20

Sacco y Vanzetti no perdieron nunca su dignidad… nunca se desmoronaron. Walter F. Starbuck sí lo hizo al fin.

Cuando me detuvieron en la sala de exposiciones de la American Harp Company, parecí aguantar muy bien en principio. Cuando el viejo Delmar Peale les enseñó a los dos policías la circular sobre las piezas de clarinete robadas, cuando explicó por qué tenían que detenerme, yo incluso sonreí. Tenía la coartada perfecta, en realidad: había pasado los dos últimos años en la cárcel.

Pero cuando se lo dije, no se tranquilizaron tanto como había pensado yo. Decidieron que quizás fuera más peligroso de lo que habían creído en principio.

Cuando llegué, en la comisaría de policía había un lío tremendo. Los periodistas y los de la televisión intentaban hablar con los jóvenes que se habían amotinado en los jardines de las Naciones Unidas, y que habían tirado al río East al ministro de Economía de Sri Lanka. Todavía no habían encontrado al srilankano, así que se daba por supuesto que acusarían de asesinato a los detenidos.

En realidad, al srilankano le rescataría una lancha de la policía unas dos horas después. Le encontraron aferrado a una boya de campana cerca de la Isla del Gobernador. Los periódicos del día siguiente describirían su estado como «incoherente». Lo creo.

No había nadie para interrogarme de inmediato. Tendría que pasar un rato encerrado. La comisaría estaba tan atestada que no había siquiera una celda normal para mí. Me dieron una silla en un pasillo fuera de las celdas. Fue allí donde me insultaron los detenidos desde detrás de las rejas, imaginando que nada en el mundo desearía yo tanto como hacerles el amor.

Por fin me llevaron a una cela acolchada del sótano. Estaba destinada a albergar a maníacos hasta que llegaba una ambulancia a buscarles. No tenía retrete, porque un maníaco podría intentar abrirse la cabeza contra el borde del inodoro. No había tampoco catre ni silla. Tendría que sentarme o tumbarme en el suelo acolchado. Y, curiosamente, el único objeto que había era un trofeo de bolos grande, que alguien se había dejado. Llegué a conocerlo muy bien.

Así pues, estaba de nuevo en un sótano tranquilo.

Y, tal como me había sucedido cuando era asesor especial del presidente para asuntos de la juventud, se olvidaron de mí.

Me dejaron allí involuntariamente desde el mediodía hasta las ocho de la noche, sin comida ni agua, ni water, ni el más ligero sonido del exterior… en el que tendría que haber sido mi primer día de libertad. Así empezó a ponerse a prueba mi carácter, prueba que fui incapaz de superar.

Pensaba en Mary Kathleen y en lo que había ocurrido. Aún no sabía que ella era la señora de Jack Graham, pero me había dicho otra cosa muy interesante sobre sí misma: cuando me fui de Harvard, cuando dejé de contestar a sus cartas e incluso de pensar en ella, se fue en auto-stop a Kentucky, donde Kenneth Whistler aún trabajaba de minero y de dirigente sindical. Llegó al atardecer a la choza en la que Kenneth vivía solo. La choza estaba abierta, pues no había nada en el interior que mereciese la pena robar. Whistler aún estaba trabajando. Mary Kathleen había llevado comida consigo. Cuando Whistler llegó a casa, de su chimenea salía humo. Dentro había comida caliente esperándole.

Así fue cómo se estableció Mary en la zona minera. Y así fue cómo un día en que Kenneth Whistler se puso violento por la noche a causa del alcohol, Mary salió corriendo a la calle iluminada por la luna de un mísero pueblo minero de barracas y fue a dar en los brazos de un joven ingeniero de minas, que era, por supuesto, Jack Graham.

Y luego me entregué a un relato de mi amigo de la cárcel, el doctor Robert Fender, que lo había publicado con el seudónimo de «Kilgore Trout». Se titulaba «Dormido en el cambio de vía». Trataba de un inmenso centro de recepción que había a las puertas del cielo, lleno de computadoras y atendido por individuos que en la Tierra habían sido interventores públicos o asesores de inversiones o ejecutivos.

No podías entrar en el cielo hasta haber pasado por una revisión completa de lo bien que habías aprovechado las oportunidades financieras que Dios, por mediación de sus ángeles, te había ofrendado en la Tierra.

Y durante todo el día y en todos los cubículos, podías oír a los especialistas diciendo con tono hastiado a la gente que había desperdiciado una oportunidad tras otra: «Y otra vez estaba dormido en el momento del cambio de vía.»

¿Cuánto tiempo había pasado yo en solitario, por entonces? Haré un cálculo: cinco minutos.

«Dormido en el cambio de vía» era un relato bastante sacrilego. El héroe era el espectro de Albert Einstein. Éste, estaba tan poco interesado por las riquezas que apenas oía lo que tenía que decirle su auditor. Era una especie de disparate sobre cómo Einstein podría haberse hecho multimillonario si hubiese puesto una segunda hipoteca sobre su casa de Berna, Suiza, en Milnovecientos Cinco y hubiese invertido dinero en depósitos de uranio antes de decirle al mundo que E=mc2.

«Pero usted estaba… otra vez dormido en el cambio de vía», decía el auditor.

«Sí —decía cortésmente Einstein—, al parecer es una actitud muy característica.»

«Ya ve usted —decía el auditor— que la vida en realidad fue justa. Tuvo usted un número notable de oportunidades, las aprovechase o no.»

«Sí, ahora me doy cuenta», decía Einstein.

«¿Le importaría a usted repetir eso?», decía el auditor.

«¿Repetir el qué?», decía Einstein.

«Que la vida fue justa.»

«La vida fue justa», decía Einstein.

«Si no lo cree usted realmente —decía el auditor—, tengo muchos otros ejemplos que puedo mostrarle. Refiriéndonos, por ejemplo, a la energía atómica: Si usted hubiese cogido simplemente el dinero que depositó en el banco como ahorro cuando estaba en el Instituto de Estudios Superiores de Princeton, y lo hubiese invertido, a partir de Milnovecientos Cincuenta, digamos, en IBM, Polaroid y Xerox… aunque le quedasen sólo cinco años más de vida…»

Y el auditor alzaba la vista entonces sugerentemente, invitando a Einstein a demostrar lo listo que podía ser.

«¿Me habría hecho rico?», decía Einstein.

«Habría gozado de una posición “desahogada”, digamos —decía pulcramente el auditor—. Pero estaba usted… otra vez» y de nuevo enarcaba las cejas.

«¿Dormido en el cambio de vías?», preguntaba Einstein esperanzado.

El auditor se ponía de pie y extendía la mano, que Einstein aceptaba sin entusiasmo.

«Así que ya ve, doctor Einstein —decía—, que no podemos echarle a Dios la culpa de todo.»

Luego hacía pasar a Einstein por las puertas del cielo, diciéndole: «Encantados de tenerle a bordo.»

Y así entró Einstein en el cielo, con su amado violín. No volvió a pensar más en el auditor. Era un veterano de innumerables cruces de frontera por entonces. Siempre le habían hecho preguntas absurdas, le habían obligado a hacer hueras promesas y a firmar documentos intrascendentes.

Pero una vez dentro del cielo, Einstein se encontró con que había muchas almas sumamente afectadas por lo que les había dicho el auditor. Una pareja, marido y mujer que se habían suicidado después de perderlo todo en una granja avícola de New Hampshire, se habían enterado por el auditor de que estaban viviendo encima del mayor yacimiento de níquel del mundo.

Un chaval de catorce años de Harlem, que había resultado muerto en una pelea de bandas callejeras, se enteró de que había un anillo de diamantes de dos kilates desde hacía varias semanas en el fondo de un sumidero por el que pasaba todos los días. No tenía taras y su robo no había sido denunciado. Si lo hubiese vendido sólo por una décima parte de su valor, cuatrocientos dólares, digamos, según el auditor, y hubiese invertido en artículos de consumo, sobre todo en cacao en aquel momento, podría haberse trasladado con su madre y sus hermanas a un condominio de Park Avenue y haber ido luego él a Andover y luego a Harvard. Harvard otra vez.

Todos los relatos que oyó Einstein sobre los auditores se los contaron norteamericanos. Y es que había decidido establecerse en la parte norteamericana del cielo. Como era judío, los europeos le producían, lógicamente, sentimientos contradictorios. Pero no eran sólo los norteamericanos los que pasaban por los auditores. Tenían que pasar por lo mismo los paquistaníes y los pigmeos de Filipinas y hasta los comunistas.

Era muy propio de Einstein el que se ofendiese antes por los cálculos matemáticos de aquel sistema con el que los auditores querían conseguir que todos estuviesen agradecidos. Einstein calculaba que si todos los habitantes de la Tierra hubiesen aprovechado al máximo todas sus oportunidades, y se hubiesen hecho millonarios y luego multimillonarios, etcétera, la riqueza dineraria del pequeño planeta habría sido superior al valor de todos los minerales del universo en cosa de unos tres meses. Además, no quedaría nadie para hacer trabajo útil.

Así que mandó una nota a Dios. En ella, daba por supuesto que Dios no tenía ni idea de las tonterías que decían sus auditores. Acusaba a éstos, más que a Dios, de engañar cruelmente a los recién llegados respecto a las oportunidades que habían tenido en la Tierra. No entendía bien los motivos de los auditores. Pero pensaba que muy bien podrían ser sádicos.

El relato terminaba bruscamente. Einstein no conseguía ver a Dios. Pero Dios le mandaba un arcángel loco de remate. El arcángel le decía que si seguía intentando que las almas perdiesen el respeto a los auditores, le quitaría el violín para toda la eternidad.

Así que Einstein nunca volvió a hablar con nadie de los auditores. Aquel violín significaba mucho para él.

El relato era, sin duda, una severa crítica de Dios, pues indicaba que era capaz de utilizar un subterfugio barato como los auditores para que no se le echase la culpa de la dureza de la situación económica de aquí abajo.

Dejé la mente en blanco.

Y entonces, empecé a cantar otra vez lo de Sally en el jardín.

Entretanto, Mary Kathleen O’Looney, ejercitando sus poderes cósmicos como señora de Jack Graham, había telefoneado a Arpad Leen, el jefe supremo de la RAMJAC. Le ordenó que descubriese qué había hecho la policía conmigo y que mandase al mejor abogado de Nueva York a sacarme de allí, costase lo que costase.

Después de eso, tenía que nombrarme vicepresidente de la RAMJAC. Y ya que mencionaba eso, añadió, tenía una lista de otras buenas personas a quienes había que localizar y nombrar vicepresidentes. Eran las personas de quienes yo le había hablado… los desconocidos que habían sido tan buenos conmigo.

Le ordenó también que le dijese a Doris Kramm, la anciana secretaria de la American Harp Company, que ella no tenía por qué retirarse, por muy vieja que fuese.

Sí, y yo allí en mi celda acolchada, me contaba entretanto un chiste que había leído en The Harvard Lampoon cuando estudiaba primero. Me asombró entonces por lo sucio que me pareció. Cuando me nombraron asesor especial del presidente para asuntos de la juventud y tuve que leer de nuevo humor universitario, descubrí que el chiste se publicaba todavía varias veces al año… inalterable. El chiste era éste:

ELLA: ¿Cómo te atreves a besarme así?

Él: Sólo quería saber quién se había comido todos los macarrones.

En fin, me reí mucho con eso allí en solitario. Pero luego empecé a hundirme. No podía parar de decirme: «Macarrones, macarrones…»

Y las cosas se pusieron aún peor luego. Empecé a llorar. Empecé a darme cabezazos contra las paredes. Vi un montón de mierda en un rincón. Cogí el trofeo de bolos y lo puse encima de la mierda.

Recité a gritos un poema que había aprendido en la escuela primaria:

¡Da igual que yo me muera,

me muera, me muera!

¡Quiero que corra el jugo,

el jugo, el jugo!

Quizás hasta me masturbase. ¿Por qué no? Nosotros los viejos tenemos una vida sexual mucho más rica de lo que se imaginan la mayoría de los jóvenes.

Luego me desmayé.

A las siete en punto de aquella noche entró en la comisaría de policía de arriba el mejor abogado de Nueva York. Había conseguido rastrearme hasta allí. Era un hombre famoso, conocido por su extremada ferocidad y su seriedad acusando o defendiendo a quien fuera. Los policías se quedaron sobrecogidos al ver aparecer a una celebridad tan temida. Exigió que le explicaran dónde estaba yo.

Nadie lo sabía. En ningún sitio había constancia de que me hubiesen puesto en libertad o me hubieran trasladado a otra parte. Mi abogado sabía que yo no había ido a casa porque ya había preguntado allí por mí. Mary Kathleen le había dicho a Arpad Leen que yo vivía en el Arapahoe y Leen se lo había dicho al abogado.

Ni siquiera pudieron averiguar por qué me habían detenido.

Así que comprobaron en todas las celdas. Yo no estaba en ninguna, claro. Los que me habían llevado a la comisaría y el hombre que me había encerrado habían terminado el servicio y se habían ido. No pudieron localizar en casa a ninguno.

Y entonces el agente, que estaba intentado aplacar a mi abogado, se acercó a la celda de abajo y decidió echar un vistazo por si acaso.

Cuando giró la llave en la cerradura, yo estaba tumbado bocaabajo como perro en perrera, mirando hacia la puerta. Mis pies descalzos se extendían hacia el trofeo de bolos y la mierda. Me había quitado los zapatos, no sé por qué.

Cuando el agente abrió la puerta, quedó sobrecogido al verme, percibiendo que debía llevar mucho tiempo allí encerrado. La ciudad de Nueva York había cometido involuntariamente un grave delito contra mí.

—¿Señor Starbuck? —preguntó anhelante.

No contesté. Me incorporé. No me preocupaba ya dónde pudiera estar ni lo que pudiera pasar después. Era como un pez enganchado que no puede luchar más. Hubiera lo que hubiera al otro extremo del sedal, mejor que me arrastraran.

Cuando el agente dijo «aquí está su abogado», no protesté ni siquiera para mis adentros, diciendo que nadie sabía que yo estuviese en la cárcel, que no tenía abogados, ni amigos ni nada. Pero bueno: mi abogado estaba allí.

Y entonces, se presentó el propio abogado. Si hubiese aparecido un unicornio, no me habría sorprendido en absoluto. En realidad, era casi igual de fantástico. Aquel hombre había sido a los veintiséis años consejero jefe del Comité de Investigación Permanente del Senado, del que era presidente el senador Joseph R. McCarthy, el más espectacular cazador de norteamericanos desleales desde la Segunda Guerra Mundial.

Tenía ya cerca de cincuenta años, pero aún seguía siendo serio y nerviosamente perspicaz. Durante la era McCarthy, que vino después de que Leland Clewes y yo hiciésemos el ridículo que hicimos, yo había odiado y temido a aquel hombre. Y ahora estaba de mi parte.

—¿Señor Starbuck? —dijo—. Estoy aquí para defenderle, si usted lo desea. Me ha contratado la RAMJAC Corporation. Me llamo Roy M. Cohn.

¡Aquel hombre era milagroso!

Antes de lo que se tarda en decir «habeas corpus!» ya estaba yo fuera de la comisaría y dentro de una limusina que me esperaba.

Cohn me acompañó a la limusina, pero no entró. Me deseó buena suerte sin darme la mano y desapareció. No me tocó en ningún momento, ni mostró el menor indicio de que supiese que yo, también, había jugado un papel muy público en la historia norteamericana en tiempos anteriores.

Así pues, estaba otra vez en la limusina. ¿Por qué no? En un sueño todo es posible. ¿No acababa de sacarme de la cárcel Roy M. Cohn, no me había dejado los zapatos en la celda? Así que, ¿por qué no habría de seguir el sueño… y que Leland Clewes, Israel Edel, el encargado nocturno del Arapahoe, estuviesen sentados allí en la parte trasera de la limusina dejando un espacio para que me sentase yo? Así era.

Me saludaron con un gesto inquieto. También ellos tenían la sensación de que últimamente la vida tenía muy poco sentido.

Lo que pasaba era, claro, que la limusina estaba recorriendo Manhattan como un autobús escolar para recoger a individuos a los que, siguiendo órdenes de Mary Kathleen, Arpad Leen debía nombrar vicepresidentes de la RAMJAC. Aquella limusina era el coche particular de Leen. Era lo que luego me he enterado que se llama una limusina «ancha». La American Harp Company podría haber utilizado la parte trasera como sala de exposición.

A Clewes y a Edel y a la siguiente persona a la que teníamos que recoger les había telefoneado personalmente Leen… después de que uno de sus ayudantes hubiera descubierto más datos sobre quiénes eran y dónde estaban. A Leland Clewes le habían localizado por la guía de teléfonos. A Edel le habían encontrado en la mesa de recepción del Arapahoe. Uno de los ayudantes había ido a la cafetería del Royalton a preguntar cómo se llamaba un individuo que trabajaba allí y que tenía la mano frita.

Se habían hecho llamadas también a Georgia: una a la oficina regional de la RAMJAC, preguntando si un chófer llamado Cleveland Lawes trabajaba para ellos, y otra al Correccional de Seguridad Mínima para Adultos, de la base de las Fuerzas Aéreas de Finletter, preguntando si había allí un guardián llamado Clyde Carter y un recluso llamado doctor Robert Fender.

Clewes me preguntó si entendía lo que estaba pasando.

—No —dije—. Esto sólo es el sueño de un presidiario. ¿Por qué va a tener sentido?

Clewes me preguntó qué había sido de mis zapatos.

—Los dejé en la celda acolchada —dije.

—¿Estabas en una celda acolchada? —dijo.

—Es muy agradable —dije—. No puedes hacerte daño.

Entonces, un hombre que iba en el asiento delantero junto al chófer se volvió y nos miró. Yo le conocía, también. Era uno de los abogados que acompañaron a Virgil Greathouse a la cárcel el día antes por la mañana. También era abogado de Arpad Leen. Le preocupaba el que hubiera perdido mis zapatos. Dijo que volveríamos a la comisaría a buscarlos.

—¡Ni hablar! —dije yo—. Ya habrán descubierto que tiré el trofeo de bolos en la mierda, y volverán a detenerme. Edel y Clewes se apartaron un poco de mí al oír esto.

—Esto tiene que ser un sueño —dijo Clewes.

—Ponte cómodo —dije—. Eres mi huésped. Cuantos seamos, mejor lo pasaremos.

—Caballeros, caballeros… —dijo jovialmente el abogado—. No se preocupen tanto, por favor. Van a ofrecerles la gran oportunidad de su vida.

—¿Cuándo demonios pudo verme esa mujer? —dijo Edel—. ¿Qué cosa maravillosa pudo verme hacer?

—Puede que nunca lo sepamos —dijo el abogado—. Ella casi nunca explica lo que hace, y es especialista en disfraces. Podría ser cualquiera.

—Quizás fuera aquel macarra negro grande que entró después de usted anoche —me dijo Edel—. Fui muy amable con él. Medía más de dos metros.

—Pues yo no le vi —dije.

—Tuvo suerte —dijo Edel.

—¿Os conocéis? —dijo Clewes.

—¡Desde la niñez! —dije.

Estaba decidido a acabar con aquel sueño de una vez, negándome en redondo a tomarlo en serio. Estaba convencido de que volvería a mi cama del Arapahoe o al catre de la prisión. Me daba igual una cosa que otra.

Quizás pudiera incluso despertar en el dormitorio de mi chalecito de Chevy Chase, Maryland, y mi esposa estar aún viva.

—Puedo asegurarle que no era el macarra alto —dijo el abogado—. De una cosa podemos estar seguros: tenga el aspecto que tenga, no puede ser alta.

—¿Quién no puede ser alta? —pregunté.

—La señora de Jack Graham —dijo el abogado.

—Lamento haberlo preguntado —dije.

También usted debe haberle hecho algún tipo de favor —me dijo el abogado—. O debe haber hecho algo que ella vio y consideró admirable.

—Mi experiencia como boy scout —dije.

Por fin paramos delante de un maltrecho edificio de apartamentos del Upper West Side. De allí salió Frank Ubriaco, el dueño de la cafetería. Iba vestido para el sueño con un traje de terciopelo azul claro y botas vaqueras verdiblancas con tacones altos, muy altos. Llevaba la mano frita elegantemente enfundada en un guante blanco de cabritilla. Clewes le colocó un asiento plegable para que se sentara.

Le saludé.

—¿Quién es usted? —dijo.

—Me sirvió usted el desayuno esta mañana —dije.

—Serví desayunos a todo el mundo esta mañana —dijo él.

—¿También le conoces? —dijo Clewes.

—Éste es mi pueblo —dije.

Luego, me dirigí al abogado, más convencido que nunca de que aquello era un sueño y le dije:

—Bueno, ahora hemos de recoger a mi madre. Repitió mis palabras, inseguro:

—¿A su madre?

—Claro. ¿Por qué no? Es la única que falta —dije.

Quiso colaborar.

—El señor Leen no dijo nada concreto de que no trajesen ustedes a nadie más. ¿Le gustaría a usted llevar también a su madre?

—Muchísimo —dije.

—¿Y dónde está? —dijo él.

—En un cementerio de Cleveland —dije—. Pero eso a usted no tendría por qué frenarle.

A partir de esto, eludió las conversaciones directas conmigo.

Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, Ubriaco preguntó a los del asiento de atrás quiénes éramos.

Clewes y Edel se presentaron. Yo no quise hacerlo.

—Todos son personas que llamaron la atención de la señora Graham —dijo el abogado—. Lo mismo que usted.

—¿La conocen ustedes, muchachos? —nos preguntó Ubriaco a Clewes, a Edel y a mí.

Los tres nos encogimos de hombros.

—Dios mío —dijo Ubriaco—. Ojalá sea un trabajo muy bueno ese que tienen que ofrecernos. Porque a mí me gusta lo que hago.

—Ya verá usted, ya —dijo el abogado.

—He dejado de asistir a una cita por este asunto —dijo Ubriaco.

—Sí… y también el señor Leen dejó de asistir a una cita por ustedes —dijo el abogado—. Precisamente esta noche su hija celebra en el Waldorf su baile de presentación en sociedad, y él no podrá asistir. Tendrá que estar hablando con ustedes, caballeros.

—Qué disparate —dijo Ubriaco. Ningún otro tenía nada que decir. Cuando cruzábamos Central Park hacia el East Side, Ubriaco habló otra vez:

—Qué baile de presentación ni qué mierda —dijo. Clewes me dijo:

—Tú eres el único que conoce a todos los demás. De alguna forma, estás en el centro de todo esto.

—Pues claro, hombre —dije—. El sueño es mío.

Y, sin más conversación, nos dejaron en casa de Arpad Leen. El abogado nos dijo que nos quitáramos los zapatos en el vestíbulo. Yo, claro, iba en calcetines.

Ubriaco preguntó si Leen era japonés, pues los japoneses suelen andar descalzos por casa.

El abogado le aseguró que Leen era blanco, pero le dijo que se había criado en las islas Fiji, donde sus padres tenían un comercio. Yo me enteré más tarde de que el padre de Leen era un judío húngaro y su madre una chipriota griega y se conocieron cuando ambos trabajaban en un crucero sueco, a finales de los años veinte. Dejaron el barco en Fiji y pusieron un comercio.

En cuanto a Leen, me pareció un indio de la pradera idealizado. Podría haber sido un astro del cine. Y salió al vestíbulo con una bata de seda a rayas, calcetines negros y ligas. Aún esperaba poder ir al baile de su hija.

Antes de presentarse, tuvo que comunicarle al abogado una noticia increíble.

—¿Sabes por qué está en la cárcel ese hijo de puta? —dijo—. ¡Por traición! ¿Cómo vas a poder sacar de la cárcel a un tipo que ha cometido traición! ¡Cómo vas a darle aunque sea un trabajo de mierda sin que todos los patriotas del país se subleven?

El abogado no sabía cómo.

—Bueno —dijo Leen—. Al diablo. Localízame otra vez a Roy Cohn. ¡Ojalá pudiera verme otra vez en Nashville!

Este último comentario aludía a que Leen había sido el principal editor de música country de Nashville, Tennessee, antes de que la RAMJAC se tragase su pequeño imperio. Su antigua empresa era, en realidad, el núcleo de la sección Down Home Record de la RAMJAC.

Por fin, nos miró detenidamente e hizo un gesto de asombro. Éramos una pandilla muy rara.

—Caballeros —dijo—. La señora de Jack Graham se ha fijado en ustedes. No me ha dicho dónde ni cuándo. Dijo que son ustedes honrados y buenos.

—Yo no —dijo Ubriaco.

—Es usted libre de poner su opinión en entredicho, si lo desea —dijo Leen—. Yo no la pongo. Tengo que ofrecerles buenos trabajos. Pero no me importa hacerlo, y les diré por qué: ella jamás me ha mandado hacer algo que no resultase beneficioso para la empresa. Yo decía en tiempos que no quería trabajar para nadie, pero trabajar para la señora Graham ha sido el mayor privilegio de mi vida.

Lo decía en serio.

No le importaba nombrarnos vicepresidentes a todos. La empresa tenía setecientos vicepresidentes de una cosa y otra, al nivel más alto, a nivel corporativo. Pero luego, en las subsidiarias, empezaba otra vez todo el asunto de los presidentes y los vicepresidentes.

—¿Sabe usted qué aspecto tiene ella? —quiso saber Ubriaco.

—No la he visto últimamente —dijo Leen. Era una mentira cortés. No la había visto nunca, lo cual era del dominio público. Más tarde, me confesaría que ni siquiera sabía cómo había llamado él la atención de la señora Graham. Creía que la señora podría haber visto un artículo sobre él en la revista del Dinner’s Club, que le incluía en su sección de «Los que suben».

En cualquier caso, era abyectamente leal a ella. Amaba y temía su idea de la señora Graham lo mismo que Larkin Emil amaba y temía su idea de Jesucristo. Tenía más suerte que Larkin en su culto, claro, pues su ser superior e invisible le llamaba por teléfono y le escribía cartas y le decía lo que tenía que hacer.

Una vez llegó a decirme: «Trabajar para la señora Graham ha sido para mí una experiencia religiosa. Yo andaba a la deriva, pese a todo el dinero que ganaba. Mi vida carecía de objetivo hasta que fui presidente de la RAMJAC y me puse a su disposición.»

A veces, no tengo más remedio que pensar que toda felicidad es religiosa.

Leen dijo que hablaría con nosotros por separado en su biblioteca.

—La señora Graham no me ha dicho nada sobre sus antecedentes, sobre cuáles podrían ser sus intereses concretos… así que tendrán que hablarme ustedes un poco de sí mismos.

Dijo que entrase primero en la biblioteca Ubriaco, y nos pidió a los demás que esperásemos en el salón.

—¿Quieren que mi mayordomo les traiga alguna bebida? —dijo.

Clewes no quiso nada. Edel pidió una cerveza. Yo, que aún tenía la esperanza de deshacer aquel sueño, pedí un pousse-café, una bebida color arcoiris que nunca había visto pero que había estudiado cuando hacía el curso de doctor en coctelería. Se ponía un licor muy pesado en el fondo del vaso, sobre el que se echaba a cucharadas otro más ligero de distinto color, y luego otro más ligero aún, y así sucesivamente, sin que cada capa coloreada se mezclase con la de encima ni con la de debajo.

A Leen le dejó muy impresionado mi petición. Lo repitió, para asegurarse de que había oído bien.

—Si no es problema, claro —dije. No era más problema, sin duda, que construir un modelo de barco completo en una botella, por ejemplo.

—¡No es ningún problema! —dijo Leen. Como pude comprobar con el tiempo, era una de sus expresiones favoritas. Dijo al mayordomo que me trajese en seguida un pousse-café.

Él y Ubriaco entraron en la biblioteca, y los demás pasamos al salón, que tenía piscina. Era la primera vez que yo veía un salón con piscina. Había oído hablar del asunto, claro, pero una cosa es oírlo y otra ver tanta agua en un salón.

Me arrodillé junto a la piscina y chapoteé con la mano en el agua, para comprobar la temperatura, que era tibia. Cuando retiré la mano y consideré su humedad, hube de admitir para mí que aquella humedad no era propia del sueño. Tenía la mano mojada de veras y así seguiría algún tiempo, a no ser que me secase.

Todo aquello estaba pasando de verdad. Cuando me incorporé, llegaba el mayordomo con mi pousse-café.

La solución no era la actitud hostil. Tendría que volver a empezar a prestar atención.

—Gracias —le dije al mayordomo.

—De nada, señor —me contestó.

Clewes y Edel estaban sentados en el extremo de un sofá que era como media manzana de largo, por lo menos. Me uní a ellos, esperando que apreciasen que me había tranquilizado.

Ellos seguían haciendo cábalas sobre cuándo podría haberles sorprendido la señora Graham comportándose tan virtuosamente.

Clewes se lamentaba de que no había tenido muchas oportunidades de ser virtuoso, vendiendo sobres de cerillas y calendarios de publicidad a domicilio.

—Lo máximo que puedo hacer en ese sentido es dejar que el encargado de un edificio me explique sus historias de guerra. Recordaba un encargado del Edificio Flatiron que decía haber sido el primer norteamericano que había cruzado el puente sobre el Rhin en Remagen, Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial. La toma de este puente había sido un acontecimiento importantísimo, que había permitido penetrar a los ejércitos aliados a gran velocidad en el corazón mismo de Alemania. Clewes dudaba que aquel encargado fuera la señora de Jack Graham, sin embargo.

Pero Israel Edel suponía que la señora Graham podía ir disfrazada de hombre.

—A veces pienso que por lo menos la mitad de los clientes que tenemos en el Arapahoe son travestís.

La posibilidad de que la señora Graham fuera un travestí pronto se plantearía de nuevo, y sorprendentemente lo haría Arpad Leen.

Pero, entretanto, Clewes volvió al tema de la Segunda Guerra Mundial. Pasó al plano personal. Dijo que él y yo, cuando éramos burócratas en época de guerra, no habíamos tenido nada que ver con las derrotas ni las victorias, sólo nos habíamos imaginado tal relación.

—La guerra la ganaron quienes lucharon, Walter. Lo demás eran sueños.

Él pensaba que todas las memorias sobre la guerra que habían escrito los civiles eran timos, pretensiones de que la guerra la habían ganado los charlatanes, los escritores y los tiburones sociales, cuando sólo podían haberla ganado los combatientes.

Sonó un teléfono en el vestíbulo. El mayordomo entró a decir que la llamada era para Clewes, podía atenderla por el teléfono de la mesita de café que teníamos enfrente. El teléfono era de plástico, blanco y negro, y tenía la forma de «Snoopy», el famoso perro de la historieta «Peanuts». «Peanuts» era propiedad de lo que estaba a punto de convertirse en mi sector de la RAMJAC. Según descubriría yo muy pronto, para hablar por aquel teléfono tenías que meter la boca en la barriga del perro y meterte su nariz en la boca. ¿Por qué no?

Era Sarah, la mujer de Clewes, mi antigua novia, que llamaba desde su apartamento. Acababa de llegar a casa de su trabajo como enfermera particular y había encontrado la nota de Clewes diciéndole dónde estaba y lo que estaba haciendo allí y cómo podía localizarle por teléfono.

Él le dijo que también yo estaba allí y ella no podía creerlo. Quiso hablar conmigo, así que Clewes me pasó el perro de plástico.

—Hola —dije.

—Esto es una locura —dijo ella—. ¿Qué haces ahí?

—Bebiendo un pousse-café junto a la piscina —dije.

—No puedo imaginarte tomando un pousse-café —dijo ella.

—Pues estoy tomándolo —dije.

Me preguntó cómo nos habíamos encontrado Clewes y yo. Se lo expliqué.

—El mundo es un pañuelo, Walter —dijo ella, y etcétera. Me preguntó si Clewes me había explicado que les había hecho un gran favor al declarar contra él.

—Tendría que decir que esa opinión me parece debatible —le dije.

—¿Te parece qué? —dijo ella.

—Debatible —dije. Era una palabra que ella nunca había oído. Se la expliqué.

—Soy tan tonta —dijo—. Hay tantas cosas que no sé, Walter.

Por teléfono parecía exactamente la misma Sarah. Era como si estuviéramos de nuevo en Milnovecientos Treintaicinco. Y, por eso, lo que me dijo luego me resultó especialmente punzante:

—¡Oh, Dios mío, Walter! ¡Los dos tenemos más de sesenta años! ¿Cómo es posible?

—Resulta increíble, ¿verdad Sarah? —dije.

Me pidió que fuese a cenar a su casa con Clewes, y dije que lo haría si podía, que no sabía lo que pasaría después. Le pregunté dónde vivía.

Resultaba que ella y Clewes vivían en la planta baja del mismo edificio en el que había vivido su abuela, en Ciudad Tudor. Me preguntó si me acordaba del apartamento de su abuela, de todos aquellos criados y muebles viejos amontonados en cuatro habitaciones.

Dije que sí, que me acordaba, y nos reímos.

No le conté que mi hijo también vivía por allí, en Ciudad Tudor. Posteriormente descubriría que su proximidad a ella no era tan vaga, que vivía muy cerca, con su esposa musical y sus hijos adoptados. Stankiewicz, del New York Times, vivía en el mismo edificio y, además, su presencia se hacía muy notoria por el salvajismo de los niños… vivía sólo tres plantas más arriba de Leland y Sarah Clewes.

Sarah dijo que era muy agradable que pudiéramos reírnos aún, pese a todo lo que habíamos tenido que pasar.

—Al menos aún nos queda el sentido del humor —dijo.

Esto lo había dicho Julie Nixon de su padre después de que le echaran de la Casa Blanca: «Aún conserva su sentido del humor.»

—Sí… al menos nos queda eso —admití.

—Camarero —dijo ella— ¿qué hace esta mosca en mi sopa?

—¿Qué? —dije.

—¿Que qué hace esta mosca en mi sopa? —insistió ella.

Y entonces recordé: era el principio de una cadena de chistes que solíamos contarnos por teléfono. Cerré los ojos. Di la respuesta correspondiente y el teléfono se transformó en una máquina del tiempo. Me permitía escapar de Milnovecientos Setentaisiete y entrar en la cuarta dimensión.

—Creo que es braza de espaldas, madame —dije.

—Camarero —dijo ella—, hay también un fichero en mi sopa.

—Lo siento, señora —dije yo—. Es un error tipográfico. Tenía que ser un fideo.

—¿Por qué es tan cara la leche? —dijo ella.

—Porque es dificilísimo conseguir que las vacas se pongan de cuclillas sobre esos botellines —dije.

—No hago más que pensar que es martes —dijo ella.

—Es martes —dije yo.

—Eso sigo pensando —dijo ella—. Dígame, ¿tienen ustedes merengue?

—Hoy no están en el menú —dije yo.

—Anoche soñé que comía merengue —dijo ella.

—Un sueño muy agradable —dije yo.

—Fue terrible —dijo ella—. Cuando desperté había desaparecido la sábana.

También ella tenía motivos para huir a la cuarta dimensión.

Luego me enteraría de que aquella noche había muerto su paciente. Sarah sentía mucho cariño por aquella paciente. Tenía treinta y seis años, pero padecía un trastorno cardíaco congénito… tenía un corazón enorme, gordo y débil.

E imaginaos, claro, los efectos de esta conversación en Leland Clewes, que estaba sentado a mi lado. Yo tenía los ojos cerrados y estaba en tal éxtasis de intemporalidad e ingravidez, que era como si estuviera teniendo un intercambio sexual con su esposa, delante de sus narices. Me perdonaba, claro está. Él perdona todo a todo el mundo. Pero aún así, tuvo que impresionarle lo lánguidamente enamorados que aún podíamos estar Sarah y yo por teléfono.

¿Hay algo más proteico que el adulterio? No hay nada en este mundo.

—Estoy pensando ponerme a dieta —dijo Sarah.

—Yo sé cómo puedes eliminar ocho kilos de grasa desagradable inmediatamente —dije.

—¿Cómo? —dijo ella.

—Haciendo que te corten la cabeza —dije yo.

Clewes sólo oía mi parte de la conversación, claro, con lo que únicamente se enteraba del principio o el final de un chiste. Algunas frases eran sumamente sugerentes.

—¿Fumas? —le pregunté.

—Sí —dijo ella.

—Vaya, así que te gusta echar humo —continué.

—Sí —dijo ella.

—¿Y echas humo después del coito?

Clewes nunca oyó su respuesta, que fue la siguiente:

—No sé. Nunca me he fijado —y luego continuó—: ¿Qué hacía usted antes de ser camarero?

—Me dedicaba a limpiar las cagaditas de los relojes de cuco —dije.

—Siempre he querido saber qué es esa cosita blanca que se ve en las cagadas de los pájaros —dijo ella.

—Pues es también cagada de pájaro —expliqué—. ¿Qué tipo de trabajo hace usted?

Trabajo en una fábrica de pantalones —dijo ella.

—¿Es bueno ese trabajo en una fábrica de pantalones? —pregunté socarronamente.