Mi nariz, gracias a Dios, había dejado de funcionar por entonces. Las narices suelen ser así de misericordiosas. Ellas te informan de que una cosa huele horriblemente. Si de todos modos sigues junto a ella, la nariz llega a la conclusión de que el olor no debe ser tan malo en realidad. Y entonces se bloquea, acatando una sabiduría superior. Por eso podemos comer queso de Limburger… o abrazar a la hedionda ruina de una antigua novia en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y dos.
Por un momento, pareció como si Mary Kathleen se hubiera muerto en mis brazos. Para ser del todo sincero, he de decir que no me hubiese importado gran cosa. ¿A dónde podía llevármela yo, en realidad? ¿Qué podía ser mejor para ella que recibir el abrazo de un hombre que la había conocido cuando era joven y hermosa e irse inmediatamente al cielo?
Habría sido maravilloso. Pero yo nunca habría llegado a convertirme en vicepresidente ejecutivo de la sucursal Down Home Records de la RAMJAC Corporation. Quizás en este momento estuviese durmiendo una mona en el Bowery, mientras un monstruo juvenil me empapaba en gasolina y me prendía fuego con su encendedor Cricket.
Mary Kathleen habló entonces con mucha suavidad.
—Dios te ha enviado a mí, sin duda —dijo.
—Vamos, vamos —dije. Seguía abrazándola.
—Ya no hay nadie en quien poder confiar —dijo ella.
—Bueno, bueno —dije yo.
—Todos andan detrás de mí —dijo ella—. Quieren cortarme las manos.
—Vamos, vamos —dije yo.
—Creí que habías muerto —dijo.
—No, no.
—Creí que todos estaban muertos, salvo yo.
—Vamos, vamos —dije.
—Aún creo en la revolución, Walter —dijo.
—Me alegro,
—Todos los demás perdieron el valor —dijo—. Yo nunca lo perdí.
—Te felicito —dije.
—Nunca dejé de trabajar por la revolución —dijo.
—Estoy seguro de ello —dije yo.
—Te sorprenderías si supieses —dijo.
—Llévela a darse un baño caliente —dijo uno de los mirones.
—Dele algo de comer —dijo otro.
—La revolución es inminente, Walter… va a llegar antes de lo que tú te imaginas —dijo Mary Kathleen.
—Tengo una habitación en un hotel donde podrás descansar un rato —dije—. Tengo un poco de dinero, no mucho, pero algo.
—Dinero —dijo ella, y se echó a reír. Su actitud despectiva y jocosa hacia el dinero no había cambiado. Era exactamente la misma que cuarenta años atrás.
—¿Quieres que vayamos? —dije—. Queda cerca de aquí.
—Conozco un sitio mejor —dijo ella.
—Dele vitaminas —dijo otro mirón.
—Sígueme, Walter —dijo Mary Kathleen. De nuevo se estaba haciendo fuerte. Fue ella quien se separó ya de mí, y no al revés. Su voz volvía a ser ronca y estridente. Recogí tres de sus bolsas y ella cogió las otras tres. Nuestro destino final resultaría ser la mismísima cúspide del Edificio Chrysler, la tranquila sala de exposiciones de la American Harp Company, que quedaba allá arriba. Pero primero tuvimos que conseguir que la gente nos dejase pasar, para lo cual ella empezó a llamarles, mientras les apartaba, «gordos capitalistas» y «plutócratas engreídos» y «sanguijuelas» y todo eso de nuevo.
Su medio de locomoción en sus playeros gargantuescos era éste: apenas los alzaba del suelo, empujando uno y luego otro hacia adelante, como si fuese esquiando campo a través, mientras la parte superior de su cuerpo y las bolsas de plástico oscilaban disparatadamente de lado a lado. Pero aquella vieja oscilante era capaz de correr como el viento… yo jadeaba intentando seguirle el paso, una vez que nos libramos de los espectadores. Desde luego éramos el blanco de todas las miradas. Era la primera vez que la gente veía una señora de las de bolsas de plástico con un ayudante.
Cuando llegamos a la gran Estación Central, Mary Kathleen dijo que teníamos que cerciorarnos de que no nos veían. Me hizo subir y bajar por escaleras automáticas, rampas y escaleras normales, mirando de reojo continuamente para ver si localizábamos algún perseguidor. Cruzamos tres veces el Bar Oyster. Por fin me condujo hasta una puerta metálica que quedaba al final de un pasillo escasamente iluminado. Estábamos completamente solos, no había duda. Nos latía fuerte el corazón.
Una vez que recuperamos el aliento, me dijo:
—Voy a enseñarte algo de lo que no debes hablar a nadie.
—Lo prometo —dije.
—Éste es nuestro secreto —dijo ella.
—Sí —dije.
Suponía yo que habíamos llegado al final, que no se podía bajar más en la estación. ¡Cuan equivocado estaba! Mary Kathleen abrió la puerta metálica que daba a una escalera metálica que bajaba y bajaba y bajaba. Y abajo había un mundo secreto tan enorme como las Cavernas de Carlsbad. Ya no se utilizaba para nada. Podría haber sido un refugio de dinosaurios. En realidad, había sido un taller de reparaciones de otra familia de monstruos extintos: locomotoras de vapor.
Y allá fuimos, escaleras abajo.
Dios mío… ¡qué maquinaria majestuosa debió haber allá abajo en otros tiempos! ¡Qué artesanos admirables debieron trabajar allí! Supongo que por imposición de las leyes contra incendios, había bombillas encendidas cada poco. Y había platitos con veneno para las ratas también. Pero no había ningún otro signo de que hubiera estado nadie allí en años.
—Éste es mi hogar, Walter —dijo ella.
—¿Tú qué? —pregunté.
—No querrías que durmiese al aire libre, ¿verdad? —dijo.
—No.
—Entonces, alégrate de que tenga un hogar tan lindo y tan íntimo.
—Me alegro, me alegro —dije.
—No sólo hablaste conmigo… me abrazaste —dijo—. Por eso me di cuenta de que podía confiar en ti.
—Vaya —dije.
—Tú no andas detrás de mis manos —dijo ella.
—No —dije yo.
—¿Sabes que hay millones de pobrecitos ahí en la calle que andan buscando que alguien les deje usar un retrete? —dijo.
—Supongo que sí —dije yo.
—Mira esto —dijo. Me condujo a una cámara en la que había hileras e hileras de retretes.
—Es bueno saber que están aquí —dije.
—¿No se lo dirás a nadie? —dijo ella.
—No —dije yo.
—Estoy poniendo mi vida en tus manos al contarte secretos como éste —dijo.
—Me siento muy honrado —dije yo.
Y luego subimos de nuevo las escaleras y salimos de las catacumbas. Me guió por un túnel bajo la Avenida Lexington y luego subimos unas escaleras que daban al vestíbulo del Edificio Chrysler. Cruzó esquiando hasta un ascensor que esperaba; yo la seguía, trotando. Un vigilante nos gritó, pero conseguimos entrar en el ascensor antes de que pudiera pararnos. Las puertas de éste se cerraron ante su cara furiosa cuando Mary Kathleen apretó el botón de la última planta.
Teníamos el ascensor para nosotros solos y volábamos hacia las alturas. En un periquete, se abrieron las puertas a un lugar de paz y belleza ultraterrena en el interior del remate de acero inoxidable que coronaba el edificio. Me había preguntado muchas veces qué habría allá arriba. Ahora ya lo sabía. El remate terminaba a unos veinte metros por encima de nosotros. Mirando hacia arriba, vi sobrecogido que entre nosotros y la cúspide no había nada más que un enrejado de jácenas y aire, aire y aire.
«¡Qué glorioso desperdicio de espacio!» pensé. Pero luego percibí que en realidad había habitantes. Miles de pajarillos de un color amarillo claro posados en las jácenas, o volando raudos entre los prismas de luz que formaban las extrañas ventanas, los grandes triángulos de cristal del remate que coronaba el edificio.
La gran planta en cuyo borde estábamos se hallaba alfombrada en tono verde yerba. Había una fuente chapoteando en el centro. Por todas partes había bancos de jardín y estatuas, y también había arpas.
Como ya he dicho, aquello era la sala de exposiciones de la American Harp Company, que había pasado hacía poco a ser subsidiaria de la RAMJAC Corporation. La empresa llevaba ocupando aquel espacio desde la inauguración del edificio en Milnovecientos Treintaiuno. Todos los pájaros que veía yo, que eran currucas protonotarias, descendían de una sola pareja que habían soltado allí entonces.
Junto al ascensor había un mirador Victoriano con las mesas del vendedor y de su secretario. Y había allí una mujer gimiendo. ¡Menuda mañana de lágrimas! ¡Menudo libro de lágrimas éste!
De pronto, salió trotando del mirador el hombre más viejo que yo había visto en mi vida. Llevaba una chaqueta de frac y pantalones de rayas y botines. Era el único vendedor, y lo era desde Milnovecientos Treintaiuno. Era el hombre que había liberado de la cálida jaula de sus manos en aquel espacio encantado a la primera pareja de currucas protonotarias. ¡Tenía noventa y dos años! Se parecía a John D. Rockefeller al final de sus días; parecía una momia. La única humedad que parecía conservar era un rocío desvaído sobre la superficie de sus ojos. Pero no era un ser totalmente desvalido. Era presidente de un club de tiro que disparaba contra blancos de forma humana los fines de semana y tenía una Luger cargada del tamaño de un doberman en el cajón del escritorio. Llevaba bastante tiempo deseando que intentaran robarle.
—Ah… ¿eres tú? —le dijo a Mary Kathleen, que le contestó que sí, que era ella.
Estaba acostumbrada a ir allí casi todos los días y estar sentada varias horas. El acuerdo era que si aparecía algún cliente ella debía desaparecer con sus bolsas. Había aún otro acuerdo que Mary Kathleen había violado en esta ocasión.
—Creí que te había dicho —le dijo el viejo— que no debías traer nunca a nadie contigo, que ni siquiera debías decirle a nadie lo bien que se está aquí.
Como yo llevaba tres bolsas de plástico, él pensó que era otro vagabundo, un hombre de bolsas de plástico.
—No es un vagabundo —dijo Mary Kathleen—. Es un hombre de Harvard.
De principio, no se lo creyó.
—Ya —dijo, y me miró de arriba abajo.
Él, por su parte, no había terminado siquiera la escuela primaria, en realidad. Cuando él era pequeño, no había leyes que prohibiesen el trabajo infantil, y había entrado a trabajar en la fábrica que tenía en Chicago la American Harp Company cuando contaba diez años de edad.
—Tengo entendido que la gente de Harvard tiene algo especial, que siempre puedes distinguirles —dijo—. Pero yo a éste no le veo nada especial.
—Yo nunca he creído que hubiese nada especial en los hombres de Harvard —dije.
—Pues ya somos dos —dijo él. Se comportaba de un modo bastante desagradable y era evidente que quería que me fuese de allí.
—Esto no es el Ejército de Salvación —dijo.
Aquel hombre había nacido durante la Presidencia de Groover Cleveland. ¡Imaginaos! Le dijo a Mary Kathleen:
—Vaya… me has decepcionado trayendo a otra persona contigo. Supongo que mañana serán tres y pasado mañana veinte… la caridad cristiana tiene sus límites, ¿comprendes?
Yo cometí entonces un error que me haría acabar en El Calabozo antes del mediodía en el que había sido mi primer día completo de libertad.
—En realidad —dije—, estoy aquí por motivos comerciales.
—¿Quiere usted comprar un arpa? —dijo—. Valen de siete mil dólares para arriba, ¿sabe? ¿No cree que sería mejor que se comprase una chicharra?
—Yo esperaba que usted pudiese indicarme —dije— dónde puedo comprar piezas de clarinete… no clarinetes completos sino sólo piezas.
Esto no lo decía en serio. Estaba extrapolando una fantasía mercantil del contenido del cajón inferior del armario de mi habitación del Hotel Arapahoe. El viejo quedó secretamente paralizado. Clavada con una chincheta al tablero del mirador, había una circular que le aconsejaba llamar a la policía si alguien mostraba interés en comprar o vender piezas de clarinete. Como él mismo me confesaría más tarde, aquella circular llevaba allí varios meses: «como un billete de lotería comprado en un momento de locura». Nunca había pensado en la posibilidad de ganar. Se llamaba Delmar Peale.
Delmar fue después lo bastante amable para regalarme la circular, que yo colgué en la pared de mi despacho de la RAMJAC. Por otra parte, me convertí en superior suyo dentro de la familia de la RAMJAC, ya que la American Harp era una subsidiaria de mi departamento.
Pero la primera vez que nos conocimos no era superior suyo, desde luego. Se dedicó a jugar conmigo al ratón y al gato.
—¿Muchas piezas de clarinete o unas cuántas? —preguntó astutamente.
—Muy pocas, en realidad —dije—. Creo que usted mismo no trabaja con clarinetes…
—De todos modos, ha venido usted al sitio ideal —se apresuró a decirme—. Conozco a todos los que trabajan en el ramo. Si usted y Madame X tienen la bondad de ponerse cómodos, haré muy gustosamente unas llamadas telefónicas.
—Es usted muy amable —dije.
—En absoluto —dijo él.
«Madame X» era el único nombre que tenía él para designar a Mary Kathleen. Así le había dicho ella que se llamaba. Mary había irrumpido un día allí, intentando escapar de gente que creía que la iba siguiendo. A él le preocupaban mucho las señoras de las bolsas de plástico, y era un cristiano practicante, así que le había dejado quedarse.
Entretanto, los gemidos que llegaban del mirador se habían aplacado un poco.
Delmar nos condujo hasta un banco que quedaba lejos del mirador, para que no pudiéramos oírle llamar a la policía. Nos hizo sentarnos.
—¿Están cómodos? —dijo.
—Sí, gracias —dije. Se frotó las manos.
—¿Qué tal un poco de café? —dijo.
—Me pone demasiado nerviosa —dijo Mary Kathleen.
—Con leche y azúcar, si no es demasiada molestia —dije.
—No es ninguna molestia —dijo él.
—¿Qué le pasa a Doris? —dijo Mary Kathleen.
Doris era la secretaria que estaba llorando en el mirador. Se llamaba Doris Kramm. Tenía ochenta y siete años.
La revista People, a sugerencia mía, hizo hace poco un reportaje sobre Delmar y Doris, considerándoles casi seguro el equipo jefe-secretaria más viejo del mundo, y quizás de toda la historia. Era un bonito artículo. Había una fotografía en la que aparecía Delmar con su Luger, y se mencionaba su comentario de que cualquiera que intentase robar en la American Harp Company «…se enfrentaría con un robo frustrado».
Delmar contó a Mary Kathleen que Doris lloraba porque había tenido dos disgustos muy graves en rápida sucesión. Le habían notificado la noche anterior que tenía que jubilarse de inmediato, debido a que la RAMJAC había absorbido a la American Harp Company. La edad de retiro para todos los empleados de la RAMJAC, en todas sus empresas, salvo el personal supervisor, era de sesenta y cinco años. Y luego, aquella misma mañana, cuando estaba limpiando y ordenando su mesa, recibió un telegrama en el que le decían que su sobrina biznieta había muerto en un accidente de coche después de un baile de fin de curso del instituto en Sarasota, Florida. Doris no tenía descendientes directos, explicó Delmar, por lo que los parientes colaterales significaban muchísimo para ella.
Digamos, por otra parte, que Delmar y Doris casi no trabajaban allá arriba, y que siguen sin trabajar apenas. Yo me sentí muy orgulloso, cuando me convertí en ejecutivo de la RAMJAC, de que las arpas de la American Harp Company fuesen las mejores del mundo. En principio, lo lógico sería pensar que las mejores arpas son las de Italia o de Japón, o de Alemania Occidental, ya que la artesanía norteamericana está prácticamente extinta. Pero no: hasta los músicos de esos países, e incluso los de la Unión Soviética, están de acuerdo en que las arpas de la American Harp Company son las mejores de todas. Pero el mercado no es grande ni puede serlo nunca, salvo quizás en el cielo. En consecuencia, los beneficios resultaban ridículos. Tan ridículos que hace poco inicié una investigación para enterarme de por qué había adquirido la RAMJAC la American Harp. Me enteré de que había sido para conseguir hacerse con el increíble alquiler de la última planta del edificio Chrysler. ¡El alquiler cubre hasta el año Dosmil Treintaiuno con una renta de doscientos dólares mensuales! Arpad Leen quería convertir el local en restaurante.
El que la empresa poseyera también una fábrica en Chicago con sesenta y cinco empleados era un simple detalle. Si no se podía lograr una tasa sustancial de beneficios en el plazo de uno o dos años, la RAMJAC la cerraría.
Paz.