Casi veinte años después, Richard M. Nixon, que se había convertido en Presidente de los Estados Unidos, se preguntó de pronto qué habría sido de mí. Es casi seguro que no hubiese llegado jamás a la Presidencia, claro, si no se hubiese convertido en un personaje famoso al descubrir y perseguir al mendaz Leland Ciewes. Sus emisarios me hallarían, como ya dije, ayudando a mi esposa en el negocio de decoración que había instalado en nuestro chalecito de Chevy Chase, Maryland.
Y a través de sus emisarios, me ofreció un trabajo.
¿Cómo me sentí entonces? Orgulloso y útil. Richard M. Nixon no era sólo Richard M. Nixon, en realidad. Era también el Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, una nación a la que yo anhelaba servir otra vez. ¿Debería haberme negado, basándome en que aquella Norteamérica ya no era en realidad mi verdadera Norteamérica?
¿Debería haber insistido, por cuestión de honor, en seguir siendo, a todos los efectos prácticos, un trasto inútil en Chevy Chase?
No.
Y entonces Clyde Carter, el guardia de la prisión al que tanto rato llevaba esperando en mi catre, vino a buscarme al fin. Emil Larkin ya había renunciado por entonces a mí y se había alejado cojeando.
—Lo siento muchísimo, Walter —dijo Clyde.
—Da igual, no te preocupes —le dije—. No tengo prisa por ir a ningún sitio, y hay autobuses cada media hora.
Como no habría nadie esperándome, tendría que ir en un autobús de las Fuerzas Aéreas hasta Atlanta. Y estaba convencido además de que tendría que ir todo el camino de pie, porque los autobuses se llenaban siempre mucho antes de llegar a la parada de la prisión.
Clyde sabía de la indiferencia de mi hijo por mis sufrimientos. Todos lo sabían en la prisión. Sabían también que mi hijo era crítico de libros. Al parecer, la mitad de los presos estaban escribiendo memorias, o novelas de espías, o de intriga, o lo que fuese, así que se hablaba mucho de las críticas de libros, y sobre todo de las del New York Times.
Así que Clyde me dijo:
—Quizás no debiera decirlo, pero a ese hijo tuyo habría que matarle por no venir aquí a buscar a su padre.
—Da igual —dije yo.
—Eso dices siempre —se quejó Clyde—. Pase lo que pase, tú dices «da igual».
—Es que da igual —dije.
—Esas fueron las últimas palabras de Caryl Chessman —dijo él—. Supongo que serán también las últimas tuyas.
Caryl Chessman fue un convicto de rapto y violación, pero no un asesino, que pasó doce años esperando la muerte por ejecución en California. Hizo todas las apelaciones posibles para aplazar la ejecución, y aprendió cuatro idiomas y escribió dos libros que tuvieron mucho éxito antes de que le metiesen en un tanque hermético con ventanas y le hicieran respirar gas de cianuro.
Y sus últimas palabras fueron realmente, como decía Clyde, «da igual».
—Bueno, ahora escucha —dijo Clyde—. Cuando consigas entrar de encargado en un bar allá en Nueva York, sé que acabarás siendo el dueño del bar en dos años.
Era amabilidad suya y no sincero optimismo. Clyde intentaba ayudarme a ser valiente.
—Y cuando hayas conseguido el bar más popular de Nueva York —continuó—, espero que te acuerdes de Clyde y mandes a buscarme. Y no sólo puedo atender el bar: puedo encargarme también del aire acondicionado. Y para entonces podré arreglarte también las cerraduras.
Yo sabía que estaba pensando si apuntarse a un curso de cerrajería del Instituto de Instrucción de Illinois. Ya se había decidido, al parecer.
—¿Así que te decidiste? —dije.
—Me decidí, sí —dijo—. Hoy recibí la primera lección.
La prisión era un cuadrado hueco de barracones militares normales de dos plantas. Clyde y yo cruzábamos el inmenso campo de instrucción del centro, yo con la ropa de cama al brazo. Era allí donde los jóvenes soldados de infantería, la gloria del país, habían hecho instrucción en otros tiempos, demostrando sus ansias de vencer o morir.
También yo, pensé, había servido a la patria de uniforme, había hecho en todo momento, durante dos años, exactamente lo que la patria me pedía. Me pidió que sufriese y no que muriese.
Había rostros en algunas ventanas: débiles y viejos reclusos con el corazón mal, los pulmones mal, el hígado mal, lo que fuese. Pero sólo había otro individuo más en el campo de instrucción propiamente dicho. Arrastraba una bolsa grande de basura e iba recogiendo papeles con una púa fijada al extremo de un palo largo. Era un individuo pequeño y viejo como yo. Cuando vio que nos acercábamos, se situó entre nosotros y el edificio de oficinas, y me apuntó con la púa, indicando que tenía que decirme algo muy importante. Era el doctor Carlo Di Sanza, doctor en derecho por la Universidad de Nápoles. Se había nacionalizado norteamericano y cumplía su segunda condena por utilizar el correo para organizar un Plan Pomzi. Era un feroz patriota.
—¿Te vas a casa? —dijo.
—Sí —dije yo.
—No olvides una cosa —dijo—. Este país, te haga lo que te haga, sigue siendo el país más grande del mundo. ¿Verdad que no lo olvidarás?
—Claro, señor… no puedo olvidarlo —dije.
—Fuiste un imbécil por haber sido comunista —dijo él.
—Fue hace ya mucho tiempo —dije yo.
—En un país comunista, no hay oportunidades —dijo—. ¿Por qué querías vivir en un país sin oportunidades?
—Fue un error juvenil, señor —dije yo.
—En Norteamérica yo he sido millonario dos veces —dijo—. Y volveré a serlo.
—Estoy seguro —dije. Y lo estaba.
Simplemente iniciaría su tercer Plan Pomzi… consistente, como antes, en ofrecer a los imbéciles unos intereses enormes por el uso de su dinero. Como las veces anteriores, utilizaría la mayor parte del dinero en comprarse mansiones y Rolls Royces y lanchas rápidas y demás, pero devolviendo parte como los elevados intereses que había prometido. E irían acudiendo a él cada vez más, al enterarse por los satisfechos receptores de los réditos, y él utilizaría su dinero para pagar más réditos… y así sucesivamente.
Estoy convencido de que la mayor fuerza del doctor Di Sanza era su absoluta estupidez. Era un estafador tan eficaz porque no podía entender, ni siquiera después de una doble condena, por qué un Plan Pomzi tenía que acabar inevitablemente en catástrofe.
—Yo he hecho rica y feliz a mucha gente —dijo—. ¿Lo has hecho tú?
—No, señor… aún no —dije—. Pero nunca es demasiado tarde para intentarlo.
Me siento inclinado a creer ahora, con mi tosca idea de la economía, que todo gobierno próspero es por necesidad un Plan Pomzi. Acepta enormes préstamos que no puede devolver. De qué otro modo puedo explicarles yo a mis nietos políglotas cómo eran los Estados Unidos en los años treinta, cuando sus propietarios y políticos no podían hallar medio de que muchos de sus compatriotas ganasen aunque sólo fuese para cubrir las necesidades más básicas, como la alimentación y la ropa y el combustible. ¡Era un infierno conseguir zapatos!
Y luego, de pronto, se veía a gente que antes era pobre en clubs de oficiales, elegantemente vestida y pidiendo filet mignon y champán. Había antiguos pobres en los clubs de alistados, adecuadamente vestidos y pidiendo hamburguesas y cerveza. El hombre que dos años antes tapaba los rotos de las suelas de los zapatos con cartón, tenía de pronto un jeep o un camión o un avión, o un barco, y suministros ilimitados de combustible y municiones. Le daban gafas y le arreglaban la dentadura si hacía falta, y le inmunizaban contra todas las enfermedades imaginables; estuviese en la parte del planeta que fuera, hallaban un medio de proporcionarle pavo asado y salsa de arándanos el Día de Acción de Gracias y el día de Navidad.
¿Qué había pasado?
¿Qué podía ser aquello sino un Plan Pomzi?
Cuando el doctor Cario di Sanza se hizo a un lado y nos dejó pasar a Clyde y a mí, Clyde empezó a maldecirse por su falta de visión amplia.
—Encargado de bar, técnico en aire acondicionado, cerrajero… guardia de prisión —dijo—. Pero, ¿qué me pasa a mí?, ¿por qué pienso tan en pequeño?
Habló de su prolongado contacto con delincuentes de guante blanco, y me explicó la conclusión que había sacado:
—Los que triunfan en este país nunca piensan en cosas pequeñas.
—¿Los que triunfan? —dije, incrédulo—. ¡Estás hablando de delincuentes que están en la cárcel, por Dios!
—Sí, claro —dijo él—, pero casi todos tienen mucho dinero guardado fuera. Y aunque no lo tuvieran, saben cómo conseguir muchísimo más. Todos se las arreglan muy bien cuando salen de aquí.
—Recuérdame como una excepción —dije—. Mi mujer tuvo que mantenerme durante la mayor parte de nuestro matrimonio.
—Pero tuviste un millón de dólares —dijo—. Yo nunca he visto un millón de dólares, ni nunca lo veré, aunque viva un millón de años.
Se refería al cuerpo del delito de mi proceso por lo de Watergate, que era un baúl de camarote antiguo que contenía un millón de dólares en billetes de veinte usados y sin marcar. Era una contribución ilegal a la campaña presidencial de Nixon. Se hizo necesario ocultarlo cuando el FBI y los agentes de la oficina del fiscal especial empezaron a examinar el contenido de todas las cajas fuertes de la Casa Blanca. Mi oscura oficina del subsótano se eligió como el escondite más idóneo. Yo acepté. Y de pronto mi mujer se murió.
Y luego encontraron el baúl. La policía vino a verme. Yo conocía a quienes habían llevado el baúl a mi oficina y sabía por orden de quién actuaban. Todos eran personas de alto rango, algunos de ellos trabajando como simples porteadores. No lo dije en el juicio ni a mis propios abogados, ni a nadie, no dije quiénes eran. Por eso hube de pasar una temporada en la cárcel.
Eso había aprendido precisamente tras mi desastre mutuo con Leland Clewes: que era repugnante mandar a la cárcel a otro pobre imbécil. No había nada como declarar bajo juramento para hacer que la vida pareciese ya siempre trivial y mezquina.
Además, acababa de morir mi mujer. Me daba igual lo que pasase. Era un zombi.
Ni siquiera ahora nombraré a los malhechores del baúl. Da igual.
Sin embargo, no puedo hurtar a la historia norteamericana lo que dijo uno de los malhechores después de colocar el baúl en mi oficina. Fue esto: «¿A quién cojones se le ocurrió la idea de traer esta mierda a la Casa Blanca?»
—La gente como tú —dijo Clyde Carter— siempre se ve rodeada de millones de dólares. Si yo hubiese ido a Harvard, quizás me hubiese pasado lo mismo.
Ya se oía la música. Nos acercábamos a la sala de suministros, y la música salía de un fonógrafo que había allí. Non, je ne regrette rien, cantaba Edith Piaf. Esto significa, claro: «No, yo no lamento nada.»
La canción terminó justo cuando Clyde y yo entrábamos en la sala de suministros, así que el doctor Robert Tender, encargado de la sala de suministros y condenado a cadena perpetua, pudo explicarnos apasionadamente lo muy de acuerdo que estaba con la canción.
—Non! —dijo, rechinando los dientes, echando chispas por los ojos—, je ne regrette rien! Rien!
Como ya he dicho, era veterinario y el único norteamericano convicto de traición durante la guerra de Corea. Podrían haberle fusilado por lo que hizo, pues por entonces era teniente del Ejército de los Estados Unidos y servía en el Japón inspeccionando la carne que pasaba para los soldados de Corea. En un gesto de misericordia, el tribunal militar que le juzgó le condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Este traidor norteamericano se parecía muchísimo a un gran héroe norteamericano, Charles Augustus Lindbergh. Era alto y huesudo. Era de origen escandinavo. Era del campo. Hablaba bastante bien una especie de francés quejumbroso, de haber escuchado tanto a Edith Piaf. En realidad, no había estado prácticamente en ningún sitio fuera de la cárcel, salvo Ames, Iowa y Osaka, Japón. Era tan tímido con las mujeres, me explicó una vez, que cuando llegó a Osaka aún era virgen. Y luego se enamoró fatalmente de una cantante de un club nocturno que se hacía pasar por japonesa y cantaba imitaciones literales de los discos de Edith Piaf. Era además espía de Corea del Norte.
—Mi querido amigo, mi querido Walter Starbuck —dijo—. Dime, ¿cómo te ha ido el día de hoy hasta ahora?
En fin, le expliqué que había estado sentado en el catre con la misma canción rondándome insistente en la cabeza, la canción de Sally en el jardín revolviendo en la ceniza.
Se echó a reír. Luego, nos incluiría a mí y al incidente en uno de sus relatos de ciencia ficción que, lo digo con orgullo, aparecerá precisamente este mes en Playboy, una revista de la RAMJAC. Figura como autor Frank X. Barlow. El relato trata de un antiguo juez del planeta Vicuna, situado a dos galaxias y media de la Tierra, que ha tenido que dejar atrás el cuerpo y cuya alma va volando por el espacio, buscando un planeta habitable y un nuevo cuerpo que habitar. Descubre que apenas hay vida en el universo, pero al fin llega a la Tierra y hace su primer aterrizaje en el aparcamiento de reclutas de la Base de las Fuerzas Aéreas de Finletter, a unos cincuenta y cinco kilómetros de Atlanta, Georgia. El alma del juez puede entrar en cualquier cuerpo que quiera por el oído y darse una vuelta por el interior. Quiere un cuerpo para poder tener un poco de relación social. Según el relato, un alma sin cuerpo no puede tener vida social porque nadie puede verla y no puede tocar a nadie ni emitir sonidos. El juez cree que puede abandonar los cuerpos después de haberlos ocupado, siempre que considere los cuerpos o su destino impropios. Poco se imagina él que la composición química de los terrestres y la de los vicunianos son de tal género que una vez que entre en un cuerpo, quedará adherido a su interior para siempre. El relato incluye un breve ensayo sobre las gomas conocidas en la Tierra y dice que la más potente de ellas es la que une a los percebes adultos a las peñas o a los barcos o a los pilotes, o a lo que sea.
«Cuando son muy jóvenes —escribe el doctor Fender a través de Frank X. Barlow—, los percebes pueden flotar en la corriente o arrastrarse e ir adonde quieran, a los cuatro puntos de los siete mares y sus salobres estuarios. La parte superior de su cuerpo está cubierta por una armadura cónica. Sus piernecillas penden de los conos como badajos de campanillas de mesa.
«Pero a todo percebe la llega el momento de la madurez y entonces el cono segrega una goma que le fija para siempre a lo primero en que se pose. No es casualidad, pues, que se diga en la Tierra a un percebe pubescente o a un alma sin hogar de Vicuna: “Siéntese, siéntese.”»
El juez vicuniano del relato nos explica cómo decía la gente de su planeta nativo «hola» y «adiós» y «por favor» y «gracias», también. Era así: «ting-a-ling». Dice que allá en Vicuna, la gente podía ponerse y quitarse los cuerpos con la misma facilidad con que pueden los terrestres cambiar de ropa. Cuando estaban fuera de sus cuerpos, eran conciencias y sensibilidades ingrávidas, transparentes y silenciosas. En Vicuna no tenían instrumentos musicales, según el juez, porque los seres mismos eran música cuando flotaban fuera de sus cuerpos. Los clarinetes, las arpas, los pianos y demás no habrían tenido sentido, habrían sido artilugios para hacer torpes imitaciones de las almas etéreas.
Pero se quedaron sin tiempo en Vicuna, según el juez. La tragedia del planeta fue que sus científicos descubrieron sistemas para extraer tiempo del humus de la tierra y de los océanos y de la atmósfera… para calentar los hogares y alimentar las lanchas rápidas y fertilizar los cultivos; para comerlo; para hacerse ropa con él; etc. etc. Servían tiempo en todas las comidas, alimentaban con él a los animales domésticos, sólo para demostrar lo listos y ricos que eran. Dejaban que se pudriesen olvidados en sus desbordantes cubos de basura grandes fragmentos de tiempo.
«En Vicuna —dice el juez— vivíamos como si no existiera el mañana.»
Lo peor eran las hogueras patrióticas del tiempo, según él. En su niñez, sus padres le alzaban para que viese emocionado entre ronroneos y gorjeos cómo se prendía fuego a un millón de años de futuro para honrar a la reina en su cumpleaños. Pero cuando tenía cincuenta años, al planeta ya sólo le quedaba un futuro de unas cuantas semanas. Aparecían por todas partes grandes hendiduras en la realidad. La gente podía atravesar las paredes. Su propia lancha rápida se convirtió sólo en una rueda de timón. Aparecían agujeros en solares vacíos en que jugaban niños y los niños se caían en ellos.
Así que los vicunianos no tuvieron más remedio que salir de sus cuerpos y trasladarse al espacio sin más dilación. «Ting-a-ling», dijeron a Vicuna.
«Anomalías cronológicas y tormentas giratorias y remolinos magnéticos esparcieron y separaron por el espacio a las familias vicunianas —continúa el relato—, alejando a los unos de los otros cada vez más.» El juez consigue mantenerse durante un tiempo unido a la que había sido su bella hija. Ya no era bella, claro, porque ya no tenía cuerpo. Y al final, se descorazona, porque todos los planetas o lunas que visitan carecen de vida. Su padre, que no tienen ningún medio de retenerla, ve impotente cómo se introduce por la hendidura de una roca y se convierte en el alma de la roca. ¡Y lo hace precisamente en la Luna de la Tierra, con el más atestado de todos los planetas, a sólo trescientos sesenta mil kilómetros de distancia!
Y el juez, antes de que llegue a aterrizar en la base de las Fuerzas Aéreas, se tropieza con una bandada de zopilotes. Vuela y planea con ellos, y está a punto de entrar por la oreja de uno. Como no sabe nada de la situación social de la Tierra, aquellos comedores de carroña podían ser para él miembros de la clase dirigente.
El juez decide, por último, que la vida de la gente de la base de las Fuerzas Aéreas es demasiado ajetreada, demasiado irreflexiva para él, así que vuelve a alzarse en el aire y localiza un grupo de edificios mucho más tranquilo, y piensa que quizás sea un centro de meditación para filósofos. No tiene ningún medio de identificar el lugar como una prisión de seguridad mínima para delincuentes de guante blanco, dado que en Vicuna no había tales instituciones.
Allá en Vicuna, dice el juez, a los delincuentes de guante blanco convictos, a los que traicionan la confianza depositada en ellos les taponaban las orejas para que sus almas no pudieran salir. Luego ponían sus cuerpos en estanques artificiales llenos de excrementos… que les cubrían hasta el cuello. Y luego había unos policías especiales que se lanzaban a por ellos con lanchas rápidas de gran potencia.
El juez dice que él sentenció a esta pena concreta a cientos de personas y que los reos argüían invariablemente que ellos no habían quebrantado la ley, que no habían hecho más que violar su espíritu, quizás, y un poquito sólo. Antes de condenarles, el juez se ponía una especie de orinal en la cabeza, para que sus palabras fuesen más retumbantes y sobrecogedoras y pronunciaba esta fórmula: «No sólo violasteis el espíritu de la ley, muchachos, violasteis también su cuerpo y su alma.»
Y, según el juez, podía oírse a los policías calentando los motores de sus lanchas rápidas en el estanque que había a la salida del juzgado «vrooooong-aj, vroooom-a, va-va-va-rooooooooooooooooooom!»