—Su Excelencia el general Kokodryoff no puede recibir a nadie en este momento. Está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua.
—Pero —contestó Mony al portero—, soy su ayudante de campo. Vosotros, petropolitanos, sois ridículos con vuestras continuas sospechas… ¡Mira mi uniforme! Si me han llamado a San Petersburgo, supongo que no será para hacerme sufrir los exabruptos de los porteros.
—¡Muéstreme sus papeles! —dijo el cerbero, un tártaro colosal.
—¡Helos aquí! —espetó secamente el príncipe, poniendo su revólver bajo la nariz del aterrorizado portero, que se inclinó para dejar pasar al oficial.
Mony subió rápidamente (haciendo sonar sus espuelas) al primer piso del palacio del general príncipe Kokodryoff con el que debía partir hacia Extremo Oriente. Todo estaba desierto y Mony, que no había visto a su general más que la víspera en el palacio del Zar, estaba asombrado ante este recibimiento. Sin embargo el general le había citado y era la hora exacta que él mismo había fijado.
Mony abrió una puerta y penetró en un gran salón desierto y obscuro que atravesó murmurando:
—A fe mía, tanto peor, el vino está servido, hay que beberlo. Continuemos nuestras investigaciones.
Abrió una nueva puerta que se volvió a cerrar sola tras él. Se encontró en una habitación más obscura todavía que la precedente. Una suave voz de mujer dijo en francés:
—Fedor, ¿eres tú?
—¡Sí, mi amor, soy yo! —dijo en voz baja, pero resueltamente, Mony, cuyo corazón latía tan deprisa que parecía iba a estallar.
Avanzó rápidamente hacia el lado de donde venía la voz y encontró una cama. Una mujer completamente vestida estaba acostada encima. Abrazó apasionadamente a Mony proyectándole su lengua en la boca. Este respondía a sus caricias. Le levantó las faldas. Ella separó los muslos. Sus piernas estaban desnudas y un delicioso perfume de verbena emanaba de su piel satinada, mezclado con los efluvios del odor di femina. Su coño, en el que Mony asentaba la mano, estaba húmedo. Ella murmuraba:
—Forniquemos… Ya no puedo más… Granuja, hacía ocho días que no venías.
Pero Mony, en vez de contestar, había sacado su amenazadora verga y, totalmente a punto, se metió en la cama e hizo entrar su rudo machete en la peluda raja de la desconocida que inmediatamente agitó las nalgas diciendo:
—Entra mucho… Me haces gozar…
Al mismo tiempo ella llevó su mano a la base del miembro que la festejaba y empezó a palpar esas dos bolitas que le sirven de adorno y que se llaman testículos, no como se cree comúnmente, porque sirvan de testigos a la consumación del acto amoroso, sino más bien porque son las pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la méntula o pequeña inteligencia, del mismo modo que la testa contiene el cerebro que es la sede de todas las funciones mentales.
La mano de la desconocida sobaba cuidadosamente los testículos de Mony. De repente, lanzó un grito, y de una culada, desalojó a su fornicador:
—Me estáis engañando, señor, mi amante tiene tres.
Ella saltó de la cama, giró un conmutador y se hizo la luz.
La habitación estaba sencillamente amueblada: una cama, sillas, una mesa, un tocador, una estufa. En la mesa había algunas fotografías y una de ellas representaba a un oficial de aspecto brutal, vestido con el uniforme del regimiento de Preobrajenski.
La desconocida era alta. Sus bellos cabellos castaños estaban algo desordenados. Su abierto corpiño mostraba un pecho abundante, formado por unos senos blancos con venas azuladas que descansaban delicadamente en un nido de encajes. Sus enaguas estaban castamente bajadas. De pie, el rostro expresando cólera y estupefacción, estaba plantada ante Mony que permanecía sentado en la cama, la verga al aire y las manos cruzadas sobre la empuñadura de su sable:
—Señor —dijo la joven— vuestra insolencia es digna del país que servís. Un francés no habría tenido nunca la grosería de aprovecharse como vos de una circunstancia tan imprevista como ésta. Salid, os lo ordeno.
—Señora o señorita —contestó Mony— soy un príncipe rumano, un nuevo oficial del Estado mayor del príncipe Kokodryoff. Recién llegado a San Petersburgo, ignoro las costumbres de esta ciudad y, no habiendo podido entrar aquí, aunque tuviera cita con mi jefe, más que amenazando al portero con mi revólver, hubiese creído obrar tontamente si no hubiera satisfecho a una mujer que parecía tener necesidad de sentir un miembro en su vagina.
—Al menos —dijo la desconocida contemplando el miembro viril que batía todas las marcas—, habríais tenido que avisar que no erais Fedor, y ahora marchaos.
—¡Ay! —exclamó Mony—, sin embargo vos sois parisina, no debierais ser tan mojigata… ¡Ah! quien me devolverá a Alexine Mange-tout y a Culculine d'Ancóne.
—¡Culculine d'Ancóne! —exclamó la joven—. ¿Conocéis a Culculine? Soy su hermana, Héléne Verdier; Verdier es su verdadero nombre también, y soy institutriz de la hija del general. Tengo un amante, Fedor. Es oficial. Tiene tres testículos.
En este momento se oyó un gran rumor en la calle. Héléne fue a ver. Mony miró por detrás suyo. El regimiento de Preobrajenski desfilaba. La banda tocaba una antigua música sobre la que los soldados cantaban tristemente:
¡Ah! ¡que se joda tu madre!
Pobre labriego, marcha a la guerra,
Tu mujer se hará joder
Por los toros de tu establo.
Tú, te harás acariciar la verga
Por las moscas siberianas
Pero no les des tu miembro
El viernes es día de vigilia
Y ese día no les des azúcar.
Está hecho con huesos de muerto.
Jodamos, hermanos labriegos, jodamos
La yegua del oficial.
Su coño no es tan ancho
Como los de las hijas de los tártaros
¡Ah! ¡que se joda tu madre![5]
De golpe cesó la música, Héléne lanzó un grito. Un oficial giró la cabeza. Mony, que acababa de ver su fotografía, reconoció a Fedor que saludó con su sable gritando:
—Adiós, Héléne, marcho a la guerra… Ya no nos volveremos a ver. Héléne se volvió pálida como una muerta y cayó desvanecida en los brazos de Mony que la transportó a la cama.
Él le quitó primero su corsé y los senos se irguieron. Eran dos soberbios pechos con las puntas rosadas. Los chupó un poco, luego desabrochó la falda y se la quitó igual que las enaguas y el corpiño. Héléne quedó en camisa. Mony, muy excitado, levantó la blanca tela que escondía los incomparables tesoros de dos piernas sin defecto alguno. Las medias llegaban hasta la mitad de los muslos que eran redondos, como torres de marfil. En la base del vientre se ocultaba la gruta misteriosa en un bosque sagrado, salvaje como los otoños. El vellocino era espeso y los apretados labios del coño no dejaban vislumbrar más que una raya parecida a una muesca mnemónica como las que hay en los mojones que sirven de calendarios a los incas.
Mony respetó el desmayo de Héléne. Le quitó las medidas y empezó a lamerle todo el cuerpo con la lengua. Sus pies eran bonitos, regordetes como los pies de un bebé. La lengua del príncipe empezó por los dedos del pie derecho. Limpió concienzudamente la uña del dedo gordo, luego la pasó entre las junturas.
Se detuvo mucho rato en el dedo pequeño que era lindo, lindo. Notó que el pie derecho tenía gusto de frambuesa. La lengua lechosa se perdió a continuación entre los pliegues del pie izquierdo al que Mony encontró un sabor que recordaba al del jamón de Maguncia.
En este momento Héléne abrió los ojos y se movió. Mony detuvo sus ejercicios linguales y miró a la preciosa muchacha alta y regordeta que se desperezaba. Su boca abierta por los bostezos mostró una lengua rosada entre los pequeños y marfileños dientes. Inmediatamente ella sonrió.
HELENE —Príncipe, ¿en qué estado me habéis dejado?
MONY —¡Héléne! Os he puesto cómoda para vuestro propio bien. He sido un buen samaritano para vos. Una buena acción no se malgasta nunca y he encontrado una exquisita recompensa en la contemplación de vuestros encantos. Sois exquisita y Fedor es un bribón con suerte.
HELENE! —¡No le veré nunca más, ay! Los japoneses le matarán.
MONY —Me gustaría reemplazarle, pero por desgracia, yo no tengo tres testículos.
HELENE —No hables así, Mony, tú no tienes tres, es verdad, pero lo que tú tienes está tan bien como lo suyo.
MONY —¿Es verdad eso, marranita? Espera que deshaga mi cinturón… Ya está. Muéstrame tu culo… qué grande es, qué redondo y mofletudo… Parece un ángel a punto de soplar… ¡Mira! he de darte una azotaina en honor de tu hermana Culculine… clic, clac, pan, pan…
HELENE —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Me calientas, estoy completamente mojada.
MONY —Qué pelos tan gruesos tienes… clic, clac; es absolutamente imprescindible que haga enrojecer tu gran rostro posterior. Mira, no está enfadado, cuando te meneas un poco, se diría que se divierte.
HELENE — Acércate que te desabroche, muéstrame ese mamoncillo que quiere calentarse en el seno de su mamá. ¡Qué bonito es! Tiene una cabecita encarnada y ningún pelo. No faltaba más, tiene pelos abajo en la raíz y son duros y negros. Qué bello es este huérfano… métemelo, anda! Mony, quiero sobarlo, chuparlo, hacerlo descargar…
MONY —Espera que te haga un poco de hoja de rosa…
HELENE —¡Ah! Es bueno, siento tu lengua en la raya de mi culo… Entra y escudriña los pliegues de mi roseta. ¿No plancha demasiado mi pobre higo, verdad, Mony? ¡Toma! Te hago buen culo. ¡Ah! Has colocado tu cara entre mis nalgas. Toma, un pedo… Te pido perdón, ¡no he podido aguantarme!… ¡Ah! tus bigotes me pican y además babeas… puerco… babeas. Dame tu gruesa verga, que la chupe… tengo sed…
MONY —¡Ah, Héléne, qué hábil es tu lengua! Si enseñas la ortografía tan bien como afilas lápices, debes ser una institutriz despampanante… ¡Oh! me picoteas el agujero del glande con la lengua… Ahora, la siento en la base del glande… limpias el pliegue con tu lengua cálida. ¡Ah, felatriz sin par!, ¡mamas incomparablemente! … No chupes tan fuerte. Te metes el glande todo entero en tu boquita. Me haces daño… ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Me haces cosquillas en todo el miembro… ¡Ah! ¡Ah! No me chafes los testículos… Tus dientes son puntiagudos… Eso es, vuelve a coger la cabeza del nudo, es allí donde hay que trabajar… ¿Te gusta mucho el glande?… marranita… ¡Ah! ¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah!… des… cargo… puerca… se lo ha tragado todo… Anda, dame tu gran coño, que te masturbaré mientras vuelve a endurecerse mi verga.
HELENE —Más deprisa… Mueve tu lengua sobre mi botón… ¿Sientes como aumenta de tamaño mi clítoris?… di… hazme las tijeras… Eso es… Hunde bien el pulgar en el coño y el índice en el culo. ¡Ah! ¡Es bueno!… ¡Es bueno!… ¡Toma! ¿Oyes mi vientre que ruge de placer?… Eso es, tu mano izquierda sobre mi teta izquierda… Aprieta la fresa… Estoy gozando… ¡Toma!… ¿sientes mis culadas, mis caderazos?… ¡puerco! es bueno… ven a joderme. Rápido, dame tu verga que la chupe para ponerla dura otra vez, pongámonos en 69, tú encima mío… Está bien dura, marrano, no has tardado mucho, ensártame… Espera, se han enganchado unos pelos… Chúpame las tetas… así, ¡es bueno!… Entra hasta el fondo… aquí, quédate así, no te vayas… Te aprieto… Aprieto las nalgas… Estoy bien… Me muero… Mony… a mi hermana ¿la has hecho gozar tanto?… empuja… me llega hasta el fondo del alma… me hace gozar como si estuviera muriéndome… no puedo más… querido Mony… vamos juntos. ¡Ah! no puedo más, lo suelto todo… descargo…
Mony y Héléne descargaron al mismo tiempo. Inmediatamente él le limpió el coño con la lengua y ella hizo lo mismo con su miembro.
Mientras él se abrochaba y Héléne se vestía, oyeron unos gritos de dolor lanzados por una mujer.
—No es nada —dijo Héléne— están dando una azotaina a Nadeja; es la doncella de Wanda, mi alumna, la hija del general.
—Déjame ver esta escena —dijo Mony.
Héléne, vestida a medias, condujo a Mony a una habitación obscura y sin muebles, en la que una falsa ventana interior vidriada daba a una de las habitaciones de la muchacha. Wanda, la hija del general, era una persona bastante bonita de unos diecisiete años. Blandía una nagaika y azotaba con todas sus fuerzas a una hermosísima muchacha rubia, arrodillada a cuatro patas ante ella y con las faldas arremangadas. Era Nadeja. Su culo era maravilloso, enorme, regordete. Se contoneaba debajo de un talle inverosímilmente delgado. Cada golpe de nagaika la hacía saltar y el culo parecía hincharse. Lo tenía rayado en forma de cruz de San Andrés por las marcas que dejaba la terrible nagaika.
—Señora, no lo haré más —gritaba la azotada, y su culo al alzarse mostraba un coño muy abierto, sombreado por un bosque de pelos rubios como la estopa.
—Ahora vete —gritó Wanda, pegando un puntapié en el coño de Nadeja, que huyó dando alaridos.
Luego la muchacha fue a abrir un pequeño camarín de donde salió una niña de trece o catorce años, delgada y morena, de aspecto vicioso.
—Es Ida, la hija del dragomán de la embajada de Austria-Hungría —murmuró Héléne al oído de Mony—; fornica con Wanda.
En efecto, la niña arrojó a Wanda sobre la cama, le levantó las faldas y sacó a la luz una selva de pelos, selva virgen aún, de donde emergió un clítoris largo como el meñique, que ella empezó a chupar frenéticamente.
—Chupa fuerte, Ida mía —dijo Wanda amorosamente—, estoy muy excitada y tú debes estarlo también. No hay nada tan excitante como azotar un culo grande como el de Nadeja. Ahora ya no chupes más… voy a joderte.
La niña, con las faldas levantadas, se colocó cerca de la mayor. Las piernas gordezuelas de ésta contrastaban singularmente con los muslos delgados, morenos y vigorosos de aquélla.
—Es curioso —dijo Wanda— que te haya desvirgado con mi clítoris y que yo misma sea virgen aún.
Pero el acto había empezado. Wanda abrazaba furiosamente a su amiguita. Ella acarició un momento su coñito casi imberbe aún. Ida decía:
—Mi pequeña Wanda, mi maridito, cuántos pelos tienes, ¡jódeme!
Pronto el clítoris entró en la raja de Ida y el bello culo redondo de Wanda se agitó furiosamente.
Mony, a quien este espectáculo ponía fuera de sí, pasó una mano por debajo de las faldas de Héléne y la masturbó hábilmente. Ella le devolvió el cumplido agarrando con toda la mano su enorme cola y lentamente, mientras las dos sáficas se abrazaban desenfrenadamente, manipulaba la enorme cola del oficial. Descabezado, el miembro humeaba. Mony estiraba los corvejones y pellizcaba nerviosamente el botoncito de Héléne. De golpe, Wanda, encarnada y desmelenada, se levantó de encima de su amiguita que, cogiendo una vela de candelabro, acabó la obra comenzada por el desarrollado clítoris de la hija del general. Wanda fue hasta la puerta, llamó a Nadeja que volvió asustada. La preciosa rubia, por orden de su señora desabrochó su corpiño y sacó sus grandes pechos, luego se levantó las faldas y tendió su culo. El clítoris erecto de Wanda penetró fácilmente entre las nalgas satinadas y entró y salió como un hombre. La pequeña Ida, cuyo pecho ahora desnudo era encantador pero plano, se acercó para continuar el juego con su vela, sentada entre las piernas de Nadeja, cuyo coño chupó hábilmente. Mony descargó en este mismo momento bajo la presión ejercida por los dedos de Héléne y el semen fue a chocar contra el cristal que les separaba de las bacantes. Tuvieron miedo de que se dieran cuenta de su presencia y se fueron.
Pasaron abrazados por un pasillo: —¿Qué significa —pidió Mony— esta frase que me ha dicho el portero: “El general está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua”?
—Mira —respondió Héléne, y por una puerta entreabierta que dejaba ver el interior del despacho del general, Mony vio a su jefe de pie enculando a un encantador muchachito. Sus rizados cabellos castaños le caían sobre los hombros. Sus ojos azules y angelicales contenían la inocencia de los efebos que los dioses hacen morir jóvenes porque les aman. Su bello culo blanco y duro parecía no aceptar más que con pudor el regalo viril que le hacía el general qué se parecía bastante a Sócrates.
—El general —dijo Héléne— educa él mismo a su hijo que tiene doce años. La metáfora del portero era poco explícita pues, más que alimentarse a sí mismo, el general ha encontrado conveniente este método para alimentar y adornar el espíritu de su vástago macho. Le inculca desde los fundamentos una ciencia que me parece bastante sólida, y el joven príncipe podrá sin vergüenza, más tarde, hacer un buen papel en los consejos del Imperio.
—El incesto —dijo Mony— hace milagros.
El general parecía estar en el colmo de la felicidad, y hacía rodar como un loco sus ojos blancos estriados de rojo.
—Serge —exclamaba con voz entrecortada— ¿sientes el instrumento que, no satisfecho con haberte engendrado, ha asumido igualmente la tarea de hacer de ti un joven perfecto? Acuérdate, Sodoma es un símbolo de la civilización. La homosexualidad hubiera convertido a los hombres en seres parecidos a los dioses y todas las desgracias vienen de este deseo que los diferentes sexos pretenden tener el uno del otro. Hoy no hay más que un medio para salvar a la desgraciada y santa Rusia, y es que, filópedos, los hombres profesen definitivamente el amor socrático, mientras las mujeres irán al peñasco de Leucade a tomar lecciones de safismo.
Lanzando un estertor voluptuoso, descargó en el encantador culo de su hijo.