1981

A nadie le gustan los matones. Incluso los demás matones —a veces ellos más que nadie— sienten cuando menos la obligación de profesarles odio. Y, no obstante, todos hemos sido intimidados y acosados; todos hemos intimidado y acosado a otros. Lo llevamos dentro; cuando son las naciones las que lo hacen, lo llamamos imperialismo. Uno empieza a hacerse preguntas acerca de sí mismo.

¿Quién eres? Te llamas Raymond Lennox y tienes once años. Es verano y estás muy emocionado porque te han regalado una bici nueva por tu cumpleaños, y porque tu equipo, los Hearts, ha subido a primera. Tienes ganas de que empiece la temporada, y has estado estudiando duro para obtener una beca y asistir a una buena escuela secundaria.

Pese a que había llovido mucho, el verano, con la acostumbrada renuencia escocesa, había cedido por fin a una oleada de calor. Era una luminosa tarde de julio, dos días después de tu cumpleaños, el 07-07-70, fecha cuya significación Curtís Park, amiguito tuyo y seguidor de los Hibs, era propenso a restregarte por las narices, pues en una ocasión los Hibs habían ganado a los Hearts por siete a cero en un famoso derby de Edimburgo. El boscoso sendero de Water of Leith, en Colinton Dell, rebosaba todas las tonalidades del verde mientras tú y tu mejor amigo, Les Brodie, vestidos con camisetas y pantalones cortos color caqui, ibais empujando las bicicletas. Mientras sujetabas los manillares, seguías sin poder quitarle la vista de encima a la elegante belleza de la Raleigh color azul. A Les se le había pinchado una rueda, lo que había dificultado vuestro avance, pero habíais recorrido una distancia mayor de lo habitual, seducidos por informaciones acerca de un nuevo columpio «Tarzán» situado río arriba. Ahora el largo y oscuro túnel surgía imponente ante vosotros, no muy lejos de la carretera principal que estaba encima, pero, al ser un valle, la espesa capa de árboles amortiguaba el ruido del tráfico, pese a que podíais oír el rumor del río abajo.

Pero tú eres Ray Lennox.

¿Y él quién es? ¿Siempre tuvo miedo? ¿Siempre estuvo enfadado? No, pero quizás Ray era un pelín propenso al nerviosismo de niño. Desde luego, el enorme túnel le inquietaba. Lo conocía de los paseos dominicales con su padre, John, y su hermana, Jackie. Aquel punto central donde se doblaba y se sumía en una oscuridad total; no se veía ninguna luz visible, ni desde la salida, situada más adelante, ni desde la entrada, situada a sus espaldas. En ese momento siempre le entraba el pánico, como si la penumbra omnipresente fuera a devorarle. A su padre y a su hermana les gustaba detenerse allí, disfrutar del silencio y, cuando captaban la aprensión de Ray, divertirse tomándole el pelo. Pronto se dio cuenta de que con sólo avanzar o retroceder —según dónde estuviera el sol— podía volver a la luz y romper la tenebrosa maldición.

Al llegar ante la boca del túnel, Ray y Les levantaron la vista hacia los zarcillos de hiedra que pendían sobre ella. «Dicen que el Tarzán del otro lado mola», comentó Les con entusiasmo, pese a que el sol ya se hubiese escabullido tras una nube oscura. Entonces oyeron voces y risas obscenas procedentes del interior. Los muchachos se miraron el uno al otro, primero con aprensión y luego, antes de continuar, con férrea determinación; ninguno de los dos quería reconocer que tenía miedo. Ray estaba deseando decir: volvamos y echémosle un vistazo a tu palomar. Pero entonces Les habría sabido que estaba acojonado, pues sabía que a Ray no le gustaban las palomas que criaban él y su padre. Entonces el volumen de los gruñidos procedentes del interior subió un poco; era evidente que se trataba de voces masculinas; Ray se preguntó cuántos serían y cuántos años tendrían.

Qué pronto y de qué modo tan terrible iba a averiguarlo. Al detectar su vacilante aproximación, las voces redujeron su volumen hasta llegar a un silencio que no presagiaba nada bueno. Ray Lennox miró a las luces interiores, dispuestas a intervalos de unos nueve metros; emitían un resplandor débil amarillo naranja que iluminaba el suelo húmedo y pedregoso que tenían bajo los pies. A medida que se acercaban a la negra zona muerta, pudieron distinguir las siluetas oscuras que acechaban en la sombra. Tres hombres: treinta y pocos, veintimuchos y veintipocos. Al principio, Ray se sintió aliviado de que fuesen adultos y no chicos mayores. Podía oír el clic mecánico de las marchas de su bici girar sobre la rueda mientras iba empujándola. Una mirada fugaz y nerviosa reveló que el trío estaba fumando cigarrillos y bebiendo whisky de una pequeña botella. No iban demasiado mal vestidos, y desde luego no eran indigentes. Pero uno de ellos, de rostro abultado, sin afeitar, con una nariz ganchuda y una cabellera rala y escasa, dedicó a los chicos una sonrisa abominable. Jamás olvidarían aquella sonrisa: les condujo a otro mundo. Dio un paso al frente y se puso delante de Ray.

«Bonita bici», dijo con un acento que el chico no acababa de ubicar.

Ray guardó silencio. El hombre cogió la Raleigh azul por el manillar y después le apartó y se subió a ella. Pedaleó unos cuantos metros, hasta la zona negra del túnel, con Ray siguiéndole, esperando que se detuviera una vez que se hubiera quedado a gusto. Entonces oyó un grito y miró a sus espaldas. Uno de los otros hombres, de cabello negro y espeso cortado al rape, había cogido a Les del pelo y lo tenía acorralado contra la pared mientras farfullaba espantosas amenazas. Entonces Les le golpeó e intentó hacerle frente, pero el hombre le llevó forcejeando al suelo. «¡Ayudadme!», gritó, a pesar de que no estaba teniendo problema alguno para dominar a Les. «Este es de lo más movidito», dijo con una risotada estentórea que escaldó las extremidades del joven Ray Lennox.

Sin dejar de sujetar la botella de whisky, el hombre sin afeitar se bajó rápidamente de la bici y la dejó estrellarse contra el suelo antes de coger a Ray del pelo y de forzarle a hincar las rodillas desnudas en el suelo, incrustándoselas dolorosamente en la gravilla y la tierra, mientras el muchacho miraba hacia delante, a una pared absolutamente negra. «Sujétale por los hombros», ordenó al más joven de los tres, que lucía un flequillo rubio. Este dio un paso al frente y obedeció mientras el hombre sin afeitar aflojaba su presa. Lennox miró primero hacia un lado y luego al otro. Desde donde él estaba no se veía luz alguna en ninguno de los dos extremos del túnel.

El hombre sin afeitar puso el tapón a la botella de whisky y se la guardó en el bolsillo. Mientras la vista se le adaptaba bajo el insípido resplandor que tenía sobre la cabeza, Ray Lennox se fijó en las gruesas medias lunas negras de roña bajo unas largas uñas que brotaban de unos dedos llenos de manchas de nicotina amarillas. Después se desabrochó el cinturón y se bajó la cremallera. «Esto es lo que quieres», le espetó mientras los alaridos y chillidos de Les reverberaban por el túnel. «No…, tengo que volver a casa a cenar», suplicó Ray, rogando que apareciese alguien. El hombre se rió. «Vaya si vas a cenar», dijo, bajándose los pantalones y sacándose la polla de los calzoncillos. Era grande y blanda, pero estaba enderezándose ante la mirada del muchacho. Una criatura bestial y serpentiforme, con una voluntad ligada a su anfitrión, pero distinta de él, como el animal totémico de un demonio. Tal era la impresión que le producía a Ray lo que tenía delante.

«Abre la puta boca», gruñó el hombre.

Ray Lennox cerró los ojos. Entonces sintió el golpe que aquel hombre le acababa de propinar con el dorso de la mano, grande y pesada. En su cabeza explotaron fuegos artificiales, seguidos por un aturdimiento breve pero casi liberador.

«¡Abre la puta boca!».

Sacudió la cabeza, mirando fijamente al hombre de las sombras, tratando de encontrar sus ojos con sus propios globos suplicantes. «No lo haga, señor, no lo haga, por favor…, tengo que volver a casa».

En la mirada de aquel hombre no se veía otra cosa que una indiferencia tan aterradora como fervorosa. Sacó la botella de whisky del bolsillo, se echó el último lingotazo y la golpeó contra la pared del túnel hasta que la base se rompió. Sostuvo el casco lleno de picos afilados delante de la cara de Ray y luego apoyó el dorso frío y liso contra su mejilla: «Abre la boca o te rajo la puta cara».

Ray Lennox abrió la boca. El hombre encajó su pene tieso en la boca del muchacho, lo que le hizo atragantarse, primero por el sabor y el olor a orina, y luego una vez más, al empujarla hasta el fondo de su garganta. En lo único en que podía pensar Ray Lennox era en su nariz, en seguir respirando a través de la nariz. Sus pequeños dientes amagaban con morder, pero el hombre volvió a enseñarle la botella y relajó la mandíbula mientras por sus mejillas rodaban lágrimas ardientes y saladas y las manos que tenía sobre los hombros le aplastaban las rodillas más aún contra el suelo.

Asfixiándose y luchando por respirar, casi perdió el conocimiento. Demasiado débil para comprender las instrucciones que transmitía aquella voz burlona, la torturante banda sonora que acompañaba a la terrible experiencia, sólo podía intentar obedecer mientras nuevos tirones de pelo amenazaban con separarle el cuero cabelludo del cráneo. Más tarde llegó a la conclusión de que el acento de aquel hombre era de Birmingham. Volvió a escuchar mentalmente todas y cada una de las sílabas. Amplió el radio de búsqueda a las West Midlands y al Black Country.

Entonces los gritos del otro tipo, el que estaba pegándose con Les, se volvieron más urgentes. «¡He dicho que me ayudéis, joder! ¡Que éste es de los moviditos! Ayudadme a domarle», y soltó un nombre que sonó a «Bill» o a «Bim»: una especie de apodo, quizás.

El hombre sin afeitar la sacó inmediatamente, lo que dejó a Ray jadeando y asfixiándose, mientras se esforzaba por que le llegara aire a los pulmones. Le dolían los hombros, tenía cortes en las rodillas y le escocía el cuero cabelludo. Cuando miró a su alrededor, vio al hombre del pelo rapado encima de Les, tratando de inmovilizarle. Les chillaba y maldecía, gritando: «¡VETE A LA MIERDA! ¡VETE A LA MIERDA! ¡RAYMIE!».

El adversario de Ray le miró y le asestó un duro puñetazo en la nariz que hizo que la cabeza le diera vueltas otra vez y volvieron a llorarle los ojos. Cuando vio las gotitas de su sangre cayendo al suelo, soltó un largo chillido suplicante. «Sujeta a esta zorra», dijo el Hombre sin Afeitar al joven rubio. «¡A ése lo vamos a dejar como nuevo después de domar al potrillo este!».

Dicho esto, se acercó despreocupadamente a su amigo.

Tratando de suplicar piedad con ojos de cordero degollado, Ray escrutó al más joven en busca de algún indicio de humanidad. «Por favor, señor, deje que me vaya. No le diré nada a nadie. Por favor», imploró. Vio que la mirada de aquel joven era blanda, llorosa y vacilante, e insistió, desesperado: «Tengo que volver a casa. No diré nada. ¡Se lo prometo!».

Los dos miraron a donde estaban los otros dos hombres con Les. Estaba a oscuras, pero Ray podía ver patalear la pierna desnuda de Les. Vamos a morir, pensó. Volvió a mirar al rubio, que asintió y relajó su presa, permitiendo a Ray ponerse tambaleantemente en pie. De pronto, no pudo pensar más que en su bici y las consecuencias de perderla. La cogió y se montó en ella, pedaleando como loco mientras oía desvanecerse el tono rebelde de los chillidos de Les para dar paso a las súplicas, «Para, para», seguido por un incrédulo, «no…, no… Raymie…».

«¡Puto imbécil, ve a por él!», le gritó al rubio uno de los otros, que por la voz parecía el Hombre sin Afeitar, que mantenía el rostro de Les contra el suelo. El joven salió tras él, mientras Lennox pedaleaba como si le fuera la vida en ello, con los gemelos a punto de explotar y los pulmones a reventar, saliendo del oscuro túnel a la luz del sol que se filtraba a través de las descollantes copas de los árboles. Salió a toda velocidad, frenéticamente, sin mirar atrás hasta perder de vista el túnel y a todos sus ocupantes. Cuando se detuvo, lo hizo ante una plataforma que dominaba el rompeolas angulado del río. Pidiendo ayuda a gritos por el camino desierto, buscó algo que pudiera servir de arma (pese a saber que tendría demasiado miedo para regresar solo). Cogió y volvió a soltar un par de débiles trozos de madera, que habrían sido inservibles en sus manos de niño. Después de chillar de impotencia, siguió recorriendo la carretera.

Entonces les vio: dos hombres, una mujer y un perro subiendo por las escaleras metálicas de color verde que conducían del puente de madera que atravesaba el río hasta el sendero. «¡SEÑOR!», chilló, mientras subían corriendo por las escaleras hacia él y sin aliento les explicaba frenético que unos hombres estaban haciéndole daño a su amigo dentro del túnel.

A esto le siguió un nervioso debate acerca de si debían proceder a rescatar a Les o buscar un teléfono para llamar a la policía. Finalmente volvieron al sendero; Ray temblaba de miedo; el estómago le daba botes mientras trataba de determinar si aquella partida de gente bienintencionada podría hacer algo contra la aterradora pandilla que les había agredido. El túnel estaba más lejos de lo que pensaba. Y justo cuando llegó a la boca salió Les, empujando su bici y renqueando. Tenía cortes en la cara, surcada de lágrimas y tierra.

Mientras avanzaba hacia ellos, Les parecía en estado de shock; era casi como si no los viera.

«¿Te encuentras bien?», le preguntó uno de los hombres.

«Sí», contestó Les.

No había ni rastro de los atacantes. Ray se sintió aliviado de que hubiesen huido en la otra dirección. Los adultos querían llamar a la policía, pero Les insistió en que estaba bien. Acompañaron a los chicos hasta la carretera principal antes de dejarles recorrer solos el breve camino hasta casa.

«¿Qué te han hecho?», preguntó Ray con temor, mirando a su amigo de perfil; sus lágrimas se mezclaron con la mugre de sus mejillas mientras Les mantenía la vista flemáticamente al frente en silencio. «¿Te han pegado?».

Les se detuvo bruscamente y se volvió como si fuese la primera vez que veía a Ray Lennox.

«Sí, pero no les dejé llevarse la bici, Raymie».

«¿Es lo único que hicieron? Porque a mí me pareció…».

Entonces Les contrajo el gesto de rabia. «¡Me han pegado! Me han pegado, ¿vale?», sollozó por un instante, antes de que volviera a irrumpir la furia. «¡Y más vale que no le digas una palabra de esto a nadie, Raymie!».

«No pensaba decir nada», protestó él.

«Ni a Curtis, ni a tu madre ni a tu padre», le exhortó Les. «¿Me lo prometes?».

«Sí…, pero deberíamos avisar a la policía para que los busque».

«¡A la mierda la policía!», le gritó Les a la cara. «¿Me lo prometes, Raymie?».

«Te lo prometo», dijo el joven Ray Lennox.

Aquella noche se sentó en su habitación a mirar por la ventana. Tenía los libros escolares delante, sobre una mesa pequeña donde solía hacer los deberes. También había dos trozos de papel: una solicitud para uno de los más prestigiosos colegios privados de Edimburgo y una lista de las novelas clásicas que se esperaba que hubiese terminado de leer antes de presentarse al examen de ingreso en dicha institución. Rompió en pedacitos la solicitud e hizo una bola con la lista de libros, guardándola en los bolsillos de los pantalones cortos que acto seguido guardó en el cajón inferior del armario y no volvió a ponerse jamás.

No se dio cuenta de que su padre había entrado en la habitación mientras él miraba por la ventana; sólo oyó a John Lennox toser e indicar con el dedo el montón de libros escolares mientras decía: «Estas son tus ventanas, hijo. Allí fuera sólo hay casas cochambrosas y napias llenas de mocos».

1986

Cumplió la promesa que le había hecho a Les; nunca volvieron a ir por Colinton Dell ni hablaron con nadie del incidente. Sólo lo mencionaron entre ellos una vez. Fue en 1986, un viernes de comienzos de mayo.

La familia de Les acababa de trasladarse a Clermiston, otra barriada de viviendas subvencionadas. Los Lennox habían comprado su piso de protección oficial y con lo que ganaron al venderlo se trasladaron a una modesta urbanización privada en Colinton Mains. Los chicos tenían casi dieciséis años y habían estado bebiendo vodka camuflado en botellas de agua mineral con Shirley Feeney y Karen Witton, dos chicas de Oxgangs con las que habían ligado en una sesión adolescente del club nocturno Buster Brown’s poco rato antes. Bajaron con ellas por el canal para morrearse y darse el lote. Insatisfecho con su ración y frustrado de que no hubiera ningún otro lugar al que acudir, Les empezó a presionar a Karen, exigiéndole que le hiciera una felación. Era cada vez más pesado y llegó a ponerse manifiestamente violento. El evidente temor de la chica condujo a Ray Lennox de vuelta al túnel. Se dio cuenta de que Les y él se alejaban cada vez más y que sólo el fútbol les mantenía unidos. Su conducta asustó y asqueó a Lennox; Les, en cambio, se enfadó con él por no actuar en connivencia y acosar a Shirley de igual modo. Alejándole de las chicas, cada vez más consternadas, Lennox le preguntó: «¿Te acuerdas de lo que pasó aquella vez en Dell? ¿De los tres chalados aquellos?».

«¿Qué pasa con ellos? ¿Eso qué coño tiene que ver?».

Pero Lennox vio la vergüenza que alimentaba su agresividad. Había mirado a Les sin apartar la vista, hasta que la mirada iracunda de su amigo remitió.

«Hijos de puta», masculló Les Brodie. «Ya me gustaría encontrarme a esos cabrones ahora».

No se trataba de una fanfarronada sin fundamento. Habían seguido siendo amigos desde aquel día en el Dell, pero Les había cambiado. Una agresividad desenfrenada se convirtió en parte de su carácter, y la impronta del matón empezó a empañar un espíritu antes juguetón. Las gaviotas. Le encantaba disparar contra ellas. Pero Ray Lennox también había cambiado. En el colegio decían que era antisocial. No era el flamante miembro en auge de una pandilla, como Les. Era más solitario. Retraído. Raro, incluso.

A Lennox le intimidaban los nuevos amigotes que Les se había echado en Clermiston; le recordaban a los zumbados semiasilvestrados de talante depredador a los que ambos habían evitado en Oxgangs. Y al día siguiente se encontraba en el tren a Dundee en compañía de algunos de ellos.

Aquella mañana había echado un vistazo a la bibliografía que había convertido en una bola de papel y guardado en secreto durante todos aquellos años. Jamás leyó los libros. No habría sabido decir por qué. No podía explicar que tenía enormes deseos de hacerlo pero que tenía que encontrarlos por su cuenta. No quería que nadie se los indicara. En aquel momento estaba cautivado por el Moby Dick de Melville y habría querido permanecer enfrascado en él en lugar de estar dirigiéndose a Dens Parle. Cuando cerró el libro, se encontraba a punto de vomitar de nerviosismo.

En el tren viajaban alrededor de dos docenas de grupos de amigos con cierta relación entre sí. Como todas las cuadrillas de quinceañeros aprendices de tipos duros, algunos simplemente habían ido a divertirse y otros habían acudido allí subyugados, aunque sólo fuera de forma fugaz, por la emoción y las posibilidades que ofrecía semejante medio. Algunos de ellos ya estaban inmersos en aquella forma de vida, como ponía de manifiesto la calma fría e inexpresiva de sus miradas y la tensión de sus bocas y mandíbulas. Al parecer, Les trataba de evitar a Ray y se codeaba con los elementos más peligrosos. Había una jerarquía, y Lennox tenía el presentimiento de que tendría que ir escalando puestos en ella. Pero sí tuvo ocasión de preguntarle a su viejo amigo por el palomar.

«Voy a deshacerme de él», le espetó Les con expresión tensa y casi sin mirarle a los ojos. «Ya me tienen hasta las pelotas».

Diez mil seguidores de los Hearts tenían entradas para el partido y se apretujaban en las gradas tras una de las porterías y la valla que discurría a uno de los lados del campo. Todos miraban hacia el túnel que estaba bajo la tribuna, mientras su equipo, nervioso y luciendo la camiseta gris plateada y los pantalones granates de los partidos fuera de casa, salía al campo entre estruendosos aplausos. Creían que el banderín del Campeonato de Liga viajaba ya camino a Tynecastle. Al fin y al cabo, los Hearts llevaban veintisiete partidos de Liga invictos, treinta y uno contando la Liga Escocesa.

El legendario comentarista escocés Archie MacPherson había oficiado micrófono en mano desde cabinas aún más rudimentarias e insalubres que aquella en la que se encontraba en Dens Park. Sin expertos que le asistieran, aquél era un surco muy solitario de arar, pero él, siempre tan profesional como entusiasta, se decidió por empezar a lo grande para hacerle justicia a la ocasión.

«¿Pero quién, allá por agosto y dotado del don de la clarividencia, séptimo hijo del séptimo hijo [43], se habría atrevido a pronosticar que los Hearts disputarían el campeonato el último día de la temporada y a sólo un punto de…?».

Mientras diez mil voces entonaban «Helio, helio, we are the Gorgie Boys», el presidente del club, Wallace Mercer, tomaba asiento en el palco de autoridades con la sonrisita de suficiencia de un hombre resignado ante el hecho de que nunca llegaría a ser tan querido como creía merecer. Pero algo se había evaporado dentro de él. Casi antes que nadie de los presentes en el estadio, se había convencido de que su equipo no iba a triunfar. Un virus de vestuario había precipitado la ausencia de Craig Levein, uno de los defensas clave. Mercer había detectado cierto letargo en buena parte de la plantilla. Al mirarles a los ojos antes de que se cambiaran, no se le antojaron hombres ansiosos por alzarse con el triunfo. Tenían cara de considerar que habían cumplido con su trabajo y ahora anhelaban un largo descanso, por lo que aquella imposición final les molestaba.

Abajo, en las gradas, olía a Bovril [44] y a pasteles de carne. A cerveza rancia, whisky y tabaco. A hombres tambaleantes, intoxicados por el alcohol y los nervios. El arbitro señala el inicio del partido y Dundee domina el juego al principio; la defensa de los Hearts, poco sólida, logra desviar un disparo por encima de la puerta. La primera mitad pasa volando; después el tiempo se ralentiza. Lennox lo percibe durante el descanso: esa sensación de la fugacidad de la vida desvaneciéndose como una luz otoñal. Los Hearts han mantenido el tipo ante un brioso Dundee, pero eso es todo. Va ganando terreno la impresión de que el día de celebración se está convirtiendo en otra cosa. Si ha de haber gloria, antes habrá sufrimiento. La desilusión, seguida por una ira apenas reprimida, pende en el ambiente.

En el descanso, las entrañas de Mercer están tan caóticamente revueltas que ni siquiera puede tocar la comida que hay en la zona VIP ni beber más. Ha oído las noticias de Paisley, donde el St. Mirren está capitulando dócilmente ante el Celtic, que empieza así a arañar la diferencia de goles que le separa de los Hearts. Ahora un gol de Dundee acabará despojando de la victoria al equipo de Edimburgo. Como todos los demás seguidores de los Hearts allí presentes, Mercer considera imprescindible que marquen para asegurar el empate. Le informan desde el banquillo de que Alex MacDonald ha sacado a los mediocampistas Whittaker y Black; ambos están agotados. Wallace Mercer acude al lavabo para enjugarse el sudor de la frente y ordenar los ralos mechones de su cabello. Orina, se lava las manos y maldice cuando le escalda el agua caliente que sale del grifo rojo. Repara tardíamente en un letrero colocado encima de la pila en el que se lee ATENCIÓN: AGUA MUY CALIENTE.

Sacudiendo las manos para aliviar la desagradable sensación, se mira en el espejo y se recompone el rostro hasta recobrar su característica sonrisa. Mercer ha pasado suficiente tiempo ante las cámaras y en el mundo empresarial para saber que la ansiedad y el miedo son emociones que es mejor ocultar. Se endereza la corbata, que se había sacado del sitio durante los primeros cuarenta y cinco minutos sin darse cuenta. Gran partidario del poder del pensamiento positivo, medita: estábamos a noventa minutos de la victoria y ahora estamos sólo a cuarenta y cinco. Así que de momento bien. Pero interfieren otras emociones: ha visto suficientes partidos para saber que el deporte produce distorsiones de la temporalidad, que un gol marcado al comienzo del partido da tiempo a reagruparse y contraatacar. Pero un tanto tardío…, conoce esa sensación de legitimidad que el éxito confiere a quienes han disfrutado de él, y duda que el Celtic o los Rangers, o incluso el Aberdeen a las órdenes de Alex Ferguson, flaquearan llegados a estas alturas.

Lo peor de todo es que el empresario, el sobrio tasador de riesgos, empieza a cuchichearle al oído: si llevas treinta y un partidos imbatido, ¿acaso no aumenta eso las probabilidades de perder el número treinta y dos? Piensa en esa fantástica racha de victorias, compara la actuación del equipo en distintos partidos, y trata de hacer un balance entre victorias devastadoras en las que el equipo contrario fue arrojado a un lado frente a las ocasiones en las que les sonrió la suerte. Es consciente de que el equipo anda escaso de talento. Cuenta con los goles de depredador de Robertson, las electrizantes carreras de Colquhoun, la elegancia y el discernimiento del ausente Levein en la defensa, pero los demás son simplemente buenos trabajadores y profesionales veteranos que se dejan la piel con un equipo bien organizado y construido a base de eficiencia y esfuerzo. Y el virus le ha pasado factura al motor del equipo. Mientras eleva una plegaria silenciosa, Mercer vuelve a salir al banquillo. Les Porteous, secretario del equipo, dice algo que no oye, pero acoge su buena intención con un gesto de la cabeza y una sonrisa. Comienza el segundo tiempo.

En el seno de una multitud de conocidos jóvenes y hoscos, Raymond Lennox se siente repentinamente culpable de no estar en compañía de su padre. El supuesto tácito es que lo suyo sería que padre e hijo vieran juntos el histórico partido que culmine en la victoria a los Hearts. Expone su intención de ir a buscar al viejo. Al marcharse oye un comentario despectivo. Se vuelve y ve a algunos de los chicos, Les incluido, riéndose de él, pero el ímpetu ya le ha llevado a bajar las escaleras; sigue abriéndose paso entre la multitud sin mirar atrás. Se toca la pelusilla que tiene debajo de la nariz. Maldice al traidor de Les, el tipo duro, rodeado por sus nuevos amigotes, de idéntica calaña. Sigue buscando a su padre. En un mar de diez mil personas, sabe que le encontrará fácilmente detrás de la portería de la izquierda. En alguna parte.

Lennox echa un vistazo al reloj. Habían transcurrido ya sesenta minutos. Dos tercios del partido. En Paisley, los del St. Mirren han acabado más doblados que una silla plegable, pero los Hearts siguen en posición favorable. Si pudiéramos llegar a los setenta minutos, ruega a un poder supremo. Los del Dundee van a por todas. Los Hearts empiezan a aletargarse, e incluso parecen abatidos. Lennox teme que sean demasiados los jugadores a los que no les apetece estar allí. Se han acercado a la portería contraria un par de veces en contraataque, pero los del Dundee siguen presionando. Los Hearts sólo han ganado dos partidos de once contra su enemigo acérrimo. Archie Knox, el combativo mánager del Dundee, se regodeó en recordarlo durante el bombo mediático que precedió al partido.

Knox saca al bigotudo Albert Kidd, doble del humorista Bobby Ball, del dúo Cannon y Ball, para sustituir a Tom McKinlay. A Lennox se le escapa un ligero suspiro de alivio, pues McKinlay es uno de los mejores jugadores del Dundee. Pero el equipo de casa sigue atacando sin tregua. Entonces Henry Smith efectúa una brillante parada, desviando un disparo de Mennie que atravesó la barrera. Lennox aúlla de alivio y placer cuando él y el desconocido que tiene al lado se abrazan. En esa pausa olfatea el destino. No es el único. El estadio se ilumina con el cántico entusiasmado de «venga, vamos», en el instante en que se supera el hito de los setenta minutos. Después vuelven a morderse las uñas y un silencio terrible se abate sobre la multitud mientras diez minutos se interponen entre los Hearts y el título de campeonato. Ray Lennox está al borde de la asfixia cuando ve primero a su primo Billy, y luego a su tío. Su padre está a la izquierda de los dos. Se acerca sigilosamente a John Lennox y le toca el hombro.

En el minuto ochenta y tres, el disparo de córner de Robert Connor desde la derecha lo recibe Brown, que lo pasa. Albert Kidd no está marcado y bate a Smith con un chut de derecha desde muy cerca. Es su primer gol del campeonato de Liga de la temporada. Lennox oye una serie de jadeos entre la multitud y la maldición proferida por su padre; era la primera vez que oía a su padre utilizar esa palabra concreta. «Quedan siete minutos», protesta su primo Billy. Lennox piensa en 07-07-70. Por toda Gran Bretaña, el teletexto de la BBC atribuirá erróneamente el gol a los Hearts y a su capitán, Walter Kidd.

Últimos resultados… Dundee 0… Hearts 1 (Kidd, W.)

Y luego:

Corrección… Dundee 1 (Kidd, A.)… Hearts 0

Lennox presiente la pérdida del banderín en ese instante. La multitud ruge para transmitir a los jugadores su apoyo desafiante, apremiándoles a igualar en el marcador, pero parecen a punto de sucumbir al agotamiento. Entonces John Lennox siente que algo le tira del pecho mientras el brazo se le queda dormido. Quiere decirle a la gente que le rodea, a su hijo, a su hermano y a su sobrino, que dejen de empujar y le hagan sitio.

Ray Lennox ve a su padre acomodándose lentamente en la grada, como si fuera a dormir. Unos cuantos gritan «¿Qué cojones…?», pero le hacen sitio.

«¡ES MI PADRE!», le grita Lennox a nadie en particular mientras se acurruca junto a John. «Papá, ¿estás bien?». Mira a su tío Davie, a su primo Billy y otra vez a su padre. John Lennox le sonríe de forma lenta pero débil. «No pasa nada», dice en un tono de voz manifiestamente superficial, mientras ve al hombre que fue, despreocupado y fuerte, capaz de disfrutar de tardes como aquélla, o al menos de ser un testigo bullanguero, desvaneciéndose sin dejar huella en el pasado.

Cuatro minutos más tarde, Albert Kidd marca un maravilloso segundo gol en solitario. Recorre la banda como una exhalación, adelanta a varios jugadores de los Hearts, hace una pared y estrella el balón contra la red con una volea. No es consciente de que acaba de llegar a su nadir como deportista profesional; es como si le hubieran puesto en el mundo para torturar a los Hearts y negarles este banderín. Esos minutos serán los más largos de la vida de los jugadores de plata y granate, que ahora quisieran estar en cualquier lugar menos en Dens Park. Billy Lennox se abre paso entre la multitud para llamar a los sanitarios que están en el terreno.

Alguna gente se marcha. Muchos más se quedan, sin saber muy bien qué hacer. En tándem con el dolor de la derrota, entre los seguidores va tomando cuerpo la sensación compartida de haber vivido un acontecimiento significativo. La conciencia tácita pero casi tangible es que se trata de algo mucho más decisivo que los rituales cliché de los cazadores de gloria en Paisley, que estarán celebrando otra victoria liguera ante las cámaras. Hay una impresión de que este drama en el qué están todos implicados en Dens Park es un remedo de la vida de la que tanta gente pretende huir por medio de la afición al deporte. La realidad les ha asestado una dentellada feroz y tienen que compartir ese instante, pero no tienen forma de expresarlo. Lo único que pueden hacer es quedarse allí vitoreando a los Hearts, elogiando al equipo por un coraje del que saben en el fondo que el equipo no ha hecho gala, como si fueran unos perdonavidas que lo han echado todo a perder el último día. Pero lo que realmente intenta expresar la muchedumbre es una comunión mucho más honda ni más ni menos que con la belleza y el terror de la vida misma. Pero Ray Lennox se lo pierde. Se encuentra metido en una ambulancia con su padre, su tío y su primo, camino del hospital de Ninewells.

Un apretón reconfortante en el brazo por parte de Ian Gellatly, presidente del Dundee F. C. Mercer le dispensa un gesto de gratitud sobrio y digno. Con tristeza, piensa en el entrenador del equipo, Alex MacDonald, al que ha visto dirigirse al túnel con los ánimos por los suelos al sonar el último pitido. En su fuero interno, debate consigo mismo si debería bajar a los vestuarios y a estar con los jugadores o dejarles un poco tranquilos. Se retira a algún lugar por un instante a reprogramarse la sonrisa. Antes de reaparecer con chispa y garbo, el empresario calcula las pérdidas en términos económicos.

Ray Lennox se levantó el domingo tras una noche de sueño irregular. Su padre había sufrido un pequeño infarto y seguía en Dundee. Al día siguiente le trasladarían al Royal Infirmary de Edimburgo. Le impondrían un nuevo régimen, con un cambio de dieta y de medicación, además de recetarle anticoagulantes para la sangre. A Ray Lennox le afligía un impulso de venganza. Un anhelo de justicia. En su fuero interno pugnaban emociones contradictorias. Estaba decidido a hablar con Les y aclarar las cosas: amigo o enemigo. Le daba ya igual una cosa que otra, sólo quería saberlo.

Subió al autobús con destino a Clermiston y se metió por el callejón que conducía al portal de Les. Pero mientras recorría el estrecho pasadizo adoquinado que discurría entre las viviendas, le acosaba aquella sensación de calma que conocía tan bien: la premonición de que algo no funcionaba del todo. En ese momento la calma se vio profanada por apremiantes chillidos de terror. Ray Lennox vio precipitarse hacia él el fulgor de una llamarada. Incapaz de esquivar el proyectil ardiente, cerró los ojos y dio gracias de que no le golpease en el rostro, aunque pasara lo bastante cerca como para rozarle la garganta y chamuscarle los pelos de debajo de la nariz. Se volvió y vio cómo rebotaba contra la pared estucada de la casa situada a sus espaldas y caía sobre el adoquinado. La pelota comenzó a bailar frenéticamente y, entre las llamas, un ojo aterrorizado suplicaba piedad mientras el hedor a carne achicharrada y a plumas sucias le inundaba las fosas nasales.

Lennox retrocedió mientras el animal caía redondo y yacía en silencio. Mirando hacia el altillo, vio a Les Brodie, cuyos ojos parecían tan pequeños y desprovistos de racionalidad como los de la paloma en llamas, sujetando otro pájaro desconcertado lejos de su cuerpo y rociándolo con la gasolina que salía del pitorro de una pequeña lata. Lennox sintió que le ardía la piel bajo el calor de aquella mirada. Dando rápidamente media vuelta, huyó por el callejón y salió a la calle principal con la risa de su amigo de la infancia persiguiéndole durante todo el camino.

Otro cometa llameante y alborotador apareció en el cielo y salvó el tejado de la casa antes de que la bola en llamas cayera en picado y empezase a dar saltitos por la calle. Lennox no volvió la mirada atrás; se dirigió rápidamente hacia la parada; un autobús de color granate y blanco de dos plantas se aproximaba en ese momento. Les le había dado la respuesta que ansiaba.