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—Yo fui su encargada de distribución —dijo Mary Kathleen a Leland Clewes a voces—. ¿Verdad que era una buena encargada de distribución, Walter?

—Sí… Claro que lo eras —dije.

Nos conocimos así: ella se presentó en la pequeña oficina de The Bay State Progressive en Cambridge, al principio de mi último curso, diciendo que haría absolutamente cualquier cosa que le mandase siempre que con ello mejorara la situación de la clase obrera. La nombré encargada de ventas, le encomendé la tarea de llevar el periódico a las puertas de las fábricas y a las colas de necesitados, etc. Entonces era una cosita flacucha, pero muy entera y alegre y muy ostentosa debido a su melena pelirroja. Odiaba mucho el capitalismo porque su madre fue una de las que murieron envenenadas por radio después de trabajar para la Wyatt Clock Company. Su padre había quedado ciego por beber alcohol metílico siendo vigilante nocturno de una fábrica de betún.

En fin, lo que quedaba de Mary Kathleen inclinó la cabeza, correspondiendo modestamente a mi confirmación de que había sido una buena encargada de distribución, y nos mostró su coronilla a Leland Clewes y a mí: tenía una calva del tamaño de un dólar de plata. La tonsura que la orlaba era rala y blancuzca.

Leland Clewes me diría más tarde que estuvo a punto de desmayarse. Era la primera vez que le veía una calva así a una mujer.

No pudo soportarlo. Cerró los ojos azules y se volvió.

Cuando volvió a mirarme virilmente, evitó mirar directamente a Mary Kathleen, como el mitológico Perseo había evitado mirar a la cara a la Gorgona.

—Tenemos que vernos pronto —dijo.

—Sí —dije yo.

—Pronto tendrás noticias mías —dijo.

—Eso espero —dije.

—Tengo prisa —dijo.

—Comprendo —dije.

—Cuídate —dijo.

—Lo haré —dije.

Y se fue.

Las bolsas de plástico de Mary Kathleen aún descansaban alrededor de mis piernas. Yo estaba tan inmovilizado y resultaba tan llamativo como Santa Juana de Arco en el poste de la hoguera. Mary Kathleen aún me tenía cogido por la muñeca y no bajaba la voz.

—Ahora que te he encontrado, Walter —gritaba— ¡no volveré a dejarte marchar!

En ninguna parte del mundo se representaban ya obras como aquélla. Por si puede ser útil para los empresarios modernos: Puedo atestiguar por experiencia personal que el melodrama aún puede atraer a grandes multitudes, siempre que la protagonista hable a voces y muy claro.

—Siempre me decías que me querías muchísimo, Walter —gritaba—. Pero luego te fuiste y nunca volví a tener noticias tuyas. ¿Sólo querías engañarme?

Puede que yo emitiese algún sonido de respuesta. «Ejem», quizás, o «sss».

—Mírame a los ojos, Walter —dijo ella.

Desde un punto de vista sociológico, este melodrama era, sin duda, tan fascinante como La cabaña del Tío Tom antes de la guerra de secesión. Mary Kathleen O’Looney no era la única señora de las de bolsas de plástico de los Estados Unidos de Norteamérica. Había miles y miles en las grandes ciudades de todo el país. Andrajosos regimientos que había producido accidentalmente, y sin ningún objetivo visible, la gran maquinaria de la economía. Otro sector de la máquina estaba lanzando asesinos recalcitrantes de diez años y drogadictos y torturaniños y otras muchas cosas malas. La gente afirmaba estar investigando. En un futuro próximo había que hacer ciertas reparaciones no especificadas.

Entretanto, la gente de buen corazón sentía repugnancia por todos estos trágicos subproductos de la economía, lo mismo que había sentido repugnancia por la esclavitud de los seres humanos poco más de cien años atrás. Mary Kathleen y yo éramos un milagro por el que nuestro público debía haber rezado una y otra vez: la salvación de una de las señoras de bolsas de plástico, al menos, por un hombre que la conocía bien.

Había gente llorando. Hasta yo mismo estaba casi a punto de llorar.

—Abrácela —dijo una mujer.

Lo hice.

Y me vi, de pronto, abrazando un manojo de ramitas secas envueltas en puros andrajos. Y entonces fue cuando yo también rompí a llorar. Y era la primera vez que lloraba desde que había encontrado muerta a mi esposa en la cama una mañana… allá en mi chalecito de Chevy Chase, Maryland.