12

A las seis en punto de la mañana siguiente, que era la hora de levantarse en la prisión, salí a una ciudad aturdida de su propia inocencia. Nadie hacía mal a nadie en ningún sitio. Hasta resultaba difícil imaginar la maldad. ¿Por qué iba a ser malo alguien?

Parecía dudoso que viviesen allí ya muchas personas. Los pocos que deambulábamos por la calle podríamos haber sido turistas de Angkor Wat, que se preguntasen dulcemente qué religión y qué comercio habrían movido a las gentes a construir una ciudad como aquélla. ¿Y qué habría hecho decidirse a emprender la marcha de nuevo a toda aquella gente, que se había sentido, evidentemente, tan estimulada durante un tiempo?

Tendría que reinventarse el comercio. Le ofrecí al vendedor de periódicos dos monedas de diez centavos, dos pedacitos de papel de plata tan ingrávidos como pelusa, por un ejemplar del New York Times. Si se hubiese negado a dármelo, lo hubiese entendido perfectamente.

Pero me dio un Times y luego me miró detenidamente, preguntándose, sin duda, qué me propondría hacer yo con todo aquel papel salpicado de tinta.

Ocho mil años antes, yo podría haber sido un marinero fenicio cuyo barco hubiese encallado en la arena en Normandía» y que ofreciese a un hombre pintado de azul dos puntas de lanza de Bronce por el sombrero de piel que éste llevase. «¿Quién será este loco?» pensaría él. «¿Quién será este loco?» pensaría yo.

Se me ocurrió una idea extraña: la de llamar al ministro de Economía, Kermit Winkler, un hombre que se había graduado en Harvard dos cursos después que yo, y decirle: «Acabo de probar dos de tus monedas de diez centavos en Times Square, y funcionan de maravilla. ¡Me parece otro éxito de la técnica monetaria!»

Luego me encontré con un policía de cara de bebé. Estaba tan inseguro como yo de su papel en la ciudad. Me miró bovinamente, como si fuese muchísimo más probable que el policía fuera yo y él el viejo vagabundo. ¿Quién podía estar seguro de nada tan temprano?

Miré mi imagen en la fachada de mármol negro de una tienda de discos cerrada. Poco imaginaba yo que pronto sería un magnate de la industria discográfica, con discos de oro y platino de cacofonía subnormal en la pared de mi oficina.

Había algo raro en la posición de mis brazos en aquella imagen reflejada. Intenté determinar qué era. Daba la sensación de que llevara en brazos a un bebé. Y luego me di cuenta de que esto estaba de acuerdo con mi humor, que yo llevaba realmente como si fuese un niño el pequeño futuro que creía tener. Le mostré a aquel bebé las cimas de los rascacielos, del Empire State y del Edificio Chrysler, los leones de la entrada de la Biblioteca Pública. Crucé con él una entrada de la gran Estación Central donde, si nos cansábamos de la ciudad podíamos comprar un billete prácticamente para cualquier sitio.

Poco imaginaba yo que muy pronto estaría corriendo por las catacumbas debajo de la estación, y que descubriría el objetivo secreto de la RAMJAC Corporation allí abajo.

El bebé y yo volvimos a enfilar de nuevo hacia el oeste. Si hubiéramos seguido hacia el este, pronto hubiéramos llegado a Ciudad Tudor, donde vivía mi hijo. No queríamos verle. Sí, paramos delante del escaparate de una tienda de cestas de mimbre para ir de merienda al campo… completados con termos y cajitas para emparedados y demás. Había también una bicicleta. Pensé que aún podría montar en bici. Le dije mentalmente al bebé que podríamos comprar una cesta de aquellas y una bicicleta, e irnos hasta algún puerto abandonado un día agradable de sol a comer emparedados de pollo remojados con limonada, mientras arriba en el cielo planeaban y plañían las gaviotas. Empezaba a tener hambre. En la prisión a aquellas horas habría estado harto ya de café y de gachas de avena.

Pasé ante la Century Association, en la calle Cuarentaitrés oeste, un club de caballeros a donde me había invitado a comer, poco después de la Segunda Guerra Mundial, Peter Gibney, el compositor, compañero mío de clase en Harvard. Nunca volvieron a invitarme. Habría dado cualquier cosa en aquel momento por ser encargado de bar allí, pero Gibney aún vivía y probablemente siguiese perteneciendo a aquel club. Podría decirse que habíamos roto después de mi declaración contra Leland Clewes. Gibney me mandó una postal sin sobre, para que mi esposa y el cartero también pudieran leer lo que me decía.

«Querido Comemierda —decía—: ¿por qué no te escondes debajo de una piedra en cualquier sitio?» La imagen de la postal era la Mona Lisa con esa extraña sonrisa suya. Al final de la manzana, estaba la cafetería del Hotel Royalton, y hacia allí me encaminé. He de decir, por otra parte, que el Royalton, como el Arapahoe, era un hotel de Hospitality Associated, Ldt., es decir, un hotel de la RAMJAC. Pero cuando llegué a la puerta de la cafetería, mi confianza en mí mismo se había desmoronado. La había sustituido el pánico. Me creía el viejo vagabundo más viejo y sucio de todo Manhattan. Si entraba en la cafetería, todo el mundo sentiría repugnancia. Me echarían y me dirían que me fuese al Bowery, que allí estaba mi sitio.

Pero no sé cómo conseguí acumular valor suficiente para entrar… ¡e imaginaos mi sorpresa! ¡Era como si hubiese muerto y hubiese ido al cielo! Una camarera me dijo: «Siéntese, querido, le traeré su café inmediatamente», y yo no le había dicho nada.

En fin, me senté y a todas partes adonde miraba veía clientes de todos los tipos a quienes se recibía con amor. Para la camarera todos eran «querido» y «cariño». Era como una sala de urgencias después de una gran catástrofe. No importaba a qué clase o raza perteneciesen las víctimas. Se daba a todos la misma medicina milagrosa, es decir, café. La catástrofe era en este caso, claro, que había vuelto a salir el sol.

Y yo pensé para mí: «Dios mío… estas camareras y estos cocineros son tan ignorantes como las aves y los reptiles de las islas Galápagos del Ecuador. Podía hacer tal comparación porque había leído sobre esas pacíficas islas en la cárcel, en un National Geographic que me había prestado el antiguo ayudante del gobernador de Wyoming. En aquellas islas, los animales llevaban miles de años sin un enemigo, natural o no natural. La idea de que alguien quisiese hacerles daño les resultaba inconcebible.

Así que un individuo podía desembarcar allí y acercarse sin problema a un animal y descerrajarle la cabeza, si quería. El animal no tendría ningún plan previsto para tal caso, y todos los demás animales se limitarían a quedarse mirando incapaces de sacar de aquello ninguna lección. Un individuo podía acabar con todos los animales de la isla, si tal era su idea de los negocios o de la diversión.

Tenía la sensación de que si el monstruo de Frankenstein irrumpiera en la cafetería atravesando una pared de ladrillos, todo lo que le dirían sería: «Siéntate aquí, corderito, que te traeremos en seguida tu café.»

No operaba el propósito del beneficio. Las transacciones eran del orden de sesenta y ocho centavos, un dólar diez, dos dólares setenta y tres. Más tarde, me enteré de que el individuo que llevaba la caja registradora era el dueño, pero no se quedaba en su puesto guardando el dinero. Quería cocinar y servir a la gente también, así que las camareras y los cocineros andaban siempre diciéndole: «Frank, que este cliente es mío. Vuelve a la caja.» O «Aquí el cocinero soy yo, Frank. ¿Qué mejunje es ése que has empezado a hacer? Vuelve a la caja», y etcétera.

Su nombre completo era Frank Ubriaco. Ahora es vicepresidente ejecutivo de la sucursal de la RAMJAC Corporation Hamburguesas McDonald.

No pude evitar darme cuenta de que tenía lisiada la mano derecha. Era como si se la hubiesen momificado, aunque aún podía manejar un poco los dedos. Le pregunté a mi camarera de qué había sido. Me dijo que Frank se había frito literalmente aquella mano hacía más o menos un año. Se le cayó, por accidente, el reloj en una cacerola de aceite hirviendo. Antes de darse cuenta de lo que hacía, metió la mano en el aceite intentando recuperar el reloj, que era un Bulova Accutron.

En fin, salí de nuevo a la ciudad, sintiéndome mucho mejor.

Me senté a leer el periódico en Parque Bryant, detrás de la biblioteca pública en la calle Cuarenta y dos. Tenía la barriga llena y calentita como una estufa. No era para mí ninguna novedad leer el New York Times. En la prisión, aproximadamente la mitad de los reclusos estaban suscritos al Times y al Wall Street Journal también y a Time y a Newsweek y Sports Illustrated, también, y a muchas más cosas. A People. Yo no estaba suscrito a nada, porque las papeleras de la cárcel siempre estaban llenas de publicaciones periódicas de todo tipo.

Encima de todas las papeleras de la cárcel había, por otra parte, un letrero que decía: «¡Por favor!» Y debajo de estas palabras una flecha que señalaba directamente hacia abajo.

Al ojear el Times vi que mi hijo Walter Stankiewicz, antes Starbuck, hacía una recensión de la autobiografía de una estrella cinematográfica sueca. El libro parecía gustarle mucho. Me enteré de que la actriz había pasado sus vicisitudes.

Pero lo que yo quería leer en concreto era lo que explicaba Times de su absorción por parte de la RAMJAC Corporation. Se concedía la misma importancia a la noticia que a una epidemia de cólera en Bangladés. Le concedían siete centímetros de espacio en la esquina inferior de una página interior. El presidente del consejo de administración de la RAMJAC, Arpad Leen, decía que la RAMJAC no se proponía hacer ningún cambio de personal ni de política editorial. Indicaba que a todas las publicaciones que había absorbido la RAMJAC en el pasado, incluida la de Time Incorporated se les había permitido continuar según sus criterios, sin ninguna interferencia de la RAMJAC.

«Sólo ha cambiado la propiedad —decía—. Y debo añadir, como importante ejecutivo de la RAMJAC, que nosotros no modificamos gran cosa las empresas que absorbemos. Si una de ellas empezase a morir, por supuesto… eso despertaría nuestra curiosidad.»

La reseña decía que el director del Times había recibido una nota manuscrita de la señora de Jack Graham «…dándole la bienvenida a la familia RAMJAC». Decía que esperaba que el director desease seguir en su puesto. Bajo la firma había las huellas de todos sus dedos y pulgares. No cabía duda alguna de la autenticidad de la carta.

Miré a mi alrededor allí en el Parque Bryan. Los lirios habían alzado sus corolas por encima de la yedra que había matado el invierno y de los sobres de papel cristal que había por los bordes de los senderos. Mi esposa Ruth y yo habíamos tenido lirios y yedra debajo del manzano silvestre florido, a la entrada de nuestro chalecito de Chevy Chase, en Maryland.

Hablé con los lirios.

—Buenos días —les dije.

Sí, y debí entrar de nuevo en un arrobamiento defensivo. Estuve tres horas sin moverme del banco.

Me espabiló al fin una radio portátil que estaba puesta muy alto. El joven que la llevaba se sentó en un banco frente al mío. Parecía hispano. No me enteré de cómo se llamaba. Si hubiese tenido algún detalle conmigo, podría ser ahora ejecutivo de la RAMJAC Corporation. Por la radio daban las noticias. El locutor decía que la calidad del aire era inaceptable aquel día. Imaginaos: aire inaceptable.

El joven parecía no escuchar su propia radio. Puede que ni siquiera entendiese el inglés. El locutor hablaba con una especie de aullante hilaridad, como si la vida fuese una cómica carrera de obstáculos, con caballos, y peligros, y vehículos no convencionales. Me hacía pensar que hasta yo era uno de los participantes… en una bañera arrastrada por tres cerdos hormigueros, quizás. Yo tenía tantas oportunidades de ganar como cualquiera.

Habló de otro hombre que había sido condenado a morir en una silla eléctrica en Texas. Este condenado había dado instrucciones a sus abogados de que se opusiesen a cualquiera, incluido el gobernador y el Presidente de los Estados Unidos, que quisiera concederle un aplazamiento de la ejecución. Evidentemente, lo que deseaba por encima de todas las cosas era morir en la silla eléctrica.

Bajaron por el sendero dos corredores que pasaron entre el de la radio y yo. Eran un hombre y una mujer de chandal naranja y oro idéntico y calzado a juego. Yo sabía ya de esa nueva locura por el pedestrismo. En la prisión había varios corredores. A mí me parecían unos fatuos.

En cuanto al joven y su radio, yo llegué a la conclusión de que el joven había comprado aquel chisme como un instrumento protésico, como un entusiasmo artificial por el planeta. Le prestaba tan poca atención como le prestaba yo a mi diente postizo. He visto desde entonces a varios jóvenes como aquél en grupos, con sus radios conectadas a emisoras distintas, con las radios enzarzadas en animada charla. Los propios jóvenes, a los que quizás no hayan dicho en toda su vida más que «a callar», no tenían nada que decir.

Pero de pronto, la radio del joven dijo algo tan espantoso que me levanté del banco, salí del parque y me sumé a la multitud de libre empresarios que se dirigían por la calle Cuarenta y dos hacia la Quinta Avenida.

La noticia era ésta: una joven drogadicta medio tonta de mi estado natal de Ohio, de unos diecinueve años de edad, había tenido un hijo de padre desconocido. Los asistentes sociales la instalaron con el niño en un hotel no muy distinto del Arapahoe. Ella compró para protegerse un perro policía pastor alemán adulto, pero se olvidó de darle de comer. Luego se fue una noche a resolver un asunto no especificado y dejó al perro cuidando al bebé. Cuando volvió, se encontró con que el perro había matado a la criatura y se había comido parte.

¡Qué tiempos nos ha tocado vivir!

En fin, allí iba yo desfilando tan decidido como el que más hacia la Quinta Avenida. De acuerdo con el plan, empecé a examinar las caras de los que se cruzaban conmigo, buscando una conocida que pudiera serme útil. Estaba dispuesto a ser paciente. Sería como buscar oro, pensaba. Como buscar un centelleo de metal precioso en un plato de arena.

Cuando llegué a la esquina de la Quinta Avenida, se dispararon ensordecedoramente mis sistemas de alarma: «¡Bip, bip, bip! ¡Jonk, jonk, jonk! ¡Rourr, rourr, rourr!»

¡Había hecho una identificación positiva!

El que venía hacia mí era la cáscara del hombre que me había robado a Sarah Wyatt, el hombre a quien yo había hundido en Milnovecientos Cuarentainueve. Aún no me había visto él a mí. ¡Era Leland Clewes!

Estaba completamente calvo y llevaba embutidos los pies en unos zapatos rotos, y las vueltas de los pantalones deshilachadas, y el brazo derecho como muerto. En su extremo oscilaba una gastada cartera de muestras. Clewes se había convertido en un vendedor fracasado, como descubriría más tarde, de sobres de cerillas y calendarios con publicidad.

He de decir que en la actualidad es vicepresidente de la sucursal Diamond Match de la RAMJAC Corporation.

Pese a todo lo que le había pasado, mientras avanzaba hacia mí, iluminaba su rostro la buena voluntad adolescente y simplona de siempre. Tenía esa expresión hasta en una fotografía de su entrada en la prisión de Georgia, con el guardián mirándole como solía hacer el ministro del Interior. Cuando Clewes era joven, los hombres mayores que él siempre le miraban como diciendo: «Éste es mi chico.»

¡Y por fin me vio!

El contacto ocular casi me electrocuta. ¡Fue como si me hubiese dado de narices con una farola!

Me crucé con él y seguí caminando. No tenía nada que decirle ni ganas de parar y escuchar todas las cosas terribles que tenía derecho a decirme él.

Sin embargo, cuando llegué a la esquina cambió el semáforo y quedamos separados por coches en marcha; entonces me atreví a volverme y mirarle.

Clewes me miraba también. Era evidente que aún no había dado con un nombre para mí. Señalaba hacia mí con su mano libre, indicando que sabía que yo había figurado de algún modo en su vida. Y luego hizo girar aquel dedo como un metrónomo, repasando posibles nombres para mí. Le resultaba divertido. Tenía los pies separados, las rodillas dobladas y su expresión decía que de momento recordaba sólo que habíamos estado relacionados hacía años en alguna especie de locura, en algún tipo de travesura infantil.

Yo estaba hipnotizado.

Pero quiso la suerte que detrás de él hubiese unos fanáticos religiosos descalzos cantando y bailando ataviados con túnicas color azafrán. Con lo que él parecía el director de una comedia musical.

No es que yo no tuviese mi propio acompañamiento. Me había colocado, sin darme cuenta, entre un hombre anuncio con sus dos tablones y su sombrero de copa, y una viejecita sin hogar que llevaba todas sus pertenencias en bolsas de plástico. Calzaba unos playeros púrpura y rojo enormes. Había tal desproporción entre los playeros y el resto de su persona que parecía un canguro.

Mis dos compañeros de reparto hablaban con los transeúntes. El hombre anuncio estaba diciendo cosas como «Meted a las mujeres otra vez en la cocina» y «Dios nunca quiso que las mujeres fuesen iguales que los hombres», etcétera. La señora de las bolsas de plástico parecía estar insultando a los desconocidos por su obesidad, llamándoles, según oí, «gordos presumidos», y «gordos ricos», y «gordos engreídos», y «gordos» de un centenar de variedades más.

El problema era éste: yo llevaba tanto tiempo fuera de Cambridge, Massachusetts, que no podía percibir ya que la mujer llamaba «gordos» a los transeúntes con el acento de la clase obrera de Cambridge.

Y en la puntera de uno de sus inmensos playeros, entre otras cosas, había hipócritas cartas de amor mías. ¡Qué pequeño es el mundo!

¡Dios mío! ¡Y qué cruel y agobiante puede ser a veces la vida!

Cuando Leland Clewes comprendió, desde el otro lado de la Quinta Avenida, quién era yo, dispuso su boca en una «O» perfecta. No pude oírle decir «oh», pero pude verle decir «oh». Hacía un poco de broma por nuestro encuentro después de tantos años, exagerando su sorpresa y su consternación, como un actor en una película muda.

Era evidente que se disponía a cruzar de nuevo la calle en cuanto cambiase el semáforo. Entretanto, todos aquellos estúpidos hindúes de pacotilla de túnicas azafrán seguían cantando y bailando detrás de él.

Aún tenía tiempo de huir. Creo que lo que me hizo aguantar fue esto: La necesidad de demostrarme a mí mismo que era un caballero. En los momentos difíciles, cuando había tenido que declarar contra él, casi toda la gente que escribía sobre nosotros, especulando sobre quién decía la verdad y quién no, llegaba a la conclusión de que él era un auténtico caballero, descendiente de una larga estirpe de caballeros y que yo era un individuo de origen eslavo que sólo pretendía ser un caballero. En consecuencia, el honor, el valor y la veracidad eran algo básico para él y significaban muy poco para mí.

Se destacaron también otros contrastes, desde luego. A cada nueva edición de periódicos y revistas yo parecía ser más bajo y él más alto. Mi pobre esposa era cada vez más gorda y más extranjera, y su mujer era cada vez más una muchachita rubia norteamericana. Sus amigos se hicieron más numerosos y respetables y a los míos no podía encontrárseles ya ni debajo de las piedras. Pero lo que más íntimamente me atribulaba era la idea de que él era honorable y yo no. Así pues, veintiséis años después, eso fue lo que hizo aguantar a este pequeño presidiario eslavo.

Del otro lado de la avenida llegaba el antiguo campeón anglosajón, que ahora era un astroso y feliz espantapájaros.

Su aparente felicidad me desconcertaba. «¿Cómo puede estar tan contenta esta ruina humana?» me pregunté.

En fin, allí estábamos otra vez reunidos, con la dama de las bolsas de plástico mirando y escuchando. Él posó la cartera de muestras y me tendió la mano derecha. Hizo una broma, remedando el encuentro de Henry Morton Stanley y David Livingstone en el corazón de África:

—Walter F. Starbuck, supongo.

Y bien podríamos haber estado en el corazón de África, por lo que los demás sabían o por lo que se ocupaban ya de nosotros. Supongo que la mayoría de la gente, si es que nos recordaba nos creería muertos. Y nunca habíamos sido tan importantes en la historia norteamericana como habíamos creído a veces. Éramos, si se me permite la expresión, como pedos en huracán… o como «gordos en huracán» que diría la señora de las bolsas de plástico.

¿Albergaba yo resentimiento contra él por haberme robado la novia hacía tanto? No. Sarah y yo nos habíamos amado, pero nunca podríamos haber sido felices como marido y mujer. Nunca habríamos conseguido articular una vida sexual. Yo jamás había logrado persuadirla para que se tomase la sexualidad en serio. Leland Clewes había triunfado donde yo había fracasado… ante la sorpresa y el agradecimiento de ella, estoy seguro.

¿Qué tiernos recuerdos tenía yo de Sarah? Mucha charla sobre el sufrimiento de los seres humanos y lo que podría hacerse al respecto… y luego estupidez infantil a modo de alivio. Recopilábamos chistes para contárnoslos, para utilizarlos en los momentos de desahogo. Llegamos a tener verdadera adicción a hablar por teléfono horas seguidas. No he conocido narcótico más dulce que aquellas charlas. Era como si nos desprendiésemos de la carne… como si fuésemos almas del planeta Vicuna en vuelo libre. Si se hacía un silencio, uno de los dos le ponía fin iniciando un chiste.

—¿Cuál es la diferencia entre una enzima y una hormona? —me preguntaba ella, por ejemplo.

—No sé —decía yo,

—Pues que a la enzima no puedes oírla —decía. Y los chistes tontos seguían y seguían… aunque ella hubiera visto algo horrible en el hospital aquel día.