Mi título oficial en la Casa Blanca de Nixon, el puesto que desempeñaba cuando me detuvieron por malversación y perjurio y por obstaculizar la acción de la justicia, era éste: asesor del presidente para asuntos de la juventud. Me pagaban treinta y seis mil dólares al año. Tenía una oficina, pero no secretaria, en el subsótano del Edificio del Departamento Ejecutivo, justo debajo, precisamente, de la oficina donde se planearon los robos con allanamiento y otros delitos en beneficio del presidente Nixon. Yo oía gente paseando arriba que alzaba a veces la voz. Mis únicos acompañantes en mi propio nivel del subsótano eran el equipo de calefacción y acondicionamiento de aire y una máquina de Coca-Cola de la que creo que sólo yo sabía. Era la única persona que la utilizaba.
Sí, y leía periódicos y revistas de universidades e institutos de secundaria, y Rolling Stone y Crawdaddy, y cualquier otra cosa que dijese hablar para la juventud. Catalogué afirmaciones políticas en letras de canciones populares. Y creía estar especialmente cualificado para aquel trabajo por haber sido yo también radical en Harvard desde mi primer curso. Y no había sido un diletante, un mero rojillo de salón. Había sido presidente de la sección de Harvard de la Liga Juvenil Comunista. Había sido codirector de un semanario radical, The Bay State Progressive. En realidad fui, abierta y orgullosamente, un comunista de los de carnet en el bolsillo hasta que Hitler y Stalin firmaron un pacto de no agresión en Milnovecientos Treintainueve. A mis ojos, cielo e infierno hacían con ello causa común contra los débiles del mundo.
Tras esto, pasé de nuevo a ser un cauto partidario de la democracia capitalista.
Tan aceptable era en otros tiempos ser comunista en este país que el que yo lo fuera no impidió que ganase una beca Rhodes para Oxford después de Harvard y consiguiese luego un puesto en el Ministerio de Agricultura de Roosevelt. ¿Qué podía tener de repulsivo, después de todo, en la Gran Depresión, precisamente, y con otra guerra más por las riquezas y mercados naturales del mundo en perspectiva, el que un joven creyese que toda persona debía trabajar según su capacidad, y ser retribuida, estuviese sana o enferma, fuese joven o vieja, valiente o cobarde, inteligente o imbécil, según sus necesidades básicas? Nadie podía considerarme un enfermo mental por pensar que no tenía por qué repetirse la guerra… que bastaba con que la gente normal de todas partes se hiciese con el control de las riquezas del planeta, disolviese los ejércitos y olvidase las fronteras nacionales; bastaba con que pasasen a considerarse hermanos y hermanas, sí, y madres y padres, también, e hijos de todo el resto de la gente normal… en todas partes. La única persona que quedaría excluida de tal amistosa y misericordiosa sociedad sería la que acaparase más riqueza de la que pudiera necesitar en un momento dado.
E incluso ahora, a la triste edad de sesenta y seis años, noto que aún me tiemblan las rodillas cuando encuentro a alguien que aún piensa que es posible que llegue el día en que habite la tierra una gran familia feliz y pacífica: la Familia del Hombre. Si me conociese ahora a mí mismo tal como era en Milnovecientos Treintaitrés, me desmayaría de respeto y de lástima.
Así pues, mi idealismo no murió ni siquiera en la Casa Blanca de Nixon, no murió siquiera en la cárcel, no murió siquiera cuando me convertí, mi empleo más reciente, en uno de los vicepresidentes del sector Down Home Records de la RAMJAC Corporation.
Sigo creyendo que es posible lograr la paz, la abundancia y la felicidad. Soy un imbécil.
Mientras fui asesor especial para asuntos de la juventud de Richard M. Nixon, desde Milnovecientos Setenta hasta mi detención en Milnovecientos Setentaicinco, en que fumaba cuatro cajetillas de Pall Mall sin filtro diarias, nadie me pidió nunca ni datos ni opiniones ni nada. Ni siquiera tenía que ir a trabajar, y podría haber aprovechado más el tiempo si me hubiera dedicado a ayudar a mi pobre esposa en el pequeño negocio de decoración de interiores que ella llevaba en nuestro domicilio, un chalecito muy pequeño que teníamos fuera, en Chevy Chase, Maryland. Los únicos visitantes que tuve en mi oficina subterránea, cuyas paredes tenían un color marrón dorado de brea de cigarrillo, fueron los agentes especiales que realizaban las operaciones de latrocinio del presidente, cuya oficina estaba sobre la mía. Un buen día tuve un ataque de tos y se dieron cuenta de que había alguien allí mismo debajo de ellos, y que podía estar oyendo todas sus conversaciones. Hicieron varias pruebas, uno de ellos gritando y pateando arriba y otro escuchando en mi oficina. Por fin se convencieron de que no había oído nada y de que yo era, en realidad, un pobre pelagatos inofensivo.
El de los gritos y patadas era un antiguo agente secreto de la CIA; escribía novelas de espías y era licenciado por la Brown University. El que escuchaba abajo era un agente del FBI que antes había sido fiscal de distrito, licenciado por la Universidad de Portham. Yo, por mi parte, como quizás haya dicho ya, era un hombre de Harvard.
Y este hombre de Harvard, que sabía perfectamente que todo lo que escribiese sería hecho pedazos y despachado sin leerlo con el resto del contenido de las papeleras de la Casa Blanca, seguía haciendo unos doscientos informes semanales o más sobre los dichos y hechos de la juventud, con notas al pie, bibliografías y apéndices y todo. Pero las conclusiones que podían extraerse de mis datos variaron tan poco a lo largo de los años que muy bien podría haber enviado el mismo telegrama al Limbo todas las semanas. Su texto habría sido:
LOS JÓVENES AÚN SE NIEGAN A ACEPTAR QUE SEA ABSOLUTAMENTE IMPOSIBLE UN DESARME MUNDIAL Y UNA IGUALDAD ECONÓMICA GENERAL. PUEDE QUE LA CULPA LA TENGA EL NUEVO TESTAMENTO (QUOD VIDE).
WALTER F. STARBUCK
ASESOR ESPECIAL DEL PRESIDENTE PARA ASUNTOS DE LA JUVENTUD
Al final de cada día de trabajo inútil allí en el subsótano, volvía a casa con la única esposa que he tenido en mi vida, que era Ruth… que me esperaba en nuestro chalecito de Chevy Chase, Maryland. Ella era judía; yo no. Así que nuestro único vástago, un hijo que hace ahora crítica literaria para el New York Times, es medio judío. Y ha complicado aún más los problemas raciales y religiosos, casándose con una cantante negra que tiene dos hijos de un matrimonio anterior. Su anterior marido era un actor cómico de variedades, de origen portorriqueño llamado Jerry Cha-cha Rivera, que pereció víctima de un disparo mientras era inocente espectador del robo de una estación de lavado de coches de la RAMJAC en Hollywood. Mi hijo ha adoptado a los niños, de modo que legalmente ahora son mis nietos, mis únicos nietos.
La vida sigue.
Mi difunta esposa Ruth, la abuela de esos niños, nació en Viena. Su familia tenía allí una librería de libros raros… antes de que se la quitaran los nazis. Era seis años más joven que yo. A su padre, a su madre y a sus dos hermanos, les mataron en los campos de concentración. A ella la escondió una familia cristiana, pero la descubrieron y la detuvieron, junto con el cabeza de familia, en Milnovecientos Cuarentaidos, así que pasó los dos últimos años de guerra en un campo de concentración, cerca de Munich, que liberaron al fin las tropas norteamericanas. Moriría mientras dormía, en Milnovecientos Setentaicuatro, de angina de pecho, dos semanas antes de mi detención. Adonde fuese yo, y no importaba cómo, allí iba mi Ruth… mientras pudo. Si me maravillaba yo de esto en voz alta, ella decía: «¿En qué otro sitio podría estar? ¿Qué otra cosa podría hacer?»
Podría haber sido una gran traductora, por ejemplo. Se le daban tan bien los idiomas como mal a mí. Yo me pasé cuatro años en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial y no conseguí dominar el alemán. Pero no había idioma europeo del que Ruth no pudiese hablar por lo menos un poco. En el campo de concentración se pasó todo el tiempo, mientras esperaba la muerte, intentando que los demás presos le enseñasen sus idiomas si no los conocía. Así logró hablar con fluidez el caló, la lengua de los gitanos, y aprendió incluso la letra de algunas canciones en vascuence. Podía haber sido retratista. Fue otra cosa que hizo en el campo de concentración. Untaba un dedo en carbonilla y dibujaba en las paredes retratos de la gente. Podía haber sido fotógrafa famosa. Cuando sólo contaba dieciséis años, tres antes de que Alemania se anexionase Austria, fotografió a unos cien mendigos en Viena, todos los cuales eran veteranos de la Primera Guerra Mundial con heridas terribles. Estas fotos se vendieron en portafolios, y encontré recientemente uno de ellos, ante mi desolado asombro, en la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Además, sabía tocar el piano, mientras que yo soy un negado para la música. Ni siquiera puedo cantar Sally en el jardín sin desafinar.
Yo era, pues, inferior a Ruth.
Cuando empezaron a irme las cosas mal de veras, en los años cincuenta y en los sesenta, en que no era capaz de conseguir un trabajo decente en ningún sitio, pese a los altos cargos que había ocupado en el gobierno, pese a conocer a tanta gente importante, fue Ruth quien salvó a aquella impopular y pequeña familia de Chevy Chase. Empezó con dos fracasos, que la deprimieron al principio, pero que luego le harían reír hasta saltársele las lágrimas. Su primer fracaso fue como pianista en un salón de cócteles. El propietario le dijo cuando la despidió que era demasiado buena, que la clientela que él tenía… «no apreciaba las cosas delicadas de la vida». Su segundo fracaso fue como fotógrafa de bodas. Sus fotografías siempre tenían un aire de catástrofe prebélica que ningún retoque podía borrar. Era como si todos los de la boda fueran a acabar en las trincheras o en la cámara de gas al poco tiempo.
Pero luego se hizo decoradora de interiores, seduciendo a los futuros clientes con acuarelas de las habitaciones que le gustaría hacerles. Y yo era su torpe ayudante: colgaba tapices, sujetaba muestras de empapelado en la pared, anotaba los avisos telefónicos de los clientes, hacía recados, recogía muestras de una cosa y otra… etc., etc. En una ocasión, quemé tapicerías de terciopelo azul por valor de mil cien dólares. No es raro que mi hijo nunca me respetase.
¿Acaso le di oportunidad de hacerlo?
Dios mío… allí estaba su madre, intentando mantener a la familia y escatimando y ahorrando para salir a flote. Y allí su padre, parado, siempre por en medio, desvalido, que acababa quemando una fortuna en tapicerías con un cigarrillo…
¡Hurra por una educación en Harvard! ¡Oh, ser el orgulloso hijo de un hombre de Harvard!
Diré también que Ruth era una mujer pequeñita… 1a piel cobriza, el pelo negro y liso, los pómulos altos y los ojos hundidos en las cuencas. La primera vez que puse la vista en ella, que fue en Nuremberg, Alemania, a finales de agosto de Milnovecientos Cuarentaicinco, ella llevaba un voluminoso mono del ejército, y la tomé por un gitanillo. Yo era un funcionario civil del Ministerio de Defensa, de treinta y dos años. No me había casado. Había sido civil toda la guerra, ejerciendo a menudo más poder real que generales o almirantes. Estaba, por entonces, en Nuremberg, echando mi primer vistazo a los desastres de la guerra. Me habían enviado a supervisar la alimentación y el albergue de las delegaciones norteamericana, inglesa, francesa y rusa que asistían a los juicios por crímenes de guerra. Antes, había organizado centros de recuperación para soldados norteamericanos en varias zonas de recreo de los Estados Unidos, así que ya sabía un poquillo del negocio hotelero.
Tenía que ser un dictador para los alemanes en cuanto a comida, bebida y camas se refiere. Mi vehículo oficial era un turismo Mercedes blanco, un descapotable de cuatro puertas con parabrisas en el asiento de atrás, además de en el delantero. Además tenía sirena. Y unas ranuras pequeñas en las defensas delanteras para poner banderas. Como es lógico, yo llevaba banderas norteamericanas. Este coche de ensueño había sido un regalo de cumpleaños de Heinrich Himniler, el creador de los campos de concentración, a su mujer, en los buenos tiempos. Yo siempre llevaba un chófer armado cuando iba en él. Recordad que mi padre había sido chófer armado de un millonario.
Y así, iba yo por la calle principal, la Konigstrasse, una tarde de agosto. El tribunal de crímenes de guerra se había instalado en Berlín, pero debía trasladarse a Nuremberg en cuanto yo pudiese arreglar allí las cosas. La calle estaba aún bloqueada por escombros en muchas zonas. La estaban despejando prisioneros de guerra alemanes que trabajaban casualmente bajo las llameantes miradas de policías militares norteamericanos negros. El ejército norteamericano aún estaba segregado en aquellos tiempos. Las unidades eran todas de blancos o de negros, salvo los oficiales, que solían ser siempre blancos. No recuerdo que esto me pareciese raro entonces. Yo no sabía nada de los negros. Entre la servidumbre de la mansión de los McCone de Cleveland no había ningún negro, ni tampoco en los centros de enseñanza a los que yo asistí. Ni siquiera cuando había sido comunista había tenido a un negro por amigo.
Cerca de la iglesia de Santa Marta, en la Königstrasse, a la que había dejado sin techo una bomba incendiaria, pararon mi Mercedes en un puesto de control. Lo dirigía un policía militar norteamericano blanco: Buscaban gente que no estuviese donde teóricamente tenía que estar, ahora que la civilización se había puesto de nuevo en marcha. Buscaban desertores de todos los ejércitos imaginables, incluido el norteamericano, y criminales de guerra aún no detenidos, y lunáticos, y delincuentes comunes, que simplemente habían huido de la línea del frente, y ciudadanos de la Unión Soviética que habían desertado pasándose a los alemanes o habían sido capturados por ellos, que serían encarcelados o fusilados si volvían a su patria. De cualquier modo, se consideraba que los rusos tenían que volver a Rusia, los polacos tenían que volver a Polonia, los húngaros a Hungría, los estonianos a Estonia, y así sucesivamente. Todos debían volver a casa, pasase lo que pasase.
Yo tenía curiosidad por saber de qué tipo de intérpretes se estaba valiendo la policía militar, pues me era difícil encontrar buenos intérpretes para mis propias operaciones. Necesitaba sobre todo individuos trilingües, que hablasen bien alemán e inglés y, además, francés o ruso. Tenía que ser, además, gente digna de confianza, educada y presentable. Así que salí del coche a ver más de cerca los interrogatorios. Para mi sorpresa, descubrí que los realizaba lo que parecía un gitanillo. Era mi Ruth, claro. Le habían cortado el pelo al cero en un centro de desinfección. Llevaba un mono militar sin ninguna insignia de unidad o rango. Era maravilloso verla intentando despertar un chispeo de comprensión en un vagabundo andrajoso que le habían puesto delante los policías militares. Debió probar con él siete u ocho lenguas, pasando de una a otra con la misma facilidad con que cambia un músico de compases y claves. No sólo eso, sino que, además, cambiaba la gesticulación también, de modo que sus manos hacían siempre los movimientos correspondientes a cada idioma.
Y de pronto, las manos del hombre también empezaron a danzar como las suyas, y los sonidos que salían de su boca eran parecidos a los que emitía ella. Según me contó Ruth más tarde, era un campesino macedonio del sur de Yugoslavia. El idioma común que habían encontrado era el búlgaro. Le habían cogido prisionero los alemanes, aunque él nunca había sido soldado, y le habían enviado a las brigadas de trabajos forzados que reforzaban las fortificaciones de la Línea Sigfrido. No había llegado a aprender alemán. Y quería irse a Norteamérica, según le dijo a Ruth, para llegar a hacerse muy rico. Le facturaron otra vez para Macedonia, supongo.
Ruth tenía entonces veintiséis años… pero llevaba siete comiendo tan mal, patatas y nabos sobre todo, que era un palito asexual. Ella, por su parte, había acudido a aquel puesto de control sólo una hora antes que yo, y los policías militares la habían obligado a hacer aquel servicio debido a los muchos idiomas que sabía. Pregunté a un sargento de la policía militar qué edad le echaba y dijo: «Quince.» Creía que era un muchacho al que todavía no le había cambiado la voz.
Conseguí meterla en el asiento trasero de mi Mercedes e interrogarla. Me enteré de que la habían librado del campo de concentración en primavera, hacía unos cuatro meses y que desde entonces había eludido a todos los organismos que la habrían ayudado muy gustosamente. Debería estar, por entonces, en un hospital para personas extraviadas. Pero ya no tenía el menor interés en confiar su destino a nadie. Su propósito era vagar sola por el campo eternamente, de un sitio a otro, en una especie de éxtasis religioso alucinante. «Nadie me roza nunca —decía— y yo nunca rozo a nadie. Soy como un ave en pleno vuelo. Es tan hermoso. Sólo existimos Dios… y yo.»
Yo pensé esto de ella: Que se parecía a la gentil Ofelia de Hamlet, que se volvió lírica y visionaria cuando la vida se volvió demasiado cruel y ya no pudo soportarla. Tengo a mano un ejemplar de Hamlet y refresco mi recuerdo del disparate que cantaba Ofelia cuando ya no podía responder inteligentemente a quienes le preguntaban cómo estaba:
La canción era así:
¿Cómo tu amor sincero
podré distinguir?
Por las sandalias,
por el sombrero,
y por el báculo
de romero.
Ay, que muerto está, señora, muerto.
Muerto está y enterrado.
En la cabeza, la verde yerba,
los pies descalzos bajo la tierra.
Etcétera, etcétera.
Ruth, una entre los millones de Ofelias que había en Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, se desmayó en mi automóvil.
La llevé a un hospital de veinte camas del Kaiserburg, el castillo imperial, que ni siquiera funcionaba oficialmente aún. Estaba destinado a personas relacionadas con los juicios de los criminales de guerra únicamente. Lo dirigía un compañero mío de Harvard, el doctor Ben Shapiro, que también habían sido comunista de estudiante. Por entonces, era teniente coronel del cuerpo médico del Ejército. En mis tiempos, no había muchos judíos en Harvard. Había una cuota baja y limitada de judíos en cada curso.
—¿Qué llevas ahí, Walter? —me dijo en Nuremberg. Yo llevaba en brazos a la inconsciente Ruth. No pesaba nada.
—Es una chica —dije—. Respira. Habla varios idiomas. Se desmayó. Es todo lo que sé.
Shapiro tenía un equipo inactivo de enfermeras, cocineros, técnicos, etc., y los mejores alimentos y las mejores medicinas que podía proporcionarle el Ejército, pues era probable que más adelante tuviese por pacientes a personas de elevado rango. Por lo tanto, Ruth recibió, sin pagar nada, los mejores cuidados asequibles en el planeta. ¿Por qué? Principalmente, creo, porque Shapiro y yo éramos hombres de Harvard los dos.
Al cabo de un año, más o menos, el 15 de octubre de 1946, Ruth se convertiría en mi esposa. Habían terminado los juicios por crímenes de guerra. El día que nos casamos, y el día que probablemente concebimos a nuestro único hijo también, el mariscal del Reich Hermann Goering engañó al verdugo tragándose una ampolla de cianuro.
Lo decisivo en el caso de Ruth fueron las vitaminas y los minerales y las proteínas y, por supuesto, los cuidados amorosos y tiernos. Al cabo de sólo tres semanas de hospital, Ruth era una intelectual vienesa sana e inteligente. La contraté como intérprete particular y la llevaba conmigo a todas partes. A través de otro conocido de Harvard, un sospechoso coronel del servicio de intendencia de Wiesbaden (estoy seguro de que operaba en el mercado negro), pude conseguirle guardarropa adecuado, por el que, misteriosamente nunca se me pidió que pagase nada. La lana era de Escocia, el algodón de Egipto… y la seda de China, supongo. Los zapatos eran franceses… de antes de la guerra. Recuerdo que había un par de piel de cocodrilo y que venía con un bolso a juego. Aquello no tenía precio, pues no había comercio de Europa, ni de Norteamérica en realidad, que hubiese ofrecido nada como aquello en años. Además las tallas eran, exactamente las de Ruth. Aquellos tesoros del mercado negro me los entregaron en mi oficina en cajas de cartón cuyos rótulos indicaban que contenían papel mimeográfico perteneciente a las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses. Hicieron la entrega dos taciturnos y jóvenes civiles en lo que había sido una ambulancia de la Wehrmacht. Ruth dedujo que uno era belga y el otro lituano, como mi madre.
La aceptación de estos artículos fue, sin duda, el acto de corrupción más grave que cometí como funcionario público, y, desde luego, el único… hasta Watergate. Lo hice por amor.
Empecé a hablarle a Ruth de amor casi en cuanto salió del hospital y empezó a trabajar para mí. Sus respuestas eran amables y extrañas y perspicaces… pero, sobre todo, pesimistas. Ella creía, y tenía derecho a creerlo, he de confesarlo, que todos los seres humanos eran malvados por naturaleza, fuesen atormentadores o víctimas, o inútiles paños de lágrimas. Sólo sabían crear tragedias sin sentido, decía, pues no eran lo suficientemente inteligentes para lograr todo el bien que se proponían. Eran una enfermedad, decía, que había evolucionado a partir de un pequeño rescoldo del universo, pero que podía extenderse más y más.
—¿Cómo puedes hablar de amor a una mujer —me preguntaba cuando empecé a cortejarla— que cree que daría igual que nadie tuviera más niños, que la especie humana no se prolongase?
—Porque sé que tú no crees eso, en realidad —contesté yo—. Ruth, Ruth… ¡fíjate lo llena de vida que estás!
Era verdad. Todos sus movimientos y sonidos eran, por lo menos accidentalmente, insinuantes… y ¿qué es el coqueteo más que una prueba de que la vida ha de seguir y seguir y seguir?
¡Qué encantadora era! Oh, y yo me llevaba todos los méritos por lo bien que iban las cosas. Mi propio país me premió con una medalla por servicios distinguidos. Francia me hizo Chevalier de la Legión de Honor, y la Gran Bretaña y la Unión Soviética me enviaron cartas de alabanza y de agradecimiento. Pero fue Ruth quien hizo posibles todos los milagros, quien mantuvo a todos los huéspedes en un estado de complacida indulgencia, pasase lo que pasase.
—¿Cómo puedes rechazar la vida y ser, sin embargo, tan vital? —le pregunté.
—No podría tener un hijo aunque quisiera —dijo ella—. Fíjate lo vital que soy.
En eso se equivocaba, desde luego. Sólo estaba especulando. Daría a luz un hijo, un ser muy desagradable, que, como ya he dicho, hace ahora crítica literaria para el New York Times.
Esta conversación con Ruth en Nuremberg siguió. Estábamos en la iglesia de Santa Marta, cerca de donde nos había unido el destino por primera vez. Todavía no funcionaba como iglesia. Habían vuelto a techarla, pero donde antes estaba el rosetón ahora había una cubierta de lona. El rosetón y el altar, según nos contó un viejo guardián, los había destruido una sola bala del cañón de un caza británico. Para él, a juzgar por su solemnidad, esto era otro milagro religioso más. Y he de decir que raras veces encontré a un alemán varón que estuviese triste por la destrucción generalizada de su propio país. De lo que deseaban hablar siempre era de las características del proyectil causante del desastre.
—En la vida no todo es tener hijos, Ruth —dije yo.
—Si yo tuviese un hijo, sería un monstruo —dijo ella. Y así habría de ser.
—Olvídate de los niños —dije—. Piensa en la nueva era que nace. El mundo ha aprendido al fin su lección definitivamente. El último capítulo de diez mil años de locura y codicia se está escribiendo aquí mismo en este momento, aquí en Nuremberg. Se escribirán libros sobre esto, se harán películas. Es el hito más importante de la historia. Yo me lo creía.
—Ay, Walter —dijo ella—. A veces, me parece que sólo tienes ocho años.
—Es la única edad posible —dije yo— cuando está naciendo una nueva era.
Los relojes daban las seis por toda la ciudad. Al coro de campanadas públicas se unió una nueva voz. En realidad, era una voz vieja en Nuremberg, pero Ruth y yo nunca la habíamos oído. Era el profundo ding-dong del Männleinlaujen, el extraño reloj del distante Frauenkirche. Aquel reloj se había construido hacía más de cuatrocientos años. Mis ancestros, tanto los lituanos como los polacos, debían estar entonces combatiendo a Iván el Terrible.
La parte visible del reloj la componían siete robots, que representaban a siete electores del siglo XIV. Formaban un círculo alrededor de un octavo robot, que representaba al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos IV, y el propósito era celebrar la decisión de éste de excluir, en Miltrescientos Cincuentaiséis, al Papado de la elección de los emperadores alemanes. El reloj había quedado inutilizado por los bombardeos. Unos soldados norteamericanos hábiles en cuestión de maquinaria habían empezado a bregar con él por su cuenta en cuanto ocuparon la ciudad. La mayoría de los alemanes con quienes yo había hablado estaban tan desmoralizados que les daba absolutamente igual que el Männleinlaufen volviese a funcionar o no. Pero funcionaba de nuevo, al parecer. Gracias al ingenio norteamericano, los electores rodeaban de nuevo a Carlos IV.
—Bueno —dijo Ruth, cuando cesó el sonido de las campanas—, cuando los chicos de ocho años matéis al demonio aquí en Nuremberg, procurad enterrarlo en una encrucijada y atravesarle el corazón con una estaca… porque si no, podríais volver a verle aparecer en la próxima noche de luuuuuna llena.