El calor de la noche recorre los manglares como un enjambre cuando Lennox toma la Interestatal 75 en dirección este. Conduce todo el rato al límite de los ciento sesenta kilómetros por hora; el Volkswagen traquetea peligrosamente mientras recorre como una exhalación una Alligator Alley casi desierta, rumbo a un hotel próximo al aeropuerto de Miami y un cursillo de formación.

Ha leído acerca de grupos de tíos, normalmente empollones, que se reúnen en entornos tipo seminario para compartir técnicas de ligue. Echan mano de un popurrí de enfoques conductistas y situacionales: análisis transaccional, programación neurolingüística, psicología pop y pseudopsicología. La mayoría de ellos sólo pretende aumentar su capacidad de convocatoria en el mercado sexual; son fracasados inteligentes y obsesivos que intentan superar su torpeza con las mujeres. Para otros, las mujeres son poco menos que algo secundario; para ellos de lo que se trata más bien es de una cuestión de vínculos intervaroniles y de competencia entre machos, de fanfarronería de patio de colegio sobre conquistas sexuales —reales o imaginadas— que se prolonga en la edad adulta.

Para algunos de los más fanáticos, la emoción de ligar y compartir técnicas y triunfos pasados dura poco. Muchos de los miembros de semejantes grupos son abiertamente disfuncionales; son víctimas evidentes de abusos, amargados e inadaptados. Son chickenhawks[45] que se congregan en bandadas con el objetivo de buscar familias monoparentales vulnerables con hijos preadolescentes y trabar amistad con el cabeza de familia.

El seminario es una casa de pedófilos, uno de los cuales al menos es poli. Lennox se hizo policía porque odiaba a los matones. Luego quedó desilusionado al descubrir que, como en todas partes, en el cuerpo de policía había no pocos. A lo largo y ancho del mundo entero, hombres como Dearing, atraídos por tener poder sobre los demás, se ocultaban bajo la placa del servicio público. Él no podía hacer nada para detenerles, así que, a fuerza de cinismo, casi se había convertido en uno de ellos.

Sin el fuego de los justos de su cruzada antipederastas, Lennox habría sido demasiado sensible para lidiar con la brutalidad que le rodeaba en Delitos Graves. Sólo con ayuda de la bebida y la cocaína podía hablar su mismo idioma, comprender su código tácito al nivel emocional requerido, aunque las sustancias que le proporcionaban el fervor por la cultura de la violencia restringían su eficacia en la práctica. Las artes marciales, el kickboxing, sólo ayudaban cuando se sentía físicamente capaz de entrenar tres veces por semana. Entonces los puños enguantados que otros hombres le lanzaban a la cara quedaban reducidos a incordios que debía parar, bloquear, esquivar o responder con contraataques.

Lennox se queda de piedra cuando el rítmico golpear de unas hélices indica que se aproxima un helicóptero. Sus haces de luz iluminan la carretera que tiene delante. Seguro que Dearing no… Pero el sonido ya se pierde sobre los Everglades, la mayor masa de tierra no habitada y sin carreteras de los Estados Unidos. Por supuesto, los helicópteros escudriñan su exuberante vegetación; toman fotografías, buscando a traficantes, inmigrantes ilegales, terroristas o simples ciudadanos que se comportan de modo poco convencional.

Mientras las ciénagas empantanadas dan paso a la intransigencia de la ciudad en menos de lo que se tarda en lanzar un Frisbee, Ray Lennox, el poli escocés desplazado que sabe que nunca más podrá ejercer como tal, se mete en el parking del Embassy Hotel cuando el seminario ya hace una hora que ha empezado. Tras el mugriento funcionalismo de la zona aeroportuaria de Miami, poner los pies en ese ornamentado patio de mármol rosa y pan de oro, lleno de fuentes y columnas, es como internarse en el Edén de las corporaciones. La variopinta flora ha sido plantada y cuidada con tal esmero que le parece un reluciente folleto retocado con Photoshop. Examina el tablón de fieltro negro, y casi espera ver las palabras CONFERENCIA DE PEDERASTAS en letras de plástico blanco.

CONFERENCIAS DEL EMBASSY AIRPORT HOTEL

Jueves, 12 de enero

ASTILLEROS JONES INC.

Sala de Juntas Palm Beach

8 a 17 horas

FERIA DEL EMPLEO HISPANO 2005

Cayo Largo 3 & 4

10 a 20 horas

FORMACIÓN DE AGENTES DE SONY ELECTRONICS

Atrio superior

11 a 13 horas

SUNDANCE MEDIA

Binini

15.30 a 21.30 horas

FEUER NURSING REVIEW

Cayo Vizcaíno

15.30 a 16.30 horas

SUPERVIVIENTES DEL SUICIDIO

Cayo Largo 2

19 a 21.30 horas

EQUIPO DE VENTAS 4 TALLER DE FORMACIÓN

Cayo Largo 1

20 a 23.30 horas

Cayo Largo. Lennox se acuerda de la película del mismo nombre; Bogart y Bacall. Pide a una recepcionista que le diga cómo llegar. Por su lenguaje corporal y su sonrisa precavida, un poco taimada, le recuerda a Trudi, hasta el punto de excitarle oblicua pero dolorosamente cuando le indica un tramo de escaleras. Subiéndolas apresuradamente, llega a un entresuelo y ve Cayo Largo. Asomando subrepticiamente la cabeza por la puerta, echa un vistazo al interior desde el fondo de la pequeña habitación: ve a cinco hombres sentados en torno a una mesa. Dearing no está presente, pero los demás tienen un aspecto solapado y traumatizado. Entra en la habitación dispuesto a encararse con ellos.

«Conque éste es el sitio, ¿no?».

Un hombre con gafas, de treinta y tantos años, que suda a pesar del aire acondicionado, le observa mientras se acerca. «Disculpe, ¿señor…?».

«Lennox. ¿Dónde está nuestro amigo Dearing?».

«Me llamo Mike Haskins», dice el hombre. «Aquí no hay nadie llamado Dearing. Se sube las gafas encima de la cabeza y echa un vistazo a su carpeta. Y me temo que su nombre tampoco figura aquí, señor Lennox…».

«No, no figura. Sólo quiero que le diga a Dearing…».

El hombre vuelve a ponerse las gafas y concentra su atención en Lennox. «Me da la impresión de que se ha equivocado de sala. Esta es la sala de supervivientes del suicidio».

«Eh… Cayo Largo… Ventas…», balbucea Lennox con timidez.

«Esto es Cayo Largo 2», le informa pacientemente el hombre. «Cayo Largo está enfrente».

«Disculpen…, lo siento».

Lennox sale al pasillo discretamente. Respira hondo, recobra la compostura y decide no precipitarse. Dejemos la gran batalla para la policía. Asoma la cabeza por la puerta de lo que resulta ser una sala de seminarios más grande. Hay un hombre situado en la parte de delante haciendo una presentación en PowerPoint. Puede ver ocho nucas en semicírculo. Sólo una de ellas se vuelve y mira a Lennox, entrecerrando los ojos antes de volver a mirar al presentador. Lennox se retira. Le ha visto ya en South Beach: en el Deuce y en el Myopia. Junto a él, otra figura familiar. No se ha vuelto, pero el dorso enfundado en vaqueros de Lance Dearing es inconfundible.

Lennox se oculta rápidamente tras unas sillas amontonadas unas encima de otras en el pasillo. Oye hablar con claridad al orador. «¿Qué hago cuando consigo una pista? Nada, me siento y planifico. Descubro todo lo que puedo acerca del cliente antes de presentar el producto. El producto inicial no son tus necesidades y deseos. Esto es decisivo: al principio, el producto está completamente hecho a medida para el cliente. Sólo empezamos a pensar en modificar su comportamiento cuando el cliente está completamente enganchado».

Entonces un tono de voz familiar le pone los nervios a flor de piel: Lance Dearing. «Los perros viejos saben que las pulgas más gordas y más jugosas hay que cazarlas con una lengua mojada, no con un diente afilado».

«Amén», refrenda otra voz.

Lennox ya ha oído lo bastante para saber que encararse con ellos sería inútil y la absoluta falta de presencia policial manifiesta le hace dudar sobre el talento de Chet para dar la voz de alarma. Pero tiene las pruebas, y también a Chet y a Johnnie. Decide encontrar a Robyn y dejarles a lo suyo.

Entonces anuncian una pausa para tomar café y oye los sonidos de satisfacción de los reunidos al estirarse y levantarse ansiosamente, haciendo deslizarse las sillas sobre el pulido suelo de madera. En lugar de bajar por las escaleras, Lennox se dirige con rapidez a los servicios, corre el pestillo del pequeño cubículo, se sienta y espera. Entran dos hombres: la orina golpea la porcelana y las pastillas desinfectantes de las letrinas vecinas.

«¿Qué tal, Tiger?».

«Yo bien».

Tiger. Lennox comienza a sudar y nota el latido de su torrente sanguíneo, como si tuviera el corazón donde debería tener el cerebro. Tira de la cadena y sale del cubículo, situándose junto a uno de los hombres, que se lava las manos mientras el otro sigue meando. Se fija en la acreditación que lleva en la solapa: C. T. O’HARA. Es un tipo grande, de cara cuadrada, con una sonrisa benévola. Lleva anillo de casado. Parece un padre de familia del montón. De los que viaja mucho y trabaja duro con las ventas para generar un fondo y pagarles la universidad a sus hijos. ¿Quién se habría casado con ese monstruo y se acostaba con él todas las noches? ¿Acaso no lo sabía? ¿Por qué iba a saberlo?

El tipo grande les da a las manos una somera pasada por el secador eléctrico y mientras se marcha le dice en broma a su colega, ahora ya situado ante el lavabo junto a Lennox. «Vas a perderte las galletas de chocolate, Tiger».

«No sé, no sé… Esos chicos tienen mucho apetito», dice Tiger con una sonrisa, exhibiendo una hilera de dientes con fundas, mientras su amigo se marcha.

Lennox se fija en su grasiento pelo negro, en el aspecto malicioso y de reptil de sus rasgos y la chapa que confirma su identidad: J. D. CLEMSON. Se lo imagina invitando a Robyn a copas en un bar. Se lo imagina a solas con Tianna…

Lennox se lleva el brazo tras la espalda para rascarse el omóplato mientras se arrima un poco a Clemson. Ve al pederasta levantar la vista con una leve sonrisa de desconcierto en los labios antes de estrellarle el codo a toda velocidad en el rostro. A un satisfactorio crujido sigue un grito y una erupción de sangre que mancha el lavabo blanco. Lennox pivota, se coloca detrás de Clemson y le fuerza a bajar la cara hasta el borde del secador, golpeándosela repetidas veces, quebrando dientes y huesos mientras el cuerpo se vuelve fláccido en sus manos, ya libres de todo dolor, sin emitir más que gruñidos graves y amortiguados. «Disfruta de este momento», le dice Lennox, «porque a partir de ahora será todo cuesta abajo. Tu antigua vida se acabó. Te pusieron en la tierra para esto».

Lennox le suelta. Mientras un ensangrentado Clemson se desploma lentamente, tratando de agarrarse como un borracho al secador, Lennox le da una patada en la cara, ayudándole así a llegar hasta el suelo de mármol. No puede dejar de patear a Clemson, no puede poner fin a este momento de intimidad, pero se obliga a sí mismo a parar. Eso sí, no antes de que sus sentidos hayan sido asaltados por esa breve revelación que quizás tenga todo hombre antes de convertirse en asesino: que el cumplimiento de ese objetivo tendrá como contrapartida una ralentización emocional irreparable.

Fantasmal y sereno cuando abre la puerta y echa una mirada al estrecho pasillo del entresuelo, se siente como si se viese a sí mismo en sueños, donde la perspectiva narrativa pasa de la primera a la tercera persona, sobre todo cuando la pesadilla se vuelve insoportable. Pasa por delante de los seminarios. La puerta de Cayo Largo 2 está cerrada. Sin asomarse, pasa de puntillas por delante de Cayo Largo 1, cuya puerta está entreabierta, sin que el ruido que hacen los congregados, que están tomando café y charlando, varíe en ningún momento de tono. Entonces, al darse cuenta de que la policía podría muy bien presentarse a tiempo para presenciar su brutal agresión, la adrenalina se le dispara. Baja las escaleras a toda prisa y atraviesa el vestíbulo, vagamente consciente de que en el hilo musical suena el «Don’t Go» de KC and the Sunshine Band, y atraviesa el aparcamiento a la carrera hasta llegar al coche verde.

Al pasar por delante del aeropuerto, vuelve a pensar en lo que había tenido que soportar Les y se pregunta cómo habría sobrellevado él una experiencia semejante. Como policía se sintió atraído por Delitos Graves, y a menudo echaba un vistazo a la base de datos de los delincuentes sexuales para ver si podía reconocer a los tres agresores. Su mente le jugaba malas pasadas; a veces tenía la certeza de haber descubierto a uno de ellos, pero luego se convencía de que se trataba de otra persona. No obstante, sabía que odiaba a todos los delincuentes sexuales, a todos y cada uno de aquellos especímenes atroces y miserables. Lo único que consideraba auténtica labor policial era hacerles rendir cuentas. Sólo participaba en el sistema por las opciones que le ofrecía para dar con ellos, los auténticos malhechores. Ansiaba aquel poder porque les había declarado la guerra a los pederastas. Jamás ha sido un policía: Ray Lennox es un cazador de pederastas y ahora que ha olfateado su rastro se siente obligado a llegar todo lo lejos posible.