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Yo no podía saberlo, claro… no podía saber que él creía que yo podía ser la señora Graham. Así que el galanteo posterior de que me hizo objeto me resultaba tan inexplicable como todo lo que había ocurrido aquel día.

Intenté convencerme de que se mostraba tan atento con el fin de suavizar las malas noticias que tenía que darme después: que sencillamente yo no era material de la RAMJAC, y que su limusina estaba esperando abajo para llevarme de vuelta, y sin empleo, al Arapahoe. Pero los mensajes de sus ojos eran bastante más apasionados que eso. Buscaba ansiosamente que yo aprobase todo lo que hacía.

Me explicó, a mí y no a Leland Clewes ni a Israel Edel, que acababa de nombrar a Frank Ubriaco vicepresidente de la sección Hamburguesas McDonald de la RAMJAC.

Indiqué con un cabeceo que me parecía muy bien.

Pero el cabeceo no fue suficiente para Leen.

—Creo que es un ejemplo maravilloso de lo que es poner al hombre justo en el puesto justo. ¿No lo cree usted así? En eso consiste básicamente la RAMJAC, ¿no cree?… en poner buena gente donde pueda utilizar su talento de la forma más plena.

La pregunta era para mí y para nadie más. Así que al fin dije:

—Sí.

Tuve que pasar por lo mismo después de que entrevistó y contrató a Clewes y a Edel. A Clewes le nombró vicepresidente de la Sección Diamond Match, de la RAMJAC, probablemente porque había estado vendiendo sobres publicitarios de cerillas mucho tiempo. A Edel le hizo vicepresidente de la sección Hilton del departamento de Hospitality Associates, Ltd., quizá por sus tres semanas de experiencia como encargado nocturno en el Arapahoe.

Me llegó luego el turno de entrar en la biblioteca con él.

—El último pero no el último —dijo burlonamente. En cuanto cerró la puerta, su coqueteo se hizo casi escandaloso.

—Pase a mi casa —murmuró—, dijo la araña a la mosca.

Y me hizo un claro guiño.

Esto no me gustó nada. Me pregunté qué les habría pasado allí a los otros.

Había una mesa escritorio tipo Mussoliní, con una silla giratoria detrás.

—Quizás deba sentarse allí usted —dijo, enarcando y desenarcando las cejas—. ¿No le parece ése el asiento propio para usted, eh? ¿Eh? ¿El asiento propio para usted?

Pensé que aquello sólo podía ser una burla. Reaccioné humildemente. Llevaba muchísimos años viviendo sin dignidad.

—Señor —dije—. No entiendo lo que pasa.

—Ah —dijo él, alzando un dedo—, eso es lo que ocurre a veces.

—No sé cómo me localizó usted, y ni siquiera sé si soy quien cree usted que soy —dije.

—Aún no le he dicho quién creo que es —dijo él.

—Walter F. Starbuck —dije sombríamente.

—Si usted lo dice —dijo él.

—Bueno —dije—, sea quien sea, no soy gran cosa ya. Si de verdad está usted ofreciendo puestos de trabajo, lo único que yo quiero es uno modesto.

—Tengo órdenes de nombrarle vicepresidente —dijo—. Órdenes de una persona a quien respeto muchísimo. Me propongo obedecer.

—Quiero ser encargado de bar —dije.

—¡Ah! —dijo—. ¿Y preparar pousse-cafés?

—Puedo hacerlo, si es necesario —dije—. Tengo el título de doctor en coctelería.

—También tiene usted una voz deliciosamente aguda cuando quiere —dijo.

—Creo que lo mejor será que me vaya a casa —dije—. Puedo ir andando, no queda lejos.

Quedaba sólo a unas cuarenta manzanas. No tenía zapatos, pero ¿qué falta me hacían los zapatos? Ya llegaría de algún modo a casa sin ellos.

—Cuando sea hora de irse a casa —dijo él—, podrá usted disponer de mi limusina.

—Pues ya es hora de irse a casa —dije—. Me da igual como llegue allí. Ha sido un día agotador. Me siento atontado. Sólo quiero dormir. Si sabe usted de alguien que necesite un encargado de bar, aunque no sea jornada completa, puede localizarme en el Arapahoe.

—¡Qué gran actor! —dijo.

Bajé la cabeza. No quería mirarle siquiera, ni mirar a nadie.

—En absoluto —dije—. Nunca lo he sido.

—Voy a explicarle algo muy raro —dijo.

—No lo entenderé —dije yo.

—Todos los que están aquí esta noche recuerdan haberle visto a usted, pero nunca se habían visto antes entre sí —dijo—. ¿Cómo explicaría usted eso?

—No tengo trabajo —dije yo. Acabo de salir de la cárcel. He estado paseando por la ciudad sin rumbo fijo.

—Qué historia tan complicada —dijo él—. ¿Dice que ha estado en la cárcel?

Así es —dije.

—No preguntaré por qué estuvo en la cárcel —dijo. Lo que quería decir él era que yo, como la señora Graham disfrazada de hombre, no tenía por qué seguir contando mentiras cada vez mayores, salvo que el hacerlo me distrajese.

—Por Watergate —dije.

—¡Watergate! —exclamó él—. Yo estaba seguro de que conocía los nombres de casi todos los de Watergate.

Como descubriría yo más tarde, él no sólo sabía los nombres: conocía a muchos de ellos lo bastante bien como para haberles enviado aportaciones ilegales para la campaña electoral, y haber contribuido luego con más dinero para su defensa.

—¿Y por qué no he oído yo nunca el nombre de Starbuck en relación con Watergate?

—No sé —dije, con la cabeza aún baja—. Era como estar en una maravillosa comedia musical en la que los críticos mencionasen a todos salvo a mí. Si pudiera encontrar usted un viejo programa, le enseñaría mi nombre.

—Supongo que la prisión estaba en Georgia —dijo él.

—Sí —dije yo. Supongo que lo sabía porque Roy M. Cohn había repasado mis antecedentes cuando iba a sacarme de la cárcel.

—Eso explica lo de Georgia —dijo. Yo no podía entender por qué alguien podía querer que le explicaran Georgia.

—Así que por eso conoció usted a Clyde Carter y a Cleveland Lawes y al doctor Robert Fender —dijo.

—Sí —dije. Empezaba a sentir miedo. ¿Por qué aquel hombre, que era uno de los ejecutivos más poderosos del planeta, se molestaría en investigar tanto sobre un insignificante y patético presidiario como yo? ¿Se sospecharía que yo conocía algún secreto espectacular aún por revelar respecto a Watergate? ¿Estaría jugando conmigo aquel hombre al gato y al ratón antes de hacer que me mataran de alguna forma?

—Y Doris Kramm —dijo—. Estoy seguro de que también la conoce usted.

¡Sentí un gran alivio por no conocerla! ¡Yo era inocente, en realidad! Ahora, todo lo que tenía contra mí se desmoronaría. Se había equivocado de individuo, yo podía demostrarlo. ¡Yo no conocía a Doris Kramm!

—¡No, no, no! —dije—. No conozco a Doris Kramm.

—La señora que me dijo usted que no debía jubilarse, la de la American Harp Company —dijo él.

—Yo no le he dicho a usted eso —dije.

—Ha sido un lapsus —dijo él.

Y entonces, me di cuenta de que sí conocía a Doris Kramm y aumentó mi temor. Era la vieja secretaria que había estado lloriqueando limpiando su mesa en la sala de exposiciones de arpas. Sin embargo, no estaba dispuesto a decirle que la conocía.

¡Pero, de todos modos, él sabía que la conocía! ¡Él lo sabía todo!

—Supongo que le alegrará saber que la telefoneé personalmente y le aseguré que no tiene que jubilarse, que puede quedarse y seguir trabajando hasta cuando quiera. ¿No es estupendo?

—No —dije.

Era una respuesta tan buena como la que más. Pero yo había empezado a recordar la sala de exposiciones de arpas. Tenía la sensación de haber estado allí hacía mil años, en otra vida, antes de nacer. Mary Kathleen O’Looney había estado allí. Arpad Leen, en su omnisciencia, sin duda la mencionaría a continuación.

Y entonces, la pesadilla de la última hora se aclaró sola, indicando que había habido una razón lógica. Yo sabía algo que el propio Leen no sabía, que probablemente sólo sabía yo. Era imposible, pero tenía que ser verdad: Mary Kathleen O’Looney y la señora de Jack Graham eran la misma persona.

Fue entonces cuando Arpad Leen se llevó mi mano a los labios y la besó.

—Perdóneme por descubrir su disfraz, madame —dijo—. Pero supongo que lo hizo usted tan fácil de descubrir a propósito. Su secreto estará seguro conmigo. Me siento muy honrado de verla al fin cara a cara.

Y volvió a besarme la mano, la misma mano que aquella mañana me había cogido la zarpita sucia de Mary Kathleen.

—Ya era hora, madame —dijo—. Hemos trabajado juntos tan bien durante tanto tiempo. Ya era hora.

¡La repugnancia que sentí de que me besara un hombre fue tan automática que me convertí en una auténtica reina Victoria! Mi cólera era imperial, aunque mis palabras viniesen directamente de los patios de mi adolescencia en Cleveland:

—¿Pero qué cono hace usted? —exigí saber—. ¡No soy una mujer!

Ya he hablado de la pérdida de la dignidad a lo largo de los años. Arpad Leen había perdido la suya en unos segundos, con aquel ridículo error.

Se quedó mudo y pálido.

Intentó recobrarse, pero no se recobró mucho. Ni siquiera podía disculparse. Estaba demasiado conmovido para desplegar cualquier género de simpatía o ingenio. Sólo podía tantear para ver dónde podía hallarse la verdad.

—Pero usted la conoce —dijo, al fin. Había resignación en su voz, al mismo tiempo, pero reconocía lo que también para mí empezaba a ser evidente: que yo era más poderoso que él, si lo deseaba.

Así que se lo confirmé:

—La conozco bien —dije—. Hará lo que yo le diga, estoy seguro.

Esto último era gratuito. Y era pura venganza.

Aún estaba muy afectado. Yo me había interpuesto entre él y su dios. Ahora le tocaba a él bajar la cabeza.

—Bueno —dijo, y siguió una larga pausa—, hable bien de mí, si puede.

Lo que yo más deseaba en aquel momento era salvar a Mary Kathleen O’Looney de aquella vida espectral que los dragones de su mente le habían obligado a llevar. Sabía dónde podía encontrarla.

—No sé si podrá usted decirme —dije al maltrecho Leen— dónde puedo encontrar un par de zapatos que me vayan bien, a estas horas de la noche.

Su voz me llegó como si procediese del lugar al que iba a ir yo a continuación: la caverna de debajo de la Gran Estación Central.

—Eso no es problema —dijo.