Yo estaba a punto de decirle grave, prudente, pero sinceramente:
«¿Cómo estás, Leland? Me alegro de volver a verte», pero nunca llegué a decirlo. La señora de las bolsas de plástico, que tenía una voz chillona y penetrante, gritó:
—¡Oh, Dios mío! ¡Walter F. Starbuck! ¿Eres tú realmente?
No intento siquiera reproducir su acento en letra impresa.
Pensé que estaba loca. Pensé que habría repetido como un loro cualquier nombre que Clewes hubiese decidido adjudicarme. Si él me hubiese dicho «Bumppious Q. Bangwhistle», estaba seguro de que habría gritado «¡Oh, Dios mío! ¡Bumppious Q. Bangwhistle! ¿Eres tú realmente?»
Luego empezó a posar las bolsas de plástico apoyándolas en mis piernas, como si yo fuese una boca de riego oportuna. Tenía como seis bolsas, que yo más tarde examinaría con calma. Eran de las tiendas más caras de la ciudad: Henry Bendel, Tiffanys, Sloane’s, Bergdorf Goodman, Bloomingdale’s, Abercrombie & Fitch. Todas salvo la de Abercrombie & Fitch, por otra parte, que pronto entraría en quiebra, eran subsidiarias de la RAMJAC Corporation. En las bolsas llevaba andrajos, recogidos de cubos de basura. Sus posesiones más valiosas las llevaba en los playeros.
Intenté ignorarla. Aunque me inmovilizó con las bolsas, seguí mirando a Leland Clewes a la cara.
—Tienes muy buen aspecto —le dije.
—Me encuentro muy bien —dijo—. Y Sarah también está muy bien. Supongo que te alegrará saberlo.
—Claro que me alegra —dije—. Es una chica estupenda.
Sarah ya no era una chica, claro.
Clewes me explicó entonces que aún trabajaba algo de enfermera, aunque no jornada completa.
—Me alegro —dije.
Ante mi horror, sentí como si un vampiro repugnante se hubiese descolgado de los aleros de un edificio y hubiese aterrizado en mi muñeca. La señora de las bolsas de plástico me había agarrado con su sucia manecita.
—¿Es tu mujer? —dijo él.
—¿Mi qué? —dije yo.
Pensaba que me había hundido tanto que aquella espantosa vieja y yo formábamos pareja.
—¡Es la primera vez que la veo! —dije.
—¡Oh, Walter, Walter, Walter, Walter! —chilló ella—. ¿Cómo puedes decir una cosa así?
Le aparté la mano; pero en cuanto volví mi atención a Clewes, volvió a agarrarme la muñeca.
—Haz como si no existiera —dije—. Es un disparate. No tiene ninguna relación conmigo. No quiero que estropee este momento, que significa mucho para mí.
—Oh, Walter, Walter, Walter —dijo ella—. ¿Qué ha sido de ti? Tú no eres el Walter F. Starbuck que yo conocí.
—Desde luego —dije—. Porque tú no conociste jamás a ningún Walter F. Starbuck, y en cambio este hombre sí. Y dije a Clewes:
—Supongo que sabes que he pasado yo también una temporada en la cárcel.
—Sí —dijo él—. Sarah y yo lo sentimos muchísimo.
—Salí ayer por la mañana —dije.
—Te quedan días difíciles por delante —dijo él—. ¿Tienes a alguien que se cuide de ti?
—Yo me cuidaré de ti, Walter —dijo la señora de las bolsas de plástico.
Y se acercó más a mí para decirlo fervorosamente, y casi me mareo de su hedor y su horroroso aliento. Su aliento no sólo estaba cargado del hedor de dientes podridos sino, como apreciaría más tarde, de gotitas minúsculas de aceite de cacahuete. Llevaba años comiendo sólo manteca de cacahuete.
—¡De quién vas a cuidarte tú! —le dije.
—Oh… te sorprenderías de todo lo que podría hacer yo por ti —dijo ella.
—Leland —dije—, lo único que quiero decirte es que ahora sé lo que es la cárcel y, maldita sea, lo que más lamento de toda mi vida es el haber influido en que te mandasen a ti a la cárcel.
—Bueno —dijo él—. Sarah y yo hemos hablado muchas veces de lo que más nos gustaría decirte.
—Sí, claro —dije yo.
—Y es esto —dijo—: «Muchísimas gracias, Walter. El que yo fuese a la cárcel fue lo mejor que pudo pasarnos a Sarah y a mí.» No hablo en broma. Palabra de honor. Es verdad.
Me quedé perplejo.
—¿Cómo es posible? —dije.
—Porque la vida es, en principio, una prueba —dijo—. Si mi vida hubiese seguido como iba, habría llegado al cielo sin haberme enfrentado jamás a un problema que no fuese facilísimo de resolver. San Pedro no habría tenido más remedio que decirme: «Hijo mío, tú no has vivido. ¿Quién puede decir lo que eres?»
—Comprendo —dije.
—Sarah y yo no sólo estamos enamorados —dijo—, sino que nuestro amor ha resistido las pruebas más duras.
—Eso me parece muy hermoso —dije.
—Nos gustaría que pudieses comprobarlo —dijo—. ¿Podrías venir a cenar alguna vez?
—Sí… supongo —dije.
—¿Dónde te alojas? —dijo él.
—En el Hotel Arapahoe —dije.
—Creí que lo habían derribado hace años —dijo.
—No —dije.
—Tendrás noticias nuestras —dijo.
—Eso espero —dije.
—Como verás —dijo—, no tenemos nada en cuanto a riqueza material. Pero nada necesitamos en cuanto a riqueza material.
—Eso me parece muy inteligente —dije.
—Pero te diré algo —dijo—: La comida es buena, como puede que recuerdes, Sarah es una maravillosa cocinera.
—Claro que lo recuerdo —dije. Y entonces, la señora de las bolsas de plástico ofreció la primera prueba de que realmente sabía muchísimo de mí.
—Estáis hablando de Sarah Wyatt, ¿verdad? —dijo.
Hubo un silencio entre nosotros, aunque el estruendo de la metrópolis no cesaba. Ni Clewes ni yo habíamos mencionado el apellido de soltera de Sarah.
Conseguí preguntarle al fin, aturdido por imprecisos recelos:
—¿Cómo sabes su nombre?
Entonces ella adoptó una actitud taimada y coqueta:
—¿Crees que no sé que me la pegabas con ella todo el tiempo? —dijo.
Con esta información, ya no tenía que pensar quién era. Había estado acostándome con ella durante mi último año en Harvard, mientras aún acompañaba a la virginal Sarah Wyatt a fiestas y conciertos y espectáculos deportivos.
Era una de las cuatro mujeres a las que había querido. La primera con la que había tenido algo parecido a una experiencia sexual adulta.
¡Aquello eran los restos de Mary Kathleen O’Looney!