8

Así que allí estaba yo sentado en el banco a la salida de la prisión, esperando el autobús, con el sol de Georgia cayéndome a plomo. Una gran limusina Cadillac, con cortinas azul claro dibujándose tras las ventanillas de atrás, pasó ronroneando lentamente al otro lado del seto central de la autopista, por los canales que la llevarían al cuartel general de la base de las Fuerzas Aéreas. Sólo pude ver al chófer, un negro, que miraba con curiosidad hacia la prisión. El lugar no era claramente una prisión. Había un modestísimo cartel al pie del asta de la bandera que sólo decía esto: «R.S.M.A.F., Sólo Personal Autorizado.»

La limusina continuó, hasta llegar a un cruce, unos cuatrocientos metros más allá. Luego, dio la vuelta y paró su relumbrante parachoques delantero a unos centímetros de mi nariz. Allí, reflejado en aquel parachoques perfecto, volvía a ver a mi conserje eslavo viejecito. Resultó ser la misma limusina que había producido la falsa alarma de que llegaba Virgil Greathouse hacía un rato. Llevaba tiempo buscando la prisión.

El chófer salió, y me preguntó si era realmente aquello la prisión.

Se me pedía, pues, que emitiese mi primer sonido de hombre libre.

—Sí —dije.

El chófer, que era un individuo de mediana edad, grande y serenamente paternal, que vestía uniforme de color tostado y polainas negras de cuero, abrió la puerta trasera, y habló dirigiéndose hacia el interior que estaba en penumbra.

—Caballero —dijo, utilizando exactamente la mezcla adecuada de pesar y respeto—, hemos llegado a nuestro destino.

Unas letras bordadas en hilo rojo de seda sobre el bolsillo del pecho identificaban a su patrono: «RAMJAC», decían.

Como yo descubriría más tarde: Los viejos camaradas de Greathouse les habían proporcionado a él y a sus abogados un medio de transporte rápido y secreto de su casa al presidio, para que no hubiese apenas testigos de su humillación. Una limusina de la Pepsi-cola le había recogido antes del amanecer en la entrada de servicio del edificio Waldorf de Manhattan, que era donde vivía. Le había llevado luego al aeropuerto de la Marina, junto a La Guardia, y directamente hasta la pista aérea. Un reactor de la Resorts International estaba esperándole allí. Le llevó hasta Atlanta, donde estaba esperándole, también en la misma pista, una limusina encortinada que había suministrado la Oficina de Distrito del Sureste de la RAMJAC Corporation.

Y de allí salió Virgil Greathouse… vestido casi exactamente como yo, con un traje de raya fina gris y una camisa blanca y una corbata con los colores del regimiento. Nuestros regimientos eran distintos. Él era un Coldstream Guard. Iba, como siempre, chupando su pipa: me miró brevísimamente.

Y luego salieron dos elegantes abogados… uno joven, el otro viejo.

Mientras el chófer iba al maletero de la limusina a por el equipaje del reo, éste y sus dos abogados miraron la prisión como si fuese una propiedad inmobiliaria que pensasen comprar, si el precio era bueno. Hubo un chispeo en los ojos de Greathouse; imitaba en su pipa el gorjeo de pájaros. Debía estar pensando en lo duro que era. Sus abogados me contaron luego que había estado dando clases de boxeo y de jiu-jitsu y de karate, desde que se había convencido de que iba de verdad a ir a la cárcel.

«Bueno —pensé para mí al oírlo—, no habrá nadie en esta prisión concreta que quiera pelear con él, pero, de todos modos, le quebrarán la espalda. A todo el mundo le quiebran la espalda la primera vez que va a la cárcel. Se cura con el tiempo, pero nunca queda uno igual que antes. Por muy duro que pueda ser Virgil Greathouse, nunca volverá a caminar igual o a sentirse igual.»

Virgil Greathouse no me había reconocido. Sentado allí en aquel banco, yo podría haber sido un cadáver en el barro de un campo de batalla, y él un general que hubiera pasado durante un breve período de calma a ver cómo iban las cosas.

No me sorprendió. Pensé, sin embargo, que podría reconocer la voz que salió de la prisión, que pudimos oír todos ya claramente. Era la voz de su colaborador más íntimo en lo de Watergate, Emil Larkin, que cantaba a pleno pulmón el espiritual negro: «A veces me siento como un hijo sin madre.»

Greathouse no tuvo tiempo de mostrar su reacción a la voz, pues saltó un caza de una pista próxima, haciendo pedazos el cielo. Era un ruido que retorcía las tripas a todo el que no lo hubiera oído y oído y oído una y otra vez. No había ningún aviso previo. Era siempre una explosión apocalíptica sobre la cabeza.

Greathouse, los abogados y el chófer se echaron al suelo. Luego, se levantaron, maldiciendo y riendo y limpiándose el polvo.

Greathouse, suponiendo correctamente que estaban mirándole y midiéndole y catalogándole personas a quienes no podía ver, hizo unas cuantas fintas de boxeo y alzó la vista al cielo como para decir, cómicamente, «podéis mandar otro. Esta vez estoy preparado». El grupo no avanzó hacia la prisión, sin embargo. Esperó junto a la limusina, aguardando una especie de fiesta de bienvenida. Greathouse quería, pensé, un último reconocimiento final de su rango social en terreno neutral, una especie de rendición en Appomattox, con el director como Ulises S. Grant y él mismo como Robert E. Lee.

Pero el director ni siquiera estaba en Georgia. Habría estado allí si le hubiesen dicho con tiempo que Greathouse iba a llegar aquel día concreto a rendirse. Pero estaba en Atlantic City, dirigiendo una asamblea de la Asociación Norteamericana de Funcionarios de Libertad Condicional. Así que fue por fin Clyde Carter, el vivo retrato del presidente Carter, quien salió por la puerta principal y dio unos cuantos pasos hacia ellos. Clyde sonreía.

—Entren todos —dijo.

Y entraron, con el chófer cerrando la comitiva, con dos bolsas de viaje de piel y un neceser a juego. Clyde le cogió las maletas en el umbral, y le dijo cortésmente que volviese a la limusina.

—No le necesitaremos aquí —dijo Clyde.

Así que el chófer volvió a la limusina. Se llamaba Cleveland Lawes, una especie de tergiversación del nombre del individuo a quien yo había destruido: Leland Clewes. Sólo había ido a la escuela primaria, pero leía cinco libros a la semana mientras esperaba por gente, principalmente ejecutivos de la RAMJAC y clientes y proveedores. Como le habían capturado los chinos en la guerra de Corea, y había estado realmente en China un tiempo trabajando como marinero de cubierta de un vapor de cabotaje en el mar Amarillo, hablaba bastante bien el chino.

Cleveland Lawes estaba leyendo por entonces Archipiélago Gulag, una descripción del sistema carcelario de la Unión Soviética explicado por otro antiguo presidiario, Alexander Solzenitsin.

En fin, allí estaba yo completamente solo sentado en un banco en un lugar perdido como aquél. Entré de nuevo en un período de catatonia, de mirar al frente fijamente, al vacío, y dar tres palmadas cada poco con mis queridas manos.

Según me dice Cleveland Lawes, nunca se habría fijado en mí, si no hubiera sido por esas palmadas.

Pero se fijó en mí porque di las tres palmadas. Pensó que tenía que saber por qué hacía yo aquello.

¿Le expliqué el porqué de las palmadas? No. Era demasiado complicado y demasiado tonto. Le conté que estaba ensoñando sobre el pasado y que cuando recordaba un momento feliz alzaba las manos y aplaudía tres veces.

Se ofreció a llevarme hasta Atlanta.

Y allí estaba ya, después de sólo media hora de libertad, sentado en el asiento delantero de una limusina aparcada. Las cosas iban muy bien, en principio.

Y si Cleveland Lawes no se hubiese ofrecido a llevarme a Atlanta, nunca habría llegado a ser lo que es hoy, director de personal de la Delegación Transico de la RAMJAC Corporation. Transico tiene servicios de limusina y flotas de taxis y agencias de alquiler de coches y apartamentos y garajes en todo el Mundo Libre. Transico puede incluso alquilar muebles. Se los alquila a mucha gente.

Le pregunté si a sus pasajeros no les molestaría que me llevase a Atlanta.

Dijo que él nunca les había visto antes, y que no esperaba volver a verles nunca… que no trabajaban para la RAMJAC. Añadió el curioso detalle de que él no había sabido que su principal pasajero era Virgil Greathouse hasta que llegaron a la prisión. Hasta aquel momento, Greathouse había estado disfrazado con una barba postiza.

Estiré el cuello para mirar al asiento trasero, donde vi una barba con una de las patillas de alambre enganchada en la manilla de una puerta.

Cleveland Lawes dijo en broma que no sabía si volverían los abogados de Greathouse.

—Cuando miraban la prisión —dijo—, me pareció que estaban calculando si les iba a la medida.

Me preguntó si había viajado antes en limusina. Le dije que no, por abreviar. De niño, claro, había ido muchas veces con mi padre en el asiento delantero de las limusinas de Alexander Hamilton McCone. En mi juventud, cuando me preparaba para Harvard, había ido muchas veces con el señor McCone en el asiento de atrás, con un cristal de separación entre mi padre y yo. El cristal de separación no me había parecido extraño entonces, ni sugerente siquiera.

Y en Nuremberg había sido dueño de aquel dragón grotesco, aquel turismo Mercedes. Pero era un coche descapotable, estrafalario hasta sin los impactos de bala de la tapa del maletero y el parabrisas trasero. Entre los bávaros me daba el estatus de un pirata… en posesión temporal de bienes robados que sin duda serían robados de nuevo una y otra vez.

Pero sentado allí a la salida de la prisión, me di cuenta de que llevaba unos cuarenta y cinco años sin sentarme en una auténtica limusina… Pese a lo que había llegado a encumbrarme en el escalafón del Estado, nunca había tenido derecho a limusina, ni había estado a tres puestos siquiera de tener una propia ni de usarla esporádicamente. Ni había logrado seducir jamás a un superior que la tuviera para que me dijese: «Joven; quiero hablar con usted de este asunto más detenidamente. Entre usted en el coche conmigo.»

En cambio Leland Clewes, aunque no tenía derecho a una propia, andaba siempre en limusinas con viejos ilustres.

Da igual.

Cálmate.

Cleveland Lawes comentó que yo le parecía un hombre educado.

Admití haber ido a Harvard.

Esto le permitió explicarme lo de que había sido prisionero de los comunistas chinos en Corea del Norte, pues el comandante chino que estaba al mando de la prisión en que había estado él era también un hombre de Harvard. Aquel comandante debía tener más o menos mi edad, y puede que hubiese sido condiscípulo mío, incluso, pero yo nunca había hecho amistad con ningún chino. El comandante había estudiado, según Lawes, física y matemáticas, así que, de todos modos, no podría haberle conocido.

—Su papá era un gran terrateniente —dijo Lawes—. Cuando llegaron los comunistas, hicieron arrodillarse a su papá delante de todos sus arrendatarios, allí en el pueblo, y le cortaron la cabeza con una espada.

—¿Y cómo podía ser comunista el hijo después de eso? —dije.

—Decía que en realidad su papá había sido un terrateniente muy malo —dijo.

—Bueno —dije—, eso parece muy propio de Harvard.

Este chino de Harvard se hizo amigo de Cleveland Lawes y le convenció de que, cuando terminase la guerra debía irse a China en vez de volver a su hogar de Georgia. Cuando Lawes era niño, habían quemado a un primo suyo en un linchamiento, y los del Ku-Klux-Klan habían sacado a rastras una noche a su padre de casa y le habían azotado, y a él le habían pegado dos veces por intentar inscribirse para votar, poco antes de que le reclutara el Ejército. Así que fue fácil presa de un comunista elocuente. Y trabajó durante dos años, dice, de marinero en el mar Amarillo. Dijo que se había enamorado varias veces, pero que nadie se enamoraba de él.

—¿Por eso se volvió usted? —pregunté. Me explicó que había vuelto sobre todo por la música religiosa.

—Allí no se podía cantar con nadie —dijo—. Y luego la comida…

—¿No era buena? —pregunté,

—Oh, sí, era buena —dijo—. Pero no era el tipo de comida del que a mí me gusta hablar.

—Ya —dije.

—No basta con comer —dijo—. Tienes que poder hablar también de la comida. Y además con alguien que entienda ese tipo de comida.

Le felicité por haber aprendido chino, y me contestó que ahora no lo habría conseguido.

—Ahora sé demasiado —dijo—. Entonces, era tan ignorante que no sabía lo difícil que era aprender chino. Me parecía que era como imitar a los pájaros, ¿comprende? Uno oye cantar a un pájaro y luego intenta hacer el mismo sonido y ver si puede engañar al pájaro.

Los chinos fueron muy amables con él cuando decidió que quería volver a casa. Les cayó muy bien y se tomaron muchas molestias, preguntando a través de complicados canales diplomáticos qué le harían si volvía a su patria. Por entonces, ni Norteamérica ni ninguno de sus aliados tenían representantes en China. Los mensajes iban a través de Moscú, que aún mantenía relaciones amistosas con China.

Sí, y aquel antiguo soldado de primera, negro, cuya especialidad militar había sido transportar la plataforma de base de un mortero pesado, resultó merecer negociaciones a los más elevados niveles diplomáticos. Los norteamericanos querían que volviese para castigarle. Los chinos dijeron que el castigo debía ser breve y casi simbólico, y que debería incorporarse casi de inmediato a la vida civil normal… de lo contrario, no le dejarían irse. Los norteamericanos dijeron que Lawes tendría que hacer algún tipo de declaración pública explicando por qué había vuelto. Después, comparecería ante un tribunal militar, le condenarían a una pena de cárcel de menos de tres años y le expulsarían del Ejército, con pérdida de todas las pagas y beneficios. Los chinos contestaron que Lawes había hecho promesa de no hablar nunca en contra de la República Popular China, que le había tratado bien. No le dejarían marchar si se le obligaba a romper aquella promesa. Insistieron también en que no debía cumplir ninguna pena de prisión, y que debían pagarle lo del tiempo que había sido prisionero de guerra. Los norteamericanos contestaron que tendría que cumplir un período de cárcel, puesto que ningún Ejército podía consentir que quedase impune un delito de deserción. Podrían tenerle preso durante el período previo al juicio. Luego le condenarían a una pena equivalente al tiempo que había sido prisionero de guerra, le deducirían luego el tiempo que había sido prisionero de guerra, y le mandarían a casa. En cuanto a las pagas atrasadas, era algo que no cabía siquiera plantearse.

Y ése fue el trato.

—Querían a toda costa que volviera, sabe —me dijo—. Les ponía muy nerviosos mi caso. No podían soportar que un norteamericano, aunque fuese negro, pensase un instante siquiera que Norteamérica podía no ser el mejor país del mundo.

Le pregunté si había oído hablar alguna vez del doctor Robert Fender, que había sido condenado por traición durante la guerra de Corea, y que estaba entonces precisamente allí, en aquella cárcel, tomándole las medidas a Virgil Greathouse para el uniforme.

—No —dijo—. No supe de nadie más con el mismo problema. Nunca me lo planteé como un club ni nada parecido.

Le pregunté si había visto alguna vez a la legendaria señora de Jack Graham, hijo, accionista mayoritaria de la RAMJAC Corporation.

—Eso es como preguntarme si he visto a Dios —dijo.

Hacía ya cinco años, por entonces, que la viuda de Graham no aparecía en público. Su aparición más reciente había sido en un Juzgado de la ciudad de Nueva York, donde un grupo de accionistas de la RAMJAC había demandado a ésta exigiendo pruebas de que la viuda aún seguía viva. Recuerdo que los artículos de los periódicos sobre el tema divirtieron muchísimo a mi esposa. «Ésta es la Norteamérica que yo amo —decía ella— ¿por qué no puede ser así siempre?»

La señora Graham entró en el Juzgado con un abogado, pero con ocho guardaespaldas uniformados de Pinkerton, Inc., subsidiaria de la RAMJAC. Uno de ellos llevaba un amplificador con altavoz y micrófono. La señora Graham vestía un voluminoso caftán negro, con el capuchón puesto y cerrado por delante, de modo que podía mirar pero nadie podía ver lo que había dentro. Sólo se le veían las manos. Otro agente de Pinkerton llevaba un tampón, papel y una copia de las huellas dactilares de la señora Graham, procedente de los archivos del FBI. El FBI disponía de sus huellas dactilares desde que la habían condenado por conducir en estado de embriaguez en Frankfort, Kentucky, en 1952, poco después de la muerte de su marido. Le habían concedido libertad condicional. Por entonces acababan de echarme a mí del gobierno.

Conectaron el amplificador y se deslizó el micrófono en el interior del caftán de la señora Graham, para que la gente pudiera oír lo que decía. Demostró que era quien decía ser poniendo sus huellas dactilares y haciendo que las comparasen con las que poseía el FBI. Declaró, bajo juramento, que gozaba de excelente salud física y mental… y que controlaba a los altos cargos de la empresa, pero nunca por contacto personal directo. Cuando les daba instrucciones por teléfono, utilizaba una clave para identificarse. Esta clave se cambiaba a intervalos regulares. Recuerdo que dijo, a petición del juez, una de las claves y parecía tan llena de magia que se me quedó grabada. La clave era: «Zapatero.» Confirmaba todas las órdenes que daba por teléfono con una carta manuscrita suya. Al final de cada carta, no sólo iba su firma sino una serie completa de huellas dactilares de sus ocho deditos y sus dos Pulgarcitos. Llamaba a esto «Mis ocho deditos y mis dos Pulgarcitos».

En fin. No había duda de que la señora de Jack Graham estaba viva, y tenía libertad de nuevo para desaparecer.

—He visto al señor Leen varias veces —dijo Cleveland Lawes.

Hablaba de Arpad Leen, el comunicativo y muy sociable presidente y director del consejo de administración de la RAMJAC Corporation. Se convertiría luego en mi jefe supremo y también en el jefe supremo de Cleveland Lawes, cuando ambos pasáramos a formar parte de la plantilla de la RAMJAC. Y he de decir que Arpad Leen es el ejecutivo más capaz, informado, inteligente y responsable bajo cuyas órdenes haya tenido yo el privilegio de servir. Es un genio en la adquisición de empresas y en la tarea de conseguir mantenerlas vivas después.

Recuerdo que solía decir: «Si no puede usted llevarse bien conmigo, es que no puede llevarse bien con nadie.»

Y era verdad, era verdad.

Lawes dijo que Arpad Leen había ido a Atlanta precisamente hacía dos meses y que le había llevado él en la limusina. Había quebrado toda una cadena de tiendas nuevas y de hoteles de lujo en Atlanta y Leen había intentado adquirirlos para la RAMJAC. Pero le había ganado en la subasta un culto religioso surcoreano.

Lawes me preguntó si tenía hijos. Le dije que tenía uno que trabajaba para el New York Times. Se echó a reír entonces y dijo que ahora mi hijo y él tenían el mismo jefe: Arpad Leen. Yo no había escuchado las noticias aquella mañana, así que tuvo que explicarme que la RAMJAC acababa de adquirir el control del New York Times y todos sus intereses subsidiarios, que incluían la segunda empresa de comida para gatos del mundo.

—Cuando vino conmigo el señor Lee —dijo Lawes— me explicó que iba a pasar eso. Lo que él quería era esa empresa de comida para gatos… no el New York Times.

Por fin entraron en el asiento de atrás de la limusina los dos abogados. No estaban deprimidos en absoluto. Venían riéndose de aquel guardia que se parecía al presidente de los Estados Unidos.

—Me dieron ganas de decirle —comentaba uno—. «Señor presidente, ¿por qué no le perdona usted ya de una vez? Ya ha sufrido bastante, y aún le daría tiempo a jugar una buena partida de golf esta tarde.»

Uno de ellos se probó la barba postiza y el otro dijo que se parecía a Carlos Marx. Y siguieron con cosas parecidas. No manifestaban la menor curiosidad por mí. Cleveland Lawes les explicó que había ido a visitar a mi hijo. Me preguntaron por qué estaba mi hijo allí y les dije: «Fraude postal.» Ése fue el final de la conversación.

Así que salimos hacia Atlanta. Recuerdo que había un curioso objeto embutido, por medio de una copa de succión, a la guantera, delante de mí. Salía de la copa, y apuntaba a mi esternón, un chisme que parecía unos treinta centímetros de manguera verde de jardín. Y al final del tubo había una rueda de plástico blanca del tamaño de un plato de postre. En cuanto arrancamos, empezó a hipnotizarme aquel chisme, subiendo y bajando cuando pasábamos un bache, inclinándose hacia un lado y luego hacia el otro en las curvas.

En fin, pregunté qué era aquello. Era un volante de juguete. Lawes tenía un hijo de siete años que le acompañaba a veces en sus viajes. El chico podía hacer así como que conducía la limusina con el volante de plástico. Cuando mi hijo era pequeño, no había juguetes como aquél. Además, no le habría gustado. El joven Walter a los siete años ya no quería ir siquiera con su madre y conmigo.

Ya dije que era un chico listo.

Lawes dijo que podía ser muy emocionante, sobre todo si la persona que manejaba el volante auténtico iba borracha y había cruces difíciles con camiones y choques de refilón con coches aparcados y cosas así. Dijo que había que darle al Presidente de los Estados Unidos un volante como aquél el día de su toma de posesión para recordarle, y recordarle a todo el mundo, que lo único que podía hacer era fingir que conducía.

Me dejó en el aeropuerto.

Y resultó que todos los vuelos que iban a Nueva York estaban completos. No pude salir de Atlanta hasta las cinco de la tarde. No me importaba, en realidad. Me salté la comida, porque no tenía apetito. Encontré un libro de bolsillo en uno de los retretes y estuve un rato leyendo. Trataba de un hombre que, mediante una crueldad implacable, llegaba a hacerse con el control de una gran empresa multinacional. Las mujeres estaban locas por él. Él las trataba muy mal, pero ellas volvían siempre a por más. Tenía un hijo drogadicto y una hija ninfomaníaca.

Interrumpió mi lectura un francés que me habló en francés señalándome mi solapa izquierda. Al principio pensé que me había vuelto a prender fuego, aunque ya no fumaba. Luego me di cuenta de que aún llevaba la cinta roja estrecha que me identificaba como Chevalier de la Legión de Honor. La había llevado puesta, en un gesto bastante patético, durante todo el juicio, y también en mi ruta hasta la cárcel.

Le dije en inglés que aquello había venido con el traje, que yo había comprado de segunda mano, y que no tenía ni idea de lo que significaba.

Se puso muy serio. Permettez-moi, monsieur, dijo, y sacó diestramente la cinta de la solapa como si fuera un insecto posado allí.

Merci —dije, y volví a mi libro.

Cuando por fin hubo una plaza de avión para mí, vocearon varias veces mi nombre por los altavoces: «Señor Walter F. Starbuck, señor Walter F. Starbuck…» Había sido un nombre famoso en otros tiempos; pero no pude entonces ver que nadie pareciese reconocerlo, que enarcase las cejas en conjetura maliciosa.

Dos horas y media después, me encontraba en la isla de Manhattan, la trinchera puesta para protegerme del fresco del anochecer. Se había ocultado el sol. Contemplaba el vistoso escaparate de una tienda que vendía sólo trenes de juguete.

No era que no tuviese dónde ir, en realidad. Estaba cerca del sitio al que me dirigía. Había escrito con antelación. Había reservado una habitación sin baño ni televisor por una semana, pagando por adelantado… en el Hotel Arapahoe, tan elegante en otros tiempos, que se había convertido en asilo y burdel improvisado, a un minuto de Times Square.