—Oh —dijo ella—, no puedo quejarme. Vengo a sacarme unos diez mil al año.
Sarah tosió, y también esto era una clave que estuve a punto de pasar por alto.
—Menudo catarro tiene usted —dije oportunamente.
—No hay quien lo pare —dijo ella.
—Tome dos píldoras de esas —dije—. Son lo más indicado.
Entonces ella hizo ruido de tragar: «Gluc, gluc, gluc.» Y luego preguntó qué contenían las píldoras.
—El laxante más potente conocido por la ciencia médica —dije yo.
—¡Laxante! —dijo ella.
—Sí —dije yo—. No se le ocurra toser ahora.
Hicimos también el chiste de un caballo enfermo que tenía supuestamente yo. En realidad, yo nunca había tenido un caballo. El veterinario me dio doscientos gramos de un polvo rojizo para el caballo. El veterinario me explicó que tenía que hacer un tubo de papel y colocar el polvo en el tubo, meter luego el tubo en la boca del animal y soplarle el polvillo en la garganta.
—¿Qué tal el caballo? —dijo Sarah.
—Oh, el caballo muy bien.
—Tú no pareces tan bien —dijo ella.
—No —dije—. Es que el caballo sopló primero.
—¿Aún sabes imitar la risa de tu madre? —dijo ella. Esto no era el principio de otro chiste. Sarah quería realmente oírme imitar la risa de mi madre, que era algo que yo solía hacer para ella por teléfono. Llevaba años sin hacerlo. No sólo tenía que elevar la voz, también tenía que embellecerla.
La cosa era ésta: mi madre jamás se reía alto. Se había acostumbrado a reprimir la risa cuando trabajaba de criada en Lituania. El motivo era que el amo o un invitado, al oír en algún lugar de la casa la risa de una sirvienta, podría sospechar que aquella sirvienta se estaba riendo de él.
En consecuencia, cuando no podía evitar la risa mi madre emitía unos sonidos puros y pequeños como los de una caja de música… o quizás como campanillas lejanas. El que fuesen unos sonidos tan bellos era puramente accidental.
Así pues… olvidándome de dónde estaba, henchí los pulmones y tensé la garganta con el fin de complacer a mi antigua novia, y reencarné el aspecto jocoso de mi madre.
Y en aquel momento volvieron al salón Arpad Leen y Frank Ubriaco. Oyeron precisamente el final de mi canción.
Expliqué a Sarah que tenía que colgar, y, efectivamente, colgué.
Arpad Leen me miró fijamente. Yo había oído explicar a las mujeres que algunos hombres las desnudaban con la mirada. Y en aquel momento, yo estaba descubriendo cómo se sentían esas mujeres. Porque, tal como resultarían las cosas, eso era exactamente lo que Leen estaba haciéndome: imaginando qué aspecto podía tener yo completamente desnudo.
Leen empezaba a sospechar que yo era la señora de Jack Graham que intentaba supervisarle disfrazada de hombre.