Para ti el cuartel general de la policía en Fettes era una fábrica; una fábrica que calculaba y asignaba las unidades de humanidad estipuladas a todo aquel que atravesaba sus puertas. A los sospechosos. A los miembros de tu equipo: Gillman, Drummond, Notman, Harrower, McCaig. A ti.
En el transcurso de su procesamiento por los sistemas policial y judicial, Horsburgh hizo gala en todo momento de arrogancia y desdén. El registro de sus propiedades y bienes; las pruebas forenses; los interrogatorios; los informes del psiquiatra; los cargos. Disfrutó de todo ello como si se tratara de un juego y saboreó el bochorno colectivo que se creó cuando confesó ser el autor de los crímenes de Welwyn Garden City y Manchester. Para él no significaba casi nada. Pero para ti significaba muchísimo y Mr. Confectioner lo sabía.
La situación llegó a un choque frontal un miércoles de mediados de noviembre, tres semanas después de la desaparición de Britney. Pasaste horas encerrado con aquel hombre tratando de averiguar lo que le hacía ser como era. Escrutaste su alma y no viste nada. La exasperación acabó pudiendo más que tú.
«¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?».
«Porque podía», respondió Confectioner con súbita franqueza, quitándose los anteojos y meneándolos suavemente en el aire para subrayar lo que iba a decir a continuación: «Sobre todo por la diversión y el entretenimiento. Pero no me entiendas mal, ¿eh? Desde el punto de vista sexual me proporcionó gran placer, pero el motivo principal no fue ése. Eso es algo muy fugaz. Además, era una pizca más joven de la cuenta. Prefiero que sepan hasta cierto punto lo que les espera». Le temblaban los labios de fruición, pues sabía que te había alterado. «Se trataba de algo más que de la emoción de la caza, de acechar a la presa, de ir engordando los dossiers, de eludiros a vosotros. ¿Acaso no somos criaturas en busca de emoción?».
Tuviste que hacer grandes esfuerzos por guardar silencio y mantener una expresión inalterable, para seguir rastreando imparcialmente en busca de pistas. Estudiábamos a nuestros asesinos en serie, pederastas y asesinos de la misma forma que a nuestros científicos, intelectuales y artistas: para dar con una respuesta al misterio de nuestra naturaleza.
Y Confectioner, que había reconocido en ti aquella curiosidad fatal, la utilizó para juguetear contigo. «Tú no eres como los demás», declaró pomposamente. «Ellos sólo quieren saber cómo atraje, dominé, follé, maté y oculté. Pero tú estás absolutamente desesperado por conocer el porqué. Quieres que te cuente que me porculizó mi padre o el párroco o lo que sea. En tu mente de pigmeo siempre tiene que haber una causa y un efecto. Pero lo único que haces es proteger a otros peleles como tú, Lennox. No puedes admitir que el hombre sea un cazador, un depredador. La sociedad civil se fundó para proteger a los débiles y cobardes —da igual que sean pobres o ricos— de los fuertes y virtuosos, de aquellos que tienen el valor de convertir en realidad el destino de la especie y las agallas de coger lo que desean».
Aquella alegre sonrisa forzada. Aquellos labios carnosos que querías arrancarle de la cara.
«Todos los cuerpos de policía del Reino Unido estuvieron buscándome durante casi cinco años sin tener ni puta idea de dónde estaba. Durante todo ese tiempo yo estuve presentando quejas en la comisaría local por vandalismo o por el ruido que hacen los pubs mientras vosotros hacíais lo imposible por ayudarme».
Era cierto. Mr. Confectioner, «Horsey», el pedante funcionario del Ministerio del Interior al lado del que nadie quería sentarse en el tren de cercanías matutino entre Aylesbury y Marylebone, les había engatusado a todos. Su imagen era una pura fachada que servía de tapadera a una mente pervertida pero calculadora. Se suponía que su pasión era la fotografía, pero el cuarto oscuro de la planta de arriba de su casa, fuera del alcance de su madre minusválida, era en realidad un laboratorio. Dedicaba todos sus fines de semana y sus vacaciones a planificar sus raptos y asesinatos. Sus verdaderos hobbies eran el secuestro, la violación y la muerte violenta.
Horsburgh solía alquilar un chaletito que estuviese a menos de dos horas en coche de la zona objetivo. A Nula Andrews la llevó a un lugar en Fenlands, a Stacey Earnshaw al Lake District, y a Britney Hamil a la costa de Berwickshire. Horsburgh también les había contado en qué lugar de Normandía se hallaba enterrado el cadáver de una joven francesa.
«Un amor de verano», comentó alegremente, respondiendo a tu expresión de cólera con una sonrisa de presentador de concurso televisivo. «Siempre tan efímeros».
Aquella revelación tuvo como consecuencia la puesta en libertad de un peón agrícola que había pasado siete años en una cárcel francesa. De crucial importancia, no obstante, fue que Mr. Confectioner se negase a colaborar cuando le mostraste fotografías de otras niñas desaparecidas.
«Ahí no estoy del todo dispuesto a ayudarte», había declarado en tono cordial. Pero tú estabas seguro de que había otras víctimas.
Ninguna de las niñas desaparecidas figuraba en la exhaustiva base de datos de jovencitas de Horsburgh ni en sus detalladas notas. También era cierto que faltaban los archivos correspondientes a Nula, Stacey y Britney; era evidente que los había borrado una vez cumplida cada una de sus abominables misiones. ¿Cuántas más habría habido?
Lo que sí encontraste fue la furgoneta blanca. Horsburgh también tenía una furgoneta negra; guardaba ambas en un garaje que se encontraba a un kilómetro y medio de su casa y las utilizaba exclusivamente para cometer sus crímenes. Elegía a sus víctimas al azar, intentando que estuvieran bien repartidas geográficamente. También tenía los vídeos que había grabado.
Si hubo algo más perturbador que hablar con Confectioner fue ver la grabación de Britney antes, aquella misma mañana, en compañía de Dougie Gillman. «Ya van cinco veces», fue la observación mordaz y glacial de éste, «que se la folla, la asfixia hasta hacerle perder el conocimiento y la reanima para volver a empezar desde el principio. Eso es lo que le pone».
Al fijarte en las manos de Horsburgh, te vinieron de golpe a la cabeza tanto el comentario de Gillman como las imágenes. Una inspiración brusca te partió en dos mientras oías escapar una súplica infantil y en voz baja de algún lugar muy profundo de tu ser.
«No era más que una niña».
El asesino te miró como si fueras un ingenuo: con lástima y desprecio a la vez. En ese momento te diste cuenta de que Bob Toal había entrado en la sala de interrogatorios. Te hizo un gesto con la cabeza para que salieras fuera, te condujo hasta un despacho vacío y cerró la puerta.
«Estás perdiendo los papeles, Rap, te advirtió». «Vete a comer. Esta tarde quiero darle a Dougie una oportunidad con él».
Le agarraste del brazo: «Sólo una sesión más», le suplicaste.
Toal fijó la vista en el vacío, por encima de tu hombro: «De acuerdo, Ray», dijo al fin. «Tú le detuviste; mereces tener la oportunidad de llevar esto a buen puerto». Entonces bajó la vista y te miró la mano, avergonzándote hasta tal punto que le soltaste. Y agregó: «Pero que conste que me parece un error: estás hecho polvo».
No podías negarlo. La noche anterior te habías presentado en casa de Trudi borracho y divagando. Discutisteis, amaneciste en el sofá, y de ahí fuiste directamente a trabajar. «Lo siento», le dijiste a tu jefe. «Pondré mis pensamientos en orden».
La expresión de Toal era dubitativa. «Los porqués déjaselos a los loqueros. Descubre algo sobre las demás niñas».
«Gracias. Me ceñiré a los detalles, como has dicho», le aseguraste mientras os mirabais durante un impasse en el que ninguno de los dos supo muy bien qué decir. Finalmente le expusiste, casi sin aliento, tu intención de ir a comer algo y te largaste rumbo a Stockbridge.
Después, en Bert’s Bar, mientras veías el noticiario de Sky News, apareció Robert Ellis en pantalla. Recién salido de presidio, autodidacta, culto. Disfrutaba de su nueva condición de ser el bueno de la película y además elocuente.
«Compadezco a las familias de Stacey Earnshaw y Nula Andrews. Merecían que el caso se cerrara de verdad, pero en lugar de eso se les obligó a vivir una mentira durante un montón de años. Pero sobre todo compadezco a la familia de Britney Hamil. Mientras yo me pudría en la cárcel, ese monstruo andaba suelto y con toda libertad para hacerle todas esas atrocidades a esa niña. Rodarán cabezas», amenazó. Para quienes habían olvidado su inmundo sermón ante la tumba de Nula Andrews, Ellis era ahora un héroe. Pero tú albergabas la inquietante impresión de que si se hubiese mostrado igual de elocuente varios años antes, en lugar de instigar peleas de barra de bar, aquel hombre habría sido capaz de ponerse al frente de una nación en guerra.
No pudiste soportarlo: fuiste a los servicios y te metiste una raya de cocaína.
Cuando volviste a Fettes, paladeaste el frío ardor que te recorría las venas. Tenías la sensación de tenerle ya tomada la medida al pederasta. En la sala de interrogatorios, recobraste el tono distante.
«Fingiste que arreglabas algo en la parte de atrás de la furgoneta y te asomaste a las ventanas en busca de señales de vida, esperando a que Britney pasara de largo y que la furgoneta la ocultase a cualquier mirada indiscreta desde el otro lado de la calle. La agarraste, la metiste en la parte trasera, cerraste la puerta, la ataste y amordazaste, seguramente con cinta adhesiva extrafuerte, a lo mejor la forzaste a tragar un Rohypnol o a inhalar cloroformo, y luego te pusiste al volante, ¿no?».
«Y salí pitando rumbo a mi maligna guarida para devorarla poco a poco», apostilló Horsburgh con una sonrisa. «Mire que es usted listo, inspector Lennox. Incluso me atrevería a asegurar que tienes conocimientos de informática. Una calificación de “notable” en alguna universidad de segunda clase, pero en cualquier caso decente. Puede que hasta un máster…».
«Cierra la puta boca».
Horsburgh te miró primero con gesto ofendido, y luego enarcó desdeñosamente las cejas con cara de cierta decepción. «Pero hubo cosas que se te escaparon. Las secuencias filmadas en circuito cerrado de la tumba. Seguro que las has visto un montón de veces. Ese tipo de cosas destroza la vista. ¿Qué tal los ojos?».
Te pareció que te la estaba jugando. De repente tuviste muy presentes a tus compañeros, que te veían a través del espejo.
«¿Qué?».
«¿Te fijaste alguna vez en la primera aparición estelar del Hombre de la Parka?».
«En Welwyn…».
«Lo siento, me refería a mi debut en Edimburgo». Hizo una pausa efectista. Tuviste la impresión de que la habitación aumentaba de tamaño mientras que Horsburgh iba empequeñeciendo. «El metraje de las cámaras de seguridad del Burger Palace, en aquel espantoso centro comercial. Lo pasaste por alto, ¿verdad?».
Luchaste por mantener la compostura. «Sigue».
Mr. Confectioner estalló en carcajadas, sacudiendo convulsivamente los hombros. «Supongo que te sobrestimé. Échale un vistazo. La noche antes de llevármela, acudió con su madre y su hermana a aquel inmundo local de comida basura. Si le hubieras echado un vistazo al metraje, me habrías visto allí, luciendo mi fiel parka. Cometiste una negligencia, inspector Lennox».
Notaste las miradas de los demás —Toal, Gillman— clavadas en ti a través del espejo. Sabías que no estarían clavadas en Horsburgh.
«Había arrojado mi pequeño dispositivo a la papelera que había fuera, junto a la ventana. Una pequeña explosión que los atrajera a todos y, acto seguido, un cubo en llamas. ¡Hay que ver lo que les gusta el fuego a los niños! Me resultó facilísimo cambiar la bebida de Tessa por mi brebaje emponzoñado. Sabía que pediría un Sprite. Era lo que bebía siempre. Rogué por que al día siguiente Britney fuese sola al colegio, y en efecto…», dijo, regodeándose antes de proseguir: «Lo demás transcurrió grosso modo según tu descripción. Si me deshice de los libros escolares y de la mochila fue sólo para liaros. Una pequeña tomadura de pelo. Me hacía mucha ilusión imaginarte dándole vueltas con toda seriedad al significado profundo de unos actos completamente lúdicos. Pero… ¿no se te ocurrió echar un vistazo a las secuencias de la cámara de seguridad de la hamburguesería de la noche anterior? Una labor policial muy chapucera, Lenno…».
Recorriste de un salto la fría distancia que os separaba y cerraste las manos en torno a su garganta. Pero a pesar de que Mr. Confectioner relajó el cuerpo y no ofreció resistencia, en sus ojos desorbitados no había señal alguna de miedo. Al contrario, sus gruesos labios lucían una sonrisa enfermiza; recordaba un espantoso muñeco de ventrílocuo. Y le oíste decir, con un hilo de voz áspero y fantasmal: «Sienta bien, ¿verdad?».
Y entonces, con un pausado movimiento de caricia, Gareth Horsburgh llevó una de sus manos a tus genitales. Te quedaste de piedra, paralizado por el contacto del pederasta en tu pene, y te diste cuenta, horrorizado, de que tenías una erección. Le soltaste y retrocediste en el preciso momento en que Gillman y Notman irrumpían en la sala.
«Ahora empiezas a comprender», dijo Mr. Confectioner al tiempo que se masajeaba la garganta.
Entonces viste cómo se hacía. Viste a Gillman colocarse lentamente detrás de Horsburgh. Viste cómo la altanería daba paso a la aprensión en los ojos del pederasta. Viste al pedófilo nervioso tratar de armarse de valor. Estaba a punto de hablar cuando Gillman dijo, en un tono neutral y sin alterarse, como si hablase del tiempo: «Ahora eres mío».
«No le dejéis marcas», cuchicheaste, en un intento lamentable de recobrar una autoridad que sabías que habías perdido en cuanto cerraste la puerta, abochornado por el secreto a voces que os envolvía a tus hermanos agentes y a ti, tan íntimo y taimado como el sexo clandestino.
Fuiste a la antesala y te desplomaste en una silla junto a Toal. Miraste con gesto derrotado la pantalla. Hay muchas formas de hacerle daño a alguien sin dejar marcas. A todos los interrogadores de todos los cuerpos de policía del mundo se las enseñan, de modo oficial o no, dependiendo de la naturaleza del régimen. Estabas seguro de que Gillman, que ahora se encontraba a espaldas de un desasosegado Mr. Confectioner, con una toalla blanca en las manos, se las sabía todas.
«Todo el rollo ese de ser un cazador», dijo con una sonrisita de suficiencia mientras hacía restallar la toalla, «me ha hecho una gracia enorme».
El silencio de Gareth Horsburgh equivalía al reconocimiento de que ahora el verdadero terror iba a infligírselo alguien que entendía de veras lo que era castigar.
«No acabo de verlo, ¿sabes?», comentó Gillman, sacudiendo la cabeza. «Yo lo único que veo es a un tipo de mediana edad que vive en casa con su mamá».
No pudiste quedarte. Te incorporaste de golpe, saliste y bajaste las escaleras, abochornado una vez más por el pederasta. Toal, que había salido detrás de ti, te alcanzó camino de la calle. Bajo un penetrante aire frío, tu jefe te largó el consabido sermón acerca de ser un buen agente que había hecho una buena labor. También el de no acabar como Robertson y terminar hundiéndote. A continuación te dijo en voz baja: «Te han filmado saliendo de un bar de Newcastle frecuentado por camellos».
«Jefe, yo…».
«No digas nada, Ray», dijo Toal mientras sacudía la cabeza de un lado a otro. «Nos hemos ocupado de ello. No le digas nada a nadie. He concertado una cita para que vayas a ver a la terapeuta Melissa Collingwood. Estás oficialmente de permiso hasta nuevo aviso. Ve a casa de Trudi, Ray».
Asentiste con la cabeza y saliste a Comely Bank Avenue, donde tomaste un taxi que te llevó al pub Jeanie Deans. Lo único que te pasaba por la cabeza era: no se me ocurrió lo de la cámara del centro comercial, en la hamburguesería. Había una para comprobar quién entraba y salía de los servicios, y otra sobre los mostradores, para los atracos y las agresiones a los empleados. Sencillamente no se me ocurrió pensar en la noche anterior. ¿Por qué? Porque sólo pensaba en Angela, y que había sido una arpía sucia y perezosa por intoxicar a su propia hija con su comida de mierda.
Así que acudiste al bar que solías frecuentar con Robbo y varios otros polis desafectos y quemados. Allí te encontraste con algunos de los muchachos y bebiste un montón de vodka antes de que un chiste de mal gusto te dejara fuera de combate.