Lennox se da cuenta de que su huida tensa y apresurada ante Dearing ha alterado su mapa mental de Miami. Se descubre dirigiéndose hacia el este por el sector «Calle Ocho» de SW 8th Street de Little Havana, más allá de las panaderías y tiendas de muebles cubanas, donde grupos de ancianos se sientan a charlar y a fumar al aire fresco mientras a lo lejos resplandecen los rascacielos del distrito financiero.

Tiene el color y la palabra «naranja» grabados a fuego en la cabeza: el estadio del Orange Bowl y la decoración exterior del bloque de apartamentos de Robyn. Se detiene ante la entrada del Museo de Arte Latinoamericano y pregunta a una pareja joven cómo llegar hasta él. Le dicen que tuerza a la izquierda en 17th Avenue, y el esplendor perdido de la arena del fútbol universitario aparece ante su vista. Pero, en la anodina rejilla de calles, localizar el apartamento de Robyn le recuerda la vez que trató de encontrar la lentilla de Notman en un campo de fútbol del Departamento de Parques de Edimburgo. Al notar que da vueltas en círculo, la ira le corroe, provocando una descarga de bilis y frustración. Sería más fácil encontrar sushi fresco en un pueblo de mala muerte de las Highlands. Desesperado y exasperado, está a punto de hacer sonar el claxon cuando el edificio naranja parece cruzarse de pronto en su camino.

«Joder, menos mal», dice, jadeando y con gratitud antes de aparcar al otro lado de la calle.

Vacila al salir del coche; examina sus dedos ensangrentados, que palpitan como un dolor de muelas. Atravesando Little Havana, la sensación de alienación y desaliento ha vuelto a apoderarse de él. Aquí no es un poli. Por suerte, no ve ningún indicio de policía en la calle. Pero no tardarían en llegar; la declaración de Chet o la paliza que le propinó a Clemson se encargarían de que así fuera.

Así que Lennox se arma de valor, sale, recorre el sendero y pulsa unos cuantos timbres que no son el de Robyn al grito de: «¡Desratización!» y aguarda el zumbido antes de empujar la puerta principal. Sube la escalera y llama a la puerta del apartamento que visitó hace dos noches. Starry la abre nerviosa. Cuando ve a Lennox pone unos ojos como platos.

«¿Qué cojones quie…?».

No logra terminar la frase pues Lennox le estrella la frente en plena cara. El crujido, al que sigue una aspersión roja, le confirma que le ha partido la nariz. Starry chilla, se dobla sobre sí misma y, tambaleándose hacia atrás, maldice en español, mientras persistentes gotas de sangre espesa caen de entre sus dedos al suelo de madera. Lennox la coge del pelo con la mano izquierda y entra en el apartamento de golpe, estampándole la cabeza contra el marco de la puerta. Cae al suelo aturdida y gimiendo, mientras él cierra la puerta a sus espaldas.

Robyn llega corriendo desde el cuarto de estar con ojos llorosos y se para en seco. «¡Ray! ¿Dónde está Tia? ¿Está bien?». Entonces, temblorosa y perpleja, ve a Starry: «Pero ¿qué has hecho?».

«Lo que tú o alguna otra tendría que haber hecho hace mucho. ¿Hay alguien más aquí?».

«No. ¿Pero qué ha pasado? ¿Dónde está Tianna?».

Lennox se da cuenta de que nunca ha tenido contacto violento con una mujer, exceptuando a la muchacha obesa sobre la que tuvo que sentarse en la comisaría del South Side después de que se le cruzaran los cables y le arrancara parte de una oreja a un retrasado de uniforme. Pero ésta no contaba, porque era una pederasta de mierda, como los otros.

«¿Hay armas de fuego en casa?».

«No…».

Los ojos de Robyn parecen una máscara de Halloween. Es como si la hubiera pillado en un círculo vicioso de sollozos seguidos por la aplicación de más lápiz de ojos sin acordarse de lavarse la cara. Le repugna pensar que podría haber llegado a mantener relaciones con ella, y más aún cuando se acuerda de Tianna y de su prometida. Robyn se coloca los puños delante del pecho.

«¿Dónde está Tianna?».

«Está bien. Está con unos amigos. ¿Qué cojones te han hecho? ¿Adónde te llevaron?».

«Fue Lance…, dijo que mi problema con las drogas se había salido de madre…, una intervención…», divaga antes de que la ineptitud de sus propias palabras paralice sus rasgos. «Eran mis amigos…, sabían que era lo mejor. Yo…», suplica, deteniéndose cuando su endeble convicción la abandona. Para él es una fábrica de lágrimas grotesca afligida por la extraña noción de que si lloraba lo bastante acabaría por eliminar la fuente de su dolor. A diferencia de la cara de Starry, con sus pómulos latinos y aquellos labios abultados, que se volvían más seductores cuando se encolerizaba, los delicados rasgos anglosajones de Robyn se contraían y adoptaban un aspecto mezquino. El estoicismo flemático es la mejor salida para nuestra raza, la ira explícita siempre nos degrada, medita Lennox. Lo que envilece a Starry es el miedo. La coge y la pone en pie de un tirón, empujándola hasta el cuarto de estar y sobre la silla.

«¿Qué le has hecho?», vuelve a preguntar Robyn.

«Ya sabes lo que he hecho y por qué», dice él, señalando a Starry con el dedo antes de volverse de nuevo hacia su presa. «Como muevas un puto músculo te estrangulo con mis propias manos. ¿Me explico?».

Starry hace una mueca desdeñosa sin dejar de sujetarse la nariz.

La expresión de Lennox se crispa mientras avanza hacia ella. «¿ME EXPLICO O NO, CARAJO?».

Se acuerda de cuando perdió los papeles durante el último interrogatorio, pero ahora no hay ningún Horsburgh, sólo la abyecta sombra de Starry, que asiente con abatida deferencia. Lennox sale disparado hacia el retrete, coge una toalla sucia y piensa en lo que podría hacer con ella antes de arrojársela. Después, acordándose de las esposas de Robyn, va al dormitorio y las coge de la mesita de noche. La presencia de Robyn es como un ruido de fondo quejumbroso mientras esposa la mano de Starry a la tubería de un radiador situado tras ella. «Joder, qué caliente está», rezonga ésta tras la toalla.

«Me alegro», dice Lennox mientras se vuelve de nuevo hacia Robyn.

«¿Qué sucede, Ray?», pregunta Robyn, quitándose nerviosa unos abrojos de su top verde desvaído. «¿Dónde está mi niña? ¿La llevaste a casa de Chet?».

«Ya te lo he dicho: está bien. No me montes ninguno de tus numeritos, Robyn. Ya he visto uno de ellos», dice, sacándose el DVD del bolsillo.

«Encontraste las grabaciones…», dice Robyn, llevándose una mano al pelo. Lennox tiene que reprimir el impulso de gritarle.

¡Joder, cree que estoy celoso! ¡La muy boba cree que está ahí la madre del cordero!

«Sí».

«Johnnie y yo nos conocimos por medio de Starry. Le gustaba grabar en vídeo nuestros… encuentros».

Lennox asiente, pensando en los hombres que querían ser estrellas del porno hasta que se daban cuenta de que no conseguían empalmarse delante de una cámara. Dentro de un par de generaciones, reflexiona, no seremos capaces de empalmarnos sin que haya una cámara delante.

«Entonces él metió a Lance por medio», gimotea Robyn.

«¡Lance era mi novio, zorra!», se oye espetar a Starry tras la toalla.

Robyn no parece acusar emoción alguna. «… y las cosas se fueron poniendo cada vez más locas y salvajes. Entonces descubrí que había otras mujeres y otros vídeos».

«Huy, sí, hubo otras», asiente mordazmente Lennox.

Robyn mira a Starry, con la nariz rota y la cabeza en alto, envuelta en la toalla y gimiendo de dolor, y luego a Lennox otra vez. «¿Quién…, quién eres, Ray? ¿Quién?». Los ásperos sollozos de Robyn sólo se ven interrumpidos por el sonido de los mocos que le bajan por el gaznate y que traga con fuerza y sonoridad.

«Luego», dice él, preguntándose si alguna vez será capaz de encontrar una respuesta satisfactoria para ese mismo interrogante. «¿Viste alguno de los otros vídeos?».

«No, por supuesto que no…».

«Algunos de ellos los rodaron en el barco de Chet».

«No», dice Robyn con voz entrecortada. «¡No! ¡No! No me lo creo… Chet no…, ¿dónde está Tianna?».

Lennox inserta el disco en el reproductor de DVD. «Este es uno de los que te perdiste».

«¡¿Qué?! ¿Vamos a ver una de esas películas? ¿Ahora? ¿Qué demonios…?».

«Tienes que ver esto. Tienes que ver de qué van las personas a las que eliges como amigos».

Él no quería volver a ver aquello, así que en su lugar estudia la reacción de Robyn cuando aparece la imagen en pantalla. La voz de su hija drogada: «Me encuentro mal…, quiero ir a casa…». La gentil respuesta de Dearing: «No pasa nada, cariño, tú relájate…».

«¡NO! Ay, Dios mío… ¡No!». Robyn respira agitadamente. Pero su terror es real; Lennox sabe que ella no tuvo nada que ver con los abusos sufridos por Tianna.

«Lo siento», dice antes de detener la reproducción con el mando a distancia. «Tenía que asegurarme de que no tenías nada que ver con esto».

«¡¿Qué?! ¿Qué te…? ¿Quién…?». Los ojos de Robyn están desorbitados, y jadea intentando recobrar el aliento.

La vergüenza acumulada dentro de Lennox alcanza la masa crítica y posa la vista en el suelo. «Lo más probable es que le dieran alguna clase de sedante. No en el barco, sino seguramente de camino, en el coche, en Alligator Alley». Lennox vuelve a mirarla: «Mientras tú estabas en rehabilitación».

«Pero si estaba con Sta…», empieza a decir Robyn, antes de fijar su mirada en el rostro tapado por la toalla. «No… ¡No! ¿QUÉ LE HICISTE A MI PEQUEÑA, PUTA ZORRA?».

«Robyn», dice Lennox, «¿te acuerdas de Vince, en Alabama?».

«Sí». Apenas se la oye y le clava una mirada llena de odio a Starry, que se sujeta la toalla delante del rostro a modo de máscara.

Lennox le aprieta la mano para lograr que centre en él su atención. «Te fuiste de Mobile para alejarte de él. ¿Te llevaste a Tianna contigo porque sabías como era él? Ella te lo contó y tú la creíste, ¿no?».

«Yo…, sí… ¡Me dijo que me quería!».

«Vince formaba parte de una red de pederastia organizada: la misma de la que formaban parte Lance y Johnnie. La misma de la que formaba parte Jimmy Clemson en Jacksonville».

«No…, ¿cómo puede ser…?», grita ella, pero su mirada empieza a delatar la terrible conciencia de lo sucedido.

«Se dedican a buscar mujeres solteras: marginadas, solas, con niños pequeños. Intercambian información fundamentalmente a través de un sitio web, pero también por medio de seminarios de formación de vendedores. Diseñan una estrategia de control, les pasan la información a otros pedófilos, uno o más de los cuales acosa a la mujer y trata de manipularla para entablar relaciones sexuales. Una vez cumplido el objetivo, pasan rápidamente a centrar su atención en la niña. Si la madre empieza a sospechar, se retiran y le pasan sus datos de contacto al siguiente miembro, que intenta repetir el proceso».

«Dios mío…», gimotea Robyn, tapándose la cara con las manos. «Tianna…, ¿qué es lo que he hecho?…, ¿qué le han hecho a mi Tia?».

La garganta vuelve a escocerle, pero Lennox se obliga a sí mismo a continuar.

«La norma del grupo es no correr riesgos. Se ganan la confianza de la madre, se hacen amigos de la niña y se interesan por ella; se convierten en los padres sustitutos que la niña quiere tener cerca, y poco a poco crean un ambiente de intimidad emocional y contacto físico. Dame la mano. Dame un abrazo. Un besito. Entonces declaran su amor, pero le dicen a la niña que tiene que ser un secreto. Al mismo tiempo no dejan de halagarla y de aislarla, para que crea que el amor que comparten es especial y justificar así la necesidad de que siga siendo un secreto. Así es como termina», dice Lennox indicando la pantalla con un gesto de la cabeza.

Robyn, que sigue tapándose los ojos con las manos, emite unos sollozos penosos, graves y rítmicos. Sus poros parecen haberse abierto para absorber toda aquella fetidez. Entonces fulmina con la mirada a Starry, que sigue sentada en silencio, con la toalla colocada estrafalariamente sobre la cabeza. «¡VUELVE A PONERLO, JODER! ¡QUIERO VER LO QUE HAN HECHO!».

«No», dice Lennox, «si quieres ver más, lo haces por tu cuenta». Mira a Starry, que le recuerda un halcón encapuchado, un depredador reducido a la pasividad por una cobertura. «La red de pederastas tenía una estrategia de relevos. En cuanto te diste cuenta de lo que se traía Vince entre manos en Mobile, él se puso en contacto con Clemson en Jacksonville…».

«No lo sabía…, ¿cómo podía yo saberlo…?».

«No podías. Cuando te diste cuenta de que el tal Clemson era chungo, él se puso en contacto con Johnnie y luego con Lance en Miami».

«Era un cerdo», escupe Robyn. «Lo de Vince jamás lo habría imaginado… ¡pero Clemson era un puto cerdo de mierda!».

«Y te quedas corta. Así que mientras ellos se muestran cada vez más procaces, por un proceso de puro desgaste tú empiezas a pensar: “Los hombres son así; a lo mejor es que soy un poco estrecha”. Para entonces ya te han aislado de todas tus amigas y de tu familia en Mobile. Y tienen a esta cabrona», dice, señalando a Starry, «trabajando para ellos y asegurándote que todo va de maravilla. Empezabas a sospechar, pero ya te habían sacado todo lo que querían». Y señala el DVD con la cabeza.

«Me tenían liada hasta la médula, me regalaban montones de drogas gratis: coca, metanfetamina, hierba, tranquilizantes…».

«Starry te llevó a aquel bar concreto la otra noche para que conocieras a alguien que, si todo salía bien, habría sido tu próximo galán. ¿Te acuerdas del tipo con el que tuve el encontronazo?».

Un mísero gesto de asentimiento seguido por un espeluznante: «¿PORQUÉ?», dirigido a Starry. «¡Sólo quiero que me digas por qué!».

Starry, aislada por la toalla ensangrentada, musita lo que parece una oración en español.

Lennox levanta la voz y dice: «Me confundió con él. Cuando apareció el tipo al que en realidad esperaba, se dio cuenta de que la había cagado. Después de poco menos que lanzarnos el uno encima del otro, empezó a rivalizar contigo por mis atenciones, ¿te acuerdas?».

«Es increíble. Todos… Vince, Jimmy, Johnnie, Lance…, todos en el ajo…». Los ojos se le ensancharon, presos de un horror absoluto. «¡Chet! ¿Tianna está con él?».

«No, está a salvo. De todas formas, Chet era distinto. Era un viejo solitario que echaba de menos a su mujer. Se hicieron amigos suyos para poder usar el barco. Le utilizaron, igual que a ti, y empleando tácticas parecidas. Se convirtieron en sus amigotes. Dearing era poli; al igual que mucha gente, Chet se fiaba de los polis». Robyn está tan ansiosa por oír sus palabras que Lennox se siente como un pájaro adulto dando de comer a una de sus crías. «Le enseñaron unas grabaciones porno caseras, como a veces hacen los amigotes». Sólo de pensarlo Lennox da un respingo: a veces los amigotes hacen más. «Lo siguiente fue: “Nos gusta grabar nuestros propios numeritos. ¿Nos dejas el barco?”».

Durante un rato Robyn es incapaz de articular palabra. Cuando por fin habla, murmura: «Mi niña, mi niña, mi niña…».

«Ahora está a salvo. Es fuerte», dice Lennox con energía, «y te necesita; ahora lo que hace falta es que seas fuerte tú. La poli no tardará en llegar».

Ella asiente con la cabeza, pero su expresión se desmorona cuando Lennox prosigue.

«A Chet le gustaba ver aquellos vídeos porno caseros. Cuando te vio en uno de ellos, dijo hasta aquí y les dejó seguir con lo suyo. Pero entonces Johnnie y Lance empezaron a ponerse más estrafalarios. Las mujeres eran cada vez más jóvenes. A veces no eran mujeres. Chet alucinaba con las visitas que tenía su barco, pero para entonces ya se trataba de un chantaje puro y duro. Es un tipo orgulloso, y muy chapado a la antigua. No quería que la policía o sus respetables vecinos del Puerto Deportivo del Grove pensasen que frecuentaba semejantes compañías. Pero ellos actuaban de forma cada vez más chapucera y negligente, sobre todo Johnnie. Empezaron a guardar los vídeos en el barco».

Starry hace sonar las esposas contra las tuberías.

Lennox inspira profundamente. Cierra el puño que se hizo añicos. Nunca volvería a ser igual. Hay fragmentos óseos flotando entre el cartílago y los tendones. «Chet descubrió su sitio web. No había nada que pudiera incriminarles, pero en ella figuraba la lista de miembros y un calendario de reuniones. Son ocho, contando a Dearing, y están en el Embassy Hotel ahora mismo o, más probablemente, huyendo del departamento de policía de Miami-Dade. Seguramente el tema de la conferencia erais tú y unas cuantas madres solteras más del sur de Florida».

Robyn exhala larga y sonoramente, abrazándose los hombros y cambiando el peso de un pie a otro. «Pero Chet ¿por qué…?».

«Tenía pensado acudir a la policía. Estaba haciendo acopio de narices…, eh, de valor», le explica al reparar en su expresión de desconcierto, «reuniendo pruebas. Dearing es poli, ¿recuerdas?».

«Así que Chet sigue siendo mi amigo…».

«En cierto modo sí», admite Lennox, contándole el viejo dicho que solía repetir su padre «más vale enemigo astuto que amigo estúpido», antes de dejar hablar al policía que lleva dentro: «Ahora bien, les estaba ayudando sin saberlo y tendrá que vivir con las consecuencias».

Robyn vuelve a taparse el rostro con las manos. Su voz, casi inaudible, se filtra entre sus dedos: «¿Pero qué he hecho, Ray?».

«Has sido víctima de un chanchullo siniestro de lo peor», dice él mientras de debajo de la toalla sucia sale otra plegaria sacra en español.

«Pero… ¿por qué yo?».

«Tienes una niña pequeña. Tu estilo de vida te convierte en objetivo. La expone a ella y a ti también».

«No soy una mala persona», suplica, «sólo…».

Lennox agita la mano para acallarla. «Yo no puedo criticar tu estilo de vida, porque no se diferencia gran cosa del mío. La diferencia fundamental es que yo no tengo una niña de la que cuidar. Ponte las pilas mientras estés a tiempo».

«Eres…, ¿eres del FBI?».

«No, soy de Edimburgo y estoy de vacaciones. Como te dije, estoy planeando una boda».

El rostro desconcertado de Robyn vuelve a recobrar la concentración enfocando a Starry, que ahora lleva la toalla a modo de burka. «Tú lo organizaste todo. ¡Tú!». Mira a Lennox. «¡Me odia! ¡Me odia porque tengo a Tianna!».

«Mi hijo tenía dieciséis años cuando lo mataron a tiros», gimotea Starry.

«¡Fue un asunto entre bandas! ¡Se lo merecía! ¡Ángel era malo!», chilla Robyn antes de atravesar el espacio que las separa como una exhalación y descargar puñetazos sobre Starry. Lennox sólo se siente impelido a retenerla cuando se dispone a levantar una gran vasija de vidrio con rayas de tigre. «¡DÉJAME, VOY A MATAR A ESA PUTA ZORRA DE MIERDA!».

No resulta fácil dominarla; la furia le ha proporcionado una fuerza sobrenatural para lo menudo de su cuerpo. Finalmente se queda sin fuerzas y se desmorona en brazos de Lennox, lo que le permite llevarla al otro lado de la habitación y acomodarla en el sofá. «Se llevará lo suyo, no te preocupes», dice, agachándose y cogiéndola de la mano. Rezuma sensación de culpa. Le fallé a Britney por juzgar mal a Angela Hamil. Ahora le he fallado a Robyn juzgándola mala ella, o juzgándola, que viene a ser lo mismo.

Por algún motivo recuerda el momento en que, con la rabia de los doce años, entró en la habitación de su hermana Jackie sin llamar, interrumpiéndola sin querer mientras le hacía una felación a su novio. Más tarde hubo bronca familiar. No por su intrusión ni por la indiscreción de Jackie, sino más tarde, cuando su hermana encontró a su vieja muñeca Marjorie, la favorita de ambos, en el ático. A bolígrafo y en grandes letras, alguien había garabateado en su rostro de plástico las palabras GUARRA COMEPOLLAS.

Se fija en la expresión espectral de Robyn, profanada por el rímel y las lágrimas. «Ahora deberíamos ir a buscar a Tianna antes de que aparezca la policía».

Robyn está a punto de asentir con la cabeza cuando ve la puerta abrirse a espaldas de Lennox. «Ya está aquí», les informa una voz.

Lennox se vuelve y ve a Lance Dearing con una copia de la llave en la mano. «Confianza entre amigos con derecho a roce», dice con una sonrisa. Lo siguiente que nota Lennox es que algo ha cambiado en él: unas lentes bifocales dividen sus ojos en un sector oscuro e impenetrable y una parte inferior empañada. Lo último que nota es que Dearing le está apuntando con una pistola.

«¿Quién cojones eres, Ray? Y no me vengas con esa mierda de que eres planificador de bodas. A Tiger le atizaste de lo lindo. Le encontraron bastante perjudicado en el suelo del cuarto de baño ese; sangre, mierda y dientes por todas partes». Lennox asiente con la cabeza, cauteloso pero halagado. «Así que, por última vez, ¡quién cojones eres!».

«¿Importa ya? Se acabó, Lance».

«Para los dos».

«Lance, cariño, déjame ir, vámonos de aquí», suplica Starry.

Por algún motivo Lennox mira a Dearing de arriba abajo, experimentando un súbito desprecio por su camisa vaquera negra lavada a la piedra metida en unos vaqueros blancos y esas flamantes zapatillas blancas.

«No vas a dispararme. Nunca le has disparado a nadie», dice con calma, acordándose de Bill Riordan, el poli de Nueva York jubilado. Pero estaban en el Sur. ¿Formaba Florida parte del auténtico Sur? ¿Era un estado de cazadores? De pescadores, seguro.

Dearing frunce el ceño y algo se apaga en sus ojos, tras las mitades inferiores de sus bifocales.

«¿Y cómo diablos ibas tú a saber eso?».

Desesperado, Lennox se da cuenta de que no hay forma de saberlo. Piensa en su padre. En Britney. Se pregunta, por un instante, si los verá del otro lado, si la muerte realmente es así.

«Lance», implora Starry.

«¡MI NIÑA, PUTO MONSTRUO!», ruge Robyn mientras se levanta.

Dearing le apunta. «¡Quédate ahí sentada, tonta del culo chiflada, o la dejo huérfana!».

Robyn se arruga y se deja caer sobre el sofá abrazándose a sí misma y con un reguero de mocos cayéndole de la nariz al pecho.

«Se acabó», repite Lennox, mirando hacia el disco que asoma del reproductor de DVD que hay bajo el televisor. «Johnnie está detenido. Intenta llamarle si no me crees. Si no, puedes llamar a Chet. Se ha entregado y a ti también, evidentemente. Pensé que te habrían arrestado en el hotel. No importa, la policía local habrá enviado la lista al FBI». Señala las hojas de papel que hay encima del sofá. «Tu nombre no aparece, pero sales haciendo de estrella de tu propio show. Johnnie era muy descuidado. Llevaba esos DVD a todas partes: era un auténtico Blockbuster con patas. Se acabó, Lance».

A Dearing le tiembla un poco la mandíbula.

Starry sigue debatiéndose y rogándole: «¡Suéltame, Lance, por favor! ¡Vámonos a tomar por culo de aquí!».

Lance Dearing no le hace el menor caso; primero mira los papeles y luego el DVD. Tiene los ojos desorbitados y de su interior parece emanar una blancura incandescente. «Nunca me imaginé que podría acabar así. Sólo quería hacer un buen trabajo, eso es todo. Nos pasamos un poco de la raya divirtiéndonos».

«De divertido no tuvo nada», replica Lennox.

«Puede que no», admite Dearing cansinamente. «Supongo que todos podemos descarriarnos».

«Lo mejor que puedes hacer ahora es…».

Lennox enmudece, sobresaltado, cuando Lance Dearing levanta el arma y dispara.