7

Estaba sentado ya en un banco de parque sin protección junto a la autopista, frente a la prisión. Esperaba el autobús. Tenía a mi lado una maleta de color castaño, de lona y cuero, diseñada para oficiales del Ejército. Me había acompañado constantemente en Europa durante mis días de gloria. Sobre ella había una vieja trinchera, también de mis días de gloria. Estaba completamente solo. El autobús se retrasaba. De vez en cuando, tanteaba los bolsillos del traje, cerciorándome de que tenía los documentos de mi liberación, el certificado del gobierno que me daba derecho a un viaje de ida en clase turística de Atlanta a Nueva York, mi dinero y mi título de doctor en coctelería. El sol caía a plomo sobre mí.

Tenía trescientos doce dólares y once centavos. Doscientos cincuenta en un cheque del gobierno, por lo que resultaba difícil que pudieran robármelo. Era todo dinero mío. Después de las meticulosas sumas y restas que había hecho con mis ingresos desde la detención, aquello era, hasta el último céntimo, indiscutiblemente mío: trescientos doce dólares y once centavos.

Allí estaba yo, pues, listo para incorporarme de nuevo al Sistema de Libre Empresa. Allí estaba yo libre de nuevo de la protección y el cobijo del gobierno federal.

La última vez que me había pasado esto había sido en Milnovecientos Cincuentaitrés, a los dos años de que Leland Clewes fuese a la cárcel por perjurio. Se habían encontrado por entonces docenas de testigos más que declararon contra él… y perjudicándole aún más. Yo sólo le había acusado de pertenecer al partido comunista antes de la guerra, lo cual me había parecido más o menos tan tremendo en un miembro de la generación de la Depresión, como haber participado en una cola del pan. Pero hubo otros dispuestos a jurar que Clewes había sido comunista durante toda la guerra, y que había facilitado información secreta a agentes de la Unión Soviética. Yo estaba asombrado.

Aquello era nuevo para mí, desde luego, y quizás no fuese siquiera verdad. Lo más que yo habría deseado de Clewes habría sido que admitiese que yo había dicho la verdad sobre algo que, en realidad, no importaba gran cosa. Yo no deseaba destruirle ni mandarle a la cárcel. Eso bien lo sabe Dios. Y respecto a mí mismo pensaba que lo lamentaría el resto de mi vida, que jamás volvería a sentirme a gusto conmigo mismo, por aquello que había hecho involuntariamente. Pero creía, por lo demás, que la vida podría seguir igual que antes.

Cierto: me habían trasladado al Ministerio de Defensa, dándome un trabajo menos delicado, el de tabular las preferencias de los soldados de las diversas razas y religiones principales del país, y de diversos orígenes económicos y educativos, respecto a los diversos tipos de raciones de campo, algunas nuevas y experimentales. Este tipo de trabajo, que actualmente hacen las computadoras a la velocidad de la luz, sin cerebro ni vista ni cuidado, aún se hacía en aquellos tiempos a mano. Yo y mi equipo parecemos ahora tan arcaicos como los monjes cristianos que iluminaban manuscritos con pinceles y láminas de oro y plumas de ave.

Cierto: la gente que trataba conmigo en el trabajo, tanto inferiores como superiores, pasaron a adoptar una actitud más formalista, más correcta y fría en su trato conmigo. Ya no tenían tiempo, al parecer, para chistes, para contar cosas de la guerra. Todas las conversaciones eran escuetas, prácticas. Luego, era hora de volver al trabajo. Atribuí esto, por entonces, e incluso le comenté a mi pobre mujer que me parecía admirable, el espíritu de aquellas nuevas fuerzas armadas sobrias, sensibles, sumamente móviles y totalmente profesionales que estábamos creando. Serían un relámpago con el que podríamos hacer evaporarse cualquier nuevo Hitler que surgiese en cualquier parte del mundo. En cuanto hubiese un pueblo que perdiese su libertad, allí estarían los Estados Unidos de Norteamérica para devolvérsela.

Y cierto: mi vida social y la de Ruth pasaron a ser algo menos activas de lo que yo le había prometido a ella en Nuremberg. Yo había proyectado para ella un teléfono en nuestra casa que no dejaría de sonar nunca, con viejos camaradas míos al otro lado del hilo. Camaradas que querrían comer y beber y hablar toda la noche. Estarían en lo mejor de su carrera al servicio del gobierno entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco, como yo… tan hábiles y veteranos y diplomáticos y listos, y en el fondo duros como clavos, que serían, en realidad, el corazón y la cabeza de sus organizaciones, fuese cual fuese el puesto que ocupasen teóricamente en el escalafón.

Le había prometido a Ruth que llegarían de importantes puestos en Moscú, en Tokio, en su ciudad natal, en Viena, en Yakarta y en Tomboctú y en Dios sabe dónde. ¡Qué historias podrían contarnos del mundo, de lo que estaba pasando realmente! Nos reiríamos, y tomaríamos una copa más y etcétera, etcétera. Y, por supuesto, la gente del país nos importunaría por nuestras amistades interesantes y cosmopolitas y también por la información de que dispondríamos.

Ruth decía que a ella no le importaba nada que no sonase nuestro teléfono: que, si no fuera por el hecho de que mi trabajo exigía que fuese localizable a todas las horas del día y de la noche, ella preferiría no tener teléfono en casa. En cuanto a las conversaciones con gente supuestamente bien informada hasta altas horas de la noche, decía que no le gustaba acostarse más tarde de las diez, y que en el campo de concentración había oído suficiente información supuestamente confidencial como para que le durase el resto de sus días, y más aún. «Walter, yo no soy una de esas personas —decía— que considera necesario saber siempre, teóricamente, lo que en realidad está pasando.»

Puede que Ruth quisiera protegerse ante la amenaza de tormenta inminente, o, más en concreto, la amenaza del pesado silencio que empezaba a envolvernos, volviendo durante el día, cuando yo estaba en el trabajo, a aquel entusiasmo a lo Ofelia que había sentido después de su liberación, cuando se imaginaba como un pájaro completamente a solas con Dios. No se olvidaba del niño, que tenía cinco años cuando Leland Clewes fue a la cárcel. Siempre estaba limpio y bien alimentado. Ruth no se dedicaba a beber en secreto. Pero, sin embargo, sí empezó a comer mucho.

Y esto me lleva al tema de las medidas del cuerpo otra vez, algo que no me gusta mucho analizar… porque no quiero darle más importancia de la que merece. Las medidas del cuerpo pueden resultar notables por sus variaciones respecto a las normas aceptadas, pero aun así, no explican casi nada de la vida que se lleva dentro de esos cuerpos. Yo, como ya he confesado, soy lo bastante pequeño para haber sido timonel. Eso no quiere decir nada. Y, cuando Leland Clewes compareció ante un tribunal por perjurio, mi mujer, aunque solo medía uno cincuenta de estatura, pesaba unos sesenta y cuatro kilos.

Amén.

Salvo por esto: nuestro hijo llegó muy pronto a la conclusión de que su famoso padrecito y su gorda madre extranjera eran para él tales cargas sociales que pasó a explicar a algunos compañeros de juego del barrio que era un niño adoptado. Una vecina invitó a mi mujer a tomar café durante el día exactamente una vez y con este propósito: descubrir si sabíamos quiénes eran los verdaderos padres del niño.

Paz.

Así que pasó un intervalo respetable después de que enviasen a Leland Clewes a presidio. Dos años, como digo… y luego me llamaron a la oficina del subsecretario del ejército, Shelton Walker. No nos habíamos visto nunca. Él nunca había estado al servicio del gobierno. Era de mi edad. Había estado en la guerra y le habían ascendido a comandante de artillería de campo y había hecho los desembarcos del norte de África y luego, el Día D, el de Francia. Pero era básicamente un hombre de negocios de Oklahoma. Alguien me diría más tarde que era propietario de la distribuidora de neumáticos más importante de aquel estado. Y aún más sorprendente para mí: Era republicano, pues había pasado a ocupar la Presidencia del país el general de los ejércitos, Dwight David Eisenhower: el primer republicano que ocupaba tal cargo en veinte años.

El señor Walker deseaba expresar, según dijo, la gratitud que debía sentir todo el país hacia mí por mis años de fieles servicios tanto en la guerra como en la paz. Dijo que yo tenía dotes de ejecutivo que sin duda habrían sido recompensadas mucho más generosamente si las hubiese aplicado a la industria privada. Se había iniciado una campaña de reducción de gastos, me dijo, y el puesto que yo ocupaba iba a eliminarse. Se eliminaban muchos puestos, así que no podía trasladarme a otro lugar, por mucho que quisiese. En suma, quedaba despedido. Ni siquiera ahora soy capaz de saber si estaba siendo cruel o no cuando me dijo, levantándose y tendiéndome la mano:

—Ahora puede usted vender sus considerables dotes, señor Starbuck, por su auténtico valor, en el mercado libre del sistema de libre empresa. ¡Buena caza! ¡Buena suerte!

¿Qué sabía yo de la libre empresa? Sé mucho ahora sobre ella, pero entonces no sabía nada. Sabía tan poco de ella entonces que durante varios meses llegué a pensar que la industria privada pagaría realmente muchísimo por un ejecutivo para todo servicio como yo. Durante aquellos primeros meses de desempleo expliqué a mi pobre mujer que sí, que sin duda era una opción que teníamos, si todo lo demás fracasaba: que yo podría alzar los brazos en cualquier momento como un hombre crucificado, como si dijésemos, y dejarme caer de espaldas en la General Motors o en la General Electrics o en otra cosa así. Una prueba de la bondad de esta mujer hacia mí: jamás me preguntó por qué no lo hacía inmediatamente si era tan fácil… nunca me pidió que le explicase exactamente, por qué, consideraba yo que había algo tonto y no del todo digno en la industria privada.

—Quizás tengamos que ser ricos, aunque no queramos —recuerdo que le dije una vez por entonces. Mi hijo tenía seis años y estaba escuchando… y era lo bastante mayor, seguro, para reflexionar sobre esta paradoja. ¿Tendría algún sentido para él?

Entre tanto, yo visitaba y telefoneaba a conocidos de otros departamentos, bromeando sobre mi situación de «libertad temporal», como dicen los actores en paro. Podría haber sido un hombre con una herida cómica, como un ojo morado o un dedo gordo del pie roto. Además: todas mis amistades eran demócratas como yo, lo cual me permitía presentarme como una víctima de la estupidez y el espíritu vengativo de los republicanos.

Pero, desgraciadamente, hasta entonces la vida había sido para mí una especie de danza virginiana, en que los amigos me iban pasando de trabajo en trabajo, y ahora nadie daba con un puesto vacante en ningún sitio. Las vacantes se habían vuelto de pronto cosas tan extintas como los pájaros dodó.

Terrible.

Pero los viejos camaradas se comportaban con tanta naturalidad y educación conmigo que ni siquiera ahora podría decir que me estuviesen castigando por lo que le había hecho a Leland Clewes… si no hubiese pedido ayuda al fin a un viejo arrogante que no trabajaba en el gobierno, quien, ante mi asombro, se mostró muy deseoso de manifestar el desprecio que sentía por mí y de explicarlo con detalle. Me refiero a Timothy Beame. Había sido viceministro de Agricultura con Roosevelt antes de la guerra. Me había ofrecido mi primer trabajo en el gobierno. Era también un hombre de Harvard y había tenido una beca Rhodes. Tenía por entonces setenta y cuatro años y era presidente en activo de Beame, Mearns, Weld & Weld, el despacho jurídico más prestigioso de Washington.

Le pregunté por teléfono si quería comer conmigo. Rechazó la invitación. Casi todos se negaban a comer conmigo. Dijo que podía verme media hora al final de la tarde, pero que no veía de qué podríamos tener que hablar.

—Le seré franco, señor —dije—. Busco trabajo… quizás una fundación o un museo, algo así.

—Ooooooohhh… así que busca trabajo, ¿eh? —dijo—. Sí… de eso podríamos hablar. Bueno, pues venga. ¿Cuántos años hace que no teníamos una buena charla usted y yo?

—Trece años, señor —dije.

—Ha llovido mucho en trece años.

—Sí, señor —dije yo.

—Ta-ta —dijo él.

Fui lo bastante imbécil para asistir a la cita.

Me recibió con una actitud esmeradamente cordial y falsa desde el principio. Me presentó a su joven secretario, le explicó que yo había sido un joven muy prometedor, dándome al mismo tiempo palmadas en la espalda. Aquel hombre quizás no hubiese dado palmadas en la espalda a nadie en toda su vida.

Cuando entramos en su empanelada oficina, Timothy Beame me indicó una silla de club de cuero, diciendo: «Siéntese, siéntese.» He aludido recientemente a esa misma expresión supuestamente humorística, como habrán advertido, en el relato de ciencia ficción del doctor Bob Fender, sobre el juez de Vicuna que quedó unido para siempre a mí y a mi destino. También: dudo que Timothy Beame hubiese dirigido jamás tan necia expresión a nadie nunca. Era un viejo torpe y tosco, por otra parte… majestuoso por accidente como yo era por accidente pequeño. Sus grandes manos sugerían la idea de que hubiese esgrimido un espadón de doble hoja mucho tiempo atrás, y que ahora se moviese en defensa de la verdad y de la justicia. Sus cejas blancas eran una espesura ininterrumpida de un lado a otro, y cuando se sentó al escritorio, agachó la cabeza para mirarme y hablarme a través de aquel seto.

—Es innecesario que le pregunte qué ha estado haciendo usted últimamente —dijo.

—Lo es, señor… creo que lo es —dije.

—Usted y el joven Clewes han logrado hacerse tan famosos como Mutt y Jeff —dijo.

—Muy a nuestro pesar —dije yo.

—Eso espero. Espero, desde luego, que haya habido bastante pesar —dijo.

Y a este hombre sólo le quedaban unos dos meses de vida. No había tenido ni un indicio, que yo sepa. Se decía, después de su muerte, que le habrían nombrado para el Tribunal Supremo si hubiera logrado vivir hasta cuando llegase otro demócrata a la Presidencia.

—Si lo siente de veras —continuó—, espero que sepa de qué se aflige en concreto.

—¿Cómo…? —dije.

—¿Creían que sólo les afectaba a Clewes y a usted? —dijo.

—Sí, señor —dije yo—. Y a nuestras esposas, claro. Yo lo decía en serio. Soltó un sonoro gruñido.

—Eso no debería habérmelo dicho usted —dijo.

—¿Cómo…? —dije yo.

—Es usted un mequetrefe, un aborto de Harvard, un pobre mierda de tercera clase —dijo, y se levantó—. ¡Usted y Clewes han destruido la buena reputación de la generación de funcionarios públicos más idealista e inteligente que ha tenido este país! Dios mío… ¿a quién puede interesarle ahora lo que les pase a usted o a Clewes? ¡Lástima que esté en la cárcel! ¡Lástima que no podamos encontrarle a usted otro trabajo!

También yo me levanté.

—No quebranté la ley, señor —le dije.

—La cosa más importante que se enseña en Harvard —dijo— es que un hombre puede obedecer todas las leyes y aun así ser el peor delincuente de su época.

No dijo dónde ni cuándo se enseñaba esto en Harvard. Para mí era nuevo.

—Señor Starbuck —dijo—, por si no lo ha advertido: hemos pasado recientemente por un conflicto mundial entre el bien y el mal, durante el cual nos acostumbramos a ver playas y campos plagados de cadáveres de nuestros muertos, de nuestros intachables y valerosos muertos. ¿Cree usted que voy a tener ahora piedad por un burócrata sin empleo, al que por mí deberían colgar y arrastrar y descuartizar, por todo el daño que ha hecho a este país?

—Yo sólo dije la verdad —estaba congestionado. Estaba mareado de terror y vergüenza.

—Dijo usted una verdad parcial —dijo él—. ¡A la que se ha dado validez general! «Los funcionarios públicos cultos y compasivos son casi seguro espías rusos.» Eso es lo único que dicen los viejos estafadores y embaucadores semianalfabetos que quieren recuperar el gobierno, que creen que les pertenece por derecho. Sin las estupideces simbióticas de usted y de Leland Clewes, jamás habrían establecido esa conexión entre traición, piedad y talento. ¡Ahora quítese de mi vista!

—Señor —dije. Habría huido si hubiera podido, pero estaba paralizado.

—¡Es usted otro imbécil más que, por estar en el lugar inadecuado en el momento inadecuado —dijo—, logró que retrocediese un siglo el humanitarismo! ¡Lárguese!

Muy fuerte, sí.