Se produce una detonación atronadora; por un instante Lennox cree que ha sido alcanzado. Después ve a Dearing saltar hacia atrás, atravesar el umbral y sacar parcialmente el cuerpo al pasillo, con la sangre chorreándole por la barbilla. Lennox coge el echarpe del sofá y se lo coloca encima de la cara, pero no antes de ver que el orificio de salida está en el pómulo y que le ha quebrado parte de la mandíbula superior. Sus dientes se desparraman sobre el suelo como las perlas de un collar roto.
Robyn, protegida por el hecho de que la puerta se abre desde el pasillo para dar al cuarto de estar, ha visto poca cosa. Lo único que puede ver son las piernas de Lance, que se agitan lenta y convulsivamente. Lennox la coge de la mano y la levanta del sofá. Se encuentra en estado de shock, casi tan incapacitada como el despatarrado Dearing; éste, por su parte, es consciente de que falta poco para el cierre definitivo. Lennox saca el disco del reproductor de DVD y recoge la lista.
Vuelve a mirar a Starry. Tiene la nariz hinchada y los ojos empiezan a ponérsele morados. Lennox apenas soporta mirarla; su condición refleja su propio envilecimiento. Llena de pánico, se debate contra las esposas forradas de piel que la sujetan al radiador.
«¡No me dejéis aquí!».
Lennox no le hace caso; puede quedarse allí hasta que llegue la policía y entonces que intente explicárselo todo a ellos. Lennox levanta la cabeza de Robyn, forzándola a no mirar a Dearing o a las manchas de sangre que hay en la pared mientras pasa por encima del cuerpo del poli pederasta.
«Ahora iremos a ver a Tianna, ¿vale?», le dice cuando cruzan el umbral. Está apabullada y asilvestrada, con un aspecto de animal que contrasta con la pared de hormigón y la frialdad del pasamanos metálico. «Tú espera aquí un minutillo», dice Lennox antes de volver al interior y cerrar la puerta a sus espaldas.
Se inclina sobre Lance Dearing, asombrado de que todavía tenga la pistola en la mano y la arrastre por el suelo intentando apuntarse a la cabeza. El echarpe se ha desprendido parcialmente de su rostro ensangrentado. Vuelve a disparar sin que Lennox pueda reaccionar a tiempo. La bala le roza la parte superior del cráneo, rebota y termina alojándose en la parte inferior de la puerta del cuarto de baño.
El siguiente disparo de Dearing se clava en el rodapié con un silbido. Lennox aparta lo que queda del echarpe para descubrir la totalidad del rostro destrozado. «Ayúdame», dice Lance Dearing con voz baja y ronca, «acábalo…».
Lennox sacude lentamente la cabeza. «Ya lo he hecho, Dearing. Pero ni de coña voy a acabar contigo. Ni hablar», dice, pisándole la muñeca y pateando la pistola con el otro pie hasta desprendérsela de las manos. «No voy a ayudar a un puto pederasta. Con la de sangre que estás perdiendo, espero que la ambulancia llegue aquí a tiempo para remendarte. No quiero que mueras, porque no te lo has ganado. Tendrás que vivir con lo que has hecho». Lennox se sentía imbuido de una energía terrible. «¿Ayudar a un cabrón como tú? ¿A un pedófilo? ¿A un policía pederasta? Lo tienes claro», le espeta, consciente de que los presos de Miami le harán más daño a Dearing que cualquier bala, y quiere que ese hombre padezca la misma suerte que Confectioner: que viva con miedo a ser apuñalado, sodomizado y acosado; reconocerlo le avergüenza. Han ganado. Nos han rebajado. Nos han reducido a su nivel por medio de nuestra lamentable sed de sangre. Podrías hacerlos desaparecer a todos de la faz de la tierra y aun así habrías perdido.
Los gritos de Starry y los gemidos guturales de Dearing llenan el apartamento con una espantosa orquestación de sufrimiento. «¡CERRAD LA PUTA BOCA!», ruge catárticamente Lennox, y durante unos segundos el ruido se aplaca. «Cerrad la puta boca, pederastas cabrones, y pensad en lo totalmente jodidos que estáis ahora», dice mientras escucha el gruñido ardiente de satisfacción iracunda que surge de lo más profundo de su ser.
Sale fuera, donde ve a Robyn temblando y consolándose a sí misma; ahora parece tener aproximadamente la misma edad que Tianna. Pero lo fundamental es que no la tiene.
Un tipo joven vestido con un chaleco y un pantalón de chándal aparece y sube por la escalera mientras Lennox cierra la puerta. «Me ha parecido oír ruido como de disparos. Yo…».
Ve la sangre que lleva encima Lennox y le mira atónito y boquiabierto.
«Efectivamente», asiente Lennox. «Alguien acaba de pegarse un tiro. Podría ser buena idea llamar a la policía, y a una ambulancia», dice mientras escolta a Robyn por las escaleras rodeando sus delgados hombros con un brazo.
Salen a la calle y suben al Volkswagen, que Lennox conduce hasta el concesionario de alquiler. Por el camino oye ruido de sirenas y se pregunta si serán para Dearing. Quizás no. El shock empieza a hacerle mella y una sensación de entumecimiento general se apodera de él. Cuando ve las señales que indican una gasolinera, le viene una idea prosaica a la mente: llenemos el depósito. «Tengo que devolverlo con el depósito lleno», se sorprende oyéndose a sí mismo decirle a una desconcertada Robyn, mientras mete el coche en el patio.
T. W. Pye está haciendo el turno de noche. Cuando Lennox entra en la oficina, le mira con suspicacia. Entonces se le ensanchan los ojos al ver la sangre y el vómito seco que tiene el extranjero en la camisa. Salen al exterior, al aparcamiento de devolución donde se encuentra el coche alemán. Pye da vueltas a su alrededor, introduce en el coche su gran mole sudorosa y comprueba esto y aquello. Lennox se da cuenta de que a lo largo de la carrocería de color verde, por encima de la llanta, hay un rosario de manchas de óxido, como los granos que pueden salirle en la cara a alguien tras una borrachera monumental. O bien le ha pasado desapercibido o no tiene para él relevancia alguna. «En fin, el coche parece en buen estado», dice mientras se levanta y mira a una temblorosa Robyn. «Y el depósito está lleno», le dice con cara de malas pulgas a Lennox, «pero usted parece un poco hecho polvo, amigo».
«El otro tipo mataría ahora mismo por estar en mis zapatos».
Los laterales de la cara de Pye enrojecen. «Vale…, aguarde…, eh…». Regresa a la oficina, seguido por Lennox, y revuelve en la caja registradora, contando nervioso los quinientos dólares.
«Un coche estupendo, por cierto», comenta Lennox al coger el dinero y guardárselo en el bolsillo; empieza a sentir cierta lástima por el gordo, que regresaría a casa, donde estaba su único amigo, letal, silencioso, pálido e inmutable: la nevera que le mataba cada vez que le recibía con una gran sonrisa desenvuelta y fluorescente. Robyn y él se dirigen a la parada de taxis. Al pensar en Starry y en Clemson, nota cómo la adrenalina se va consumiendo y cede el paso a la depresión, pan para hoy y hambre para mañana: la matemática emocional de la violencia o los abusos. Suben a un taxi.
«A Fort Lauderdale».
En los asientos traseros del taxi, Lennox le explica la situación a Robyn para que no le quede ninguna duda de que tiene la sartén por el mango. «Éste es el trato; primero vienes conmigo a Fort Lauderdale a ver a Tianna. Después vamos a la comisaría y lo contamos todo. Y Tianna se quedará con mis amigos durante una semana más o menos, hasta que todo se haya aclarado».
«Pero yo quiero tenerla conmigo…».
«Esto no tiene una puñetera puta mierda que ver», subraya Lennox, pensando en Tianna y en su Mola que te cagas, «con lo que a ti te apetezca ahora mismo. Esa niñita ya no va a ser tu hermanita. Es una cría y tú eres una mujer adulta. Si no empiezas a comportarte como tal, les diré a las autoridades que eres una golfa y una adicta a la cocaína, y créeme, me harán caso. Cumplirías condena si les enseño esa grabación. Créeme».
Robyn se desmorona más aún con la arremetida: «Creía que eras nuestro amigo…».
«Soy amigo de Tianna, no tuyo. Tú tienes que empezar a ganarte la amistad y el respeto». Lennox suaviza el tono a medida que se da por aludido. «Ponte las pilas y a ojos de Tianna saldrás de ésta como una heroína. Tienes que hacer que crea en ti, Robyn».
Ella asiente tras las lágrimas. Y luego él se descubre divagando, diciéndole que él no es más que un poli escocés que quiso venir a Miami Beach con su prometida para recuperarse de un mal trago. Y planear una boda. Quizás tomar algo el sol, y a lo mejor pescar y navegar un poco. Entonces Robyn le cuenta su historia; eso la humaniza, como hacen todas las historias, y él ve a una persona muy desgraciada, victimizada y descuartizada por hienas. Y se acuerda de la tríada de matones que le convirtió en poli.
Uno puede mejorar. Él estaba en un estado tan mísero como Robyn cuando le recogieron del suelo de aquel bar de Edimburgo, abatido por el chiste malo del graciosillo del pub. Más aún cuando le encontraron en el túnel tras el funeral de su padre, con la mano hecha migas y despotricando como un loco, afirmando enérgicamente que tenía la cocaína controlada cuando había una papelina quemándole el bolsillo del pantalón y las fosas. Trudi, sin embargo, se hizo cargo, le trasladó a Bruntsfield y acudió a su piso de Leith para recogerle el correo. Se puso en contacto con Toal, y consiguió que le dieran la baja por enfermedad; le llevó a ver a su médico, no al de la policía, ya que él nunca se había molestado en apuntarse. Ella ya había reservado el sol de Florida, y ahora las vacaciones tendrían como programa añadido la ejecución de los planes de matrimonio. Pero antes tuvo lugar el funeral de su padre.
El día anterior Lennox había acudido a casa de su hermana: una tarde fría, aburrida y lluviosa, que convertía el acto de avanzar por la avenida gris y sin árboles en una guerra de desgaste contra un viento feroz. En el período inmediatamente anterior al funeral, Jackie había guardado la compostura. Se ocupó de todo, manejándolo con su pragmatismo habitual y dando escasas muestras de emoción. Aquella mañana, cuando Lennox se presentó en su casa, Jackie le dejó estupefacto al abrazarse a él en el pasillo, donde tenían aquella Axminster verde botella que siempre olía ligeramente a humedad, pese a que la habían aireado y limpiado varias veces.
«Ray…, mi hermanito. Sabes que siempre te he querido», había dicho ella.
Para él fue un shock, y más aún cuando le notó el aliento a ginebra. «Nunca lo habría imaginado», le dijo él, y ella pensó que lo decía en broma.
«Deberías ir a ver a mamá, Ray. Nos necesita a todos».
«¿No ha estado Jock cuidando de ella?», preguntó él tranquilamente.
«Menos mal que está él, es un cielo».
Así que ella no lo sabía. Lennox se tragó su rabia. «Sí».
«Deberías ir a verla», repitió Jackie, esta vez con autoridad de letrada.
«Ya, puede que vaya a verla luego, ¿vale?», dijo él con su voz de poli, cargada de las vocales ásperas y el argot barriobajero que solía emplear en presencia de Jackie para contrarrestar su dicción pija. Aquello acabó con lo poco que quedaba de intimidad entre ellos. Acto seguido se excusó y se marchó de nuevo al ordenado universo de Trudi.
A veces un déspota benévolo es preferible a la autodeterminación, medita Lennox, sobre todo si eres un hecho polvo sin remedio. Mira a Robyn y la ve mirando fijamente al frente, concentrada en algo invisible.
«Todo saldrá bien», le dice, y querría estar en lo cierto.
La reunión de Fort Lauderdale, al igual que la despedida subsiguiente, es emotiva y lacrimógena. Lennox informa a Tianna de que su madre va a ayudar a la policía a encerrar a malos como Vince, Clemson, Lance y Johnnie. Es quizás la mayor verdad que le ha contado.