Y por si acaso, a Vanzetti se le acusó también de una tentativa de robo de nómina en Bridgewater, Massachusetts. Fue juzgado y declarado convicto. Y así fue como de vendedor de pescado se transformó, como por encanto, en criminal conocido antes de que Sacco y él fuesen juzgados por asesinato.
¿Era culpable Vanzetti de este delito menor? Puede que sí, pero no importaba mucho. ¿Quién dijo que no importaba mucho? El juez que juzgó el caso dijo que no importaba mucho. Este juez era Webster Thayer, licenciado del Darmouth College y descendiente de varias familias ilustres de Nueva Inglaterra. Explicó al jurado: «Este hombre, aunque pueda no haber cometido realmente el crimen que se le imputa, es culpable sin duda desde un punto de vista moral, porque es enemigo de las instituciones vigentes.»
Palabra de honor: esto lo dijo un juez en un tribunal norteamericano. Saqué la cita de un libro que tengo: Labor’s Uníold Story, de Richard O. Boyer y Herbert M. Morais (United Front, San Francisco, 1955).
Y luego, este mismo juez Thayer consiguió juzgar a Sacco y al conocido delincuente Vanzetti por asesinato. Fueron declarados culpables aproximadamente un año después dé su detención: en julio de Milnovecientos Veintiuno, cuando yo tenía ocho años.
Fueron finalmente electrocutados cuando yo tenía quince años. Y si oí comentarios sobre el asunto a alguien de Cleveland, ya lo he olvidado.
El otro día, hablé con un recadero en el ascensor del edificio de la RAMJAC. Era más o menos de mi edad. Le pregunté si se acordaba de la ejecución, cuando él era niño. Dijo que sí, que recordaba haber oído decir a su padre que estaba harto y cansado de que la gente se pasase el día hablando de Sacco y Vanzetti y que se alegraba de que el asunto hubiese acabado de una vez.
Le pregunté qué oficio tenía su padre.
—Director de banco en Montpelier, Vermont —dijo. Era un viejo que llevaba un gabán del Ejército de los Estados Unidos, suministro de guerra.
Al Capone, el famoso gángster de Chicago, opinaba que Sacco y Vanzetti merecían haber sido ejecutados. Él también creía que eran enemigos del modo de pensar norteamericano sobre Norteamérica. Estaba ofendido de lo ingratos que eran con Norteamérica aquellos inmigrantes italianos, como él.
Capone dijo, según Labor’s Untold Story: «El bolchevismo está llamando a nuestra puerta… Debemos mantener apartado al trabajador de la literatura roja y de los rusos rojos.»
Esto me recuerda una historia que escribió el doctor Robert Fender, mi amigo de la prisión. Era un relato sobre un planeta en el que el peor crimen era la ingratitud. Había muchas ejecuciones por ingratitud. Ejecutaban a la gente como solían ejecutarla en Checoslovaquia: les defenestraban. Les arrojaban de ventanas muy altas.
Al héroe del relato de Fender al final le tiraban por una ventana por ingratitud. Sus últimas palabras cuando salió volando de la ventana de un piso treinta, fueron éstas: «¡Un millón de graaaaaacias!»
Pero antes de que Sacco y Vanzetti pudiesen ser ejecutados por ingratitud al estilo Massachusetts, surgió en todo el mundo un gran movimiento de protesta. El vendedor de pescado y el zapatero se habían convertido en celebridades mundiales.
—Jamás en toda nuestra vida —dijo Vanzetti— pudimos imaginar que íbamos a poder hacer una labor en pro de la tolerancia, la justicia, la comprensión entre todos los hombres, como la que hacemos ahora por puro accidente.
Si esto se representase en un Drama de la Pasión moderno, los actores que interpretasen a las autoridades, el Poncio Pilatos, aún tendrían que expresar burla y menosprecio por las opiniones de la chusma. Pero estarían más a favor que en contra de la pena de muerte esta vez.
Y nunca se lavarían las manos.
De hecho, se sentían tan orgullosos de lo que estaban a punto de hacer que pidieron que un comité compuesto de tres de los hombres más sabios, más respetados, más equilibrados e imparciales dentro de las fronteras del estado, dijesen al mundo si iba a hacerse justicia o no.
Ésta fue la única parte de la historia de Sacco y Vanzetti que decidió contar Kenneth Whistler… aquella noche, hace ya tanto tiempo, en que Mary Kathleen y yo estábamos cogidos de la mano mientras él hablaba.
Se explayó burlonamente sobre las relumbrantes credenciales de los tres sabios.
Uno era Robert Grant, un juez retirado, que sabía lo que eran las leyes y cómo debían aplicarse. Presidía el entonces director de Harvard, que seguía siéndolo cuando yo ingresé allí. Imaginaos. Era A. Lawrence Lowell. El otro, que según Whistler «…por lo menos sabía mucho de electricidad», era Samuel W. Stratton, director del Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Durante sus deliberaciones, recibieron miles de telegramas, algunos a favor de las ejecuciones, pero la mayoría en contra. Enviaron telegramas, entre otros, Romain Rolland, George Bernard Shaw, Albert Einstein, ]ohn Galsworthy, Sinclair Lewis y H. Wells.
El triunvirato declaró, al fin, que para ellos era evidente que si se electrocutaba a Sacco y Vanzetti se haría justicia.
He ahí la sabiduría de los seres humanos, hasta de los más sabios.
Y me veo ahora obligado a preguntarme si ha existido alguna vez, o puede existir, la sabiduría. ¿Será tan imposible la sabiduría en este universo concreto como lo es la máquina de movimiento continuo? ¿Quién era el hombre más sabio de la Biblia, en teoría… más sabio incluso, podemos suponer, que el director de Harvard? El rey Salomón, por supuesto. Dos mujeres que reclamaban el mismo hijo se presentaron ante Salomón, pidiéndole que aplicase su legendaria sabiduría a su caso. Él propuso cortar al niño en dos.
Y los hombres más sabios de Massachusetts dijeron que Sacco y Vanzetti debían morir.
Cuando se comunicó su decisión, mi héroe Kenneth Whistler estaba al mando de los piquetes que había ante la sede del gobierno de Massachusetts, en Boston, por cuenta propia. Llovía.
—La naturaleza parecía sumarse a los acontecimientos —dijo, mirándonos directamente a Mary Kathleen y a mí, que estábamos en la primera fila. Se echó a reír.
Mary Kathleen y yo no nos reímos con él. Ni nadie más. Su risa era una risa estremecedora, se reía de lo poco que suele preocuparse la naturaleza por lo que los seres humanos creen que pasa.
Y Whistler siguió con sus piquetes frente al edificio del gobierno durante otros diez días… hasta la misma noche de la ejecución. Entonces, condujo los piquetes por las tortuosas calles y cruzó con ellos el puente hasta Charlestown, donde estaba la prisión. Formaban parte de estos piquetes, entre otros, Edna St. Vincent Millay, John Dos Passos y Haywood Broun.
La Guardia Nacional y la policía les estaban esperando. Había ametralladoras en los muros, con los cañones apuntando al populacho, hacia el pueblo que quería que Poncio Pilatos fuese misericordioso.
Y Kenneth Whistler llevaba consigo un gran paquete. Era una enorme pancarta larga y estrecha, enrollada y atada. La había hecho hacer aquella misma mañana.
Las luces de la prisión empezaron a oscurecerse.
Cuando se hubieron oscurecido nueve veces, Whistler y un amigo se dirigieron a toda prisa al lugar donde debían exponerse los cadáveres de Sacco y Vanzetti. Al Estado ya no le interesaban para nada los cadáveres. Pasaban de nuevo a ser propiedad de amigos y parientes.
Whistler nos explicó que en la sala principal del local se habían instalado dos pares de caballetes, sobre los que se pensaban colocar los ataúdes. Entonces, Whistler y su amigo desenrollaron la pancarta y la clavaron en la pared encima de los caballetes.
En la pancarta estaban escritas las palabras que Webster Thayer, el hombre que había condenado a muerte a Sacco y a Vanzetti le había dicho a un amigo, poco después de haber dictado la sentencia:
¿VISTE LO QUE LES HICE A ESOS CABRONES ANARQUISTAS EL OTRO DÍA?