El juez del relato del doctor Bob Fender intenta determinar cuál de los filósofos del centro de meditación es el más sabio y el más feliz. Decide que es un viejecito que está sentado en un catre de un dormitorio de la segunda planta. El viejecito está tan entusiasmado con sus pensamientos, por lo que se ve, que da tres palmadas cada poco.
Así que el juez entra por el oído de este viejecito e inmediatamente se pega a él para siempre, se pega a él, según el relato, «… tan firmemente como la fórmica a la plancha de un mostrador». Y qué oye en la cabeza de aquel viejecillo sino esto:
Sally estaba en el jardín
las cenizas rebuscando
cuando un pedo se tiró
la pierna cual hombre alzando…
Etcétera.
Una historia muy interesante. Hay un rescate de la hija que se ha convertido en el alma de una roca lunar, y muchas otras cosas. Pero la verdadera historia de cómo llegó su autor a cometer el delito de traición en Osaka es un digno rival, en mi opinión, en cuanto a relato o historia. Bob Fender se enamoró de la espía norcoreana, la imitadora de Edith Piaf, desde una distancia de siete metros, en un club nocturno frecuentado por oficiales norteamericanos. No se atrevió nunca a acercarse más ni a mandarle flores o una nota, pero, noche tras noche, estaba allí, en la misma mesa, contemplándola. Siempre estaba solo y por lo general era el hombre más alto, con mucho, del club, así que la cantante, cuyo nombre artístico era simplemente «Izumi», preguntó a otros norteamericanos quién y qué era Fender.
Era inspector de carne y virgen, pero sus compañeros, los demás oficiales, quisieron divertirse un poco y le explicaron a Izumi que estaba siempre solitario y lúgubre porque tenía un trabajo muy secreto y muy importante. Le dijeron que estaba al mando de una unidad especial que guardaba bombas atómicas. Aunque, le dijeron, que, si ella le preguntaba, él diría que era inspector de carne.
Así que Izumi se puso a trabajar. Se sentó en su mesa sin que él se lo pidiera. Le metió la mano por la camisa y le acarició las tetillas y demás. Le contó que le gustaban los hombres altos y callados, y que todos los demás norteamericanos hablaban demasiado. Le suplicó que la llevase a casa con él cuando el club cerrase a las dos en punto de aquella madrugada. Quería saber dónde estaban las bombas atómicas, claro. En realidad, en Japón no había bombas atómicas. Estaban en cargueros aéreos y en Okinawa, etc. Durante el resto de la velada, ella se dedicó a cantarlo todo directamente para él y para nadie más. Él estuvo a punto de desmayarse de alegría y de vergüenza.
Tenía un jeep fuera.
Cuando Izumi entró en el jeep a las dos de la madrugada, dijo que no sólo quería ver dónde vivía su americanote, sino también dónde trabajaba. Él le dijo que eso era muy fácil, pues vivía y trabajaba en el mismo sitio. Y la llevó a un muelle de intendencia del Ejército norteamericano de Osaka, en el centro del cual había un gran barracón. En uno de los extremos del barracón había unas cuantas oficinas. En el otro extremo había un apartamento de dos habitaciones, para el veterinario residente. En medio, había grandes congeladores de carne refrigerada, llenos de reses sacrificadas que Fender había inspeccionado o tenía que inspeccionar. Había una valla por la parte que daba a tierra y un guardia a la entrada; pero, según se descubrió en el juicio, la disciplina dejaba bastante que desear. El guardián creía que lo único que tenía que vigilar era que no saliese alguien de allí con un pedazo de carne.
Así que el guardián, a quien el tribunal militar absolvería, se limitó a hacer señas al señor Fender para que pasara en su jeep. No se dio cuenta de que en el suelo de éste iba tendida una mujer que no tenía permiso para entrar.
Izumi quiso ver lo que había dentro de los congeladores de carne, y Bob se lo enseñó de muy buena gana. Cuando llegaron al apartamento que quedaba en el extremo exterior del muelle, ella se dio cuenta de que en realidad Bob era sólo un inspector de carne.
—Pero ella fue tan amable —me explicó una vez Fender— y yo lo fui también, aunque no esté bien decirlo, que se quedó a pasar la noche de todas formas. Yo estaba muy asustado, claro, porque nunca había hecho el amor. Pero luego me dije: «Un momento, calma. Tú siempre has sido muy bueno con todos los animales. Prácticamente, desde que naciste. Procura tenerlo en cuenta: lo que tienes aquí es otro lindo animalito.»
Según se descubrió en el juicio de Fender, él y otros miembros del cuerpo veterinario parecían soldados, pero no habían sido adiestrados para pensar como soldados. Parecía innecesario, dado que todo lo que tenían que hacer era inspeccionar carne. El último veterinario que participó en un combate directo fue, al parecer, uno que murió en la batalla de Little Bighorn, en la Última Carga de Custer. Además, en el Ejército tendían a mimar a los veterinarios porque era muy difícil reclutarles. Podían ganar fortunas ejerciendo, sobre todo en las ciudades, cuidando animales domésticos. Por eso le daban a Fender aquel apartamento particular tan agradable al extremo del muelle. Él inspeccionaba carne. Mientras lo hiciese, a nadie se le ocurriría inspeccionarle a él.
—Si hubiesen registrado mi apartamento —me contó— no habrían encontrado ni una mota de polvo.
Habrían encontrado, eso sí, según él, «una de las mejores colecciones particulares de tejidos y cerámica japoneses de Osaka».
Estaba entusiasmado con la sutileza y la delicadeza de los objetos japoneses. Su furor coleccionista sin duda era una forma de disculparse, entre otras cosas, por sus inmensas, y para él inútiles manos, y sus pies y todo lo demás.
«Izumi no hacía más que mirarme a mí y mirar aquellas cosas tan bellas que tenía yo en las estanterías y en las paredes… en los aparadores y en los cajones —me contó una vez—. Si hubieras visto cómo cambiaba su expresión mientras lo miraba, estarías de acuerdos conmigo cuando digo, aunque sea muy presuntuoso por mi parte, que se enamoró de mí.»
A la mañana siguiente, Fender preparó el desayuno sólo con utensilios japoneses, aunque era un desayuno americano: tocino de hebra y huevos. Ella se quedó acurrucada en la cama mientras él cocinaba. Y a Fender le recordó a una cervatilla que había criado de pequeño. No era una idea nueva. Había estado toda la noche cuidando a aquella cervatilla. Puso la radio, que estaba conectada con la red de las Fuerzas Aéreas. Esperaba poder oír música. Pero oyó noticias.
La más importante era que aquella misma noche había sido desarticulada una red de espías en Osaka. Habían encontrado su radiotransmisor. Sólo quedaba por detener uno de los miembros de la red, que era una mujer que se hacía llamar «Izumi».
Fender, según su propio relato, había «… penetrado en un universo alternativo por entonces». Se sentía mucho más en casa en aquel nuevo universo que en el viejo, simplemente porque ahora estaba emparejado con una mujer y, por tanto, no estaba dispuesto a volver jamás al viejo. Lo que Izumi le explicó de su lealtad a la causa comunista no le pareció que fueran ideas enemigas. «Era sólo sentido común por parte de una buena persona de un universo alternativo», decía.
Así que la tuvo escondida y le dio de comer durante once días, procurando, por todos los medios, no olvidar sus propios deberes. Al onceavo día, fue tan despistado e inocente como para preguntarle a un marinero de un barco de Nueva Zelanda, que estaba descargando caña, si estaba dispuesto a sacar del país a un chica por mil dólares. El marinero informó de ello a su capitán y el capitán lo comunicó a las autoridades norteamericanas. Fender e Izumi fueron detenidos inmediatamente; les separaron y jamás volvieron a verse.
Fender nunca pudo saber qué fue de ella. Desapareció. El rumor más digno de crédito era el de que la habían entregado ilegalmente a agentes surcoreanos, que la habían trasladado a Seúl… donde la habrían ejecutado sin juicio.
Fender no lamentaba nada de lo que había hecho.
En aquel momento, tenía en la mano los pantalones de mi traje de civil, un traje gris de raya muy fina. Me los mostraba. Me preguntó si recordaba aquella quemadura grande de cigarrillo que tenía en la entrepierna.
—Sí —dije.
—A ver si la encuentras.
No pude. Ni pude encontrar ningún otro agujero en el traje. Lo había enviado, a sus expensas, a un sitio de Atlanta en que hacían zurcidos invisibles.
—Esto, querido Walter —dijo—, es mi regalo de despedida.
Yo sabía que casi todo el mundo recibía un regalo de despedida de Fender. Pocas otras cosas podía hacer con todo el dinero que ganaba con sus relatos de ciencia ficción. Pero el zurcido de mi traje era, con mucho, el regalo más personal y más considerado de que yo había oído hablar. Me quedé anonadado. Podía haber llorado. Así se lo dije.
Antes de que pudiera contestarme, se oyeron gritos y rumor de carreras en las oficinas de la parte delantera del edificio… oficinas cuyas ventanas daban a la autopista de cuatro canales de fuera. Se creía que había llegado a la entrada Virgil Greathouse, el antiguo ministro de Sanidad, Educación y Bienestar. Era una falsa alarma.
Clyde Carter y el doctor Fender salieron corriendo a la zona de recepción para poder ver también. En la prisión no había ninguna puerta cerrada con llave. Fender podría haber seguido corriendo fuera, si hubiera querido. Clyde no tenía armas, ni tampoco los demás guardianes. Si Fender hubiera hecho una tentativa de fuga, quizás alguien hubiera intentado detenerle, pero lo dudo. Habría sido la primera tentativa de fuga de aquella cárcel en sus veintiséis años de historia, y nadie habría sabido muy bien qué hacer.
Yo no sentía curiosidad por la llegada de Virgil Greathouse. Su llegada, como la de cualquier otro preso nuevo, sería una especie de ejecución pública. No quería verle, ni ver a nadie degradarse, convertirse en menos que un hombre. Así que me quedé solo en la sala de suministros. Agradecí aquella intimidad accidental que se me proporcionaba. La aproveché. Hice lo que quizás fuese el acto físico más obscenamente íntimo de toda mi vida. Di a luz a un viejecillo decrépito y patético al hacer esto: ponerme mis ropas de civil.
Eran éstas unos calzoncillos blancos de velarte y unos calcetines negros hasta media pantorrilla de una tienda de ropa de caballeros de Chevy Chase. Después, una camisa blanca de unos almacenes de Washington. Luego mi traje de raya fina de Nueva York, y una corbata con los colores del regimiento y zapatos negros del mismo sitio. Los cordones de ambos zapatos estaban rotos y arreglados con nudos. Era evidente que Fender no se había fijado en esto, porque sino aquellos zapatos habrían tenido cordones nuevos.
La prenda más antigua era la corbata. La había usado, realmente, durante la Segunda Guerra Mundial. Imaginaos. Un inglés con quien yo estaba trabajando en los planes de asistencia médica para los desembarcos del Día D me explicó que la corbata me identificaba como oficial de los Fusileros Reales Galeses.
—Fuisteis exterminados en la segunda batalla del Somme en la Primera Guerra Mundial —dijo—. Y ahora, en esta otra, han vuelto a exterminaros en El Alamein. No puede decirse que sea precisamente el regimiento más afortunado del mundo.
Las rayas son azules. Una franja ancha de azul claro bordeada de una faja estrecha de verde bosque por arriba y otra anaranjada por debajo. Llevo puesta precisamente esa corbata hoy, mientras estoy aquí sentado en mi oficina de la Down Home Record División de la RAMJAC Corporation.
Cuando Clyde Carter y el doctor Fender volvieron a la sala de suministros, yo era otra vez un civil. Me sentía tan mareado y tímido y me temblaban tanto las piernas como a cualquier otra criatura recién nacida. Aún no sabía cuál era mi aspecto. En la sala de suministros había un espejo de cuerpo entero, pero estaba vuelto hacia la pared. Fender siempre lo ponía de cara a la pared cuando esperaba a un nuevo recluso. Éste era otro ejemplo de la delicadeza de Fender. El recién llegado, si no quería, no tenía por qué ver de inmediato cómo le había transformado el uniforme.
Pero las caras de Clyde y Fender fueron espejos suficientemente claros como para indicarme que yo no parecía precisamente un alegre boulevardier del tipo, por ejemplo, del difunto Maurice Chevalier. Ocultaron la piedad que sentían con bromas. Pero no con la suficiente rapidez.
Fender fingió ser mi criado en una Embajada o algo así.
—Buenos días, señor embajador. Otro día claro y fresco —dijo—. La reina le espera a comer a la una.
Clyde dijo que no había duda de que era fácil identificar a un hombre de Harvard, que todos ellos tenían esa cosa especial. Pero como ninguno de los dos hacía ademán de volver el espejo, lo hice yo mismo.
Y he aquí lo que vi reflejado: un viejo conserje flacucho de origen eslavo. Que no estaba acostumbrado a llevar traje y corbata. El cuello de la camisa le quedaba demasiado grande. Y también el traje, que le quedaba como una carpa de circo. Parecía triste… quizás se dirigía al funeral de un pariente. No había la menor armonía entre él y su traje. Podía haber encontrado aquella ropa en el cubo de la basura de un rico.
Paz.