16

Mary Kathleen O’Looney era, claro, la legendaria señora de Jack Graham, accionista mayoritaria de la RAMJAC Corporation. El tampón y las plumas y el papel de carta los llevaba en los playeros. Aquellos playeros eran sus bóvedas de seguridad. Nadie podía quitárselos sin despertarla.

Más tarde me aseguraría que me había dicho quién era, en realidad, cuando subíamos en el ascensor.

Yo sólo pude contestar: «Mary Kathleen, si te hubiese oído decir eso no se me habría olvidado.»

En realidad, si hubiese sabido quién era, habría tenido mucho sentido para mí lo que me decía de que la gente quería cortarle las manos. Quien consiguiese sus manos, podría ponerlas en salmuera, tirar el resto de su persona, y controlar la RAMJAC Corporation con sus huellas dactilares. No era extraño que tomase tantas precauciones y corriese tanto.

No era raro que no se atreviese a revelar su verdadera identidad en cualquier sitio.

No era raro que no se atreviese a confiar en nadie. En este planeta concreto, donde lo que más importa es el dinero, a la persona más encantadora y buena del mundo podía ocurrírsele de repente la idea de retorcerle el cuello para que sus seres queridos pudiesen vivir desahogadamente. Sería poco trabajo… y fácil de olvidar con el paso del tiempo. El tiempo vuela.

Mary era pequeña y débil. Matarla y cortarle las manos habría sido poco más espantoso que lo que sucede diez mil veces diarias en una granja de pollos mecanizada. La RAMJAC posee Colonel Sanders Kentucky Fried Chicken, por supuesto. Yo he visto esa operación entre bastidores.

Respecto a lo de que no le oí decirme que era la señora de Jack Graham en el ascensor:

Recuerdo que hacia el final de la ascensión me zumbaban los oídos por el súbito cambio de altitud. Subimos a toda prisa unos trescientos cincuenta metros, sin ninguna parada. Además, temporalmente sordo o no, tenía puesto mi piloto automático conversador. No pensaba en lo que ella me decía, ni tampoco en lo que decía yo. Pensaba que estábamos los dos tan lejos y tan fuera de la corriente general de los asuntos humanos que lo único que podíamos hacer era confortarnos recíprocamente emitiendo sonidos animales. Recuerdo que ella dijo entonces que era propietaria del hotel Waldorf-Astoria, y que yo creí no haber oído bien.

—Me alegro —dije.

Así pues, cuando estaba sentado con ella en el banco de la sala de exposición de arpas, ella creía que yo poseía una clave informativa respecto a ella, que en realidad no poseía. Y Delmar Peale, entretanto, había llamado a la policía y había mandado fuera además a Doris Kramm, teóricamente a por café, pero, en realidad, a buscar a un policía.

Casualmente, había un pequeño motín en el parque contiguo a Naciones Unidas, sólo tres manzanas de distancia. Y allí estaban todos los policías disponibles. Jóvenes parados blancos armados con bates de béisbol estaban apaleando a unos tipos a los que creían homosexuales. A uno de ellos le tiraron al río East, y resultó ser el ministro de Economía de Sri Lanka.

Yo coincidiría con algunos de aquellos jóvenes después en la comisaría, y me tomaron también por homosexual. Uno de ellos me enseñó sus partes íntimas y dijo: «Eh, papi… ¿quieres un poco? Ven y cógelo. Jum, jum, jum», y más.

Pero a lo que voy es a que la policía no pudo venir a cogerme hasta casi una hora después. Así que Mary Kathleen y yo tuvimos una larga y agradable charla. Ella allí se sentía segura. Y se sentía segura conmigo. Y así, se atrevió a mostrarse cuerda y razonable.

Fue muy conmovedor. Sólo su cuerpo estaba decrépito. Su voz y el ánimo que había en ella podrían haber pertenecido aún a lo que antes fue, a una dieciochoañera furiosamente optimista.

—Ahora todo irá bien, ya lo verás —me dijo allí en la sala de exposiciones de la American Harp Company—. Algo me decía siempre que sería así. Todo lo que acaba bien es bueno —dijo.

¡Qué sutil inteligencia la suya! ¡Qué inteligencia sutil han tenido las cuatro mujeres a las que he amado! Durante los meses en que viví, más o menos, con Mary Kathleen, leyó todos los libros que yo había leído o fingía haber leído como estudiante de Harvard. Aquellos libros me habían resultado pesados y aburridos, pero para Mary Kathleen fueron un banquete caníbal. Leyó mis libros como un joven caníbal podría comer los corazones de valerosos enemigos. La magia de los libros se haría suya. Una vez me dijo de mi pequeña biblioteca: «Los mejores libros del mundo, explicados por los hombres más sabios del mundo en la mejor Universidad del mundo, a los estudiantes más listos del mundo.»

Paz.

Y comparad, si queréis, a Mary Kathleen con mi esposa Ruth, la Ofelia de los campos de muerte, que creía que hasta los seres humanos más inteligentes son tan estúpidos que explicando lo que piensan sólo pueden empeorar las cosas. Fueron pensadores, después de todo, quienes crearon los campos de muerte. Construir un campo de muerte, con su ferrocarril y todo y sus crematorios de servicio permanente, no era cosa que pudiese hacer un subnormal. Ni tampoco podía explicar un subnormal por qué un campo de muerte era, en último término, humano.

Otra vez: paz.

Así pues, allí estábamos Mary Kathleen y yo… entre todas aquellas arpas. Son instrumentos muy extraños las arpas, ahora que lo pienso, y no se alejan mucho de la idea de civilización de la pobre Ruth, incluso en época de paz: son una especie de combinación imposible de columnas griegas y máquinas voladoras de Leonardo Da Vinci.

Por otra parte, las arpas son autodestructivas. Cuando me vi metido en el negocio de las arpas en la RAMJAC, tuve la esperanza de que la American Harp contara entre sus valores con algunas arpas antiguas y maravillosas que fuesen tan valiosas como los violines Stradivarius y los Amatis. No había ninguna posibilidad de que este sueño se realizara. Las tensiones de un arpa son tan tremendas e implacables que quedan inutilizables a los cincuenta años y su destino ha de ser entonces la basura o el museo.

Descubrí algo fascinante también de las currucas protonotarias. Son las únicas aves limpias en cautiverio. Sería lógico pensar que había que proteger las arpas de las cagaditas de las aves… pues nada de eso. Las currucas depositaban sus cagaditas en tacitas de té que había por allí. En la naturaleza, claro, depositan sus cagaditas en los nidos de otras aves. Eso es lo que creen que son las tacitas de té.

¡Vive y aprenderás!

Pero volvamos a cuando estábamos Mary Kathleen y yo allí entre todas aquellas arpas… con las currucas protonotarias arriba y la policía de camino.

—Cuando murió mi marido, Walter —dijo—, me sentí tan desgraciada y tan perdida, que recurrí al alcohol.

Aquel marido era Jack Graham, el solitario ingeniero que había fundado la RAMJAC Corporation. No había construido aquello partiendo de la nada. Era multimillonario de nacimiento. Por lo que yo sabía, claro, ella podría estar hablando de un fontanero o un camionero o de un profesor universitario o de cualquiera.

Me explicó que había ido a un sanatorio de Louisville, Kentucky, y que la habían sometido a tratamiento con electrochoque. El electrochoque borró todos sus recuerdos de Milnovecientos Treintaicinco a Milnovecientos Cincuentaicinco. Esto explicaba por qué creía que aún podía confiar en mí. Sus recuerdos de la crueldad con que yo la había tratado al abandonarla, y de mi posterior traición a Leland Clewes y demás, habían quedado borrados. Podía creer que yo aún era el fiero idealista que fuera en Milnovecientos Treintaicinco. Había olvidado mi participación en Watergate. Todo el mundo había olvidado ya mi participación en Watergate.

—Tuve que inventarme muchísimos recuerdos —continuó—, sólo para llenar los espacios vacíos. Había habido una guerra, y yo lo sabía, y recordaba lo mucho que tú odiabas el fascismo. Te vi en una playa… boca arriba, de uniforme, con un fusil y con el agua ondulando suavemente a tu alrededor. Tenías los ojos muy abiertos, Walter, porque estabas muerto. Mirabas al sol.

Guardamos silencio un momento. Un pájaro amarillo gorjeó muy arriba, sobre nosotros, y era como si se le partiera el corazón. El canto de la curruca protonotaria es sumamente monótono y soy el primero en admitirlo. No estoy dispuesto a poner en peligro la credibilidad de toda mi historia diciendo que las currucas protonotarias igualan a la orquesta Pops de Boston cuando cantan. Aun así, no hay duda de que son capaces de expresar aflicción… dentro de determinados límites, claro.

—Yo me he visto así también en sueños —dije—. Y he deseado tantísimas veces, Mary Kathleen, que fuese realidad…

—¡No! ¡No! ¡No! —protestó ella—. ¡Gracias a Dios aún estás vivo! Gracias a Dios, aún hay alguien vivo que se preocupa de lo que pasa en este país. Creí que podía ser la última. Llevo años vagando por esta ciudad, Walter, y diciéndome: «Han muerto ya todos los que se preocupaban.» Y ahora has aparecido tú.

—Mary Kathleen —dije—. Deberías saber que acabo de salir de la cárcel.

—¡Claro, por supuesto! —dijo—. Todas las buenas personas van a la cárcel, es lo que pasa siempre. ¡Oh, gracias a Dios que sigues vivo! Cambiaremos este país y luego cambiaremos el mundo. Yo sola no podía, Walter.

—No… supongo que no —dije.

—En realidad, no he hecho más que aferrarme a la vida —dijo ella—. Sólo he sido capaz de sobrevivir. He estado tan sola. No es que necesite mucha ayuda, pero alguna sí.

—Entiendo el problema —dije.

—Aún puedo ver lo suficiente para escribir, si es con letra grande —dijo—. Pero ya no puedo leer los artículos de los periódicos. Me falla la vista…

Me contó que entraba furtivamente en bares y grandes almacenes y en el vestíbulo de los moteles para oír las noticias de la televisión, pero que nunca estaban puestas las noticias. A veces oía un fragmento de noticiario en alguna radio portátil, pero en cuanto empezaban las noticias, el propietario de la radio solía cambiar adonde hubiese música.

Recordé la noticia que había oído por la mañana, la del perro policía que se había comido a un bebé, y le dije que en realidad no se perdía gran cosa.

—¿Cómo puedo hacer planes razonables —dijo ella— si no sé lo que pasa?

—No puedes —dije.

—¿Cómo puede basarse una revolución en Lawrence Welk y Barrio Sésamo y Toda la familia? —dijo. Todos estos programas estaban patrocinados por la RAMJAC.

—Es imposible —dije.

—Necesito información fidedigna —dijo ella.

—Claro, por supuesto —dije—. Todos la necesitamos.

—Y es tal basura todo lo que oyes —dijo—. Encontré esa revista llamada People en un cubo de basura hace poco —dijo—. Pero no trata de la gente, como dice el título. Es un montón de basura y disparates.

Todo esto me parecía patético: el que una señora de las de bolsas de plástico pretendiese planear sus recorridos por la ciudad y sus siestas entre los cubos de basura basándose en publicaciones y noticiarios de radio y televisión que le indicasen lo que realmente estaba pasando.

También a ella le parecía patético.

—Jackie Onassis y Frank Sinatra y el Monstruo de las Galletas y Archie Bunker hacen sus jugadas —dijo— y luego yo estudio lo que han hecho ellos y así veo lo que sería mejor que hiciera Mary Kathleen O’Looney. Pero ahora te tengo a ti —añadió—. Tú puedes ser mis ojos… ¡y mi cerebro!

—Tus ojos, puede —dije yo—. Pero últimamente no me he distinguido en el departamento cerebral.

—Oh… ojalá estuviese vivo también Kenneth Whistler —dijo ella.

Igual podría haber dicho: «¡Ah! si el Pato Donald estuviese vivo también.» Kenneth Whistler fue un dirigente obrero, ídolo mío en los viejos tiempos… pero ya no sentía nada por él, hacía años que no pensaba en él.

—Qué trío formaríamos —continuó ella—. ¡Tú y yo y Kenneth Whistler!

Supongo que para entonces también Whistler habría sido un vagabundo, de no haber muerto en un desastre minero en Kentucky en Milnovecientos Cuarentaiuno. Había insistido en ser obrero además de dirigente obrero, y los funcionarios sindicales de hoy le habrían parecido intolerables con sus manilas suaves y rosadas. Yo le había dado la mano. Y su palma era como la espalda de un cocodrilo. Tenía tanto polvillo de carbón metido en las arrugas de la cara que parecían tatuajes negros. Y qué curioso, también era un hombre de Harvard… del curso de Milnovecientos Veintiuno.

—Bueno —dijo Mary Kathleen—, al menos aún quedamos nosotros… y ahora podemos empezar a hacer nuestra jugada.

—Yo siempre estoy abierto a nuevas ideas —dije.

—O quizás no merezca la pena —dijo ella.

Hablaba de librar al pueblo de los Estados Unidos de su sistema económico, pero yo creía que hablaba de la vida en general. Así que, refiriéndome a la vida en general, dije que probablemente valiese la pena, pero que quizás se prolongase demasiado. Mi vida, por ejemplo, habría sido una obra maestra si hubiera muerto en una playa con una bala fascista en el entrecejo.

—Puede que la gente ya no sea buena —dijo ella—. A mí me parece mezquina y mala. Ya no es como era en la Depresión. Ya no veo que las personas se porten bien unas con otras. A mí ni siquiera me hablan.

Me preguntó luego si yo había visto algún acto de bondad. Reflexioné y me di cuenta de que prácticamente no había encontrado más que amabilidad y bondad desde que había salido de la cárcel. Y se lo dije.

—Entonces es mi aspecto —dijo. De esto no había duda. La fealdad reprobatoria que puede soportar la mayoría de la gente tiene un límite, y Mary Kathleen y todas sus hermanas vagabundas habían sobrepasado ese límite.

Estaba ansiosa por conocer actos individuales de bondad hacia mí, para confirmar que los norteamericanos aún podían tener buen corazón. Así que me produjo gran satisfacción contarle mis primeras veinticuatro horas como hombre libre, empezando por la amabilidad que había mostrado hacia mí Clyde Carter, el guardián, y la del doctor Robert Fender, el encargado de suministros y escritor de ciencia ficción. Y después, claro, lo del viaje en limusina con Cleveland Lawes.

Mary Kathleen se asombró mucho del comportamiento de estas personas, repitió sus nombres para cerciorarse de que los había captado bien.

—¡Son santos! ¡Así que aún quedan santos por ahí!

Animado con esto, me extendí sobre la actitud hospitalaria del doctor Israel Edel, el encargado nocturno del Arapahoe, y luego le hablé de los empleados de la cafetería del Hotel Royalton por la mañana. No pude darle el nombre del propietario, sólo el detalle físico que le distinguía del populacho.

—Tenía una mano frita —dije.

—El santo de la mano frita —dijo muy admirada.

—Sí —dije yo—. Y tú misma viste a un hombre que yo creí que era el peor enemigo que tenía en el mundo. Me refiero a aquel hombre alto de ojos claros, el de la cartera de muestras. Tú misma le oíste decir que me perdonaba por todo lo que le había hecho, y que tenía que cenar con él un día de estos.

—Dime otra vez su nombre —dijo ella.

—Leland Clewes —dije yo.

—San Leland Clewes —dijo, reverente—. ¿Ves cuánto me has ayudado ya? Nunca podría haber localizado a toda esa gente buena yo sola.

Luego, realizó un pequeño milagro nemotécnico, repitiendo todos los nombres en orden cronológico:

—Clyde Carter, doctor Robert Fender, Cleveland Lawes, Israel Edel, el hombre de la mano frita, y Leland Clewes.

Mary Kathleen se quitó un zapato. No era el que contenía el tampón y las plumas, y el papel, y su testamento, y todo lo demás. El zapato que se quitó estaba lleno de recuerdos. Eran hipócritas cartas de amor mías, como ya he dicho. Pero ella tenía el deseo concreto de que yo viese una foto de lo que ella llamaba… «mis dos hombres favoritos».

En la fotografía aparecía mi antiguo ídolo, Kenneth Whistler, el dirigente obrero educado en Harvard, estrechando la mano a un universitario bajo con cara de tonto. El chico era yo. Tenía las orejas como una copa de la amistad.

Y fue entonces cuando la policía llegó por fin a buscarme.

—Ya te salvaré yo, Walter —dijo Mary Kathleen—. Y luego, entre los dos, salvaremos al mundo.

Yo, francamente, sentí cierto alivio al pensar que me apartaban de ella. Intenté mostrarme afligido por la separación.

—Cuídate, Mary Kathleen —dije—. Parece ser que hemos de despedirnos.