cómo se deslizaba en su interior, caliente y amargo, como sus recuerdos de Port-au-Prince, como su vida aquí en Brooklyn. Vació la cafetera. Rick no volvió.
Empezó la limpieza por el dormitorio. Primero, la cama, después los dos armarios, finalmente la alfombra y las paredes. Lo que empezó como una rápida operación para poner orden se convirtió en un ataque definitivo a años de suciedad acumulada. Frotó y sacó brillo y pasó la aspiradora de un cuarto a otro, como si el acto físico de limpiar se hubiera convertido en un exorcismo. Estaba echando los fantasmas, seres pálidos con gafas oscuras, Baron-Samedi y Baron-la-Croix, Madame Brigitte y Marinette, todos los guédés, todos los espíritus de los muertos: sus muertos. Los muertos de Rick, todos los niños no nacidos que temblaban de frío en los espacios vacíos e iracundos que los separaban.
A mediodía ya había limpiado a fondo ambos dormitorios y el cuarto de baño. Después de una breve pausa para comer, decidió empezar con el salón. Al principio, todo se desarrolló con fluidez. A estas alturas estaba realmente en marcha, trabajando a un ritmo vivo que convertía cada tarea en un bello acto.
Filius había movido los muebles un poco, lo bastante para irritarla. Le gustaba que las cosas estuvieran en su sitio. Se agachó y puso el sofá contra la pared. Era pesado y difícil de mover, y se preguntó por qué Filius se habría tomado la molestia de correrlo.
Paró un momento para descansar, dejándose caer en el sofá. Al hacerlo se dio cuenta de que algo estaba mal. Recorrió la habitación con la vista, buscando entre los objetos conocidos algo que estuviera fuera de lugar. Una silla algo a la izquierda de su posición habitual: pero no era eso. El jarrón de Minton estaba en el otro lado de la chimenea. Eso tampoco. La alfombra marroquí estaba a medio metro de su lugar habitual. No, no era eso. O, al menos…
Estaba a sus pies. Lo había visto al mover el sofá. La vieja mancha de vino había desaparecido. Llevaba años allí, fea e inalterable. Normalmente la tapaba la alfombra.
Se puso de rodillas y repasó con cuidado la moqueta. No existía la menor señal de que allí hubiera habido jamás una mancha. Con esfuerzo, logró mover el sofá primero a la derecha, después a la izquierda. Nada. Levantó la alfombra. Nada.
Cruzó la habitación y movió una de las sillas. Allí también tendría que haber habido una mancha, donde su viejo gato Baron-Samedi se había meado abundantemente como protesta por haber sido encerrado en la habitación toda una noche. Pero no había nada.
Cuanto más cuidadosamente miraba, más convencida estaba de que aquélla no era su moqueta. La suya era una moqueta lisa de color seta que habían comprado en las rebajas de la tienda de muebles de John Mullins en Myrtle Avenue seis, o quizá siete años atrás. Ya empezaba a estar algo gastada. Ésta era del mismo color, pero menos gastada.
¿Por qué cambiaría Filius la moqueta? Volvió a retirar el sofá de la pared, dejando libre una amplia zona de la habitación. La moqueta estaba cogida con unas pocas tachuelas a lo largo del rodapié. Tiró con fuerza y no tuvo problema para levantarla. Fue avanzando por la pared hasta la esquina y siguió por el otro lado sacando tachuelas y liberando la moqueta.
Cogiendo la esquina de la moqueta la levantó, revelando los tablones del suelo. Primero tablones sin nada, pero después…
Se movió más lentamente, sintiendo cómo el horror le invadía las venas como un veneno. Imágenes de la semana anterior le venían a la cabeza en monótona sucesión. Oía los tambores petro sonando en la noche, veía la sangre que caía como un riachuelo caliente en la luz amarillenta y nerviosa.
El suelo de madera estaba cubierto por una oscura mancha púrpura. Empezaba cerca de la pared y seguía en todas direcciones bajo la moqueta. Retiró más la moqueta descubriendo metros y metros de tablones enrojecidos. El dorso de la moqueta tenía manchas rojas en los lugares donde la sangre fresca había brotado de la madera empapada. A medida que descubría más tablones el olor a moho le llegaba con más fuerza que nunca.
No dudó ni por un momento de que aquello era sangre. Lo había visto en la película: Filius con el cuenco de sangre, su libación oscura a dioses antiguos e innombrables. Y conocía ese olor, casi dulce, que se imponía, que se insinuaba entre carne y hueso. Ya lo había olido, rancio, abundante y omnipresente, en lo más hondo de las celdas subterráneas de la antigua central de policía de Port-au-Prince.
Alguien había manipulado los tablones. Habían sido levantados y clavados de nuevo con muy poca habilidad. Había astillas recientes que destacaban como heridas abiertas en la mancha. Clavos torcidos delataban la prisa con que se había trabajado.
Fue a la cocina y cogió un destornillador grande de la caja de herramientas. Su hoja plana se introdujo con facilidad entre dos tablones. Hizo palanca y levantó uno de ellos. Los clavos crujían, protestando. La madera empapada de sangre le rozaba la piel. Se rompió una uña.
El olor que surgió a borbotones era insoportable. Angelina tuvo arcadas y se llevó una mano a la boca. Se levantó y se acercó a duras penas a la ventana, abriéndola de par en par. El aire que entraba no llevaba nada peor que olor a tráfico y residuos industriales. Atrás, en la habitación, se notaba una polución más antigua, más cargada.
Encontró un pañuelo en un cajón, y se lo ató cubriéndose la boca y la nariz antes de volver al trozo de suelo enrojecido. Armándose de valor, introdujo con fuerza el destornillador entre los siguientes dos tablones. Los clavos crujían al separarse de sus fijaciones. El hueco en el suelo se iba ampliando. Estaban en la planta baja: por debajo no había más que cimientos.
Dos años antes unos obreros habían levantado unos tablones en esta habitación para instalar una cocina de gas. Angelina recordaba un espacio bajo, sin salida, más pequeño que un sótano, como de metro y medio de profundidad y unos cinco metros cuadrados. El suelo estaba cubierto de escombros entre los que los obreros habían encontrado un pipa de barro rota y dos periódicos de 1890.
No había suficiente luz para ver nada por el hueco que había hecho. Notaba que su cuerpo temblaba, no quería mirar. Pero sabía que no tenía otro remedio.
La linterna que guardaban en el lavabo casi no servía, y no tenía pilas de repuesto. Entonces recordó que Rick guardaba una Maglite junto a la cama, que a veces usaba para leer de noche. Aunque era pequeña, su haz de luz era potente.
Maglite en mano, se arrodilló en el suelo junto al hueco abierto. El hedor llenaba ya la habitación, podrido, nauseabundo. Contuvo la respiración y giró la cabeza de la linterna para encenderla. Un duro haz de luz blanca punzó la oscuridad.
Al principio todo parecía un puzzle a medio hacer. La mezcla de colores y formas se fue definiendo, revelando una pesadilla. Primero un zapato, después un dobladillo de pantalón y finalmente una mano aparecieron en la luz temblorosa a unos pocos centímetros de los tablones. La luz iba de un lado a otro, como si fuera buscando bombarderos en un enmarañado cielo nocturno. Más manos, una cara podrida, dientes afilados que sonreían sin labios, extremidades desnudas, extremidades vestidas, más caras, más manos, más pies, una pila harapienta de restos mortales, cuerpos hechos despojos como sueños abandonados. Su mano perdió fuerza y la linterna cayó irremisiblemente al hueco.
Al ponerse en pie sintió que un vómito rancio le brotaba en el pecho. Cayó de lado, arrancándose el pañuelo y vomitó una y otra vez, hasta que tuvo el estómago vacío. Estaba a cuatro patas, presa de escalofríos, de llanto y de arcadas. Durante todo este tiempo su cerebro gritaba por la última imagen que había visto antes de soltar la linterna: una cara a sólo unos centímetros de la suya, con las mejillas manchadas de sangre, lo ojos abiertos y la mirada fija. Eran las mejillas de Filius, los ojos de Filius, deformados pero inconfundibles.
A tientas en la penumbra, alargó la mano para tocarle las mejillas. Tenía la piel fría, fría y seca como el pergamino. No se movió ni emitió sonido alguno; pero cuando sus dedos se encontraron con sus labios, sintió un rastro de respiración, una cosa tenue y temblorosa, más suave que la brisa más débil, casi nada. Pero era respiración. La razón le decía que no podía ser verdad; pero había sentido aire frío contra su piel y sabía que o la razón le mentía o la verdad iba más allá de todas las razones que ella conocía.