EPÍLOGO

Había más. Siempre hay más.

Eran las nueve de la noche de mi primer día completo de libertad. Aún me quedaban tres horas. Subí arriba y le dije a un policía que había una vagabunda muerta en el sótano.

Su oficio le había vuelto cínico. «Vaya novedad», me dijo.

Así que, hasta que llegaron los de la ambulancia, me quedé junto al cadáver de mi vieja amiga en el sótano, exactamente igual que habría hecho cualquier animal fiel. Tardaron un rato, pues ya sabían que estaba muerta. Cuando llegaron estaba quedándose rígida. Lo comentaron. Tuve que preguntarles qué acababan de decir, porque no hablaban inglés. Me explicaron que su primera lengua era el urdú. Los dos eran del Paquistán. Hablaban un inglés muy tosco. Si Mary Kathleen hubiera muerto en su presencia en vez de en la mía, habrían dicho, estoy seguro, que al final no había hecho más que balbucir cosas incomprensibles. Para calmar los sollozos que se me escapaban, les pedí que hablasen un poco en urdú. Dijeron que tenía una literatura tan amplia como cualquiera otra del mundo, pero que había empezado como un idioma artificial, feo y deficiente, inventado en la corte de Gengis Kan. Al principio, su objetivo era militar. Permitía a los capitanes dar órdenes que se entendían en todas las partes del imperio mongol. Más tarde, lo embellecerían los poetas.

Vivir para ver.

A la policía, le di el nombre de soltera de Mary Kathleen. También les di mi verdadero nombre. No estaba dispuesto a pasarme de listo con la policía. Ni estaba dispuesto a que alguien supiese ya que había muerto la señora de Jack Graham. Las consecuencias de esta noticia, sin duda serían una especie de avalancha.

Yo era la única persona del planeta que podía desencadenarla. Y no estaba dispuesto a hacerlo todavía. Como han dicho algunos, esto no fue inteligente por mi parte. Fue mi terror natural ante la posibilidad de una avalancha.

Fui andando hasta casa, un pequeño elfo inofensivo con sus zapatos mágicos de baile, hasta el Hotel Arapahoe. Aquel día se había tejido mucha paja convirtiéndola en oro, y se había tejido mucho oro convirtiéndolo en paja. Y el tejer no había hecho más que empezar.

Había un encargado nocturno nuevo, claro, pues Israel Edel estaba en casa de Arpad Leen. A este hombre nuevo habían tenido que reclutarle precipitadamente. Su puesto habitual era detrás de la mesa del Carlyle, un hotel también de la RAMJAC. Estaba exquisitamente vestido y acicalado. Y estaba sufriendo lo indecible por tener que tratar con putas y gente recién salida de la cárcel y del manicomio, etc.

Tuvo que contármelo: que en realidad, su lugar era, el Carlyle y que estaba haciendo una sustitución. Aquel no era su yo real.

Cuando le dije mi nombre, dijo que había un paquete para mí, y también un recado.

La policía había devuelto mis zapatos y había cogido las piezas de clarinete del armario. El recado era de Arpad Leen. Era hológrafo, como el testamento de Mary Kathleen, que yo llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta… junto con mi título de doctor en coctelería. Los bolsillos de la trinchera los llevaba llenos de otros materiales procedentes de los zapatos de Mary Kathleen. Abultaban como alforjas.

Leen me decía en su carta que era exclusivamente para mí. Decía que por el lío que se había organizado en su casa, no había llegado a ofrecerme un trabajo concreto. Me sugería que quizás me agradase su antigua sección, que era Down Home Record. Incluía además, New York Times, Universal Pictures, Ringling Bros, Barnum & Bailey y Dell Publishing, entre otras cosas. Había también una empresa de comida para gatos, decía, de la que no necesitaba preocuparme yo. Iba a transferirse muy pronto a la sección General Foods. Había pertenecido al Times.

«Si no le gusta esto —escribía—, encontraremos otra cosa. Me emociona muchísimo saber que tendremos entre nosotros un representante de la señora Graham. Dele usted, por favor, mis más cordiales saludos.»

Había una posdata. Decía que se había tomado la libertad de concertar una cita para mí a las once de la mañana siguiente con un tal Morty Sills. Me daba la dirección. Supuse que Sills sería un director de personal de la RAMJAC o algo así. Resultó que era un sastre.

Un multimillonario enviaba una vez más a Walter F. Starbuck a su propio sastre, para convertirle en una imitación convincente de un caballero perfecto.

* * *

A la mañana siguiente, aún estaba yo sobrecogido por la amenaza de la avalancha. Era cuatro mil dólares más rico y legalmente un ladrón. Mary Kathleen tenía cuatro billetes de mil dólares como plantillas de sus zapatos.

No salió nada en los periódicos sobre la muerte de Mary Kathleen… ¿por qué iba a salir? ¿A quién le importaba? Había una esquela de la paciente que había perdido Sarah Clewes, la enferma del corazón. Dejaba tres hijos. Su marido había muerto en un accidente de automóvil un mes antes. Así que ahora los niños eran huérfanos.

Mientras Morty Sills me tomaba medidas para el traje, me resultó insoportable pensar que nadie reclamase el cuerpo de Mary Kathleen. Allí estaba Clyde Carter también, recién salido del avión de Atlanta. También él estaba haciéndose un nuevo guardarropa, incluso antes de haber visto a Arpad Leen.

Estaba asustado.

Le dije que no se preocupase.

En fin, después de comer, fui al depósito de cadáveres y la reclamé. Fue todo muy fácil. ¿Quién iba a querer aquel cuerpecito? No tenía parientes. Yo era su único amigo.

Miré el cadáver por última vez. No era nada. Ya no había nadie allí. «Casa vacía.»

Encontré una funeraria a sólo una manzana de distancia. Hice que recogieran el cuerpo y lo embalsamaran y lo pusieran en un ataúd sólido. No hubo funeral. Ni siquiera yo la acompañé a la tumba, que era un nicho en una pared de hormigón llena de ellos, en Morriston, Nueva Jersey. El cementerio estaba anunciado en el Times aquella mañana. Cada cripta tenía una elegante puertecita de bronce en la que estaba grabado el nombre del inquilino.

Poco imaginaba yo entonces que el hombre que grabó la puerta sería detenido por conducir borracho dos años después y comentaría el nombre insólito del policía que lo detuvo. Sólo se lo había tropezado una vez antes… en su lúgubre lugar de trabajo. El policía, que en realidad era ayudante de sheriff del condado de Morriston, se llamaba Francis X. O’Looney.

O’Looney sentiría curiosidad por la mujer del nicho, querría saber si estaba emparentada con él.

Y, utilizando los escasos documentos del cementerio, lograría seguir el rastro de Mary Kathleen hasta el depósito de cadáveres de Nueva York. Conseguiría allí una copia de sus huellas dactilares. Por si alguna vez la habían detenido, o había estado internada en un manicomio, O’Looney mandó las huellas al FBI.

Así se desmoronaría la RAMJAC.

* * *

El caso tiene un extraño aspecto secundario. Antes de descubrir al fin quién era en realidad Mary Kathleen, O’Looney se enamoró de su imagen de ella, de joven. Una imagen totalmente falsa, por otra parte, ya que él la imaginaba alta y pechugona y de pelo oscuro, mientras que ella había sido baja y huesuda y pelirroja. Él la creía una emigrante que había ido a trabajar para un millonario excéntrico en una mansión fantasmal, y que se había sentido atraída y repelida al mismo tiempo por aquel hombre, y que él había abusado de ella hasta ponerla al borde de la muerte.

Todo esto salió a la luz en el proceso de divorcio iniciado por la mujer de O’Looney, de treinta y dos años, contra éste. Ocupó la primera página de los periódicos durante una semana o más. O’Looney era ya famoso por entonces. Los periódicos le llamaban «El hombre que levantó la liebre en el asunto de la RAMJAC» o variaciones sobre este tema. Su mujer afirmaba que un fantasma le había robado el afecto de su marido. Ya no dormía con ella. Ya no se lavaba los dientes. Llegaba siempre tarde al trabajo. Había tenido un nieto y no le importaba en absoluto. Ni le miraba siquiera.

Lo especialmente curioso en su conducta era que, después de descubrir cómo había sido realmente Mary Kathleen, siguió enamorado de su sueño original.

—Eso nadie podrá quitármelo —decía—. Es mi posesión más valiosa.

Le relevaron de sus funciones, según tengo entendido. Su mujer le ha vuelto a demandar, esta vez para reclamarle su porcentaje de la pequeña fortuna que él consiguió por los derechos cinematográficos de su sueño. La película va a rodarse en una vieja mansión fantasmal de Morriston. Si hemos de dar crédito a las columnas de chismografía, habrá una búsqueda de talentos para elegir la actriz que interprete a la chica inmigrante irlandesa. Al Pacino ha aceptado ya interpretar el papel del policía O’Looney, y Kevin McCarthy el de millonario excéntrico.

* * *

En fin, me divertí demasiado tiempo, y ahora debo volver a la cárcel, según dicen. Mis travesuras con los restos de Mary Kathleen no fueron delitos en o por sí mismos, ya que los cadáveres no tienen más derechos que las sobras de la cena de anoche. Sin embargo, mis acciones constituyeron un delito del tipo E, que, según la Sección 19030 del Código Penal del estado de Nueva York, consiste en ocultar ilegalmente un testamento.

Guardé el testamento en una caja de seguridad de la Manufacturers Hannover Trust Company, sucursal de la RAMJAC.

He intentado explicarle a mi perrita que su amo tiene que irse por una temporada… porque violó la Sección 19030. Le he dicho que las leyes están hechas para que las obedezcamos. Ella no entiende nada. Le encanta mi voz. Todas las noticias que le lleguen de mí son buenas noticias. Mueve el rabo.

* * *

La verdad es que viví a todo tren. Me compré un dúplex con un préstamo empresarial a un interés muy bajo. Hice efectivas las opciones de valores para comprar ropa y muebles. Pasé a ser cliente asiduo del Metropolitan Opera y del Ballet de la Ciudad de Nueva York, adonde iba y venía en mi limusina.

En mi casa di fiestas íntimas para autores, artistas del disco, actores de cine y actores famosos de la RAMJAC: Isaac Beashevis Singer, Mick Jagger, Jane Fonda, Günther Gebel Williams, etc. Era divertido. Después, la RAMJAC adquirió la galería Malborough y Associated American Artists, y asistieron también a mis fiestas pintores y escultores.

¿Cómo me fue en la RAMJAC? Durante el tiempo que yo estuve, mi sección, incluyendo las subsidiarias bajo su control, tanto encubierto como directo, ganaron once discos de platino, cuarenta y dos discos de oro, veintidós oscars, once premios nacionales del libro, dos banderines de la Liga Norteamericana, dos banderines de la Liga Nacional, dos Series Mundiales y cincuenta y tres Grammies… y nunca dejamos de obtener un beneficio sobre el capital del veintitrés por ciento como mínimo. Me enredé incluso en luchas internas de la empresa, impidiendo la transferencia de la empresa de alimentos para gatos de mi sección a la General Foods. Fue emocionante. Disfruté de lo lindo.

Estuvimos varias veces a punto de conseguir otro premio Nobel de literatura, pero ya teníamos dos en realidad: Saúl Bellow y el señor Singer.

Yo, por mi parte, había aparecido en Who’s Who por primera vez en mi vida. Se trata de un triunfo un poco deslucido, lo admito, porque mi propia sección controla Gulf & Western, que controla Who’s Who. Lo puse todo allí, salvo la temporada de cárcel y el nombre de mi hijo: dónde nací, dónde estudié, los diversos trabajos que he hecho, el nombre de soltera de mi esposa.

* * *

¿Invitaba a mi propio hijo a mis fiestas… a charlar con tantos héroes y heroínas suyos? No. ¿Abandonó él el Times cuando yo me convertí en su superior? No. ¿Escribió o telefoneó para saludarme de algún modo? No. ¿Intenté yo ponerme en contacto con él? Sólo una vez. Fue en el apartamento de la planta baja de Leland y Sarah Clewes. Yo había estado bebiendo, cosa que no me gusta y que hago muy pocas veces. Y estaba tan próximo, físicamente, a mi hijo… Su apartamento estaba sólo diez metros por encima de mi cabeza.

Fue Sarah la que me hizo telefonearle.

En fin, marqué el número.

Serían aproximadamente las ocho de la noche. Contestó uno de mis nietos, y le pregunté cómo se llamaba.

—Juan —dijo.

—¿Y de apellido? —dije.

—Stankiewicz —dijo él. He de decir, por otra parte, que, según el testamento de mi esposa, Juan y su hermano, Geraldo, estaban recibiendo compensaciones de la Alemania Occidental por la confiscación de la librería del padre de mi esposa en Viena por los nazis después de la Anschluss, la anexión de Austria por parte de Alemania en Milnovecientos Treintaiocho. El testamento de mi esposa era antiguo, lo había hecho cuando Walter era pequeño. El abogado le había aconsejado dejar el dinero a los nietos para evitar una generación de impuestos. Ella preferiría hacer una buena administración del dinero. Yo estaba sin trabajo por entonces.

—¿Está tu papá en casa? —dije.

—Se ha ido al cine —dijo él.

Me sentí muy aliviado. No dejé mi nombre. Dije que ya volvería a llamar.

* * *

En cuanto a lo que Arpad Leen sospechaba de mí, era libre, como cualquier otro, de sospechar tanto o tan poco como quisiera. No hubo más mensajes con huellas dactilares de la señora Graham. El último confirmaba por escrito que Clewes y yo, Ubriaco, Edel, Lawes, Carter y Fender debíamos ser nombrados vicepresidentes.

Después, un silencio mortal… pero había habido silencios mortales anteriormente. Uno de ellos duró dos años. Mientras tanto, Leen operaba según lo ordenado en una carta que Mary Kathleen le había enviado en Milnovecientos Setentaiuno, que decía sólo esto: «Adquiera, adquiera, adquiera.»

De lo que no cabía duda era de que Mary Kathleen había elegido al hombre adecuado para el puesto. Arpad Leen había nacido para adquirir y adquirir y adquirir.

¿Cuál era la mayor mentira que le había contado? Que veía a la señora Graham una vez por semana y que ella era feliz y estaba bien y muy satisfecha de cómo iban las cosas.

Como declaré ante el gran jurado, él dio todas las pruebas de creerme, dijese lo que dijese yo sobre la señora Graham.

Me encontraba en una posición extraordinaria con respecto a aquel hombre, desde el punto de vista teológico. Yo podía aclarar todas las preguntas fundamentales que él pudiese querer formular sobre su vida.

¿Por qué teníamos que seguir adquiriendo y adquiriendo y adquiriendo? Porque su deidad quería dar la riqueza de los Estados Unidos al pueblo de los Estados Unidos. ¿Dónde estaba su deidad? En Morriston, Nueva Jersey. ¿Estaba satisfecha ella de cómo hacía él su trabajo? Ella no estaba jamás ni complacida ni satisfecha, puesto que estaba muerta del todo. ¿Qué debería hacer él pues? Buscar otra deidad a la que servir.

Me hallaba en una posición extraordinaria, desde el punto de vista psicológico, respecto a sus millones de empleados, puesto que él era para ellos una deidad, y sabía teóricamente qué era en concreto lo que él quería y por qué.

* * *

En fin, ahora todo lo ha vendido el gobierno federal, que ha contratado a veinte mil nuevos burócratas, abogados la mitad, para supervisar la tarea. Muchas personas creían que la RAMJAC era propietaria de todo en este país. Fue una especie de sorpresa descubrir que sólo poseía un diecinueve por ciento: ni siquiera una quinta parte. Aun así, la RAMJAC era enorme comparada con otras empresas. La segunda empresa multinacional en tamaño del mundo libre era sólo la mitad que la RAMJAC. Las cinco siguientes unidas sólo alcanzaban dos tercios del tamaño de la RAMJAC.

Hay dólares en abundancia, al parecer, para comprar todas las mercancías que puede vender el gobierno federal. El propio Presidente de los Estados Unidos se quedó atónito al ver la cantidad de dólares que se habían esparcido por el mundo a lo largo de los años. Era como si él hubiese dicho a todos los habitantes del planeta: «Rastrilla el jardín de casa por favor y mandadme las hojas.»

Ayer el Daily News publicaba en una página una foto de un muelle de Brooklyn. En el puerto había más o menos un acre de balas que parecían algodón. En realidad, eran balas de billetes norteamericanos procedentes de la Arabia Saudí, para una sucursal de la RAMJAC, Hamburguesas McDonald.

El titular del periódico decía: «¡AL FIN EN CASA!»

¿Quién es el afortunado propietario de todas esas balas?

El pueblo de los Estados Unidos, según el testamento de Mary Kathleen O’Looney.

* * *

¿Cuál fue en mi opinión el error que cometió Mary Kathleen en su plan para una revolución económica pacífica? Por una parte, el gobierno federal no estaba, en absoluto, preparado para controlar todos los negocios de la RAMJAC en beneficio del pueblo. Por otra, la mayoría de las empresas, concebidas sólo para obtener beneficios, eran tan indiferentes a las necesidades de la gente, como una tormenta, por ejemplo. Mary Kathleen podría haber dejado igualmente una quinta parte del tiempo meteorológico a la gente. Los negocios de la RAMJAC, por su propia naturaleza, quedaban tan al margen de las alegrías y las tragedias de los seres humanos, como la lluvia que cayó la noche en que Madeiros y Sacco y Vanzetti murieron en la silla eléctrica. Habría llovido de todos modos.

La economía es un sistema meteorológico desconsiderado… y nada más.

Darle algo así a la gente, es como reírse de ella.

* * *

La semana pasada hubo una fiesta en mi honor… una «fiesta de despedida», podríamos decir. Se celebró en ella la culminación de mi último día completo en el cargo. Los anfitriones fueron Leland Clewes y su encantadora esposa Sarah. No han dejado su apartamento de planta baja de Ciudad Tudor, y Sarah no ha abandonado su trabajo como enfermera particular, aunque Leland debe sacarse ahora unos cien mil al año en la RAMJAC. Gran parte de su dinero va al Programa de Padres Adoptivos, organización que les permite ayudar a niños concretos en circunstancias desgraciadas de varias partes del mundo. Están manteniendo a cincuenta niños, creo que me dijeron. Me enseñaron fotografías de algunos.

Para algunas personas, soy una especie de héroe, lo cual es una novedad. Yo sólo conseguí prolongar la vida de la RAMJAC algo más de dos años. Si no hubiese ocultado el testamento de Mary Kathleen, los de la fiesta nunca habrían llegado a ser vicepresidentes de la RAMJAC. A mí en concreto me habrían sacado de allí por las orejas… y me habría convertido en lo que espero ser, en realidad, si sobrevivo a mi nueva condena, y que es hombre de los de bolsas de plástico.

¿Estoy otra vez sin blanca? Sí. Mi defensa ha sido cara. Además, mis abogados de Watergate se me han echado encima. Aún les debo un montón por todo lo que hicieron por mí.

Clyde Carter, mi antiguo guardián de Georgia y ahora vicepresidente de la sección Chrysler Air Temp de la RAMJAC, estaba allí en la fiesta, con su encantadora esposa Claudia. Hizo una desternillante imitación de su primo el presidente, diciendo: «Nunca os engañaré» y prometiendo reconstruir Bronx Sur y demás.

Y allí estaba Frank Ubriaco, con su nueva esposa, la encantadora Marylin, que sólo tiene diecisiete años. Frank tiene cincuenta y tres. Se conocieron en una discoteca. Parecen muy felices. Ella dijo que lo que primero le había atraído de él fue que llevaba un guante blanco en una sola mano. Decidió que tenía que descubrir por qué. Él le explicó al principio que le había quemado la mano un lanzallamas comunista chino durante la guerra de Corea, pero más tarde admitiría que se lo había hecho él mismo con aceite hirviendo. Han empezado a hacer una colección de peces tropicales. Tienen una mesita de café con peces tropicales.

Frank inventó un nuevo tipo de caja registradora para la sección Hamburguesas McDonald. Siempre era un problema encontrar empleados que entendiesen bien los números, así que Frank quitó los números de las teclas de la caja registradora y los sustituyó por dibujos de hamburguesas y batidos de leche y patatas fritas y coca-cola, etc. Para obtener el total de una factura, bastaba ahora pulsar las imágenes de las diversas cosas que había pedido el cliente y la caja lo sumaría todo por él.

Frank recibió una gratificación muy buena por eso.

Creo que los saudíes se lo quedarán.

Había un telegrama del doctor Robert Fender, aún en la prisión de Georgia. Mary Kathleen había intentado que la RAMJAC le nombrase también vicepresidente, pero no hubo forma de sacarle de la cárcel. La traición es sencillamente un delito demasiado grave. Clyde Carter le había escrito diciéndole que yo volvía a la cárcel y que iban a hacer una fiesta en mi honor, y que debía mandar un telegrama.

Esto era todo lo que decía el telegrama: «Ting-a-ling.»

Era de su relato de ciencia ficción sobre el juez del planeta Vicuna, no sé si lo recordáis, el que tenía que encontrar un cuerpo nuevo que ocupar, y que entró volando por mi oreja allí en Georgia, y se quedó adherido a mis sentimientos y a mi destino hasta mi muerte.

Según el juez del relato, así era como decían ellos tanto hola como adiós en Vicuna: «Ting-a-ling.»

«Ting-a-ling» era como el hawaiano «aloha», que significa también hola y adiós.

«Hola y adiós.» ¿Qué más puede decirse? Nuestro idioma es mucho más amplio de lo necesario.

Pregunté a Clyde si sabía en qué estaba trabajando ahora Fender.

—En una novela de ciencia ficción sobre economía —dijo Clyde.

—¿Te digo qué seudónimo va a usar? —le pregunté.

—«Kilogore Trout» —dijo Clyde.

* * *

Allí estaban también mi fiel secretaria Leora Borders y su marido Lance. A él acababan de hacerle una mastectomía total. Me explicó que sólo se hacía una mastectomía cada doscientos años a un hombre. ¡Vivir para ver!

Tenían que haber asistido a mi fiesta otros amigos de la RAMJAC, pero no se atrevieron. Temían que su reputación, y en consecuencia su futuro como ejecutivos, quedaran empañados si se sabía que eran amigos míos.

Hubo telegramas de otras personas que habían asistido a mis famosas fiestecitas: John Kenneth Galbraith, Salvador Dalí, Erica Jong, Liv Ullmann y los Flying Farfans, etc.

Recuerdo que el telegrama de Robert Redford decía así: «Tente tieso.»

Los telegramas no fueron del todo espontáneos. Según confesaría Sarah Clewes al ser interrogada, llevaba toda la semana pidiéndolos.

Arpad Leen envió un mensaje oral por mediación de Sarah, que iba destinado sólo a mis oídos: «Buen espectáculo.» Esto podía tomarse de un millón de formas distintas.

Arpad no presidía ya el desmembramiento de la RAMJAC, por otra parte. Le había contratado la American Telephone & Telegraph Company, que acababa de ser adquirida por una nueva empresa de Monaco llamada BIBEC. Nadie ha podido descubrir quién o qué es la BIBEC, hasta el momento. Algunos creen que detrás están los rusos.

Por lo menos esta vez tendré algunos amigos sinceros fuera de la cárcel.

Había un cuenco de tulipanes amarillos como centro de mesa. Era abril otra vez.

Estaba lloviendo. La naturaleza colaboraba.

* * *

Yo estaba sentado en el lugar de honor: a la derecha de mi anfitriona, Sarah Clewes, la enfermera. De las cuatro mujeres a las que he amado, con ella siempre me resultó mucho más fácil hablar. Puede que esto se deba a que jamás le prometí nada, y, por tanto, nunca la decepcioné. Oh, Dios mío… ¡Cuántas cosas les prometí a mi madre y a mi esposa y a la pobre Mary Kathleen!

También estaban en la fiesta el joven Israel Edel y su no-tan-encantadora esposa Norma. Digo que ella es no-tan-encantadora por la simple razón de que siempre me ha odiado. No sé por qué. Nunca la he ofendido, y es seguro que está muy satisfecha del giro que ha tomado la carrera de su marido. De no haber sido por mí, aún seguiría siendo vigilante nocturno de un hotel. Los Edel están reformando una casa de Brooklyn Heights, con el dinero que gana él. Aun así… cuando me mira, me siento como algo que el gato trajese por los pelos. Es exactamente esa sensación. Puede que esté un poco loca. Abortó mellizos hace más o menos un año. Esto quizás tenga algo que ver. Puede que, como consecuencia, tenga algún desequilibrio químico. Quién sabe…

De todos modos, no estuvo sentada junto a mí, gracias a Dios. A mi lado se sentó otra negra: Me refiero a Eucharist Lawes, la encantadora esposa de Cleveland Lawes, el antiguo chófer de la RAMJAC. Ahora es presidente de la sección Transico. Ella se llama así realmente: Eucharist. Significa feliz agradecimiento, y no sé por qué no hay más gente que le ponga ese nombre a sus hijas. Todo el mundo le llama «Ukey».

Ukey tenía nostalgia del sur. Dijo que la gente allí era más amable, más tranquila y más natural. Anda detrás de Cleveland para que se retire a Atlanta o cerca, sobre todo ahora que la sección Transico ha sido adquirida por Playgrounds International, que, como todo el mundo sabe es una pantalla de la Mafia. Aunque no pueda demostrarse.

Mi propia sección ha sido absorbida por I. G. Farben, una empresa de la Alemania Occidental.

—No será la misma RAMJAC de siempre —le dije a Ukey—. Eso es seguro.

Hubo regalos… unos tontos y otros no. Israel Edel me dio un helado de cucurucho de goma con un pito dentro… un juguete para mi perrita, que es una apso de Lhasa, como un dorado cepillo del polvo sin mango. Yo de joven nunca pude tener perros, porque Alexander Hamilton McCone los detestaba. Así que éste es el único perro al que he llegado a conocer bien… y duerme conmigo. Ronca. También roncaba mi mujer.

Nunca la he apareado, pero ahora, según el veterinario, el doctor Howard Padwee, está experimentando un falso embarazo y cree que el helado de goma es un cachorro. Lo esconde en los armarios. Lo sube y lo baja por las escaleras de mi dúplex. Está incluso segregando leche para él. Estamos poniéndole inyecciones para que deje de hacerlo.

Es curioso lo profundamente seria que la ha hecho la naturaleza respecto a un helado de cucurucho de goma: cucurucho de goma marrón, helado de goma rosa. Tengo que investigar qué compromisos igualmente ridículos he hecho yo con cosas inútiles. No es que importe en realidad. No estamos aquí por ningún fin, a menos que podamos inventarlo. De eso estoy seguro. La condición humana en un universo en explosión no variaría en absoluto si, en vez de vivir como vivo, no hubiese hecho más que llevar un helado de cucurucho de goma de armario en armario durante sesenta años.

Clyde Carter y Leland Clewes colaboraron para hacerme un regalo mucho más costoso: una computadora que juega al ajedrez. Es del tamaño aproximado de una caja de puros, pero la mayor parte del espacio lo ocupa un compartimento que es donde van las piezas. La computadora en sí no es mayor que un paquete de cigarrillos. Se llama «Boris». Boris tiene una ventanita estrecha y larga en la que anuncia sus jugadas. Puede bromear incluso con las jugadas que hago yo. «¿De veras?» dice. O «¿Has jugado antes a este juego?» O «¿Es una trampa?» O «Localízame una reina».

Son chistes típicos del ajedrez. Alexander Hamilton McCone y yo intercambiábamos los mismos chistes aburridos sin cesar cuando, por una futura educación en Harvard, acepté ser su máquina de jugar al ajedrez. Si hubiese existido Boris por entonces, puede que yo hubiese ido a Western Reserve, y que me hubiera hecho asesor fiscal u oficinista de una serrería, o vendedor de seguros o cualquier otra cosa parecida. Pero soy, por el contrario, el estudiante de Harvard más desacreditado desde Putzi Hänfstaengl, que era el pianista favorito de Hitler.

Al menos doné diez mil dólares a Harvard antes de que vinieran los abogados y me quitasen otra vez todo el dinero.

* * *

Y me llegó por fin la hora, en la fiesta, de contestar a todos los brindis que se habían hecho en mi honor. Me levanté. No había bebido una gota de alcohol.

—Soy un reincidente —dije. Definí la palabra explicando que describía al individuo que suele reincidir en el delito o en la conducta antisocial.

—Es interesante conocer esa palabra —dijo Leland. Risas generales.

—Nuestra encantadora anfitriona ha prometido otras dos sorpresas antes de que acabe la velada —dije.

Resultaron ser la aparición de mi hijo y su pequeña familia humana, y la audición de un disco de una parte de mi declaración ante el congresista Richard M. Nixon de California y otros, mucho tiempo atrás. Había sido grabada a setenta y ocho revoluciones por minuto. Imaginaos.

—¡Como si no hubiese tenido ya bastantes sorpresas! —dije.

—No lo bastante agradables, viejo —dijo Cleveland Lawes.

—Dilo en chino —le dije. No sé si recordáis que había sido prisionero de los chinos durante una temporada. Lawes dijo algo que, desde luego, sonaba a chino.

—¿Cómo sabemos que no estás pidiendo cerdo agridulce? —dijo Sarah.

—De ningún modo —dijo Lawes.

Habíamos empezado el banquete con ostras, así que proclamé que las ostras no eran tan afrodisíacas como creían muchos.

Hubo abucheos, y luego Sarah Clewes me lanzó el golpe bajo de este chiste concreto:

—¡Walter se comió doce la otra noche —dijo— y sólo hicieron efecto cuatro!

Había perdido otro paciente el día anterior.

Más risas generales.

Y de pronto me sentí ofendido y deprimido por lo tontos que éramos. Después de todo, las noticias difícilmente podrían haber sido peores. Extranjeros y delincuentes y otros intereses financieros de codicia sin límites, estaban tragándose a la RAMJAC. El legado de Mary Kathleen al pueblo se estaba convirtiendo en montañas de papel moneda, que se derrochaba a su vez en una inmensa y nueva burocracia y en honorarios de los abogados y de los asesores, etcétera, etcétera. Lo que quedase, según los políticos, ayudaría a pagar el interés de la deuda nacional del país, y permitiría adquirir un porcentaje mayor de las autopistas y edificios públicos y armas modernas que tanto se merecían.

Además, yo estaba a punto de volver a la cárcel.

Así que decidí quejarme de nuestra frivolidad.

—¿Sabéis lo que va a acabar matando este planeta? —dije.

—¡El colesterol! —dijo Frank Ubriaco.

—La falta absoluta de seriedad —dije—. A nadie le importa ya un pimiento qué es lo que pasa en realidad, qué es lo que va a pasar, o cómo pudimos meternos en este lío.

Israel Edel, con su doctorado en historia, consideró esto como un indicio de que estábamos haciéndonos aún más estúpidos, si tal cosa era posible. Así que empezó a hacer unos sonidos, bips y bups, que otros empezaron a imitar. Era un remedo de supuestas señales de seres inteligentes del espacio exterior, que se habían recibido por radiotelescopios precisamente la semana anterior. Era la última gran noticia, y de hecho había relegado el asunto de la RAMJAC a las páginas interiores. La gente andaba haciendo bips y bups y riéndose no sólo en mi fiesta sino en todas partes.

Al parecer nadie estaba en condiciones de explicar lo que significaban las señales. Pero los científicos decían que si venían de donde parecía que venían, tenían que tener una antigüedad de un millón de años o más. Si la Tierra respondía, sería el principio de una conversación muy lenta, desde luego.

* * *

Así que renuncié a decir cosas serías. Conté otro chiste y me senté.

La fiesta terminó, como dije, con la llegada de mi hijo y mi nuera y sus dos hijos, y con la audición del disco de los últimos minutos de mi declaración ante un comité del Congreso en Milnovecientos Cuarentainueve.

A mi nuera y a mis nietos les resultó natural y fácil, al parecer, otorgarme los honores debidos a un abuelo que, todo hay que decirlo, era un viejecito limpio, aseado y agradable. Supongo que el modelo que encontraron los niños para poder quererme fue Santa Claus.

Mi hijo me sorprendió. Me pareció tan vulgar y tan enfermizo; me pareció un joven con un aire muy desdichado. Era más bajo que yo y casi tan gordo como era su pobre madre al final de su vida. Yo aún conservaba casi todo el pelo, pero él estaba calvo. Quizás heredase la calvicie del lado judío de su familia.

Fumaba en cadena cigarrillos sin filtro. Tosía mucho. Tenía el traje salpicado de quemaduras de cigarrillo. Le miré mientras oíamos el disco y vi que estaba tan nervioso que tenía tres cigarrillos encendidos a la vez.

Me había dado la mano con la pulcra aflicción de un general alemán que se rindiese en Stalingrado, por ejemplo. Yo para él seguía siendo un monstruo. Su mujer y Sarah Clewes le habían forzado a venir, en contra de su mejor juicio.

Lástima.

El disco nada cambió. Los niños, que seguían allí después de bien pasada ya su hora de acostarse, estaban inquietos y adormilados.

El objetivo de poner el disco había sido el de honrarme, dejar que personas que no lo supieran, me oyeran y vieran qué idealista había sido yo de joven. La parte en la que yo traicionaba involuntariamente a Leland Clewes diciendo que había sido comunista estaba en otro disco, imagino. No lo pusieron.

Sólo mis últimas palabras me interesaron realmente. Las había olvidado.

El congresista Nixon me había preguntado por qué, siendo como era hijo de emigrantes que habían sido tan bien tratados por los norteamericanos, siendo un hombre que había sido tratado como un hijo y enviado a Harvard por un capitalista norteamericano, había sido tan ingrato con el sistema económico norteamericano.

La respuesta que le di no era original. Yo nunca he sido original. Repetí lo que había contestado mi héroe de otros tiempos, Kenneth Whistler, al mismo tipo de pregunta general, hacía mucho, muchísimo tiempo. Whistler había sido testigo en el juicio de unos huelguistas acusados de violencia. El juez había sentido curiosidad por él y le había preguntado por qué un hombre tan culto como él y de tan buena familia se había incorporado a la clase obrera.

La respuesta robada que di a Nixon fue ésta: «¿Por qué? Por el Sermón de la Montaña, señor.»

Hubo una cortés ovación cuando los asistentes a la fiesta se dieron cuenta de que el disco había terminado.

Adiós.

W. F. S.