Lennox regresa en coche hacia la costa del Golfo a una media de ciento veinte kilómetros por hora, con el aire acondicionado apagado y las ventanas bajadas; olfatea el aroma de la noche mientras abandona la autopista siguiendo el desvío que conduce a la Autopista 41 y pasa a la vía de acceso curvilínea que lleva a Bolonia.
A los treinta y cinco años se siente súbitamente viejo; tiene la impresión de que el paso del tiempo le acosa a un ritmo vertiginoso. El intervalo entre los veintiocho y los treinta y cuatro le pareció estático, un paréntesis bienvenido tras dos décadas de inestabilidad casi abrumadora, pero el trigésimo quinto año de vida representó para él un salto cuántico hacia la mediana edad. Atormentado por la angustia, se pregunta cuándo tendrá lugar su siguiente aniversario catastrófico; la curiosidad de probarlo casi le supera. Lennox cree que debería estar contemplando estrellas titilantes desde un promontorio, entre las oscuras y nudas copas de los árboles, pero está demasiado ocupado recorriendo esta carretera sinuosa, tan traicionera en comparación con las agradables autopistas americanas y que no aguarda sino el momento de cobrárselo como víctima. Tiene que concentrarse y reponerse de la fatiga, pero también presiente que en esos cielos acecha una seducción inquietante; aquí abajo las estrellas parecen más cercanas, fuegos artificiales paralizados en pleno estallido, arracimados en el aire con aire severo y aciago.
A ras de suelo, el aire sigue concentrando una humedad tan fina como una telaraña, pero mientras la carretera serpentea todavía más, el rumor de las palmeras en las alturas anuncia un vendaval en ciernes. De pronto, a su derecha, unas luces de intensidad variable titilan entre los árboles y de entre los manglares emerge la ciudad.
Conduce rumbo al muelle, con el puerto deportivo a la izquierda: las farolas brillan sobre las ondas del mar y las estrellas se han convertido ahora en pálidos atisbos de luz trémula en un cielo impenetrable, y entre la oscuridad moteada que asoma por el norte ve ominosos nubarrones de tormenta. Se avecinan de forma amenazadora atravesando las marismas con la ayuda de los vientos procedentes de los manglares.
Metiéndose en un parking desierto cercano, ve el barco de Chet amarrado bajo una farola encendida. Cuando sale del coche, una figura solitaria emerge del despacho donde están las aseguradoras e inmobiliarias.
«Has tenido la tremenda suerte de pillar aquí al bueno de Chet».
Don Wynter da vueltas a un llavero mientras señala con la cabeza el barco atracado. «Para mí que tiene pensado hacer un viaje largo. A los Cayos o incluso a las Bahamas. Lleva un montón de suministros; lo sé porque soy yo el que se los vende», dice el viejo entre risotadas. «Pero la verdad es que no suelta prenda. Para mí que tiene algún bomboncito escondido en alguna parte».
«¿No hay nadie más a bordo?».
«Para mí que no», dice el capitán de puerto parlanchín, y enseguida comienza a dar más detalles, pero Lennox ha dado bruscamente media vuelta y se dirige hacia la embarcación. Al subir por la plancha, contempla las aguas oleaginosas antes de meterse de un salto en la impoluta embarcación. Está todo a oscuras, pero del camarote de abajo sale luz. Sin embargo, Chet está en el puente y a ambos hombres les sobresalta la presencia inesperada del otro.
«Lennox… ¿Qué…? ¿Qué haces aquí?».
«Me olvidé algo», dice éste con hosquedad, y baja sin pedir permiso al área de cocina y comedor. La revista, sobada y con las esquinas dobladas, está encima de la mesa, donde Tianna la dejó, sin que al parecer la haya tocado nadie. La recoge; el semblante de la novia-modelo, radiante, le resulta extrañamente seductor. Entonces se fija en que la puerta del dormitorio grande está cerrada. La abre y echa una mirada dentro. Está vacío. Así que sube los cuatro escalones de roble y regresa a popa.
Chet está de pie temblando delante de él, pero pese a que la brisa sopla cada vez más fuerte, aún no ha hecho desaparecer la humedad del aire y no hace frío. Se fija en la revista.
«Debe ser muy valiosa para que hayas vuelto a buscarla».
«Sí», admite Lennox, «lo es». A continuación levanta la vista y comenta: «El tiempo ha empeorado un poco».
«Sí, pero los pronósticos no son demasiado malos. Las nubes deberían pasarnos por encima», dice Chet distraídamente. «¿Tianna está a salvo y bien?».
El radar de Lennox vibra. La seguridad de Tianna acababa de venírsele a la mente. «Sí, está con unos amigos míos».
«Estupendo», dice Chet con nerviosismo.
Lennox nota un pinchazo en el brazo. Se golpea con la revista, que lleva en la otra mano, en un área quemada por el sol, pero chafa al mosquito que acaba de hincharse con su sangre. «Hijo de puta», salta.
«Uno acaba inmunizándose; además, los de aquí no transmiten la malaria».
«No tengo intención de quedarme por aquí el tiempo suficiente para inmunizarme», dice Lennox. «Sólo una pregunta», dice, aunque sepa, fiel a la tradición policial, que a ésta le seguirán otras. «¿Ha estado alguna vez a bordo de este barco Lance Dearing?».
En el instante en que las palabras terminan de salir de su boca se da cuenta de que Chet está mirando por encima de su hombro. Entonces oye ruido en la escalera, pero no logra reaccionar a tiempo; algo choca con él con fuerza y es como si le saltasen los dientes de la cara por la espalda. Da un traspié, lucha por mantenerse en pie, pero la explosión de color naranja de su cabeza se desvanece dando paso al negro. Sobreponte a esta mierda. Pelea. No siente nada, pero ve un revoltijo de pargo rojo y patatas fritas que, saliendo de sus entrañas, va a parar sobre la cubierta del barco. Alguien está encima de él, bajándole la cabeza sobre su propio vómito. No puede resistirse, es como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Piensa inmediatamente en Dearing y Johnnie mientras nota que le atan las muñecas con algo —sospecha que se trata de sedal de pesca— y luego los tobillos. Lennox cierra con fuerza los párpados y le rechinan los dientes. Ahora es consciente de un espasmo en la garganta, y cuenta en silencio, a la espera de una tregua que le permita tragar o expulsar sus regurgitaciones parciales. Después tiene la impresión de estar respirando aire fresco a través de un agujero en el pecho.
Mientras se le aclara la vista, recoge las rodillas y se examina los tobillos, confirmando sus sospechas sobre la naturaleza de sus ligaduras. Entonces aparece ante sus ojos la silueta de una bailarina de barra americana y el eslogan YO AYUDO A LAS MADRES SOLTERAS; Johnnie está en cuclillas junto a él. Además de la camiseta, lleva un par de pantalones de poliéster. Lennox inspecciona el panorama con ojos somnolientos: ni rastro de Dearing. Ve el logotipo azul de Perfect Bride; la revista yace boca arriba entre su vómito.
Johnnie tiene en las manos una llave inglesa enorme y oxidada, y le está gritando algo a Chet. Lennox no consigue entender las palabras. Tiene la cabeza a punto de estallar y el hedor del vómito se le ha alojado en la nariz y la garganta. Sus bocanadas han alcanzado la velocidad de una locomotora a vapor. Cada una de ellas requiere atención. Apoyando la cabeza en la cubierta, cierra los ojos y yace aletargado durante lo que podrían ser horas, pero cuando los abre, la distancia de las luces del puerto indica que sólo han transcurrido unos minutos.
Intenta tragar. La saliva se niega a formarse en su árida boca y su garganta. La cabeza le retumba, los oídos le estallan, y la acre fetidez de su propia pota le sube a las fosas nasales desde la camisa. Tiene los tendones del cuello tirantes; es como si su cráneo fuese de plomo. Las ceñidas ligaduras de sus muñecas le impiden enjugarse el sudor, que le irrita los ojos. Intenta orientarse, mientras se apoya contra los asientos de la cubierta de la parte posterior de la embarcación. Ve a Chet al timón mientras el barco surca las aguas. El viejo empleado de la Hacienda Pública no puede mirar a Lennox, como si ser testigo de su humillación fuese una cruz demasiado grande.
Un hondo temor se apodera de él. El hecho de dedicarse a resolver casos de personas asesinadas en circunstancias sospechosas le ha vuelto aún más reacio a unirse a ellas. Los polis querían saber lo que comía el muerto que está sobre la mesa, lo que vestía, lo que bebía, lo que leía, a quién conocía, con quién follaba y cómo le gustaba hacerlo. Fisgoneaban debajo de las uñas, en la boca, en el culo, alrededor de los genitales y dentro del estómago. Después estudiaban minuciosamente tu correspondencia, tu diario, tus correos electrónicos, tus cuentas bancarias e inversiones, hasta llegar a conocerte mejor de lo que tú mismo te conocías en vida. A Lennox siempre le ha atormentado el presentimiento humillante de que su yo espiritual se vería obligado a presenciar los ignominiosos abusos a los que serían sometidos sus restos mortales.
Lo último que quiere es que le toquen, pero cuando alguien tira de él por el sobaco para levantarle, la sensación resulta extrañamente reconfortante. Le duele tanto el cráneo que se lo imagina abierto por la mitad, con los sesos chorreando por la parte de atrás y deslizándose por la resbaladiza fibra de vidrio blanca del barco hasta caer al mar. La náusea se hunde en las profundidades de sus carnes como un ancla. Afianza las suelas de las zapatillas en un intento de agarrarse a una cubierta lubrificada por sus propias potas.
«No pasa nada», le dice una voz al oído. Siente en las posaderas el asiento de plástico; baja las caderas para colaborar con la fuerza que le acomoda en él. «¿Estás bien?», pregunta Johnnie; a Lennox le sorprende la genuina preocupación de su tono de voz.
«Creo que me has fracturado el cráneo». Mira fijamente la barba de varios días en el mentón de Johnnie. «Tengo que ir a un hospital».
«Si estás lo bastante despierto para hablar así, no necesitas ningún hospital». Ahora Johnnie adopta una actitud infantil y rebosante de espíritu de contradicción.
«Así que tú eres médico, ¿no?».
Johnnie ha perdido la llave inglesa, pero Lennox ve que lleva un cuchillo de buceador en el cinto, que parece fuera de lugar y contrasta con la pernera de poliéster.
«No quería hacerte daño», dice, sacudiendo la cabeza, «pero ¿por qué tienes que andar metiendo la puta narizota en los asuntos de los demás?».
«Va todo en el mismo lote», dice Lennox, tirando de las ligaduras. La naturaleza inflexible de la restricción le provoca un pánico que se esfuerza por combatir. Va a ahogarse. Le van a arrojar por la borda. La fuerza del mar va a aplastarle los pulmones y a sacarle el aliento. Visualiza su última bocanada, una burbuja hecha tangible y mensurable por el agua que la rodea. La imagina explotando al llegar a la superficie, liberada, mientras que su cuerpo exánime flota por debajo.
«¿Qué lote es ése?», pregunta Johnnie.
A Lennox no se le ocurre ninguna respuesta. Entonces Chet deja el motor en punto muerto para que el barco navegue a una suave velocidad de crucero. Lennox piensa en la polilla y se estremece. El terror se refleja en su mirada y se da cuenta de lo fantasioso de sus ideas acerca de la muerte decorosa.
¿Cómo he acabado aquí?
Mr. Confectioner; fue él quien me jodio el coco. Cada vez que Lennox se encontraba con Horsburgh, quería que la tierra se tragase a uno de los dos. Después se retiraba al pub y bebía para tratar de borrar lo que había oído de boca de aquel hombre. Una raya de cocaína ayudaba. ¿Había sido Horsey, Mr. Confectioner, quien le había conducido allí?
«¿A qué viene el puto retraso?», le grita Johnnie a Chet. «¡No hemos venido aquí a ver putos delfines, joder!».
Un ave marina grazna, y Lennox siente cómo la humedad que levanta el barco le limpia el rostro. Le invade una calma asombrosa y sus reflexiones se vuelven más abstractas. Un dato extraño pero urgente le viene de golpe a la mente: la pieza ausente del rompecabezas tiene que ser un delantero que marcase más de veinte goles por temporada. En el momento actual la carga de exigencia goleadora que había sobre los hombros de Skacely Hartley en el medio campo era desmesurada. Entonces se da cuenta de que Chet está perdiendo los papeles y vendiéndole a Johnnie el viejo número del miedo a encallar.
«Estamos en los malditos bajíos y sin contar con tu culo mantecoso esta embarcación pesa diez mil kilos. ¡Te sugiero que procedamos con un poco de cautela si no quieres que encallemos y venga a buscarnos el guardacostas, joder!».
Johnnie mira a Chet con gesto boquiabierto y malhumorado; está a punto de decir algo pero se contiene. En su lugar, sujetándose a la barandilla periférica del barco, le dice a Lennox: «Vale, gilipollas. ¿Tú quién cojones eres?».
Lennox sigue pensando en Mr. Confectioner, Gareth Horsburgh. En la arrogancia del pederasta provocador: como si fuera un numerito que hubiera ensayado en privado muchas veces. Recuerda haberle preguntado a Stuart cómo preparaba sus papeles; el joven abogado corrupto que interpretó en Taggart, el veterinario en prácticas de Take the High Road[40], el delincuente juvenil hasta las cejas de drogas de The Vice[41].
Busca la esencia del personaje. Hazte uno con ella y utilízala.
¿Qué habría hecho Horsburgh si el cautivo fuera él? Se habría mostrado desdeñoso y burlón; habría hecho gala de su desprecio por aquellos insectos. El altanero funcionario, con su maletín y sus sándwiches, habría presumido de ser el animal más grande, más inteligente y más malvado de aquella jungla.
«Nunca quise involucrarme en todo esto, Johnnie». Oye su tono de voz, cortado y preciso. «Ahora voy a pedirte que hagas algo por mí».
«¿Qué… qué cojones quieres que haga yo por ti?».
«Voy a pedirte que te deshagas de mí».
Y Ray Lennox, Mr. Confectioner, intenta incorporarse. Consigue levantar el culo del asiento dos centímetros antes de que el movimiento del barco le devuelva bruscamente a él y le propine un golpe en la columna vertebral.
«Estate quietecito si no quieres que haga eso exactamente», dice Johnnie. «¡Echaré tu triste culo entrometido por la borda!».
«Pero si es lo que quiero que hagas. Quiero facilitarte las cosas», le ruega Lennox-Confectioner, intentando volver a enderezarse. «Ayúdame un poco y saltaré».
«No desde mi barco», brama Chet por encima del rumor de los motores. «Nunca he perdido a nadie en el mar y no tengo inten…».
«¡Cierra la puta boca!», ruge Johnnie antes de empujar a Lennox con una mano, obligándole a sentarse de nuevo y sujetándose a la barandilla con la otra. «¡Te lo advierto, gilipollas!».
Ahora Lennox mira a Johnnie con ojos deliciosamente entrecerrados, experimentando el palpito del poder en sus miembros constreñidos. «Sabes lo que quiero. Porque sabes que soy como tú y que sólo hay sitio para uno de los dos».
Chet se aferra al timón con la espalda rígida y los hombros levantados. Al volverse, tiene los ojos tan desorbitados y encendidos como la calavera de una bandera pirata.
«¿Pero qué demonios estás diciendo…?».
Johnnie mira a Lennox con gesto estupefacto, y a continuación salta una chispa de interés.
«Cuando me tropecé por casualidad con vuestro nidito de víboras me entró una emoción tremenda», cuenta Lennox con un deje amanerado y todos sus sentidos convertidos en mera correa de transmisión de la voz de otro: de alguien odiado. «Verás, había estado enviando correos electrónicos a casa, a mi propia organización, intentando entrar en contacto con espíritus afines en los Estados Unidos. Pero no tuve suerte. Andaba cazando por libre cuando la conocí, por azar. A la madre. Era casi como si la oliera; siempre se puede. Y a la niña. ¿Sabes cómo me llamaban allá en Gran Bretaña, Johnnie? Mr. Confectioner. Pero jamás he tentado a una niña con golosinas. Las madres, sin embargo, eran otra cosa. A ellas las compraba con unas cuantas copas y un poco de camelo».
Lennox ve reflejada su propia fealdad en los ojos de Johnnie. Como cuando miraba a Horsburgh.
Hay que ver cómo me ha marcado, cómo te marcan siempre.
«Una mujer boba y descuidada con problemas de autoestima, y una deliciosa ninfa, adiestrada para dar placer y no decir palabra al respecto. Estaba a punto de dar el paso decisivo cuando tú, Johnnie», dice con un lacónico gesto de asentimiento, «casi lo echas todo a perder con tus torpes modales. No obstante, en realidad debería darte las gracias. Fue tu acción la que acabó poniéndola en mis manos. Pasé una noche maravillosa en aquella habitación de hotel, Johnnie. Toda una victoria; se agradece».
«No dices más que gilipolleces», dice Johnnie, con ambas manos, pálidas, sobre la barandilla, pero su tibia expresión de desdén no logra ocultar su fascinación.
«Cerrad el pico», les espeta Chet. «¡Cerrad la boca, putos pervertidos!», y explota a continuación en un alarido desesperado. «¡Ya estoy harto de vuestros putos chantajes! ¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO!».
Ahora Johnnie deja de mirar a Lennox y clava su mirada en Chet. «¡Cómo le cuente esto a Dearing, estás acabado, viejo!».
«Así que el botín es para el vencedor», sentencia Lennox con voz entrecortada, volviendo a atraer la atención de Johnnie. «Es tuya, y yo nunca volveré a gozar de la belleza de un coñito sin vello».
«Nosotros la vimos primero, cabronazo: estuvimos vigilando a esa zorra tonta del culo de la madre durante meses…, ¿crees que disfrutaba cepillándome a esa bruja llena de estrías?». Señala a la bailarina que lleva tatuada en el pecho. «A mí me van los chochitos jóvenes y punto. Yo hice el trabajo sucio de los huevos y entonces apareció Dearing, tan pancho…». Johnnie se para en seco, como si se diera cuenta de que ha hablado de más.
«Está bien», dice Lennox mientras Chet gime algo más que no acaba de captar. «Pues a la mierda: échame a los peces. A mí también me gustan los chochitos jóvenes; de hecho, no puedo vivir sin ellos. ¡Fue una buena racha mientras duró!».
Johnnie sacude enérgicamente la cabeza. «No vamos a echar a nadie a los putos peces…».
«Pero aquí el que manda es Lance. Querrá deshacerse de mí, y después te destruirá a ti, mucho antes de lo esperado, Johnnie».
«No sabes nada de nosotros…».
«Por lo que acabo de oír sé que el trabajo sucio lo haces tú y que él se queda con el beneficio».
Johnnie se pone tenso y apoya una mano en la cadera. «Joder, es así de claro», admite.
«Y también sé que yo podría darte más opciones». Lennox echa un vistazo a las aguas oscuras y tranquilas antes de proseguir: «Los Estados Unidos están acabados, Johnnie. Están plagados de agentes federales y de la DEA. Drogas, terrorismo, inmigrantes ilegales: toda esa atroz paranoia con las fronteras. Donde vivo yo, traemos a una chicas verdaderamente hermosas: europeas del Este, asiáticas. Los controles fronterizos son pocos y las alertas antiterroristas casi nulas. La mayoría de ellas ni siquiera habla inglés. Las tailandesas, Johnnie…», dice mientras su adversario se relame, «… son de lo que no hay. Como salen de la nada, se contentan con lo que sea. No son unas niñatas saturadas de MTV que esperan que les hagas regalos a todas horas; son silenciosas y obedientes, como a nosotros nos gusta, ¿verdad?».
Una sonrisa como la hendidura de un hachazo divide la pálida faz de Johnnie en dos mitades.
Lennox se esfuerza por corresponder a la sonrisita de complicidad. «Podría solucionarte la vida, Johnnie».
«Joder, a mí me suena de rechupete», dice Johnnie. Entonces vuelve a poner cara de circunstancias. «Pero Dearing…».
«Olvídate de Dearing. Es un poli. Si empiezas a esconder cadáveres —y me da la impresión de que todo el asunto este se está yendo a la mierda—, ¿quién se va a comer el marrón? ¿La poli o los pringaos?». Lennox le grita a Chet: «¿Y tú qué, Lewis? No eres un asesino. ¿Vas a dejar que Dearing te lleve al huerto?».
«¡CALLAOS! ¡CALLAOS DE UNA VEZ, PERVERTIDOS DE MIERDA!».
Johnnie se vuelve y mira a Chet. «¡Anda y que te folien!».
«¡Ponte de mi parte, Johnnie!», grita Lennox. «¡No te arrepentirás!».
Johnnie asiente con un bobo gesto de complicidad; Lennox casi no da crédito. Vaya un puto memo. Y ahora se ha colocado detrás de Lennox y le corta las ataduras con un cuchillo de dientes de sierra. No está bien de la cabeza. Con la cara aplastada contra el fofo pecho de Johnnie, casi se compadece de Dearing por tener que cargar con un compinche tan inútil.
«No me vendría nada mal una ayudita, Ray. Las cosas se han salido un poco de madre. Dearing cree que se las sabe todas, pero…».
A Johnnie se le escapa un grito ahogado y los ojos se le dilatan antes de ponerse en blanco; se desploma hacia delante, aplastando a Lennox, que intenta en vano quitárselo de encima. Descollando sobre él y con un extintor en las manos, aparece Chet. Lennox se encuentra inmovilizado, con la mole inconsciente y jadeante de Johnnie sobre el regazo, incapaz de soltar las ataduras restantes. Trastornado por la cólera, Chet sigue con el extintor preparado.
«¡Putas escorias! ¡YA ME TENÉIS HARTO!». Levanta el cilindro metálico sobre la cabeza mientras Johnnie resbala de encima de Lennox y va a parar sobre la cubierta con el ruido de un pez recién sacado del agua.
«¡ALTO!», chilla Lennox. «¡No soy lo que piensas!».
Chet vacila y se tambalea, pero conserva el equilibrio, mientras Lennox se da cuenta de que nadie maneja el timón.
«Me inventé esa mierda para ganar tiempo con el gilipollas este». Baja la vista para mirar a Johnnie, que gime sin parar.
«Joder, nadie juega limpio», murmura éste, sin aliento y delirando, «sólo el viejo Johnnie intenta jugar limpio…».
Chet no está dispuesto a soltar el extintor. «Ya estoy harto de faroles y de engaños…».
«¡COMPRUÉBALO! Joder, comprueba la documentación que llevo en la cartera. ¡Soy poli!», grita Lennox. «Tianna está a salvo, está con mi prometida, Trudi. ¡En la cartera llevo un número de teléfono al que puedes llamar para preguntárselo!».
Por fin, Chet baja el extintor. Coge a Lennox del cuello con su cazo de powerlifier. «Debería…», empieza a decir en el momento en que Lennox nota que el aire no le pasa por la garganta, pero con la otra mano el marinero le extrae la cartera del bolsillo. Relaja la presión y lee una tarjeta mientras Lennox se afana por respirar.
«¿Policía de Lothian and Borders? ¿Y eso qué demonios es? Ni siquiera es Alaska… o Utah…, ¡aquí no tienes ninguna jurisdicción! ¿Qué demonios tiene que ver contigo todo esto?».
«Nada», dice Lennox, respirando agitadamente y luchando por llenarse los pulmones de aire. «Una puta mierda. Soy policía y estaba aquí de vacaciones con mi prometida. Estábamos planeando la boda. Reñimos de lo lindo, me fui con el mosqueo a cuestas y conocí a Robyn y a su amiga en un bar. Entonces…, en fin, lo demás ya lo sabes». Señala con la cabeza a Johnnie, que sigue tendido en la cubierta viendo las estrellas y gimiendo.
Chet le mira durante unos segundos. «Te creo», dice al fin. «Te soltaré y luego…».
Pero de pronto Johnnie se incorpora de un salto, con sangre cayéndole en cascada por la espalda. Saca el cuchillo del cinto e intenta asestarle un tajo a Chet pero no lo logra.
«¡PODRÍAS HABERME MATADO, PUTO IMBÉCIL!».
Chet pega un chillido y sube corriendo a la proa con Johnnie pisándole los talones.
«¡No huyas de ese gordo cabrón! ¡Eres un powerlifter! ¡Pártele el cuello, joder!», vocifera Lennox.
Entonces se produce un parón irresistible y ruidoso; el impacto le hace salir disparado del asiento mientras ve desaparecer de la cubierta a Chet y a Johnnie, como si fuesen ayudantes de un mago. No le da tiempo a desentrañar lo que sucede: sigue maniatado mientras sale proyectado por la popa y se estrella de espaldas contra los escalones que llevan al puente.
Tras esa discordante pérdida de ímpetu, las cosas se ralentizan. Lennox sacude la cabeza para despejarse un poco. El barullo desgarrador de los motores, que parece una batidora amplificada por un equipo de sonido, le dice que el barco ha encallado. Intenta recobrar el aliento. Mientras los mecanismos de propulsión siguen rugiendo, Lennox, resollando de impotencia, no consigue averiguar qué ha sido de Johnnie y Chet, aunque todo parece indicar que el impacto los ha arrojado a ambos por la borda. Se aproxima a pulso hasta los escalones que conducen al camarote, pasando las piernas por encima. La caída es considerable y lleva los tobillos atados, pero no le queda otra opción. Tragando saliva, respira hondo para vaciarse de todo lo superfluo para el salto. Su cuerpo parece desprenderse de su esencia al caer, pero Lennox vuelve a ser uno de nuevo cuando sus pies golpean el suelo antes de que, al caer de lado, un dolor brutal le haga creer que se ha roto el brazo. Levantándose a pulso y apoyándose contra una encimera, se coloca en posición a fuerza de saltitos e introduce el sedal de pesca que le aprisiona las muñecas entre los dientes del abrelatas eléctrico. Incapaz de ponerlo en marcha, va serrando como puede. Cuando el sedal salta y queda libre, el dolor del brazo está a punto de hacerle perder el conocimiento. Lennox se apoya sobre su mano derecha hecha papilla y respira hondo, tratando de moderar su ritmo cardíaco. Después rebusca en los cajones abiertos hasta encontrar otro cuchillo con dientes de sierra que se lleva a los tobillos, estremeciéndose de dolor mientras se libera a tajo limpio.
A su alrededor, el casco entero, colocado ahora en un ángulo de veinte grados, emite chirridos y aullidos que se lleva el viento, sacudiéndose y crujiendo, como si se desgarrara. Las puertas de los armarios se han abierto de golpe, y las provisiones caen y cubren el suelo de la embarcación.
Lennox se frota la nuca con su maltratada mano derecha. Le ha salido un bulto con forma de huevo que está tierno al tacto pero no sangra. El dolor del brazo izquierdo es insoportable y no logra levantarlo más allá del pecho. No obstante, la adrenalina hace su efecto, y sube las escaleras a pulso, saltando a proa. Arriba, en la cubierta superior, a estribor, está Johnnie, blandiendo el cuchillo pero sin atacar a Chet, que se sujeta a la barandilla y trata de regresar al barco volcado.
«Déjame subir si no quieres que se queme el motor», le advierte éste.
Joder, menos mal que son un par de aficionados que no saben lo que hacen, se consuela Lennox. Pedófilos asquerosos, vale, pero sin comparación con un asesino desquiciado como Horsburgh. Lo suyo es pederastia pura y simple; no tienen plan B de ninguna clase, ni estrategia de retirada. Las cosas les están saliendo mal, como había comprobado que acababa sucediendo con el tiempo en toda actividad criminal. Pasaba como con los corredores de apuestas o los casinos: las grandes ganancias ocasionales no hacían sino acelerar la llegada de la siguiente pérdida devastadora.
Pero está que hierve de asco y tiene ganas de desahogarse violentamente: «¡Venga, bola de sebo!», chilla, «¡ven, que te voy a dar lo tuyo!».
Johnnie se vuelve y se acerca a Lennox, cuchillo en mano, esforzándose por atravesar la cubierta inclinada. A pesar de su mole, Lennox se da cuenta de que desborda miedo. Había encasillado por error a aquel fumeta onanista en el papel de matón del barrio[42], pero Johnnie está tan fuera de su elemento como el barco varado.
Lennox adopta una guardia lateral de púgil, y pese a que el brazo izquierdo sigue doliéndole, consigue alzarlo hasta una posición de bloqueo. Hace blanco con un par de débiles directos que le duelen más a él que a su adversario; sin embargo, el mero shock del impacto prácticamente basta para incapacitar a Johnnie. Este consigue asestar un tajo poco enérgico y muy abierto que le desequilibra, lo que permite a Lennox dar un paso al frente y atizarle un codazo con la derecha para evitar dañar más aún su maltrecho puño, seguido por una patada circular que derriba a Johnnie mientras éste lanza golpes alocados al aire. Tras varios golpes más, Johnnie deja caer el cuchillo y Lennox le sacude a voluntad.
«Vine aquí de vacaciones con mi prometida para ALEJARME de escoria como tú. Y el cabrón de Dearing es un puto poli». Patea el rostro del gordo, arrancándole un gañido perruno. «¿Dónde la tenéis, Johnnie?», pregunta Lennox entre golpe y golpe. «¿Dónde está Robyn? ¿Dónde está Dearing? ¿Dónde está esa puta de Starry?».
El ruido de los motores apenas deja oír los gemidos de Johnnie. Pero cuando éstos se apagan abruptamente, Lennox le oye aullar: «¡NO LO SÉ!».
Lennox mira hacia la cubierta superior de estribor. Tras volver a subir al barco, Chet había acudido al puente y había cortado la corriente.
Ahora Johnnie lloriquea como un cachorro; Lennox está sentado encima de él, con el puño lesionado rodeándole la garganta y el otro listo para aporrearle un poco más. Por fin se da lamentablemente por vencido: «Robyn está en su casa; Starry está con ella. Lance está viendo a una gente… esta noche en el Embassy Hotel… en Miami».
Ayudado por Chet, Lennox le da el mismo trato que Johnnie le había propiciado a él, atándole las muñecas y los tobillos con sedal de pesca.
«No pensábamos hacerle daño a nadie», dice Johnnie dócilmente.
«Cierra la puta boca», le espeta Lennox mientras le cruza la cara con el dorso de la mano izquierda. El charco amarillo que va creciendo bajo los pantalones de poliéster le induce a levantarse. Su lento curso rumbo a Perfect Bride le indica que el ángulo del barco casi se ha corregido solo desde que Chet apagó los motores.
Lennox aparta la revista de la trayectoria del pis de una patada y le hace un gesto a Chet para que le acompañe escaleras abajo. Toman asiento, mientras Lennox se frota el brazo y, con los párpados cerrados, se masajea los ojos, que le pican.
«Tienes que contármelo todo».
Chet asiente y se fija en el desorden que hay en el suelo; luego se levanta y se dirige hacia un armario todavía cerrado, del que saca una botella de whisky de malta y dos vasos bajos. Lennox hace una mueca ante el licor que le ofrece; su olor le da náuseas.
«Yo de eso no bebo».
«¿Eres escocés y no bebes whisky?».
«Así es», responde Lennox, aunque no cabe la menor duda de que necesita una copa. «¿No tienes otra cosa?».
«Un poco de vodka ucraniano».
«Eso me valdrá».
«¿Con soda?».
«Perfecto», responde Lennox, preguntándose qué hace bebiendo con este hombre en el mismo momento en que ingiere de golpe el espirituoso y le tiende el vaso para que se lo vuelva a llenar.
Mientras sirve el vodka, Chet le larga su versión de los acontecimientos. «Tienen a Robyn encerrada en su casa con Starry. Por lo visto creen que se ha enterado de lo que se traen entre manos, pero para mí que piensan que sabe más de lo que en realidad sabe…, ¿me entiendes?».
Lennox asiente con la cabeza y le anima a continuar.
«Tengo que salir de esto, Lennox. Esta gente es malvada y está enferma. Son pedófilos y sabe Dios qué cosas más. Dearing me dijo que eras uno de ellos, un intruso que intentaba introducirse por la cara en su club de sexo…».
«No. Desde luego que no».
«Lo siento. No podía saberlo a ciencia cierta».
«¿Y qué pasa contigo? ¿Cómo…?».
«Me estaban chantajeando. No sabía a quién acudir. Dearing es poli, por todos los santos».
Lennox resopla lenta e intensamente. En cuanto se enteró de lo de Dearing, supo que jamás podría acudir a la policía de Miami. Sería como si un poli de las islas Fiji entrase en el cuartel general de Fettes y le dijera al agente que estaba tras el mostrador: «Uno de vuestros compañeros dirige una red de pederastas».
«En cuanto descubrieron mi punto flaco…».
«Conque sí, ¿eh?», le espeta Lennox con gesto amenazador. «¿Y qué punto flaco es ése?».
Chet le mira con expresión abatida. «No es lo que te imaginas. Te juro que nunca he tocado a Tianna ni a ninguna otra menor, ni tampoco las obligué a hacer nada». Lo dice tan categóricamente que Lennox se da cuenta de que la sola idea le da asco. «No obligué a nadie a hacer nada. Sólo me gustaba mirar, pero por supuesto no con niños de por medio. De eso yo no sabía nada. ¡Tienes que creerme, por favor!», le ruega.
«Continúa».
«Pamela ya no estaba, y yo me sentía solo. Se supone que esto iba a ser nuestro paraíso de jubilados; había trabajado y ahorrado e invertido cuidadosamente durante toda mi vida para poder disfrutar juntos de este sueño. Así fue durante unos dieciocho meses, hasta que ella enfermó; cinco meses más tarde había muerto. Cuando conocí a Robyn y a Tianna estaba muy deprimido».
Lennox enarca las cejas.
«Entre Robyn y yo nunca ha habido nada. Ella me dejó muy claro que no le interesaba, y, para serte sincero, a mí tampoco. Pero conocí a Johnnie y Lance a través de ella. Sabía que eran unos canallas, sobre todo Johnnie», dice, volviendo la cabeza hacia la proa, «y que acabarían haciendo lo que hicieron. Al principio sólo se trataba de mujeres. Lo único que yo hacía era dejarles el barco y ver algún que otro de los vídeos que grababan. Pero son unos hijos de puta muy retorcidos; grabaron de tal manera que todo el mundo sabría que había sido en mi barco. Sabían que mi vida aquí estaba acabada si se descubría».
«Así que acabaste metido tan a fondo que sentiste que tenías que continuar», dice Lennox. Era algo muy común. La gente sometida a chantaje solía capitular pensando en ganar tiempo, pero lo habitual es que acabara agravando el problema y comprometiéndose cada vez más.
«Sí», gime Chet. «Yo nunca habría hecho nada. Jamás traicionaría la memoria de mi Pamela. Pero estaba muy solo y muy harto. ¡Sólo miré un par de veces!», exclama, mirando a Lennox con gesto suplicante.
Ése es el problema. Hay demasiada gente a la que le gusta mirar. «¿Cuándo descubriste que eran pederastas, en lugar de un club de hombres que producía porno gonzo?».
Chet echa un buen trago del whisky de malta. «Sabía que aquello acabaría mal, pero no tenía ni idea de que iban a meter a menores de por medio. La gota que desbordó el vaso fue cuando vi un vídeo que habían grabado con una chica muy joven. Empecé a hacer copias de las que guardaban aquí como pruebas. Pensaba abatir a aquellos animales antes de que le pusieran las manos encima a Tianna. ¡Es la amiga de mi nieta, Lennox!».
El dedo índice de Lennox sale disparado hacia el nudo de huesos retorcidos que tiene junto a la nariz. «Creo que llegaste demasiado tarde».
«¿Qué?», pregunta Chet con voz entrecortada, con gesto de desesperación.
«¿Dónde están los vídeos?».
«Los tengo aquí», responde Chet, dirigiendo una mirada febril hacia el camarote.
«¿Alguna cosa más?».
«Desde luego», dice. «Tengo una lista de nombres de esos monstruos y sus futuras víctimas. Me metí en su sitio web. Johnnie era un chapucero. Empezó a traer lotes de latas de cerveza y a ponerse hasta el culo. Me exigía que le llevase a pescar. Se quedaba abajo viendo vídeos o entraba en el sitio web. Yo le animaba y esperaba hasta que estuviera borracho y se hubiera dejado la ventana abierta en el ordenador. Está todo encriptado, por supuesto. Tienen su propio lenguaje; todo está formulado en jerga empresarial, que si “ventas”, “marketing” y “cerrar el trato”. Pero de lo que en realidad hablan es de incitación». Se pone en pie de un salto. «Como ese hijo de puta le haya hecho algo a la niña…».
«Sí», asiente Lennox, pero se levanta y coge a Chet de la muñeca. «Luego. Él no va a ir a ninguna parte».
Lennox vuelve a pensar en el Club Deuce y en el Myopia y en el tipo al que mandó a paseo. Era evidente que Starry le tomó por un pederasta y trató de endosarle a Robyn. «Ya capto». Le da un golpecito al vaso que está sobre la mesa. «Necesitaré una copia de esas listas como prueba».
«Pruebas tengo muchas, Lennox», dice Chet, levantándose y dirigiéndose al camarote. Lennox le sigue y le ve sacar unas llaves, abrir un armario cerrado y extraer del mismo una caja llena de DVD. Hay un listado de nombres y otro con fechas de reuniones. Lennox los examina. Están presentados como si se tratara de documentos de una conferencia de ventas agrupados según categorías constituidas por «agentes», «clientes potenciales» y «pistas». Uno de los «gerentes locales» que destaca en una de las listas es: VINCENT MARVIN WEBBER III, MOBILE, AL.
Después ve una entrada en la que figura: JAMES «TIGER» CLEMSON, JACKSONVILLE, FLA.
Y: JUAN CASTILIANO, MIAMI, FLA.
«No hay nada sobre Lance Dearing. Es demasiado listo para permitir que su nombre figure en ningún sitio», le dice Lennox, fijándose en un cursillo de formación previsto para aquella misma noche en el hotel donde Johnnie había dicho que estaría Lance.
«Así es. Teniendo en cuenta que Dearing es poli, sabía que me crucificarían a menos que dispusiera de pruebas irrefutables. Por eso estaba reuniendo un dossier», explica Chet, entusiasmado y sacando a primer plano el inspector de Hacienda que lleva dentro. «Con los contactos que Dearing tenía en la policía, ¿de quién habría podido fiarme?».
«Sí», admite Lennox. «A veces es difícil saber en quién poder confiar».
Pero hay asuntos urgentes que atender. Chet le explica que están varados en un banco de arena, y que para salir van a necesitar que Johnnie les ayude. Suben a proa y vuelven a atarle los brazos, esta vez delante del cuerpo, desatándole acto seguido las piernas. Cuando Lennox le indica con un gesto que baje al agua, empieza a patalear de pánico.
«¡Ni de coña! ¡Vais a ahogarme!».
«Eso es lo que tendríamos que hacer, coño», gruñe Chet.
«¡No quiero morir!».
«Al carajo», dice Lennox, y Chet se quita los calcetines, las zapatillas y los pantalones de franela y baja la escalera para meterse en las aguas del Golfo. La sensación de frío casi le deja sin aliento. Echa un vistazo a sus calzoncillos y se prepara, y cuando —unos centímetros antes de que el nivel del agua le llegue a la entrepierna— sus pies tocan el fondo legamoso, su alivio es inmenso.
«Vale. ¡Tú!», le grita a Johnnie, «¡mueve el puto culo y ven acá!».
Johnnie obedece a regañadientes, con un poco de torpe asistencia por parte de Chet, que vuelve a subir al barco mientras Lennox y Johnnie agarran las cuerdas y tiran de la embarcación desde ambos lados de la popa. Cuando el shock del frío le recorre como una corriente eléctrica, Lennox siente que se queda sin fuerzas. El brazo izquierdo le duele mucho; tiene inutilizada la mano derecha. No sucede nada; el barco parece encallado sin remedio. Los soliloquios quejumbrosos y autocompasivos de Johnnie en español le crispan los nervios.
«Cierra la puta boca o te dejamos aquí mismo», le amenaza. Johnnie se da cuenta de que no bromea y redobla sus esfuerzos.
Sin previo aviso, el barco se zafa pícaramente del banco de arena y empieza a ir a la deriva, pasando de largo ante sus narices. Sueltan las cuerdas y ven la nave deslizarse sobre los vítreos fragmentos de luz de luna que titilan sobre la fría superficie malva de las aguas. Entonces los motores rugen y cobran vida y a Lennox se le cae el alma a los pies mientras la nave se aleja resoplando imperiosamente. Ve a Johnnie, a unos tres metros y medio, metido en el agua hasta la cintura; ambos buscan instintivamente las cuerdas, pero están bajo oscuras aguas, fuera del alcance y de la vista. Chet les ha dejado varados en el banco, a la espera de que cambie la marea y se ahoguen. Lennox no es un gran nadador y duda que sea capaz de llegar a la costa, y menos teniendo en cuenta el estado de su brazo. Salvo que le desataran, Johnnie no tiene posibilidad alguna. Lennox mira de un lado a otro, buscando frenéticamente con la mirada luces de otros barcos y luego helicópteros en lo alto. Pero en la tenebrosa oscuridad no se ve nada aparte de la luna fatigada y las luces débiles y distantes de Bolonia.
Lennox capta la mirada de Johnnie justo a tiempo para que el parentesco del miedo, que salta como una chispa entre los dos, le haga sentirse ridículo. Entonces ve que el barco está haciendo un círculo y regresando hacia ellos. Su corazón se calma al darse cuenta de que Chet sólo está maniobrando para apartar la embarcación del banco de arena y conducirla a aguas más profundas antes de fondear. «Venga», les grita, y chapotean durante unos fríos y agotadores metros de agua de escasa profundidad antes de subir a bordo gateando. Chet ayuda a subir a Johnnie a regañadientes, y le dejan maniatado en el dormitorio del fondo de abajo. Lennox se seca y se pone los pantalones y los zapatos antes de poner manos a la obra.
Se sienta ante al timón con Chet. Hace mucho frío, a pesar del impermeable que le ha dejado Chet. Ahora el mar ya está negro como el azabache y no oye nada más allá del motor del barco. Pero Lennox está distraído; le falta algo por hacer.
Abajo, en el camarote, saca del mueble la caja de las grabaciones y las va pasando. Johnnie es uno de los varios hombres que aparecen manteniendo relaciones sexuales con diversas mujeres en vídeos porno domésticos de factura estándar, rodados con dos cámaras y editados entre medios y primeros planos. Los escenarios varían, al parecer, pero el barco aparece con frecuencia, con el protagonismo repartido entre el camarote y la proa. En una de las grabaciones ve el rostro de Robyn, con expresión drogada pero intensa mientras Johnnie se la folla por detrás. Pero en la siguiente grabación aparece una muchacha latina, que parece tener alrededor de doce o trece años, practicándoles felaciones a dos hombres, uno de ellos Johnnie.
Entonces, junto a la cama, Lennox ve una mochila negra sucia. La coge y echa un vistazo al interior. Algunos efectos personales identifican al dueño como Juan Castiliano. Después saca un tambor que contiene varios DVD. Todos llevan nombres y fechas escritas con rotulador. Ojeándolos, a Lennox se le hiela la sangre al ver uno de ellos: Tianna Hinton.
Lo mete en el aparato y lo pone en marcha, pero apaga el aparato apenas unos segundos después de ver a Tianna desnuda, aletargada y con los ojos medio cerrados, sudando encima de la cama donde ahora está sentado él. En la siguiente toma aparece el agente de policía Lance Dearing aproximándose a ella con expresión amenazadora y lujuriosa.
Pero, al dar paso a la negrura, las imágenes sólo hacen brotar otra sucesión de ellas en su cabeza. El espantoso show de Horsburgh: tuvo que verlo de principio a fin. En la era del vídeo digital, todo quedaba registrado en teléfonos y cámaras —los pecados más aún que los éxitos— para su exhibición on-line ante el mundo entero. ¿Por qué iban a ser inmunes a ese narcisismo precisamente los delincuentes sexuales? Los asesinos eran los mayores divos: el síndrome Raskolnikov, acentuado por una tecnología de la reproducción asequible y la cultura del confesionario. El criminal, el artista, el ciudadano, todos ellos impulsados por la imperiosa necesidad de grabar sus hazañas y obtener su tajada de inmortalidad digital. Y Horsburgh encontró su público: cuando Gillman, con el gesto impasible, se volvió hacia Lennox, hizo un gesto con la cabeza y puso la grabación en marcha.
El vídeo de Horsburgh, grabado en el chaletito alquilado de Berwickshire, estaba mal rodado. Un medio plano tomado por una cámara colocada sobre un trípode, de dos siluetas en una cama, la más pequeña de las cuales estaba atada a los barrotes de metal de la misma por las muñecas y los tobillos. Lo que se veía era sobre todo el cuerpo de Horsburgh, empujando sobre ella con las caderas, pero éste volvió de repente su rostro frío y cruel hacia la cámara con los ojos en blanco y se relamió con un gesto nauseabundo e histriónico. Al principio sólo el horroroso mantra de incredulidad y de terror te comunicó que la niña seguía con vida. Sus gritos no representaban tanto una súplica para detener la implacable agresión como una tentativa estoica de negar lo que le estaba sucediendo. Luego empezó a lloriquear: «Me duele, me haces daño, quiero a mi mamá, quiero a mi mamá…».
Ser testigo de aquello era insoportable, pero tenía que quedarse. Respirando con dificultad, tenía la vista fija en la marca del monitor, justo debajo de la pantalla, y trataba de disminuir mentalmente el volumen y concentrarse en incidentes que había contemplado desde la tribuna de Wheatfield en el estadio de Tynecastle, así como en pensar en el posible desenlace de recientes partidos decepcionantes si George Burley hubiera seguido en su puesto de entrenador…
Entonces Confectioner abofeteó a Britney y la obligó a concentrarse gritándole: «¡Mírame! ¡Mírame, coño!», antes de volverle la cabeza hacia la cámara y forzar a Lennox a contemplar los aterrorizados ojos de la niña condenada. «¡Mira a la cámara! ¡Que vean quién te está haciendo esto!».
Gillman pinchó el aire con un dedo. «El anillo que lleva. Así es como le desgarró la vagina a la cría, ¿no? Lo han retocado, ¿no? ¿Lo hizo Eddie Atherton? Se le escaparon bastantes cosas en el caso Conningsburgh aquel».
Era como si Gillman estuviese viendo en pantalla las jugadas más interesantes del aburrido partido de fútbol que Lennox había estado intentando visualizar mentalmente.
Y ahora Britney es Tianna y es incapaz de mirar. Pero tiene que hacerlo. No puede no hacerlo. Vuelve a poner el aparato en marcha.
Es distinto. Horsburgh es Dearing. Está bien rodado; hasta hay una suave banda sonora de música ambiental. Bazofia folclórica. Se acuerda del viaje en coche. ¡Me está dando un asco que no puedo con él! El rostro sonriente de Dearing, su expresión de benévola concentración. Como si hiciera el amor. La niña, la criatura aturdida y aletargada, ausente y convertida en una marioneta por las drogas; era Tianna a quien le estaba haciendo aquello. La pobre Tianna, con los dientes separados, su mochila de oveja y sus cromos de béisbol; las manos de Lennox aferran la colcha de la cama; nota en su rostro las lágrimas que nunca pudo mostrar cuando vio el vídeo de Confectioner. Pero el contacto de la yema de un dedo con su piel seca delata su carácter imaginario.
Lennox detiene el aparato. El furor le comprime la garganta como un torno. Siente algo contrayéndose espasmódicamente en su pecho. Se levanta de forma vacilante, saca el DVD del aparato y contempla el disco plateado sin marcar, aparentemente inocuo. Por encima del zumbido de los motores, oye gritos procedentes del otro dormitorio, que se interrumpen abruptamente cuando su fuente de origen ve a Ray Lennox en el marco de la puerta.
«Sigue, por favor. Quiero que sigas gritando», le dice a Juan Castiliano. «Sólo una palabra más, joder: porque eso es todo lo que haría falta para que te corte la puta cabeza», y sus ojos negros, fríos y homicidas, contienen al pederasta, que se encoge de miedo.
Cuando Lennox aparece en el puente detrás de Chet, Bolonia ya se va aproximando. Cuando desembarcan y amarran el barco, el puerto deportivo está prácticamente desierto, aunque el Lobster sigue abierto. Vuelven al salón, donde Lennox le muestra a Chet una selección de las grabaciones de Johnnie, pero no la de Tianna, que se ha guardado en el bolsillo. Hay otras tres chicas jóvenes: por su ropa, que no tarda en desaparecer, parecen pobres, y sospecha que la mayoría de ellas son inmigrantes centroamericanas.
Chet está aturdido, como zombi, mientras lleva la caja de DVD al Volkswagen. Conducen durante dos manzanas y paran ante un edificio cuyo letrero, blanquiazul e iluminado con luz posterior, anuncia el Departamento de Policía de Bolonia.
«Tenías todas estas instalaciones a bordo y me hiciste ir en coche hasta un cibercafé», comenta Lennox.
«En el mar sale carísimo. Johnnie me estaba chupando la sangre».
«¿Tienes sangre escocesa en las venas?».
Chet hace una pequeña mueca mientras Lennox tamborilea con los dedos sobre la caja que tiene en el regazo. «Llévate todo esto a la comisaría. Cuéntaselo todo. Cómo conociste a Robyn. Que Lance y Johnnie te estaban chantajeando. Llévales al barco; identificarán a Johnnie a partir de algunos de los vídeos. Un buen poli hará que se venga abajo en cosa de segundos».
Chet, aliviado por el peso que acaban de quitarle de encima, relaja los hombros, pero la incertidumbre de su mirada delata que sabe que tendrá que enfrentarse a una nueva ordalía, de desenlace incierto.
«¿Volverás para atestiguar que lo que digo es cierto, Lennox? Diles que me estaban chantajeando».
«Lo haré con mucho gusto, Chet, pero no ahora mismo. Tengo que marcharme».
«¿Qué vas a hacer?».
«Tengo que alejar a Robyn de Starry y de Dearing antes de que se presente allí la policía. Necesita que le den una oportunidad para quedarse con Tianna y rehacer su vida. Se lo merece, a juzgar por las pruebas que tienes aquí». Agita una copia de las listas. «Antes no creía que fuera así, pero ahora sí. Pero es posible que los tribunales y los de protección de menores lo vean de otra forma. Los pederastas están reunidos en el Embassy Hotel ahora mismo. Puedes enviar allí a la policía».
«De acuerdo», dice Chet, desasosegado. «Pero ¿me apoyarás?».
«Te doy mi palabra».
Chet frota su cocorota surcada por las canas. «No tuvo ninguna oportunidad, Lennox. Ya la habían elegido como objetivo desde el otro lado de la frontera del estado, desde Alabama».
«Lo sé», dice Lennox, dándole una palmadita en la espalda. «Y por cierto, Chet», añade con una sonrisa forzada, «mi nombre de pila es Ray, Raymond Lennox».
«¿Lo es? Ah…, disculpa…, Ray», farfulla mientras sale del coche con la caja. Entonces mira a Lennox como si acabara de acordarse de algo. «Tu revista, la revista para novias. Creo que te la has dejado en el barco».
«Compraré otra. Esa está un poco hecha polvo».
«Vale…».
«Buena suerte», grita Lennox mientras el marinero de aspecto espectral se encamina hacia los escalones de la comisaría, como si caminara por la plancha de un barco pirata.
Lennox arranca el Volkswagen. Robyn puede esperar. Primero va a hundirlos. Con las manos hormigueándole sobre el volante, recuerda por qué odia a esos matones y por qué se dedica a lo que se dedica.