Hablé sólo de Ruth como «mi esposa». Pero no me sorprendería que el Día del Juicio tuviesen también derecho a decirse esposas mías Sarah Wyatt y Kathleen O’Looney. Tuve relaciones con ambas, desde luego… con Mary Kathleen durante unos once meses y con Sarah, intermitentemente, claro, durante unos siete años.
Ya oigo a San Pedro decirme: «Me parece que es usted algo Don Juan, señor Starbuck.»
Así que allí estaba yo en Milnovecientos Treintaiuno, entrando a pasitos cortos en el vestíbulo pastel de boda del Hotel Arapahoe del brazo de mi linda Sarah Wyatt, la heredera yanqui de los relojes. Su familia estaba casi tan arruinada como la mía, por aquel entonces. Lo poco que habían salvado del hundimiento de la Bolsa y de las quiebras de los bancos se dispersaría muy pronto entre los supervivientes de las mujeres que pintaron todos aquellos relojes para la Marina. Tal dispersión se vio forzada aproximadamente un año después por una importante decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos respecto a la responsabilidad personal de los patronos por fallecimientos causados en sus lugares de trabajo por negligencia dolosa.
La Sarah de dieciocho años del vestíbulo del Arapahoe dijo:
—Qué sucio está… y no hay nadie —se echó a reír—. Me encanta —añadió.
Por aquel entonces, en el sucio vestíbulo del Arapahoe, Sarah Wyatt no sabía que yo estaba actuando con la mayor insulsez posible siguiendo órdenes de Alexander Hamilton McCone. Más tarde me diría que había creído que intentaba hacerme el gracioso cuando dije que debíamos ir de etiqueta. Pensó que nos vestíamos como millonarios por ser Halloween. Estaba convencida de que nos reiríamos mucho. Seríamos como gente de una película.
En absoluto: yo era un robot programado para comportarme como un auténtico aristócrata.
¡Oh, quién fuera joven otra vez!
La suciedad del vestíbulo del Arapahoe quizás no hubiese sido tan notoria si alguien no hubiera empezado a limpiar y lo hubiera dejado a medias. Había una escalera doble bastante alta apoyada en una pared. Junto a ella había un cubo, lleno de agua sucia en la que flotaba un cepillo. Era evidente que alguien había subido por la escalera con el cubo y había restregado todo el techo que había podido alcanzar. Había creado un círculo de limpieza rodeado de suciedad, pero brillante como una luna llena.
No sé quién haría aquella luna. No había a quien preguntar. Ningún portero nos invitó a entrar. No había ni botones ni huéspedes. No había un alma tras la mesa de recepción que se veía al fondo. El puesto de periódicos y revistas y el quiosco de entradas de cine estaban cerrados. Las puertas de los ascensores vacíos estaban abiertas y sujetas con sillas.
—Me parece que ya no funciona —dijo Sarah.
—Alguien aceptó mi reserva por teléfono —dije—. Y me llamó «monsieur».
—Cualquiera puede decir «monsieur» por teléfono —dijo Sarah.
Entonces, desde algún sitio nos llegó el gemido de un violín zíngaro… gemía como si fuese a rompérsele el corazón. Y, al oír el lamento de aquel violín ahora en la memoria, puedo añadir esta información: Hitler, que aún no estaba en el poder, pronto haría que sus soldados y policías matasen a todos los gitanos que pudiesen agarrar.
La música llegaba de detrás de un biombo que había en el vestíbulo. Sarah y yo nos atrevimos a apartarlo de la pared. Nos vimos ante un par de puertas de vidriera, cerradas con candado y cerrojo. Los entrepaños de las puertas eran espejos y nos mostraron de nuevo lo infantiles y ricos que éramos. Sarah descubrió un entrepaño en el que había un trozo del plateado desprendido. Miró primero ella y luego me invitó a mirar a mí. Quedé atónito. Era como mirar por los prismas centelleantes de una máquina del tiempo. Al otro lado de las puertas estaba el famoso comedor del Hotel Arapahoe en su condición prístina, con violinista zíngaro y todo… casi átomo por átomo tal como debió ser en los tiempos de Diamond Jim Brady. Un millar de velas en los candelabros y en las mesas se convertían en billones de estrellitas debido a la cubertería de plata y el cristal y la porcelana y los espejos que había.
La explicación era la siguiente: Aunque el hotel y el restaurante compartían el mismo edificio sólo a un minuto de Times Square, pertenecían a distintos propietarios. El hotel había cerrado… ya no admitía huéspedes. El restaurante, por su parte, acababa de ser completamente restaurado, pues su propietario creía que el colapso económico sería breve y que sólo se debía a algo tan intrascendente como al desánimo temporal de financieros y hombres de negocios.
Nos habíamos equivocado de puerta. Se lo expliqué a Sarah, y ella me contestó:
—Ésa es la triste historia de mi vida. Siempre entro primero por donde no es.
Así que salimos de nuevo a la noche y entramos luego por la puerta al lugar donde nos esperaban comida y bebida. El señor McCone me había explicado que tenía que pedir la cena por anticipado. Ya lo había hecho. Me recibió el propio dueño. Era francés. En la solapa de su esmoquin había una condecoración que no significaba nada para mí pero que a Sarah le resultaba familiar porque su padre tenía también una. Me explicó luego que significaba que quien la llevase era Chevalier de la Legión de Honor.
Sarah había pasado varios veranos en Europa. Yo no había estado en Europa. Ella hablaba muy bien el francés e interpretó con el dueño del restaurante un madrigal en esa lengua, la más melodiosa del mundo. ¿Cómo me las habría arreglado yo en la vida sin mujeres que me hiciesen de intérpretes? De las cuatro mujeres que he amado en mi vida, sólo Mary Kathleen O’Looney no hablaba más que inglés. Pero hasta Mary Kathleen fue mi intérprete cuando yo era comunista en Harvard e intentaba comunicarme con miembros de la clase obrera norteamericana.
El dueño del restaurante le dijo a Sarah en francés, y ella me lo explicó a mí, lo de que la Gran Depresión no era más que simple nerviosismo. Dijo que las bebidas alcohólicas volverían a legalizarse en cuanto saliese elegido Presidente un demócrata, y que entonces la vida volvería a ser divertida.
Nos condujo a nuestra mesa. Cabían allí por lo menos cien personas, calculé, pero sólo había una docena de clientes. De algún modo, aún tenían dinero. Y cuando intento recordarles ahora e imaginar cómo eran, no hago más que ver los cuadros y dibujos de George Grosz de corruptos plutócratas en medio de la miseria de Alemania después de la Primera Guerra Mundial. En Milnovecientos Treintaiuno yo no había visto tales imágenes. No había visto nada.
Había una vieja abotargada, recuerdo, comiendo sola, que llevaba un collar de diamantes. Tenía un pequinés en el regazo. También el perro llevaba un collar de diamantes.
Recuerdo que había también un viejo decrépito, agachado sobre el plato, ocultándolo con los brazos. Sarah murmuró que comía como si tuviese en el plato una escalera de color. Después nos enteramos de que estaba comiendo caviar.
—Debe ser un sitio muy caro —dijo Sarah.
—Por eso no te preocupes —dije yo.
—El dinero es algo muy raro —dijo ella—. ¿Para ti tiene sentido?
—No —dije yo.
—La gente que lo ha conseguido, y la gente que no… —musitó—. Creo que, en realidad, nadie entiende qué es lo que pasa.
—Algunas personas deben entenderlo —dije. Pero ya no lo creía.
Diré más, como empleado de un conglomerado internacional enorme, que nadie al que le vaya bien con esta economía se pregunta siquiera nunca qué es lo que pasa en realidad.
Somos chimpancés. Somos orangutanes.
—¿Sabe el señor McCone cuánto tiempo va a durar la Depresión? —dijo ella.
—Él no sabe nada del negocio —dije.
—¿Cómo puede seguir siendo tan rico si no sabe nada del negocio? —dijo ella.
—Lo lleva todo su hermano —dije.
—Ojalá tuviese mi padre alguien que se lo llevase todo.
Yo sabía que a su padre le iban tan mal las cosas que su hermano, mi compañero de habitación, había decidido abandonar los estudios al final del semestre. No volvería a reanudarlos nunca. Cogería un trabajo como ordenanza en un sanatorio antituberculoso y contraería también tuberculosis. Por este motivo, no se incorporó al Ejército en la Segunda Guerra Mundial. Trabajaría en unos astilleros de Boston como soldador. Yo perdí contacto con él. Sarah, a la que veo ahora de nuevo con regularidad, me explicó que había muerto de un ataque al corazón en Milnovecientos Sesentaicinco… en un pequeño taller de soldadura que llevaba él solo en el pueblo de Sandwich, en Cabo Cod.
Se llamaba Radford Alden Wyatt. Nunca llegó a casarse. Llevaba años sin darse un baño, según Sarah, «De descamisado a descamisado en tres generaciones», como suele decirse.
En el caso de los Wyatt fue más bien, en realidad, de descamisado a descamisado en diez generaciones. Habían sido más ricos que la mayoría de sus vecinos por lo menos durante diez generaciones. El padre de Sarah vendió a precios reventados todos los tesoros que habían acumulado sus ancestros: peltre inglés, plata de Paul Reveré, cuadros de miembros de la familia como capitanes mercantes y como comerciantes y predicadores y abogados, tesoros del comercio con China.
—Es tan horrible ver a mi padre tan deprimido —decía Sarah—. ¿También el tuyo está deprimido?
Se refería a mi padre ficticio, el encargado de la colección de arte del señor McCone. Podía verle claramente entonces. Ahora ya no puedo verle en absoluto.
—No —dije.
—Tienes mucha suerte —dijo ella.
—Imagino —dije yo.
Mi auténtico padre se hallaba, en realidad, en una posición bastante desahogada. Él y mi madre habían logrado ingresar en el banco casi todo el dinero que habían ganado, y el banco en el que habían puesto el dinero no había quebrado.
—Si la gente no se preocupase tanto del dinero —dijo ella—. Yo siempre le digo a mi padre que a mí no me preocupa. Me da igual no ir a Europa ya. Y el colegio me resulta odioso. No quiero ir más. No aprendo nada. Me alegro de que vendiéramos los barcos. Me aburrían, en realidad. No necesito ropa. Tengo ropa bastante para cien años. Pero no me cree. «Os he decepcionado. Os he decepcionado a todos», dice.
Por otra parte, su padre era socio inactivo de la Wyatt Clock Company. No limitaba esto su responsabilidad en el caso del envenenamiento por radio, pero su actividad principal en los buenos tiempos había sido la de corredor de yates en Massachusetts. Este negocio había desaparecido por completo en Milnovecientos Treintaiuno, claro. Y en la agonía, le había dejado lo que él me describió en una ocasión como «…un montón de deudas incobrables tan alto como monte Washington, y un montón de facturas tan alto como Pico Pike».
También él era un hombre de Harvard… capitán del invicto equipo de natación de Milnovecientos Once. Cuando lo perdió todo, no volvió a trabajar. Pasó a depender de su mujer, que organizó un servicio de banquetes a domicilio en el suyo propio. Murieron sin un centavo.
Así que no soy el primer hombre de Harvard a quien ha tenido que mantener su mujer.
Paz.
Sarah me dijo en el Arapahoe que lamentaba estar tan deprimida y que sabía muy bien que habíamos ido allí a divertirnos. Dijo que intentaría de veras que la velada fuese divertida.
Fue entonces cuando el camarero, acompañado por el dueño, nos sirvió el primer plato, hacía tanto elegido por el señor McCone de Cleveland: media docena de ostras de Cotuit para cada uno. Yo nunca había comido ostras.
—Bon appetit! —dijo el dueño. Yo estaba emocionado. Era la primera vez que me decían aquello. Estaba muy satisfecho de entender algo en francés sin ayuda de intérprete. Había estudiado francés cuatro años en el instituto de secundaria de Cleveland, en realidad, pero nunca encontré a nadie que hablase el dialecto que aprendí allí. Puede que fuese el francés que hablaban los mercenarios iroqueses en la guerra franco-india.
Entonces fue cuando se acercó a nuestra mesa el violinista zíngaro. Tocaba con toda la hipocresía y la brillantez posibles, con la frenética esperanza de una propina. Recordé que el señor McCone me había dicho que diese espléndidas propinas. Todavía no había dado ninguna. Así que saqué disimuladamente la cartera mientras el músico seguía y cogí lo que creí un billete de dólar. En aquellos tiempos, un peón habría trabajado diez horas por un dólar. Estaba a punto, pues, de dar una propina espléndida. Cincuenta centavos me habrían situado muy arriba en la clase pródiga. Agité el billete en la mano derecha, como si quisiese dar la propina con la elegante gracia del mago, cuando cesó la música.
Pero había un problema: no era un billete de dólar. Era un billete de veinte dólares.
En parte, eché la culpa a Sarah de este catastrófico error. Mientras yo sacaba el dinero de la cartera, ella estaba burlándose de nuevo del amor sexual, fingiendo que la música la llenaba de lujuria. Me deshizo el lazo de la pajarita, que yo no conseguiría volver a hacer. Me lo había hecho la madre de un amigo en cuya casa me hospedaba. Sarah besó apasionadamente las puntas de dos de sus dedos y luego apretó los dedos contra mi cuello blanco, dejando allí una mancha de carmín.
Entonces cesó la música. Esbocé una sonrisa de agradecimiento. Diamond Jim Brady, reencarnado como el hijo demente de un chófer de Cleveland, entregó al gitano un billete de veinte dólares.
Al principio, el gitano no mostró sorpresa alguna, imaginando que le había dado un dólar.
Sarah, creyendo también que se trataba de un dólar, pensó que había dado demasiada propina.
—Dios mío —dijo.
Pero luego, quizás para fastidiar a Sarah con el billete que ella habría preferido que yo recuperase, pero que ahora ya era suyo, todo suyo, el gitano lo extendió, con lo cual su numeración astronómica se hizo patente por primera vez para todos. El gitano se quedó tan atónito como nosotros.
Y luego, siendo como era un gitano y, en consecuencia, un microsegundo más vivo respecto al dinero que nosotros, salió como un tiro del restaurante y se perdió en la noche. Aún sigo preguntándome si volvería alguna vez a por el estuche de su violín.
¡Pero imaginaos el efecto que le causó a Sarah!
Creyó que yo lo había hecho a propósito, que era tan imbécil como para imaginar que esto sería para ella algo sumamente erótico. Nunca me han despreciado tanto.
—Eres un tipejo increíble —dijo—. Casi todas las conversaciones de este libro son, por necesidad, reconstrucciones imprecisas… pero cuando afirmo que Sarah Wyatt me llamó «tipejo increíble», cito exactamente lo que dijo.
Aclaremos un poco el insulto: La palabra «tipejo» se introdujo por aquel entonces, y tenía un sentido muy concreto: era el individuo, y disculpad la expresión, que se comía las burbujas de sus propios pedos en la bañera.
—Puñetero de mierda —me dijo. Un «puñetero» era una persona que se masturbaba demasiado. Ella lo sabía. Ella sabía todas esas cosas.
—¿Pero quién te crees que eres? —dijo—. Vamos, hombre, a ver, dime, ¿quién te crees tú que soy yo? ¿Te crees que soy tonta? ¿Cómo te atreviste a pensar que era tan tonta que eso me parecería de buen tono?
Puede que fuese el peor trago de mi vida. Me sentí peor de lo que me sentí cuando me metieron en la cárcel… peor, incluso, que cuando me soltaron otra vez. Puede que me sintiese peor que cuando prendí fuego en Chevy Chase a la tapicería que mi mujer estaba a punto de entregar a un cliente.
—¿Me llevas a casa, por favor? —me dijo Sarah Wyatt. Nos fuimos sin comer, pero no sin pagar. No pude evitarlo: fui llorando todo el camino.
Le expliqué de forma incoherente en el taxi que nada de aquello había sido idea mía, que yo era un robot inventado y controlado por Alexander Hamilton McCone. Confesé que era medio polaco y medio lituano y sólo un hijo de chófer a quien habían mandado ponerse la ropa y adoptar los aires de un caballero. Dije que no iba a volver a Harvard y que ni siquiera estaba seguro de desear seguir viviendo.
Yo estaba tan afligido y Sarah tan apenada e interesada, que nos hicimos muy íntimos, digamos, intermitentemente, durante siete años.
Al cabo de un tiempo, dejó Pine Manor. Se hizo enfermera. Mientras estudiaba enfermera, le impresionaron tanto las enfermedades y muertes de los pobres que acabó ingresando en el partido comunista y me haría ingresar también a mí.
Así que puede que yo nunca me hubiese hecho comunista si Alexander Hamilton McCone no hubiera insistido en que llevase a una chica guapa al Arapahoe. Y ahora, cuarenta y cinco años después, entraba yo de nuevo en el vestíbulo del Arapahoe. ¿Por qué había decidido pasar allí mis primeras noches de libertad? Por lo irónico del asunto. No hay norteamericano que sea tan viejo y pobre y sin amigos que no pueda hacerse una colección con algunas de las pequeñas ironías más exquisitas de la ciudad.
Allí estaba yo de nuevo, había vuelto a donde un dueño de restaurante me había dicho por primera vez: «Bon appetit!»
Un gran sector del vestíbulo originario era ahora agencia de viajes. Lo que quedaba para los huéspedes era un estrecho pasillo con una mesa de recepción al fondo. No era lo bastante ancho para que cupiese en él un sofá o un sillón. Las vidrieras de espejo a través de las cuales habíamos atisbado Sarah y yo para ver el famoso comedor habían desaparecido. La arcada en la que estaban aún seguía allí, pero estaba obstruida por una pared tan brutal y directa como el muro que impedía a los comunistas convertirse en capitalistas en Berlín, Alemania. Había un teléfono público fijado al muro. Estaba descerrajado. No tenía auricular ni micrófono.
Y, sin embargo, ¡el hombre de la mesa de recepción que estaba allí lejos al fondo, parecía vestir esmoquin e incluso boutonnière!
Mientras avanzaba hacia él, me di cuenta, sin embargo, de que el error de mis ojos había sido un error inducido. Aquel individuo llevaba en realidad una camiseta de algodón sobre la que había impreso una chaqueta de esmoquin trompe l’œil con camisa, con boutonnière, pajarita, gemelos, pañuelo en el bolsillo y todo. Nunca había visto yo una camiseta igual. No me pareció cómico. Me quedé muy confuso. En cierto modo, no era un chiste.
El encargado de noche tenía una barba auténtica y un ombligo aún más agresivamente auténtico, perfectamente a la vista por encima de sus pantalones bajos de cintura. Ya no viste así, he de decirlo; ahora es vicepresidente encargado de compras de Hospitality Associates, Ltd., una sucursal de la RAMJAC Corporation. Ahora tiene treinta años. Se llama Israel Edel. Como mi hijo, está casado con una negra. Es doctor en historia por la Universidad de Long Island, summa cum laude y es un Phi Betta Kappa. De hecho, la primera vez que nos vimos, para mirarme Israel tuvo que alzar la vista de las páginas de The American Scholar, la erudita publicación mensual Phi Betta Kappa. Aquel trabajo como encargado nocturno de recepción en el Arapahoe era el mejor que había podido encontrar.
—Tengo hecha la reserva —dije.
—¿Tiene hecha qué? —dijo. No se trataba de grosería. La sorpresa era auténtica. Nadie hacía ya reservas en el Arapahoe. La única forma de llegar allí era inesperadamente, como consecuencia de algún infortunio. Como me dijo Israel precisamente el otro día, que nos encontramos por casualidad en el ascensor: «Hacer una reserva en el Arapahoe es como hacer una reserva en una sala de quemados.» Por cierto que ahora supervisa la adquisición del Arapahoe, que, junto con otros cuatrocientos negocios hoteleros de todo el mundo, incluyendo uno en Katmandú, es un hotel de la Hospitality Associates Ltd.
Buscó mi carta en unos casilleros que había detrás de él y que, por lo demás, estaban vacíos.
—¿Una semana? —dijo incrédulo.
—Sí —dije yo.
Mi nombre no significaba nada para él. Su campo de especialidad histórico eran las herejías en la Normandía del siglo XIII. Pero advirtió que yo era un ex presidiario: por aquel remite tan raro del sobre, un número de apartado postal en un lugar remoto de Georgia y unos números detrás de mi nombre.
—Lo menos que podemos hacer —dijo— es darle, a usted la suite nupcial.
En realidad, no había suite nupcial. Todas las suites habían sido divididas en celdas hacía mucho. Pero había una celda, y sólo una, que estaba recién pintada y empapelada… debido, según supe más tarde, al espantoso asesinato de un prostituto que había tenido lugar allí. Israel Edel no pretendía ser desagradable ni grosero. Quería ser amable. En realidad, la habitación era muy alegre.
Me dio la llave, que, según descubrí más tarde, abría prácticamente todas las puertas del hotel. Le di las gracias y cometí un pequeño error que solemos cometer nosotros, los coleccionistas de ironías. Intenté compartir una ironía con un extraño. Es algo que no puede hacerse. Le expliqué que había estado en el Arapahoe antes: en Milnovecientos Treintaiuno. No manifestó el menor interés. No se lo reprocho.
—Estaba corriéndome una juerga con una chica —dije.
—Ya —dijo él.
Insistí, sin embargo. Le conté cómo habíamos atisbado los dos por las puertas de batientes y visto el famoso restaurante. Le pregunté qué había ahora al otro lado de la pared. Su respuesta, que él mismo consideraba una descripción suavizada de los hechos, fue para mí tan dura como si me hubiese dado un bofetón. Me dijo lo siguiente:
—Películas porno puño.
Yo jamás había oído una cosa así. Le pregunté vacilante qué era.
Esto le despertó un poco, el que me sorprendiera y me asombrara tanto. Le fastidiaba, según me confesaría él mismo más tarde, el haberle explicado a un dulce viejecillo cosas tan terribles respecto a lo que pasaba en la puerta de al lado. Él podría haber sido mi padre, y yo su hijito. Llegó a decirme incluso:
—Es una tontería.
—Explíquemelo —dije.
Así que me explicó lenta y pacientemente, y con bastante renuencia, que allí había una sala de cine, justo donde antes estaba el restaurante. Y que aquella sala de cine estaba especializada en películas de actos de amor homosexuales masculinos, cuya culminación solía consistir en que uno de los actores embutía el puño por el trasero de otro actor.
La verdad, yo no sabía qué decir. Nunca había imaginado que la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y la fascinante tecnología de una máquina cinematográfica se combinasen para formar una atrocidad tal.
—Perdone —me dijo.
—No creo que tenga usted la culpa, joven —dije—. Buenas noches.
Y fui en busca de mi habitación.
Pasé ante el muro brutal que estaba donde habían estado las vidrieras de espejo, camino del ascensor. Paré un momento allí. Mis labios musitaron algo que yo mismo no entendí de momento.
Y luego me di cuenta de que mis labios debían haber dicho lo que tenían que decir.
Era, por supuesto: «Bon appetit.»