Los espejos de cuerpo entero del cuarto de baño hunden a un millar de Ray Lennox desnudos en la infinidad ante su mirada escrutadora; cada uno de ellos luce el estigma de la infidelidad maternal. Avril Lennox fue el paquete sorpresa; él había estado vigilando a su padre para ver qué tal estaba y la vieja se había acercado sigilosamente por el punto ciego, el de la vida clandestina y los secretos lujuriosos. Desde la adolescencia hasta los veintitantos concentraste tus esfuerzos en salir adelante como individuo y ocultar de paso tu legado. Entonces, de repente, te encontraste en el escenario, como una stripper bajo una luz cegadora, quitándotelo todo para dejar tu ADN al desnudo.

Lennox apaga las luces del cuarto de baño y, esperando a que pierdan por completo la luminosidad, abre la puerta con una floritura. Ha recuperado el brío, el impulso sexual; no: el imperativo sexual. ¿Seré capaz de cumplir con Trudi?, se pregunta, saliendo a la luz intermitente del dormitorio.

Él tira de un cordel para cerrar las persianas mientras ella enciende la luz de la mesilla de noche, como un maestro ajedrecista contraatacando instantáneamente ante la maniobra del adversario. Ella está tan desnuda como él, y responde a su aproximación arqueando provocativamente el vientre hacia él, luciendo su moreno de cama solar como si fuera un vestido nuevo. Entre sus temblorosas manos, el cuerpo de Trudi parece aún más compacto de lo que recordaba. Gracias a la iluminación proporcionada por las luces empotradas situadas encima de la cabecera de la cama ve los pelitos blancos como la leche, más finos que la seda, que surcan sus brazos morenos, interrumpidos de vez en cuando por alguna de esas manchas rosáceas donde se está pelando y que tanto la consternan. Desprende tal frescura que tiene la impresión de que si la estrujara le dejaría marcas; parece una muñequita de jengibre recién salida del horno. Una oleada de ternura le abruma y siente el deseo irresistible de acariciarle el rostro. Trudi malinterpreta el gesto y le empuja sobre la cama con suavidad, lamiéndole el pecho recién lavado con una lengua afilada y puntiaguda y poniendo rumbo al sur. Durante unos seductores segundos se la aloja en el ombligo. Después de un par de someros golpecitos sigue bajando hasta abrir los labios en torno a su polla.

Lennox jadea al notar cómo se le pone erecto y se le hincha el pene en la boca de Trudi. La contempla mientras se adapta al nuevo status quo, más formidable, con esa expresión de gratificación y sorpresa en la mirada que acompaña el encuentro con un viejo amigo. Lennox le coloca el pelo detrás de la oreja para gozar del festín de su rostro.

Ambos están decididos a que la erección dure, y ella se muestra complacida cuando él gruñe «Todavía no quiero correrme», se la saca de la boca y la monta; hacen el amor de forma controlada y precaria, casi deleitándose en el mero hecho de poder hacerlo y respetando el maravilloso poder que se va intensificando por momentos hasta llegar a algo así como una intensidad forense.

Llegan juntos al orgasmo, salvajemente; la eyaculación de Lennox es tan espesa e intensa que casi le duele. Trudi pone los ojos en blanco y profiere un aullido de amazona que él temía no volver a oír nunca. Agotados, caen rápidamente en un profundo sopor poscoito. Lennox siente que atraviesa a toda velocidad el océano hasta ver a Toal detrás del atril, en la sala de subastas. El maniquí, silencioso e inmóvil, está dentro del ataúd. Los demás pujan; todos entre las sombras, pero parecen más débiles. Porque Les Brodie está a su lado y ya no son una pareja de niños. A sus espaldas, una voz de pederasta dice: «Dos millones».

«¡Tres millones!», chilla Les.

«¡Cuatro millones!», grita alguien, pero ahora se capta la incertidumbre en las voces de los hombres que están en la penumbra. Parecen proceder de más lejos.

Lennox escruta la expresión de Brodie. Capta la señal. «¡CINCO MILLONES!» [46], gritan ambos al unísono, con ese ruido característico de los escoceses que suena en el transcurso de sus invenciones y sus juergas alcoholizadas, en su obsequio al planeta Tierra del himno «Auld Lang Syne»: el sonido conocido en el mundo entero.

«Sseis milloones…». Las voces de los pederastas se desvanecen.

«No he oído la oferta. ¿Podrían repetirla?», pregunta Toal. «¿No? La última ha sido de cinco millones. Cinco millones a la una…, a las dos…, adjudicada… ¡a Ray Lennox!».

Ahora la muchacha del escenario luce un traje de novia blanco. Se lleva las manos a la cara y se quita la máscara mientras Lennox regresa volando a la superficie desde el fondo de un pozo de sueño, sudor y edredón. Abre los ojos. El rostro de Trudi está sobre la almohada, junto al suyo. Con los ojos cerrados y una sonrisa torcida. Agradecido, Lennox toma una estimulante bocanada de aire. Tras saborear unos instantes de patetismo y adoración intensa, la despierta con un beso.

A ella le encanta y le irrita al mismo tiempo que la desperece de este modo. «Oh, Ray…, ¿qué pasa, cielo? ¿No habrás vuelto a tener esas horribles pesadillas?».

«No, he tenido preciosos sueños con novias vestidas de blanco», dice él mientras se estira para abrazarla.

Trudi se acurruca contra su cuerpo y, tras una pausa durante la que permanece tan inmóvil y silenciosa que él piensa que ha vuelto a quedarse dormida, dice: «Por lo menos llama a Stuart, Ray».

«Luego», dice él, forzando una sonrisa mientras coloca un brazo entre la cabeza y la almohada, fijándose en la atrofia de su bíceps mientras piensa: gimnasio, gimnasio, gimnasio. «Estamos de vacaciones».

«Vale», dice ella, levantándose de la cama y yendo al cuarto de baño. El observa sus movimientos, su elegancia de ágil potrilla; admira la esbelta tersura de sus nalgas, sus omóplatos y la suave hendidura que deja la columna vertebral en su espalda. Entonces desaparece y él oye el rumor de los chorros de agua.

Stuart.

¿Qué había sido de aquel niño menudo y delicado, de piel clara y cabello castaño rizado?

El funeral de su padre. Con cada whisky que tomaba, la cara de Stuart se ponía más roja; aquel brebaje inmundo y asqueroso. Sin que se diera cuenta, el hojaldre de la salchicha que estaba comiéndose soltaba migas dentro del vaso. Llevó a Lennox a un rincón durante la recepción y le cuchicheó con nerviosismo. Con el semblante del color de la remolacha y bufando. Había que ver la nula noción de la intimidad que tenía Stuart hasta en los mejores momentos y la forma tan agobiante que tenía de arrimarse cuando iba borracho. «Tener que ir y recoger las cosas de su despacho fue bochornoso. Encontré un alijo de pornografía en su escritorio».

Lennox enarcó cansinamente una ceja; tenía ganas de que terminara de una vez, pero estaba demasiado fatigado para insistir. Tenía la piel de gallina, pues se había pasado toda la noche fumando pasta base en su piso de Leith, adónde había acudido tras dejar con un palmo de narices a la psicoterapeuta Melissa Collingwood.

Stuart te malinterpretó; pensó que estabas intrigado. «¡Lo que había allí, Raymie! No es broma. No me lo podía creer. ¡Papá! Llevé a Jasmine a tomar una copa. Reconoció que se sentía fatal porque cuando se asomó a la ventana del despacho y le vio tan tenso, pensó que se la estaba pelando. ¡Debía de ser famoso por ello! Así que se apartó rápidamente y entonces oyó unos ruidos. Abrió la puerta y vio a papá tirado en el suelo. No se la estaba pelando. Le estaba dando un puto infarto».

Pobre cabrón. Se esforzaba por recuperar su sexualidad, esa parte cardinal del yo, enterrada por las pastillas que le mantenían con vida.

Lennox mira a su hermanito y en la piel nota manchas en las que nunca se había fijado. Quizás fueran nuevas. Ve a un monigote boquiabierto, a un actor, a un intérprete, siempre en el escenario. Cuanto mayor fuera el puto drama, más lo absorbería el niñato mimado de Stuy más en su salsa se encontraría.

«¿No vas a hablar con mamá?».

«Tú ocúpate de que no se me acerque, cojones», respondió mientras miraba a su madre llorosa. Trudi estaba a su lado consolándola, tratando de explicar lo inexplicable. ¿Por qué no me habla Roy, Trudi? Se lo había contado a Trudi, por supuesto, pero no sabía si lo había creído o lo había atribuido a una fantasía desquiciada destinada a la carpeta «estrés».

Entonces Jock Allardyce se acercó a él, seguido por Avril Lennox, con mano temblorosa y acariciando inconscientemente un vaso de vino tinto. La mata de pelo blanco de Big Jock, lustrosamente peinada hacia atrás con gomina, y aquellos tristes ojos azules. «Mira, Raymond, sólo quería decir que…».

«Vete a tomar por culo, Mr. Confectioner, y llévatela a ella contigo». Entonces se volvió hacia su madre. «¡Mi padre ni siquiera se ha enfriado, asquerosos hijos de puta!».

Recuerda el horror y el asombro de Jock, y a su madre, llorosa y con ojos desorbitados, intentando decir unas palabras pero derrumbándose y siendo consolada por Trudi y Jackie. Supo en el mismo momento que había sido un acto mezquino y fuera de lugar llamar a Jock por el apodo con el que habían bautizado al pedófilo homicida Horsburgh. El «tío Jocky» ni había ejercido jamás el oficio en cuestión ni era goloso tampoco. Ni siquiera Horsburgh había utilizado golosinas para atraer a sus presas, sólo fuego y Sprite.

Entonces se le acercó Stuart, con una cara y unos andares camaleónicos, tratando de adoptar ademanes de portero de discoteca.

«¿Qué pasa aquí?».

«A ti esto te encanta», le espetó Lennox a su hermanito. «Pues aquí te quedas, estrechando lazos con tu padrastro. Yo me largo».

Stuart se encaró con él. Recuerda a su hermano cerrando los puños y poniéndose de puntillas, su aliento a whisky a sólo tres centímetros de su rostro.

«¿Te crees que lo sabes todo de la naturaleza humana porque trabajas con escoria en tu curro de fascista? Eres un puto aficionado, Raymie. ¡No tienes ni idea de lo que quiere mamá ni de lo que le pide a la vida!».

Y mientras Avril repetía una plegaria con los ojos cerrados: «Es culpa mía, culpa mía…».

Lennox le colocó tranquilamente la mano en el pecho a Stuart y le empujó medio metro hacia atrás. «Seguro que tú sí. Ve a intercambiar putos consejos sobre maquillaje». Le dio la espalda y salió al aparcamiento; su estado de ánimo era cada vez más negro, como las nubes oscuras que se arremolinaban en el cielo. Deambuló un rato sin rumbo y acabó sentado en un banco del cementerio, pensando que nunca podría contarle lo que le había pasado en el túnel ni a su padre ni a ninguno de ellos, y preguntándose cuánto debió de costarle a John Lennox soltar su gran secreto íntimo.

Al cabo de un rato oyó el sonido de la grava crujiendo bajo unos pies, y una delgada sombra se proyectó sobre Lennox advirtiéndole que alguien se había unido a él en el banco, a una distancia respetable. Les Brodie, cigarrillo en mano, miraba directamente al frente, entornando los ojos bajo la débil luz del sol, que intentaba imponerse. Lennox iba a pedirle que le dejara en paz, pero Les no decía nada, sólo miraba hacia el cielo nublado.

Ahora Lennox sentía el aire frío en la nuca, latiendo al mismo ritmo que su pulso.

Les habló por fin: «El día ha salido fresco, El Mondo».

Su apodo de la infancia; sólo lo utilizaban sus familiares más inmediatos y Les. Estábamos así de unidos, pensó. «La cosa no podría estar más jodida», protestó Lennox mientras miraba a su alrededor.

«Siempre puede estar más jodida», dijo Les Brodie, sacudiendo la cabeza. Entonces apareció en sus labios una sonrisa; volviéndose hacia Lennox, le miró a los ojos y añadió: «Pero también puede estar mejor».

«Ese cabrón y mi vieja, que se lo tiraba; lo ha traído cuando mi viejo aún no se ha enfriado».

«Jock era su amigo, Raymie».

«Sí, ya, menudo amigo tenía que ser para follarse a su mujer. Y el cabrito de Stuart…».

«Pues sí, a veces la gente es muy rara», asintió Les Brodie como suele hacerlo la gente en tales ocasiones: reaccionando de forma banal y vacua ante el enigma irresoluble de la mortalidad.

«A mí me lo vas a decir…».

«Pero tienes que pasar página, Raymie».

«¿Cómo? ¿Cómo cojones se hace?», empezó Lennox mientras su mente regresaba disparada al túnel y a un Les deshecho saliendo a la luz con su bici. «¿Tú cómo puedes pasar página?».

Les se aclaró la garganta. «¿Sabes lo que me hicieron esos cabrones, Raymie? Me violaron. Dos de ellos, uno después de otro. Eso nunca te lo conté, ¿verdad? Nunca lo dije a las claras. Dos», repitió. Sonrió, acentuando las patas de gallo. «Justamente cuando pensaba que todo había acabado, empezó el otro. Esperaba que empezara el tercero, el más joven, pero se rajó».

«Joder, Les, yo…». No pudo decir más. Había huido. ¿Debería haberse quedado, peleado, chillado y soportado el castigo —como un hombre, cabría decir— junto a Les? Aquella pregunta le había atormentado durante toda su vida adulta.

«Podría darte más detalles, pero no lo voy a hacer». Sacó unos pitillos y le ofreció uno a Lennox, que rehusó. «Eso sí, te diré lo furioso que estaba y cómo iba buscando gente a la que hacerle daño por lo que me había pasado. Y también a mí mismo. Me desmadré a lo bestia», dijo con una amarga sonrisa evocadora. «Tanto odio sin ninguna salida. Hasta te odié a ti por haberte largado de allí».

«Yo me odiaba a mí mismo por haberme largado, Les. Intenté encontrar ayuda, dar la voz de alarma. Conseguí que viniera aquella gente, pero era demasiado tarde».

Les dio una profunda calada a su cigarrillo. «Tendría que dejarlo», comenta con expresión meditabunda. «No, colega, hiciste bien. Si no hubieras escapado se habrían tomado su tiempo, y a lo mejor el otro habría…, ya sabes», dijo, enarcando las cejas.

Lennox inclinó la cabeza unos grados. Se daba cuenta de que su complicidad con Les jamás había corrido peligro y que los años de separación no habían hecho sino incubarla. Les no le había rechazado, simplemente se encontraban en extremos distintos del largo y negro túnel que les separaba.

«¿Sabías que me hice poli por eso? Quería atrapar a esos hijos de puta, Les. Sigo queriendo atraparles, joder. Si supieras la de fotos de archivo que he visto en mis ratos libres desde que ingresé en el cuerpo… Todos los delincuentes sexuales que tenemos en los archivos de todo el Reino Unido. Nada. Por eso me metí en Delitos Graves: para poder tener acceso a esos cabrones, para poder dar caza a esos hijos de puta. Pero nada de nada», dijo, sacudiendo la cabeza. «A lo mejor se esfumaron sin más».

La sonrisa de Les Brodie se ensanchó. «Pues sí, puede que lo hicieran».

Lennox se lo quedó mirando, revolucionado. El poli que llevaba dentro salió a la superficie antes de que pudiera evitarlo. «¡Cómo! ¿Me estás diciendo que…?».

Su viejo amigo soltó una risa larga y sardónica, tiró la colilla y la chafó con el talón. «No. Ojalá. Durante mucho tiempo habría dado cualquier cosa por haberlos encontrado. Pero ahora no forman parte de mi vida. No te equivoques: espero que estén en un lugar donde no puedan hacerle daño a ningún otro crío, pero yo decidí lavarme las manos de todo aquella historia».

«Pero ¿cómo pudiste hacerlo?».

«Porque no me quedaba otra», dijo Les, metiéndose la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacando una cartera con una foto de familia de su mujer y sus hijos. «Tengo otras personas de las que ocuparme. No quiero que el marido de mi mujer o que el padre de mis hijos sea un chalado hecho polvo. Tengo que estar presente para ellos, no obsesionado con viejas venganzas. Tu chica es una monada, Ray, no la pierdas por un puñado de putos pederastas; eso sí que sería una tragedia».

Podías oír palabras como aquéllas un millón de veces y comprender su significado, pero hasta que no estuvieras emocionalmente preparado para abrazarlas, era como intentar sembrar en una autopista. Tras otro silencio, Lennox se levantó del banco como un futbolista suplente durante el tiempo añadido, sin otro papel que esperar a que pasara; estrechó la mano de su viejo amigo. Les se levantó y le abrazó, pero Lennox estaba rígido y apenas logró darle una somera palmadita en la espalda.

«Necesito dar un paseíllo para aclararme la cabeza, Les», dijo mientras se separaba.

«¿Quieres que te acompañe?».

«No, estoy bien».

«¿Ray?». Les Brodie hizo una pausa. «Pasa página, colega».

«Nos vemos, Les».

Lennox caminó sin saber adónde se dirigía, con el barro y la grava bajo los pies, el agua rugiendo por debajo y el río a la vista entre los pelados árboles invernales. El túnel, situado más adelante, ahora parecía pequeño e inofensivo desde la perspectiva de la talla adulta. Se metió dentro y se dirigió a la zona muerta del centro, deseoso de que obrara su magia y volviera a transformarle. Entonces ansió la reaparición de los tres muy humanos monstruos que habían transformado al muchacho, para que volvieran a enfrentarse al hombre. Estaba deseoso de que sucediera algo. De oír voces. De encontrarse con cualquiera o con lo que fuese. «¡VENGA!», vociferó. «¡VENGA, PUES, CABRONES!». Aporreó con la mano derecha los enormes e implacables ladrillos de piedra. Por un instante el dolor le hizo titubear pero siguió golpeando hasta anularlo; después ya no sintió más que un palpito nauseabundo en el pecho, respiró de forma convulsiva e hiposa y vio caer la sangre desde su mano destrozada al áspero suelo.

No tenía ni idea de cuánto tiempo permaneció sentado en aquel túnel con la cabeza apoyada sobre las rodillas y perdido en divagaciones psicóticas, pero allí fue donde lo encontraron Trudi y Ally Notman.

«Ray…, ay, mi Ray, cariño… Les dijo que estarías aquí…», empezó a decir Trudi antes de ver el estado de su mano y quedarse paralizada de horror y boquiabierta.

Pero Les sabía que estaría allí.

Nos vemos, Les.

Y se propone intentarlo. Cuando regrese a Edimburgo, buscará a Les para sacar su amistad del tanque de almacenamiento de cristal donde se había quedado mientras todavía tengan tiempo de disfrutarla. Estira los dedos de su mano lesionada. Coge el mando a distancia y lo pulsa.

El programa le fascina. Es el canal local de Miami-Dade: una serie llamada Sexual Offender Watch. Fotos de archivo de hombres de mirada demente y expresión pétrea calificados como «delincuentes sexuales» o como «depredadores sexuales» —Lennox no sabría decir cuál es la diferencia— van desfilando, acompañados por su nombre, raza, color de ojos, color de pelo, fecha de nacimiento y con una versión instrumental de mala calidad de «Caravan of Love» de fondo.

La revolución no será televisada [47], pero el registro de delincuentes sí, piensa mientras lo mira un rato, sin reconocer a ninguno de los hombres de la conferencia de pederastas. Eran todos blancos, mientras que casi todos los que salen aquí son negros o hispanos. Una voz femenina entrecortada susurra: «Quien esté libre de culpa…», declama antes de soltar una risita frívola y forzada, «… ¡se divierte más!».

Al parecer un bloque de pisos de lujo que da a South Beach, en Bay Biscayne y el centro de Miami, vale veinte mil dólares menos que la semana pasada. Entonces comienza otro anuncio; un tipo joven y cachas a lo Christopher Reeve sentado ante una mesa junto a una piscina con un portátil y un teléfono móvil finge terminar una llamada. Mira hacia la cámara. «En Bonaventure, ponemos el acento en la aventura», dice mientras se levanta y asoma a un embarcadero donde está atracando un barco; saluda con la mano a la familia, que está desembarcando y atando las amarras. La cámara hace panorámica y enfoca un bloque de pisos. Entonces regresamos al piso de lujo y el hombre nos lo enseña.

Trudi sale del cuarto de baño, desnuda salvo por la toalla que le rodea la cabeza, mirando a la pantalla mientras el vendedor de rasgos esculpidos dice: «Soy Aaron Resinger y no les estoy vendiendo un sueño; lo estoy viviendo. Como lo oyen. Cuando digo que este complejo reúne los máximos requisitos de calidad y es lo último en lujo y estilo de vida, no es sólo un discurso de vendedor. Cuando construí este sitio, decidí que simplemente no podía encontrar otro lugar mejor donde vivir. Así que vengan a verlo», les exhorta Aaron antes de mostrar una sonrisa de dentífrico y, encogiéndose ligeramente de hombros, añadir en tono de falsa modestia: «Los vecinos también son muy agradables».

Trudi se queda de piedra y le da la espalda a la pantalla.

«¡Seguro que a ti te apetecería!», exclama Lennox.

«¿Cómo…?», dice ella con un grito de asombro.

«Mesas de cocina de mármol, suelos de madera, electrodomésticos varios, balcón soleado, vistas impresionantes, atracadero y parking. Vi cómo se te ponían los ojos…», se burla Lennox, apoyando la mano en la parte inferior de la espalda de Trudi mientras con la otra la acaricia entre las piernas. «Oye…, ¿crees que nos daría tiempo de…?».

Ella se aparta. «Tenemos que prepararnos. Vamos a ir a Fort Lauderdale a comer con Ginger y Dolores y recoger a Tianna, ¿recuerdas?», dice antes de apagar el televisor.

«De acuerdo…», dice Lennox con renuencia, dirigiéndose al cuarto de baño a intercambiar impresiones con sus otros yoes, que entonarán todos la misma canción.

Robyn había cumplido; hizo una declaración exhaustiva. Johnnie y Starry estaban en prisión sin fianza. Le informarían de la fecha del juicio y tendría que volver a Miami. Se habían presentado varios cargos en tres estados distintos. Le interrogaron acerca del estado en que se hallaba uno de los detenidos, James Clemson, al que hallaron en un hospital de la ciudad tras haber sido brutalmente agredido. «Para mí que cuando todo se fue al carajo se volvieron los unos contra los otros con bastante ferocidad», le comentó Lennox con cara de póquer al agente encargado de interrogarle, que le miró con un gesto harto significativo, pero era evidente que no tenía intención de llevar el asunto más lejos.

Lance Dearing llegó hasta la ambulancia antes de perder el conocimiento. Técnicamente, aguantó tres días más antes de que su cuerpo sucumbiera a las infecciones causadas por las heridas. Lennox hizo votos por que hubiera sufrido hasta el último segundo y que el equipo médico hubiese escatimado en morfina. No andaba muy sobrado de compasión para la gente que saciaba sus impulsos distribuyendo condenas de por vida a los niños.

Espera a Tianna sentado en un restaurante y conversando con la nieta de Dolores, Nadia, que es maestra y ha venido a pasar una temporada con su abuela, que no lleva nada bien la defunción de Braveheart. Dolores no había vuelto a ser la de siempre durante el concurso de bailes de salón de la noche anterior; Bill y Jessica Riordan habían vencido con facilidad a ella y a Ginger, que sigue con la espina clavada.

«¿Dónde se ha visto un Paddy[48] que sepa bailar?», pregunta a los congregados —Lennox, Nadia, Dolores, Bill y Jessica— mientras toman una copa antes de comer en su cantina mexicana favorita.

«¿Michael Flatley?», tercia Jessica.

«Los maricones saben bailar todos», se mofa Ginger. «Quiero decir Paddies heterosexuales normales, como Bill».

«Flatley no es gay. Está casado», dice Jessica mientras se lleva una margarita a los labios.

«¿Me estás diciendo que baila así y es normal?», se ríe Ginger desdeñosamente.

El Hombre de la Cantina, de Fettes[49], piensa Lennox. Entonces, pensando en Tianna, que ha salido de tiendas con Trudi pero que debe de estar al caer, pregunta a Nadia cómo visten las niñas de su colegio.

«Es mi mayor quebradero de cabeza», dice ella, hincándole el diente a un chip untado en salsa. «Tengo que enviar a niñas a casa constantemente. Tienen diez u once años y llevan unas faldas tan cortas que se les ven las bragas. Yo les digo: “Vas a tener que volver a casa a taparte un poco”. La mayoría de las veces ni lo piensan: es la moda y punto. Me miran como si fuera una especie de solterona vieja y malvada», dice, apartándose el cabello largo y rizado de la cara. «Pero ¿qué pasa si lo dejas correr? Los jovencitos y menos jovencitos empiezan a fijarse en ellas y a ellas les gusta, así que empiezan a contonearse por ahí en plan sexy sin saber realmente lo que hacen».

A lo largo de la semana pasada Lennox se ha sorprendido a sí mismo prestando atención a los hábitos de consumo de las jovencitas: cómo se vestían, qué leían, qué discos compraban, cómo hablaban entre ellas: había leído en alguna parte que cada vez llegaban a la pubertad y tenían la regla antes. Por lo visto, crecer era más estresante que nunca. Piensa en su propia infancia. Todo había parecido ir muy bien hasta que aquel día de verano cayó el negro telón en el túnel. Pero quizás hasta los recuerdos felices se veían de color de rosa.

Les Brodie. A él podía contarle cómo habían sido las cosas hasta ese momento. Porque a Les no le dejó hecho polvo lo que sucedió. Vale, se había desmadrado bastante durante la adolescencia y fue un poco gamberro, pero ahora era padre de familia y dueño de un próspero negocio de fontanería. El perturbado es Ray Lennox. Les se ha limitado a encajar y seguir con su vida. ¿Y si aquellos pederastas talegueros le hubieran dado por culo a él? Lo único que hizo fue chuparle la polla a uno de ellos. Una carcajada inmunda le estremece los hombros; por un momento la idea le parece una astracanada tan inofensiva como una pantomima del King’s Theatre, y desde luego completamente indigna de una cruzada. ¿Cómo habría reaccionado? ¿Cómo habría salido en caso de haberse invertido los papeles? Sin duda peor todavía, medita con tristeza mientras sorbe su zumo de naranja y anhela la margarita que no puede permitirse el lujo de tomar. El verdadero loco era él; estaba tan consumido por su propio miedo que no se había dado cuenta de lo mucho que había asustado a Dearing y a la pandilla de pederastas desde el primer momento.

Hay algo de lo que no cabe duda; los Estados Unidos son un sitio mucho más complicado de lo que había podido apreciar en sus visitas anteriores. Es algo más que un país de coches grandes y deportes raros, donde hasta los novelistas consagrados son incapaces de escribir un libro sin mencionar la gelatina Jell-O y los animales realizan proezas atléticas en las películas. También había aprendido un poco acerca de sí mismo. A menudo se había ocultado tras el telón de pesimismo calvinista que los de su tribu lucían como si de tartán se tratara, conscientes de que, pese a toda nuestra presunción, el corazón habría de asimilar amargas lecciones. Pero ha sido testigo de cómo el comportamiento influye en el desenlace de los hechos. A partir de ahora le resultará muy difícil encogerse de hombros y contemplar estoicamente el paso de los años.

«Gracias a Dios, estaba muerto de hambre», dice Ginger mientras coge la carta y Tianna y Trudi entran juntas y emocionadas en el restaurante con bolsas que contenían la clase de historias que Lennox aborrece. La semana anterior habían pasado mucho tiempo juntas, el suficiente para ganarse la denominación colectiva de «las niñas». Tianna lleva el pelo recogido en una coleta y unas grandes gafas de sol encima de la cabeza. Lleva una falda de color burdeos con lunares blancos que le llega hasta las rodillas, un pañuelo blanco sedoso alrededor del cuello, medias color crema y zapatos negros. Parece la hija guay de diez años de alguien.

«Esas gafas son SFA[50]», le dice Lennox.

«Skarrish Football Association», dice ella con una sonrisa antes de darle un beso de sobrina, seguida por Trudi, que le da otro en los labios con un discreto toquecito de lengua. Saca la crema hidratante que le ha comprado y la aplica a su rostro seco y quemado por el sol. «Tienes que cuidarte la piel, Ray», le dice. A la mente especulativa de éste eso le cuadra: lleva tanto tiempo intentando huir de ella que se pregunta si no debería tratarla un poco mejor. Le están mimando, incluso humillando un pelín, pero no le importa. El sexo ha regresado a sus vidas con tanta fuerza que resulta ya imposible imaginar que alguna vez hubiera desaparecido de ellas. Ha caído otro muro; pronto estarían follando, agradecidos y con una total ausencia de inhibiciones. Y, como cualquier otra droga, el sexo anula la preocupación por otras cuestiones. La vida iba regresando lentamente a lo que él consideraba que podía ser la normalidad.

«¿Y qué tal los caseros? ¿Te siguen tratando bien?», pregunta Ray Lennox a Tianna Hinton al tiempo que le guiña un ojo a Eddie y a Dolores Rogers.

«Molan bastante», dice ella con una risita.

«Estupendo. ¿Y adónde te gustaría ir esta tarde?».

«A Escocia».

Sobre los hombros de Lennox desciende un manto de tristeza. Mañana vuelven a casa; echará de menos a la niña. Trudi también se ha encariñado con ella. Él ha empezado a disfrutar con la colusión lúdica de ambas chicas contra él, casi siempre relacionada con los inminentes planes de boda. Pero antes de marcharse hay algo que quiere hacer con ella. Y para eso necesitan estar solos.

Llega la comida y Trudi se fija en lo dulcemente callado que parece su prometido cuando come, como si se ensimismara. Por fin se ha puesto unos pantalones cortos, cosa que ella aprueba, y sus piernas ya van perdiendo un poco esa blancura láctea. Tianna hurga en una bolsa para enseñarles algo a los comensales.

Lennox se vuelve hacia Ginger: «¿Qué tal la experiencia, Eddie?».

«Es un encanto de chiquilla y no nos ha dado ningún problema», dice Ginger. «De hecho, a Dolores le ha venido muy bien que estuviera aquí, porque adoraba a aquel puto perro».

Al cabo de un rato, Trudi levanta su muñeca aterciopelada y comprueba la hora. Lennox capta la indirecta: Trudi, Tianna y él se despiden y salen a la calle, donde suben al coche alquilado de Trudi y conducen hasta Miami Beach. Mientras abandonan el paso elevado de Julia Tuttle y recorren calles flanqueadas por hileras de palmeras, llenas de bonitas casas estucadas y exuberantes jardines tropicales que llegan hasta la bahía, Lennox piensa que éste es un lugar al que un recién llegado podría traer a su familia colombiana, haitiana, cubana o escocesa, que diría con orgullo: qué bien se lo ha montado este cabrón. Y piensa también en que el sueño americano nunca es propiedad de los americanos, sino que pertenece a los ciudadanos con aspiraciones de todo el planeta, y en que se desvanecerá y morirá cuando los Estados Unidos cierren sus fronteras, como inevitablemente acabará por suceder.

Trudi aparca el coche en un garaje de Alton; luego se dirigen a Lincoln Avenue, a la aglomeración de restaurantes, bares, galerías y tiendas de diseño que constituye el glamouroso meollo de Miami. Lennox, que lleva una mochila de color naranja y negra colgando de un hombro, quiere parar y echar un vistazo a la Britto Central Gallery para contemporizar con Trudi; sólo quiere atravesarla con rapidez, pues opina que si ves algo que te emociona, siempre es mejor no entretenerse y darle demasiadas vueltas para no arruinar tu capacidad de asombro. Pero Trudi no está por la labor, y en lugar de eso lleva a Tianna a una tienda de moda próxima. Después se acercan a un cibercafé en Washington Avenue, donde toman un café y navegan un poco por la red. Tianna y Trudi echan un vistazo a la página web de Scottish Wedding mientras Lennox se conecta a Jambos’ Kickback. Ve el último post de Maroon Mayhem sobre el asunto Craig Gordon; tenía muy poco que ver con el portero escocés.

Lamento profundamente lo que le dije a Ray of Light. Ya sé que no es excusa, pero estaba bebido en ese momento. Cualquiera que me conozca os dirá que no acostumbro a comportarme así.

Lennox teclea una respuesta:

No te preocupes. Son cosas que pasan. Yo tampoco tenía la cabeza en su sitio, así que pido disculpas por lo desmesurado de mi reacción. Yo también soy consciente de lo que puede llegar a hacer el alcohol. Si alguna vez nos encontramos te invitaré a una cerveza… ¡o a lo mejor nos ceñimos los dos al zumo de tomate!

Tu co-socio de los Hearts

Ray

Cuando dejan los terminales y se sientan en la parte del establecimiento dedicado al café, Tianna le dice a Lennox: «Entonces, ¿adónde nos llevas? ¿No era aquí?».

«No, está por aquí cerca. Pero antes tengo que explicarte una cosa», dice él. «¿Te acuerdas de cuando te prometí que te hablaría de aquellos sueños de los que hablamos?».

«Sí».

«Ray», tercia Trudi, «a Tianna no le interesa…».

«Por favor, dame un momento», insiste Lennox. «También quiero que lo oigas tú. Nunca se lo he dicho a nadie. Ni a mi madre, ni a mi padre, ni a nadie. Es algo con lo que sueño mucho, algo que pasó hace tiempo». Mira a sus espaldas. El local está casi desierto; se sientan en un rincón apartado, sorbiendo café o leche y comiendo galletas de chocolate.

Lennox habla en voz baja pero con autoridad. Su tono de voz no es de poli, al menos en lo que captan sus oídos. «Yo tenía un muy buen amigo que se llamaba Les», le dice a Tianna. «Cuando teníamos aproximadamente tu edad, salimos en bici y atravesamos un largo y oscuro túnel, como de tren, pero abandonado. En él acechaban unos tipos muy malos y perturbados que nos acorralaron. Al principio pensábamos que querían robarnos las bicicletas», dice, mirándola para ver si le sigue.

Tianna moja la galleta en la leche. Levanta la vista con recelo. Trudi tensa la mandíbula inferior y se arrima a él. «¿Estás hablando de Les Brodie y tú?».

«Sí», dice él antes de volverse de nuevo hacia Tianna. «Yo conseguí escapar, pero no antes de que me hicieran algo malo. Nunca se lo he contado a nadie, pero uno de aquellos hombres me obligó a chuparle el pene».

«Ray, eso es horrible», dice Trudi con horror. «¿No podrías habérselo contado a la po…».

Entonces se para y mira a Tianna.

La niña americana baja la cabeza, avergonzada. Pero una voz pequeña y desafiante surge de su interior. «Lo sé… Vince… solía…».

Lennox le levanta la cabeza. «No es culpa tuya. Eres una niña. Yo era sólo un niño. No fue culpa mía. Nunca se lo dije a nadie porque me avergonzaba. Pero no era yo quien debería haberse sentido así. Yo no hice nada malo». Retira la mano.

Ella mantiene levantada la cabeza, con la mirada fija en la de Lennox. «No. No fue culpa tuya. No fue culpa nuestra, Ray».

«Cogieron a Les. Él no consiguió escapar. Yo intenté buscar ayuda, pero me llevó mucho rato. Le hicieron cosas malas, terribles».

«¿Le…?», cuchichea ella, echando una mirada en torno al café para asegurarse de que están solos, «¿hicieron… como… cosas sexuales con el pene de un hombre dentro?».

«Sí», dice Lennox. «Sí lo hicieron. Después de aquello, Les estuvo furiosísimo durante algún tiempo. Estaba furioso porque lo que le hicieron fue una injusticia. Pero estaba tan furioso que hizo mucho daño a un montón de gente y también a sí mismo. Entonces se dio cuenta de que si hacía aquello, ellos habrían ganado. Seguirían controlándole. Toda aquella rabia no la dirigía contra los que la habían causado, sino contra sí mismo y toda la gente a la que quería, ¿verdad?».

«Sí», asiente ella. «Así es».

«Yo intenté encontrar a la gente que le hizo aquello a Les. Y a mí. Aún no lo he conseguido. Pero lo haré. Nunca dejaré de intentarlo».

«No dejarás de hacerlo porque eres bueno, Ray. Eres una buena persona», le dice Tianna.

«No, no dejaré de intentarlo porque no me gusta lo que hacen. El que es buena persona es mi amigo Les, porque tuvo la madurez suficiente para superarlo. ¿Me entiendes?».

Era cierto. Trudi comparte con él una noción simultánea: el desarrollo emocional de Ray Lennox estaba atrofiado. Parte de él seguirá siendo siempre el niño asustado del interior del túnel. Lo demás, el kickboxing, el trabajo policial, la caza del pederasta, era todo un intento inútil de negarlo. No cambiará mientras tenga que hacer ese trabajo. Hay que pasar página.

Yo tengo que pasar página.

Trudi capta la aterradora sinceridad que despide, lo que la compele a imitar su comportamiento y confesar para estrenar su vida de casados con un borrón y cuenta nueva. El de la inmobiliaria; se lo tengo que decir

Salen del café en silencio. Lennox quiere parar en Walgreens por algún motivo que no explica, y Trudi se siente desconcertada al verle salir del establecimiento con una latita de gasolina. Vuelven a recorrer Lincoln, pero él gira a la izquierda al llegar a Meridian Avenue; atraviesan unas cuantas manzanas anodinas.

«¿Adónde vamos, Ray?», le pregunta Trudi, cada vez más preocupada.

«No está demasiado lejos», responde Lennox mientras el distrito art déco empieza a esfumarse y da paso al territorio de torres de pisos del norte de Miami Beach. Pasan por delante del Convention Centre; con tanto calor, a las chicas les cuesta seguir el ritmo de Lennox.

Pero Tianna Marie Hinton recuerda de repente lo mucho que le gusta caminar; le encantaba hacerlo en Mobile, y sigue a Lennox con tesón, sintiendo el golpeteo de sus pies contra el suelo y el movimiento de balanceo de sus brazos, su esencia aflorando a la superficie tras abrirse paso entre su cuerpo. No enterrada tan profundamente que los conquistadores de su carne jamás pudieran acceder a ella, sino tensándose y restallando a su alrededor, entre el calor y la luz. Tianna piensa en lo que Ray dijo de Hank Aaron y los rompeplatos del restaurante. ¡Que les den a esos gilipollas! Trudi Lowe, inspirada por la revigorización de la niña, aprieta el paso para no quedarse atrás.

Entonces, cuando cruzan 19th Street, se topan con un espectáculo asombroso; a su derecha se alza una enorme mano verde. Al principio da la impresión de pertenecer a un cuerpo que se está ahogando, pero se proyecta hacia el cielo azul de una forma tan desafiante como agónica. Lo que en un primer momento parece una maraña de hierbajos en torno a la muñeca resulta ser, visto más de cerca, un confuso nudo de cuerpos humanos, todos ellos desnutridos y retorciéndose de agonía. Al aproximarse más, una sensación inminente de algo tumultuoso restalla en sus huesos y en el aire que los rodea. La mano surge de una isla que está en el centro de un estanque situado en una plaza enlosetada. Al entrar en el área pavimentada, les aguarda la estatua de una madre en lágrimas flanqueada por dos niños; la leyenda que figura en el muro, a espaldas de la familia petrificada, dice: «A pesar de todo, sigo creyendo que en el fondo la gente es buena». La cita está atribuida a Ana Frank.

Un guardia uniformado, de piel y rasgos mucho más africanos que afroamericanos, está sentado en una cabina al sol. El tráfico parece discurrir por Meridian Avenue en un silencio reverencial. Por encima del estanque, que está dentro de un semicírculo formado por pilares intercalados con plantas de pétalos blancos, descuellan unas palmeras serenas y solemnes formando un baldaquino sobre una pared de mármol, tan austera y natural como el hueso. En este edificio están grabadas palabras e imágenes a prueba de vándalos, que narran la historia del Holocausto. Una pizarra que nada puede blanquear, desfigurar o borrar; una biblioteca casi inexpugnable. A continuación vienen los nombres, cientos, miles, millones de ellos: los de los adultos y los niños que perecieron en los campos de la muerte.

Un puente cubierto divide en dos la media luna y conduce a la isla y la mano verde. Dentro del túnel están los nombres de los campos, algunos que todo el mundo conoce, como Auschwitz y Buchenwald, engastados en los bloques del muro, junto a otros de los que Lennox no había oído hablar hasta ese momento: Belzec, Ponary, Westerbork.

A diferencia del otro túnel, el que lleva grabado a fuego en su memoria, los listones de luz solar atraviesan éste como rayos láser, derramándose sobre él desde las rendijas de la parte superior. En el otro extremo de la isla se encuentran con más figuras verdes marchitas y más nombres todavía, grabados sobre otro círculo de mármol. Lennox se fija en los apellidos; tantas vidas jóvenes aniquiladas. Se pregunta si alguna vez se les ocurrió pensar a los nazis y a quienes les obedecían que estaban trabajando para una gigantesca red de abusos de menores.

«Tengo que decirle una cosa a Tianna», le dice Lennox a Trudi. «¿Lo entendéis?», les pregunta a las dos.

«Vale…», dice Tianna, «… pero Trudi también puede venir».

«Todos cometemos errores, Ray», dice Trudi, mirándole con recelo. «Todos…». Titubea y se acuerda de aquella noche idiota mientras baja la mirada sobre la loma verde situada junto al camino; cierra los puños y está a punto de decir algo, pero cuando levanta la cabeza ve que él se ha alejado y que sale con gesto sombrío por una de las verjas del monumento con Tianna a su lado. El primer impulso de Trudi es seguirle pero algo la retiene, paralizando sus sinapsis y dejándola clavada en el sitio. En su cabeza se producen una avalancha de especulaciones peligrosas. Ray y Tianna habían pasado todo aquel tiempo a solas. La gente hacía cosas extrañas en esas situaciones. Habían abusado de él y nunca jamás le había revelado su oscuro secreto. ¿Qué otros secretos ocultaría?

De repente, Trudi Lowe tiene miedo. Sale tras su prometido. Se pregunta si conocerá de él algo más que la fachada, si sabrá algo más de él de lo que llegó a saber de aquel agente inmobiliario con sonrisa de anuncio de dentífrico en aquella noche de fantasía atormentada. ¿Hasta qué punto podemos llegar a conocer a los demás cuando sólo los vemos a través de las lentes del ego? Atraviesa la verja. Le escuece el rostro por efecto del sol, como si fuera una mascarilla cosmética que se hubiera dejado puesta demasiado rato. Entorna los ojos en el jardín pero no consigue ver a Lennox ni a Tianna. El aire está estancado y el calor lo vuelve espeso.

Entonces se encuentra con un claro, y con gran alivio por su parte los ve; están parados junto a un banco. Oye a Lennox diciéndole a Tianna: «¿Recuerdas cuando esos cerdos te dieron algo para que te entrara sueño y luego abusaron de ti en el barco? Te acuerdas, ¿no?».

Escuchando atentamente pero guardando la distancia, oye las vacilantes palabras de Tianna: «Sí. Pensé que había sido un sueño, pero no lo era. Starry me llevó allí. Me dieron una pastilla o algo. No dejo de soñar con él, con Lance Dearing, tocándome…, pensaba que eran sueños y que era una guarra por tenerlos… Dearing dijo que era poli y que se enteraría si había sido una niña mala y que él podía encerrar a la gente mala…, sabría si era una guarra…».

«No, tú no. Tú no eres una guarra, los guarros son ellos. Son pedófilos, pederastas. ¿Qué haces cuando alguien intenta tocarte o decirte alguna ordinariez?».

«Te levantas y te marchas o sales corriendo», dice ella, mordiéndose el labio inferior.

«Eso es. Y les mandas a tomar por culo», añade. Ahora Lennox tiembla, viendo aquella polla sudorosa delante de su cara y notando su sabor en la boca. Se toca los pelos del bigote incipiente que se dejó para cubrirse el labio. Para enviar un mensaje. Para ahuyentar a los pederastas. Aquel bigote que decía, un poco más desesperadamente de la cuenta: soy un hombre. «Dices: ¡vete a tomar por culo, puto pederasta de mierda!».

«¡A tomar por culo!», grita Tianna. «¡Vete a tomar por culo, puto pederasta de mierda!».

Trudi se acerca a ellos y le toca el brazo a Lennox, tan rígido e inflexible como una parada de autobús. «Ray…». Lennox se vuelve y la mira con gesto afligido y lo que ella toma por una mirada de reproche. Lo sabe. El tío con el que me fui. Lo sabe. Se ha dado cuenta.

Entonces él se vuelve bruscamente hacia Tianna de nuevo. Trudi es consciente de que ha establecido con esa niña un vínculo terrible que ella no podrá compartir jamás. «Eso es. Les mandas a tomar por culo», dice su prometido el policía. «¡Vete a tomar por culo, puto pederasta de mierda! Y gritas y chillas con todas tus fuerzas», insiste. «Obligas a escuchar al mundo entero». Entonces Ray Lennox cierra los ojos y ve a los hombres del túnel, los hombres que le metieron en este mundo tan extraño y aterrador, que le llevaron a convertirse en poli, y a Gareth Horsburgh y a Lance Dearing, a Johnnie y a Starry, mientras lanza un grito primario desde la boca del estómago y lo más profundo de su ser, denunciando a todos los embaucadores, matones y pederastas con los que él o cualquier otra persona pudiera toparse jamás: «¡VETE A TOMAR POR CULO, PUTO PEDERASTA DE MIERDA!».

El rugido reverbera en torno al jardín, por lo demás tranquilo y apacible. Una pareja mayor que iba caminando por uno de los senderos da un respingo de alarma y vuelve rápidamente sobre sus pasos.

«Ray, tenemos que irnos», dice Trudi, pero ahora Tianna chilla al unísono con él como una loca: «¡VETE A TOMAR POR CULO, PUTO PEDERASTA DE MIERDA! ¡DÉJAME EN PAZ!».

Lennox toma aire, tragándolo como si lanzara golpes. Ya es hora de desprenderse de todo ello, de empezar a eliminar las hojas negras y el agua estancada que obstruyen su corazón. Seguir con el proceso, por mucho tiempo que le cueste. Gritan juntos hasta quedarse sin aliento. Entonces Trudi rodea con un brazo los hombros de la niña, que está llorando. «¡Ray, tenemos que marcharnos ahora mismo!».

«Espera», dice un Lennox jadeante, mostrándole la palma de la mano. Mira a Tianna y la coge de la mano. «Los pederastas esos tenían una lista. Una lista de niños a los que pensaban hacer daño y a los que esperaban acceder a través de sus madres, como hicieron con Robyn. La policía tiene una copia», dice mientras saca un fajo de papeles blancos de la mochila. Reflejan los rayos solares de forma deslumbrante. Lennox saca la lata de gasolina y la vierte sobre los papeles. Los deposita, empapados en gasolina, en una papelera de acero vacía.

«Hacer esto en un parque no está bien, pero por esta vez está justificado».

Tianna asiente mientras Lennox enciende un mechero. Trudi mira nerviosa a su alrededor; Lennox es consciente de su oposición. «Sólo nos queda por hacer esto».

Siente un acceso de ira. «¡Siempre hay algo, Ray!», exclama Trudi, sujetándole por los hombros y sacudiéndoselos, exasperada. ¿Qué quiere? Decirle que capturó a uno de los asesinos de niños más infames de Gran Bretaña o que ha acabado con una red de pederastas que abarcaba tres estados norteamericanos le ofendería. Lo único que él verá jamás son las Britneys, Tiannas, Leses y su propia encarnación infantil a los que no pudo proteger. Es un hombre que siempre se definirá por sus fracasos. «¿Y luego qué? ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vas a hacer tú?».

«Luego…», dice, estallando en una sonrisa, «volvemos al hotel, llamo a mi madre y le pido disculpas». Se frota la cara mientras recupera el aliento. «Y después me afeito».

Trudi traga saliva y mira a fondo los ojos castaños de Ray, llenos de lágrimas de remordimiento, y asiente lentamente.

«Eso es todo lo que queda de ellos», le dice Lennox a Tianna, mirando los papeles que están en la papelera. «Tu madre los ha enviado a todos a donde nunca podrán hacerte daño; Vince, Clemson, Dearing, Johnnie y un montón más como ellos. No son más que basura y punto», dice mientras le entrega el mechero. «Quémalos. Venga. Quema a esos hijos de puta».

Trudi, con la mandíbula tensa, aspira el aire entre dientes.

Tianna le mira primero a él y luego a los papeles, ahora con férrea determinación. Coge el mechero y se agacha, alisándose la falda por encima de las rodillas. Al principio cuesta ver la llama bajo la deslumbrante luz del sol; sólo cuando nota el calor en la mano y la aparta se da cuenta de que ha prendido. Observan cómo los papeles se deforman y se ennegrecen, y a continuación, en silenciosa procesión, abandonan juntos los jardines.

Al salir del parque, regresan al monumento al Holocausto atravesando una verja de hierro floreada. Vuelven a las medias lunas de mármol y la explanada de losas que está enfrente de la mano verde. Ahora el tráfico de Meridian Avenue es más bullicioso. Y sin embargo Lennox sigue teniendo que levantar la vista hacia el cielo azul y los apartamentos que hay al otro lado de la calle, con sus verandas, para darse cuenta de que no se encuentra en medio de un campo en mitad de Polonia. De hecho, al otro lado de la calle se encuentra la Cámara de Comercio de Miami Beach, que tiene su propio centro de informaciones.

Ahora Tianna llora con más intensidad; sus sollozos, lentos y entrecortados, dan paso a gemidos ruidosos. Entonces, al ver la reacción consternada de Trudi, se da cuenta de que su propio rostro está surcado por las lágrimas. Mira a Tianna y ve a Britney Hamil en aquella asombrosa fotografía que acabó en las portadas de todos los periódicos de Gran Bretaña. «Lamento no haber estado allí para ayudarte», dice con desaliento.

Trudi está a punto de decir algo, pero Tianna se le adelanta.

«Estabas allí, Ray. Fuiste el único que estuvo allí», dice entre lágrimas, abrazándole, y él se da cuenta de que se trata de otra niña, en la otra punta del mundo. Y está viva, como deberían estarlo todos los niños. Piensa en el porqué de los relatos, las canciones y los poemas; en por qué siempre aspiraremos a algo que llamamos amor. Y ahora llora al unísono con ella, con dolor, pero también lleno de simple gratitud por ser libre, por estar presente y aclarado, debajo de una gran mano verde al sol de Florida.