Mientras recorren carreteras flanqueadas por casas estrechas y letreros verdes que anuncian los números de las calles y nombres de ciudades lejanas, el tráfico es escaso y siniestro. Estas dan paso a su vez a otro centro comercial lleno de negocios turbios. La gorra de los Red Sox descansa sobre el salpicadero. Ha decidido renunciar a ella; en sus sienes aún se aprecian dos depresiones. Lennox mira a Tianna, sentada en silencio a su lado, con los cromos en la mano.

«¿Chet se ha propasado contigo alguna vez?».

«No», dice ella, sacudiendo la cabeza y frunciendo a continuación el ceño en una expresión de tortuosa perplejidad. «Para mí que no, pero por más que lo intento, no consigo entenderlo. Me sentí rara estando en el barco».

«Pues ahora ya estás bien», dice Lennox, ocultando su angustia con una sonrisa pintada de oreja a oreja. «Menos mal que encontraste el cromo ese, el que te dejó tu padre».

La mirada de la niña parece asignar a Lennox el papel de un colaboracionista más, pero su ira no se dirige contra él; es la precursora de otra revelación.

«Mi padre no me dejó ningún cromo».

«Ah».

«No le conocí. Dejó a mamá mucho antes de que yo naciera. Eso suponiendo que de verdad hubieran estado juntos alguna vez. Encontré los cromos en el hueco del tejado de un sitio donde estuvimos viviendo en Jacksonville. Solía subir allí para escapar de…». Apenas puede pronunciar la palabra. «… Clemson».

Clemson. ¿Quién será ese cabrón…?

Lennox siente que sus palabras quedan petrificadas por el infinito vacío que acaba de formarse entre pensamiento y habla. Cuando por fin encuentra la voz, Tianna ha reanudado la conversación, y habla ahora en un tono alegre y esperanzado. «Pero me dio por pensar que le gustaría el béisbol y los cromos hacen que me sienta parte de él. Supongo que estoy un poco chiflada, ¿no?».

«No», dice Lennox, «en absoluto». Recuerda que de pequeño coleccionaba, con ayuda de su padre, unas monedas de los Mundiales que sacó Esso. Al fijarse en la triste expresión de esta niña americana, experimenta un patetismo tal que se habría asfixiado de no haber preguntado de forma apremiante.

«¿Quién es Clemson?».

«Tiger Clemson. Su verdadero nombre es Jimmy», dice Tianna con la mirada cargada de una ferocidad eléctrica. «Era el novio de mamá. Siempre fue muy bueno con ella pero malísimo conmigo. Le tenía mucho miedo. Lo sabía todo sobre mí… y Vince. Decía que yo era así; que los hombres podían olerlo». De repente se le corta la respiración cuando le sobreviene una sensación de absoluto pánico. «Cuando me lo hacía, solía decir que Dios me había puesto en la tierra para eso. Que me estaba haciendo un favor y dándome ventaja con respecto a todas las demás niñas. Pero era distinto de Vince; sé que yo no le importaba nada. Así que era más fácil ponerme a pensar en otras cosas y dejarle hacer lo que quisiera. Pero a veces me hacía daño. A veces me hacía sangrar. Esperaba a que mamá se quedara dormida por las pastillas y luego venía por mí. Me dijo que si le decía algo a mamá ella le creería a él, no a mí. “Porque sé lo que has hecho antes”, me decía. Yo solía ir corriendo al hueco del tejado para esconderme de él».

Lennox reduce la velocidad y se mete por una salida asfaltada que desemboca en una planicie de hormigón diseñada como parking, pero que carece de control de entrada y está llena de la vida vegetal que asoma por las grietas de la superficie. Se detiene no sólo por su bien, sino por el de la niña. Sus manos, que hormiguean, siguen aferradas al volante mientras siente el latir de la sangre en los oídos.

«¿Cómo se enteró Clemson de lo que te hizo Vince?».

«No lo sé…». La niña se encoge de hombros. «Solía decir que conocía a las chicas como yo, que conocía el tipo. Que podía darse cuenta a un kilómetro de distancia de que no era virgen. Eso es lo que decía».

La bilis le corroe las entrañas.

«¿Es cierto, Ray? ¿Pueden ver los hombres cómo es una?», pregunta con desesperación y ojos desorbitados.

Lennox la coge de las manos con suavidad. «No. No pueden. Escucha, creo que has tenido muy mala suerte y que has conocido a algunas personas muy, muy malas. Tú no has hecho nada malo. Eres una niña buena. Los que han hecho cosas malas son ellos y lo van a pagar. Te lo prometo. ¿Entiendes lo que te digo?». La mira a los ojos.

«Sí».

«Vale», dice Lennox mientras arranca el motor.

Tianna.

Debería despertarse el día de Navidad en una casa como la de Jackie, abrir regalos y

Lennox no puede creer que albergue esperanzas y sueños inverosímiles respecto del futuro de esta niña. Escenifica psíquicamente situaciones tranquilizadoras para a continuación reprenderse a sí mismo y decirse que son estupideces que están a años luz de como seguramente acabará. El equilibrio de probabilidades. Pero los sueños es lo que tienen: los muy cabrones no cambian. Y cuanto más intensos se vuelven, más obligan a actuar.

Mientras reflexiona sobre su propio futuro y piensa en Trudi, un espasmo abrupto explota en su pecho: se da cuenta de que ha dejado el Perfect Bride en el barco de Chet.

«No has cogido la revista de novias, ¿verdad?».

«No», dice Tianna en tono de preocupación. «Supongo que me la dejé abajo. ¿Era importante?».

«Nah, puedo conseguir otra», dice Lennox sin alterarse, pero sin poder evitar que las muelas le rechinen involuntariamente. Trudi había rellenado algunos cupones adjuntos. La dirección. Tienen su dirección.

No significará nada. Pero la idea cala. Que se atrevan a hacer algo en Edimburgo. Le rechinan los dientes con más fuerza todavía, mientras se mentaliza con imágenes de violencia hasta llegar a ansiar sinceramente ese panorama. Acto seguido, posa sobre Tianna una mirada dislocada y protectora mientras se detiene en una gasolinera con cabina telefónica.

Lennox busca la tarjeta en los bolsillos, y maldice al no encontrarla; a continuación hurga con los dedos en busca de cambio, con la función barrido periférico activada por si aparece la calamidad en forma de Lance Dearing. La lógica le dice a Lennox que es muy improbable, hasta el punto de ser imposible, que sus caminos se crucen por casualidad en un lugar como éste. La paranoia, fuerza más poderosa, le informa simultáneamente de que es inevitable.

Las monedas caen de sus manos grasientas a la máquina con un tintineo. Cuando Lennox calcula que han alcanzado el nivel crítico requerido, pulsa con el dedo tieso las teclas metálicas. Del otro lado de la línea salta una voz áspera: «Eddie Rogers».

«Soy Ray. Necesito que me hagáis un favor. Dolores y tú», añade cuando se le ocurre que sería más sencillo dejar a Tianna con una mujer. Intenta estabilizar el mapa que ha emborronado con el sudor de sus dedos. «¿Podemos quedar en el bar de carretera de la salida 49 de la Interestatal 75?».

«Eso está en los Everglades», señala Ginger con voz chillona, «en la reserva india de Miccosukee. Pero ¿por qué…?».

«Las reservas son para los yuppies y los indios, ¿recuerdas? Necesito que me hagas un favor», repite Lennox.

Ginger frunce los labios y le resopla prolongadamente al oído. «Vale. Puedo estar allí en hora y media. Trudi me llamó y me dijo que te habías metido en un lío. Tienes que ponerte las putas pilas, hijo. ¿Qué te has creído que es esto, CSF: Miami?».

La broma de Ginger le corta a Lennox el resuello por un instante, y a continuación le dice: «Te oigo. Tú limítate a estar allí. No me falles, Ginger».

En la cabeza de Lennox el silencio va en aumento. Cuando Ginger explota por fin, el ruido que produce parece capaz de perforarle los tímpanos. «No lo haré», gruñe, «¡y que sea la última vez que tenga que recordarte que me llamo Eddie!».

«De acuerdo, Eddie», dice Lennox; el nombre le deja un sabor a fruta amarga en la boca. «Se agradece, compañero».

«Vale, pues salgo ahora mismo. Ponte las putas pilas, Raymie», le advierte antes de colgar.

Cuando regresa, se encuentra a Tianna sentada en el coche, con la cara hinchada y con el blanco de los ojos enrojecido por haber estado frotándoselos. Lennox piensa en decir algo, pero no se le ocurre nada, así que opta por dejarlo correr. Enciende el motor y abandonan la gasolinera.

Se acercan al punto de peaje del inicio de la Interestatal 75. Un letrero les indica que Miami se encuentra a doscientos cuatro kilómetros, y Fort Lauderdale a ciento noventa y nueve. El lugar de la cita, en la salida 49, parece estar a mitad de camino, así que deberían llegar allí aproximadamente a la misma hora que Ginger. Lennox se fija en el empleado de la cabina, un hombrecillo de raza negra con una barba gris, cuyo nombre figura en una chapa que se encuentra encima de la leyenda EMPLEADO.

«Hijos de puta», maldice Lennox a la salida, disculpándose a continuación con Tianna. «Quiero decir, saben perfectamente que la gente se da cuenta de que no es el director general. ¿Por qué tienen que restregárselo por las narices?».

Tianna vuelve a mirar al empleado y luego a Lennox. «Eres un tipo estupendo, Ray. Quiero decir, por hacer todo esto por mí y tal». Hace una pausa y a continuación pregunta: «¿Por qué me ayudas?».

«Somos amigos», dice Lennox, encogiéndose de hombros antes de especificar: «Colegas».

«Pero en realidad ni siquiera me conoces».

«Te conozco lo bastante para darme cuenta de que ahora mismo necesitas un amigo». Señalando la radio, dice: «Y yo necesito un tema».

Dándose por aludida, Tianna coge el dial y lo hace girar hasta dar con una emisora de música disco. Una remezcla vigorosa y machacona del «Lost in Music» de Sister Sledge anima el Volkswagen. El verso «caughtin a trap, no turniri back» les induce a mirarse el uno al otro en lúgubre sincronía.

Puede que fuera una interestatal con un límite de velocidad de ciento diez kilómetros por hora en lugar de noventa, pero por lo demás Alligator Alley se parece mucho a la Autopista 41: una autopista de dos carriles con un gran arcén lleno de matorrales en medio. En la carretera, casi desierta, se ven menos indicios de los daños provocados por los huracanes. A ambos lados, las vallas mantienen a raya una espesa vegetación, tan desesperada por asaltar el hormigón como una turba de niñas adolescentes por hacer lo propio con una estrella del pop. Lennox apenas permite al Volkswagen bajar de los ciento cuarenta kilómetros por hora. Ginger no iba a quedarse mucho tiempo por ahí y lo cierto es que siente verdadera necesidad de volver con Trudi.

Los árboles que dejan atrás se convierten en un borrón, y mientras van pasando a toda velocidad, Tianna parpadea. Entonces le ve: Tiger Clemson, en el umbral de su habitación. «Tu mamá duerme como un tronco», le dice en voz baja y tono triunfalista. Tianna no para de moverse en el caluroso asiento de cuero del coche, nota el calor en la nuca, oye el ruido del motor en marcha, fortísimo, como el barco de Chet. Pero parte de ella está en la cama con Clemson diciéndole que esta vez la va a dejar de maravilla y le enseñará unos trucos que no olvidará jamás, pero no se trata de Clemson, es otro y entonces chilla…

Lennox se lleva un susto tan enorme que casi pierde el control del vehículo. «¡Hostia puta! ¿Qué pasa?». Frena y se detiene en el arcén. Los gritos de Tianna se aplacan cuando se le echa encima, obligándole a consolarla.

«No paro de ver una cara, una cara de hombre», dice, levantando la vista para mirarle con gesto tenso y torcido.

«No pasa nada», dice él, forzado e incómodo mientras le da palmaditas en la espalda. «No es más que un flashback; es como tener una pesadilla despierto».

Tianna hunde su rostro en el pecho. «¿Alguna vez se acaban?», pregunta con voz apagada.

«Claro que sí», dice él, poniéndole las manos en los hombros, obligándola a incorporarse y a mirarle. «¿A quién has visto? ¿Al tal Clemson?».

«No…», dice, enderezándose y apartándose, limpiándose los mocos de la nariz en la mochila de la oveja y mirando a Lennox con expresión compungida hasta que él le quita importancia a su inquietud. «Creí que sí, pero no era él».

«Vale. Quienquiera que fuese, no te hará daño».

«¿Me lo prometes?».

«Aye», dice Lennox con una sonrisa; ella intenta sonreírle a su vez, pero el miedo le ha paralizado los músculos faciales. Lennox vuelve a arrancar el motor.

Mantienen un tenso silencio mientras van devorando kilómetros, satisfechos de que el vehículo se llene de sonidos que vienen de lejos. Las voces de los radioyentes, ciudadanos tan orgullosos de demostrar anónimamente su inteligencia radiofónica como de hacer gala de estupidez ante las cámaras de televisión, suenan a todo trapo. Lennox gira el dial y un vibrante bajo de hip-hop invade el Volkswagen, adquiriendo tal densidad que parece ser él quien propulsa la aceleración del vehículo. Muy pronto un rótulo de carretera anuncia la inminente presencia de la salida 49.

Lennox y Tianna bajan del coche atolondrados; rodeados por el aire cálido y bochornoso se toman un breve respiro para adaptarse a la abrupta reducción de velocidad. La espesa noche diluye el milagro cotidiano de la luz marrón y verde que refleja la gran superficie de juncias y agua. No hay ni rastro de Ginger y Dolores. La antigua gasolinera, una vieja choza de chapa oxidada con tres surtidores, ostenta un moribundo letrero de Coca-Cola de neón que oscila enfermizamente encima de la ventana. No delata ningún indicio de vida: lo más probable es que guardase horarios irregulares. La calma es sobrecogedora; un silencio que todo lo invade, sin aves canoras en los árboles ni coches en la autopista. Tianna se aproxima a un punto de la valla que rodea el manglar donde se ve un hueco.

«No te alejes demasiado del coche», le advierte Lennox. Se acuerda de Four Rivers, seguramente porque el desvío que conduce a la reserva está cerca de allí.

Tianna se acerca y se apoya en la carrocería del coche, toqueteando el cromo solitario. Al darse cuenta de que Lennox la observa, levanta la vista, se aparta el pelo de la cara y dice: «Encontré este cromo; creía que lo había perdido, pero estaba en el barco. Hank Aaron. También era de Mobile, ¿sabes? Pero no recuerdo haberlo perdido allí. Lo tenía la última vez que estuve en el barco, y más o menos recuerdo…, es como si me hubiera puesto enferma…, veía el agua. Fue como un sueño».

El silencio circundante sólo lo rompe el susurro de las hojas de unos arbustos de los manglares, seguido por el chillido breve y ahogado de un animal y un estentóreo bramido triunfal. Lennox mira con nerviosismo hacia el pantano, y luego otra vez a Tianna, como quitándole importancia. Es el presagio de una breve cacofonía de cantos de ave procedentes de la espesura, tras los que vuelve a hacerse el silencio.

«¿Qué quieres decir? ¿Que estabas en el barco y mareada?», pregunta Lennox mientras olfatea la salinidad de la brisa inminente.

«Es como si hubiera sucedido en el barco y fuera un sueño…, pero no, tampoco», dice Tianna en un vertiginoso instante de lucidez.

A Lennox se le acelera el pulso y traga más Nada. «Seguramente no fue más que una pesadilla».

Tianna se apresura demasiado en darle la razón. Intuyendo que necesita espacio para pensar, Lennox calla, dándole pie a ella para preguntarle: «¿Tienes pesadillas alguna vez, Ray? ¿Pesadillas tan, tan malas que no puedes contárselas a nadie?».

Lennox está atónito. Levanta la vista hacia arriba. Espera ver piedra negra en lugar de azul veteado. Pasan unos segundos. «Sí», dice por fin con voz temblorosa y débil. «Sí, tengo».

«¿Me las contarías?».

«Puede que luego, colegui».

Tianna vuelve a apartarse el pelo de la cara. El rayo de pálida luz de luna que se filtra a través de los árboles que hay detrás de la valla le proporciona la gravedad de un profeta espectral.

«¿Me lo prometes?».

«Aye».

Lennox es consciente de que su voz oscila entre un cuchicheo y un jadeo. Ansioso por distraerla, le indica que le pase el cromo, donde lee:

A Lennox le suena ese nombre. También recuerda vagamente haber leído algo sobre un gigante atiborrado de esteroides, triste y denodadamente empeñado en superar el récord de Aaron. «Parece un tipo impresionante, de esos que nunca dejarían que nada se interpusiera en su camino. ¿Dónde están ahora los gilipollas que rompieron esos platos? ¿A quién le importa lo que piensen?». Hace una pausa y le devuelve el cromo. «¿Entiendes lo que te digo?».

Ella le mira fijamente a los ojos. «Supongo».

«Acuérdate. No lo olvides nunca».

Lennox se inclina para encender el motor y poner en marcha la radio del coche. Escuchan la emisora de rock clásico de Miami, Big 105.9; está sonando el «Is There Something I Should Know» de Duran Duran. Después pasan al tumulto saltarín de un canal hispano de música dance; una diversión veloz y embriagadora que le da ganas de tomarse un tequila o un mojito.

Los dos se alegran por la distracción, pero entonces empieza una balada triste y Tianna vuelve a hablar.

«Nadie se casará conmigo nunca», declara con pesar y vacilación mientras enarca las cejas. «Supongamos, sólo por suponer, que yo fuera mayor y tú más joven: ¿te casarías conmigo, Ray?».

Lennox esboza una incómoda sonrisa. «No puedes hacerme esa pregunta. No sabes cómo era yo cuando era más joven». Por algún motivo se le aparece una imagen de sí mismo embutido en un par de vaqueros de la marca Falmer, un top con capucha y un flequillo largo y caído. Y el bigote. Aquel bigote bobo e idiota por el que todos le habían puesto a parir, hasta en la policía. El bigote había crecido en proporción a su adicción a la cocaína. Trudi quedó encantada cuando se lo afeitó, pero él se arrepintió de forma instantánea. Sin él se sentía desprotegido; desnudo y sucio. Un labio baboso.

Ingresó en el cuerpo unos cuantos años después de trabajar como aprendiz de carpintero en una empresa de Livingston que fabricaba paneles para la construcción. Los vectores de las posibilidades educativas y de la emoción juvenil confluyeron en el programa de graduados de la academia de policía, y le enviaron a la Universidad de Heriot-Watt, donde le becaron para estudiar Tecnologías de la Información. Su amigo de la infancia, Les Brodie, al tiempo que se hacía aprendiz de fontanero, empezó a salir con los casual[39] de los Hearts para dar salida a la testosterona que bullía en su interior. Pero, más que un fin, la policía había sido un medio. Lennox tenía una misión, una misión soterrada e indefinida que en los últimos meses había empezado a perfilarse más que nunca.

La vida de poli no le resultó fácil. La etiqueta de solitario antisocial que le adjudicaron en el colegio y que siguió con él como joven carpintero, parecía empeñada en perseguirle sin tregua. Era el primero de la nueva hornada de policías con estudios que consideraban la labor policial un haz de ciencias —psicología, sociología, criminología, tecnologías de la información, medicina forense y relaciones públicas— y provocaba las iras de los representantes de la vieja escuela, para quienes el de policía seguiría siendo para siempre jamás un oficio callejero. Y había que tener en cuenta, además, la naturaleza aislante de la vida policial. Uno de los momentos más atroces para Ray Lennox llegó cuando era novato y estaba de servicio en la comisaría de Haymarket. Habían detenido a Les Brodie y a varios tíos más tras una riña futbolera de poca monta. Ambos se miraron un instante a los ojos, y a continuación los dos amigos desavenidos apartaron la vista, avergonzados, pero no antes de que cada uno fuera testigo de la humillación del otro. Lennox se encerró en su despacho durante el resto del turno, muerto de vergüenza y aliviado cuando fue a trabajar al día siguiente y comprobó que habían soltado a Brodie.

Ahora, junto a la autopista que atravesaba el pantano iluminado por la luz de la luna, Tianna le mira con una perturbadora expresión de coqueta indulgencia.

«Seguro que eras un cielo cuando eras más joven».

«Hay mucha gente que discreparía», dice con brusquedad. «De todos modos, no sabemos cómo serás tú de mayor. Puede que vayas a la universidad y tengas un buen trabajo y una carrera», especula esperanzado, antes de mirarla de forma harto significativa y preguntar: «¿Qué es lo que te hace pensar que nadie va a casarse contigo?».

«Vince… y luego Clemson. Decían que si le contaba a alguien lo que había hecho…, lo que había pasado…, estaría echada a perder para el matrimonio».

«Tú no hiciste nada. Fueron esos hijos de puta los que se portaron mal, no tú». Golpea el capó con la mano abierta, lívido de rabia. «No lo olvides nunca», le dice. «Nunca».

Bajo la luz plateada, los ojazos de Tianna tienen un aspecto meditabundo, pero Lennox sabe que su cólera la asusta en la misma medida en que sus palabras la animan. Suavizando el tono, añade: «Cuando te plantees casarte, y seguramente lo harás, será con un buen tío que te quiera y te respete».

«Como tú quieres y respetas a Trudi, ¿no?».

«Sí», dice con voz entrecortada.

«¿Trudi tiene un buen empleo?».

«Supongo…, eh, sí», admite con poca convicción y flaqueando ante su propia arrogancia y egoísmo. Menospreciaba los logros de Trudi. Le había ido bien en Scottish Power; la habían ascendido un par de veces y estaba considerada una triunfadora. A Lennox se le había subido tanto a la cabeza su trabajo que exudaba presunción y desprecio por los demás. Siente una punzada de remordimiento, y si ella hubiera estado presente se habría disculpado con la más absoluta sinceridad.

Las conversaciones con Tianna, aunque espaciadas, son como ráfagas de fuego concentrado de un AK47. Le dejan lleno de agujeros: resulta mucho más desconcertante que hablar como poli con las víctimas de abusos sexuales. Aquí no tiene ningún papel que desempeñar, ninguna placa tras la que ocultarse. Pero mientras ella esté con él, no estará en manos de monstruos como Dearing, Johnnie y, por lo que sabe, Chet. Medita sobre el cromo de Hank Aaron.

«Cuando tu madre estuvo enferma y te quedaste con Starry, ¿te trató bien?». Vuelve la cabeza mientras un coche solitario pasa por la autopista a toda velocidad.

«Supongo», dice Tianna sin convicción. «Pero Johnnie, su hermano, siempre andaba por ahí. Siempre estaba diciendo guarradas. No soportaba que viniera a casa de mamá o de Starry».

«¿Johnnie es hermano de Starry?».

«Sí. Supongo que a Starry le tenía lástima, por eso de que mataron a su hijo a tiros a las puertas de un 7-Eleven y tal. Pero no me gustaba que mamá anduviera por allí con ella y con Johnnie».

Lennox no había detectado el menor parecido entre Johnnie y Starry.

«¿Y qué me dices de Lance?».

«Lance es policía. Se supone que eso debería convertirle en buena persona, ¿no?».

«Cierto», dice Lennox con voz débil, levantando la vista cuando el viento hace susurrar a las hojas de los árboles. ¿Dónde cojones está Ginger?

Y la revista está allí. Esperando. Perfect Bride. Su tarjeta de visita, su excusa para regresar a aquella madriguera de pedófilos. Tiene todos los motivos. Ya no se trata sólo de Tianna. Que se atrevan a detenerle. Que se atrevan.

«¿Quieres a Trudi?».

Esa pregunta tan sencilla le deja sin aliento. La cabeza le da vueltas. «Sé que la quería antes», dice al cabo de poco, «pero a veces me pregunto si nuestro momento no habrá pasado. Es que…, bueno, tenemos tanta… historia compartida. Ahora, no sé si es amor o sólo una forma de vida a la que nos hemos acostumbrado. A veces me parece que…».

«¿Qué?».

«… que quizás haya llegado el momento de dejarlo. No es fácil».

Entonces, la imagen de Trudi inunda su mente. La vez que le llevaron al piso de ella después de la crisis nerviosa en el pub. Otra ocasión, cuando ella vio el estado en el que se encontraba en el túnel, después del funeral: tenía lágrimas en los ojos. Ay, cariño, mi Ray, había dicho entre sollozos. Lennox nota que algo va creciendo en su interior. «Sí que la quiero», dice con una certeza bañada de tristeza, porque lo que en realidad le pesa es su propia sensación de falta de valía. «Y siempre la querré».

«Vince fue el peor tipo que mamá trajo nunca a casa», dice Tianna, forzando la voz mientras toma aire, «porque me dijo que me quería. Era todo mentira, pero yo me lo creí, y no está bien decirle eso a alguien si no es verdad». Hace un puchero. «Así que si la quieres, tienes que tratarla bien».

«Sí», asiente Lennox, casi enfermo de melancolía, «tengo que tratarla bien».

Mientras aguardan delante del bar de carretera desierto, a Lennox le crispa el bamboleo de los arbustos y de sus sombras, así como los extraños ruidos intermitentes procedentes del pantano. Antes de darse cuenta, vuelve a pensar en las pastillas: esas cápsulas, tan suaves, deslizándose por la garganta de un hombre que detesta tragar lo que sea. Se acuerda de su madre gritándole cuando no conseguía comerse el estofado, la grasa que tenían los trozos de carne le recordaba los mocos y la carne le recordaba la carne. Se acuerda de que se la guardaba en la boca, se excusaba e iba al váter a escupirla o a echarla a base de arcadas. Y de Jackie chivándose. «Es repugnante», solía decir, sinceramente asqueada. La expresión de compasión fatigada en la mirada de su padre. «Tú cómete una parte, hijo. Tienes que comer». Y entonces su madre se volvía contra él, completamente anonadada por su comportamiento.

«¡Es carne de estofar de la mejor!».

Ya entonces él se preguntaba cómo una carne que sólo valía para estofar podía ser descrita como «la mejor».

Pasa otro coche solitario; la reacción de Lennox es de euforia primero y de paranoia después. Se está haciendo tarde. ¿Dónde está Ginger? A lo mejor no aparece. Debería habérselo explicado y haber insistido en lo fundamental que era que viniera. Dolores se habría negado. Habría pensado que era una cita de borrachos.

A no ser que

A no ser que la red de polis pedófilos abarcase toda Florida y Ginger también formase parte de ella. La forma en que había mirado a aquella chavalita del club de striptease.

Ponte las putas pilas.

Lennox nota que le cuesta respirar. A duras penas logra tragar algo de aire. Es espeso, como si estuviera lleno de partículas de hierro y le entrara en los pulmones. Quiere alejarse de Tianna. No quiere que ella le vea en este estado. La está perjudicando más de lo que la está ayudando.

Entonces un vehículo reduce la velocidad y se para. En la espesa oscuridad del pantano, Lennox no logra distinguirlo. Parece un 4x4. Nota cómo se le tensa toda la musculatura cuando se detiene a escasa distancia de ellos. No parece el carro de Ginger. Es Dearing, está seguro. «Vuelve a meterte en el coche», le dice a Tianna a voz en cuello. Ella obedece y él hace lo propio inmediatamente después. Entre la oscuridad y las sombras que proyectan los árboles no logra ver nada tras las ventanillas.

Entonces oye un golpe en el parabrisas. «¡Lennox! ¡¿A qué coño juegas?!».

Ahora el voluminoso rostro de Ginger se ve con claridad. A Tianna se le escapa un grito de temor ahogado y a Lennox otro de alivio, mientras sale del interior del coche.

«¡Ginger! Joder, menos mal…».

Lennox rodea con los brazos su contorno de tonel; ha venido con Dolores. El perro, Braveheart, salta del coche tras ellos ladrando frenéticamente. Tras la oscura pantalla formada por los manglares le responde a su vez un gruñido prolongado y gutural.

«¿Ginger?», pregunta Dolores, sonriendo con gesto intrigado, antes de empezar a chillarle a Braveheart, que anda olisqueando por una de las esquinas de la gasolinera.

«Joder, ¿cuántas veces…?», salta con enojo Eddie Rogers, volviéndose hacia Dolores, que ha salido en pos del perro. «… sólo es una broma, bonita», dice antes de volverse para mirar de nuevo a Lennox. «Disculpa que hayamos tardado tanto. Hemos tenido que recoger a…».

Lennox se vuelve y ve a Trudi salir de la parte trasera del Dodge. Lleva una larga falda azul y se ha soltado el pelo. Mientras él se acerca a ella tambaleándose, su vago aire de reproche se esfuma.

«Ray…».

«Perdona», gime él, sintiéndose obligado a cerrar la distancia que les separa y a tomarla en brazos, consciente de que se estremece cuando Trudi le rodea con los brazos, delgados y nervudos pero fuertes como una pitón, y su aroma se filtra por sus párpados cerrados y le llega directamente al cerebro. «Tenía que intentar ayudar. No podía quedarme al margen. No sé por qué», dice, y se repite: «No sé por qué».

Con la suave voz de Trudi en el oído, Lennox se da cuenta de lo mucho que adora su tono, su costumbre, propia de la clase media de Edimburgo, de articular todas las sílabas. «Lo de Britney Hamil no fue culpa tuya, Ray. No fue culpa tuya».

«Entonces, ¿de quién fue?», pregunta, y se acuerda de la vez que le expulsaron temporalmente del colegio por inundar un pasillo con una manguera de incendios, y de su angustiada madre respondiendo ante sus lamentables protestas: «¿Y de quién fue la culpa sino tuya?».

«Del monstruo que la mató», susurra Trudi como si estuviera leyéndole una nana. «Ese tuvo la culpa».

Ahora Lennox se acuerda de la madre de Britney, Angela, diciéndole: «Hiciste todo lo que pudiste…».

Entonces Ray Lennox, con una sinceridad terrible, admitió ante aquella mujer deshecha: «No es cierto…, cometí un error. No es cierto porque te juzgué mal… Pensé… ¡Podría haberlo hecho mejor! La tuvo secuestrada más de tres días, joder… Podría haberla salvado».

Y el rostro de Angela quedó completamente transido de dolor cuando apartó la vista.

«No», insistió tranquilamente. «Hiciste todo lo que pudiste. Desde el principio supe que Britney te importaba de verdad».

Ahora Lennox oye una voz pequeña y persistente. «¿Qué?», pregunta Tianna. «¿Qué es lo que no fue culpa tuya?».

Rezuma culpabilidad. No puede mirar a la niña americana. Si lo hace sabe que verá en su lugar a una niña escocesa. Abraza con más fuerza a Trudi.

«Era una basura», espeta entre dientes contra el delgado cuello de su prometida. «No habría sabido ni podido hacer otra cosa. Esperar que se comportara de otro modo era como esperar que fuera el ser humano que jamás podrá ser. Yo soy el que tendría que haber sabido…».

«No. Tú cumpliste con tu trabajo, Ray. Intentaste ayudar», dice Trudi.

Entonces ella nota que le tiran del brazo. Es Tianna. Mira a Trudi con ojos llorosos.

«A mí Ray me ha ayudado», dice en voz baja. Trudi sonríe y rodea con el brazo a la niña. «Dijo que eras preciosa», comenta Tianna, lo que acentúa la expresión de dolor de Lennox, pues no recuerda haber dicho nada semejante.

«Hola, eh. Te llamas Tianna, ¿no?». Trudi se fija en la oveja que lleva a la espalda. «Me gusta mucho tu mochila».

«Ray me ha ayudado», repite Tianna, con lágrimas en los ojos. «A mí me ha ayudado».

Lennox nota que se le estrecha la garganta. El rostro de Tianna parece contener todas las posibilidades del mundo. Podría crecer y convertirse en una mujer fuerte, vivaz y hermosa, o encogerse sobre sí misma y tornarse pastosa y atormentada. Y es tan poco el tiempo de que dispone para descifrar el cruel rompecabezas en que la malignidad ajena ha convertido su vida.

«No pasa nada, cariño, no pasa nada. Te presento a Ginger y a Dol…».

«¡Eddie!», bufa Ginger, mientras ve a Dolores jugueteando pensativamente con el apodo.

«Perdona…, Eddie», dice Lennox, forzando una sonrisa débil y derrotada. Las malas costumbres; qué difícil es quitárselas. «Tianna, éstos son unos buenos amigos míos, Eddie y Dolores Rogers. Quiero que te quedes con ellos y con Trudi. Yo volveré más tarde».

«Quiero quedarme contigo», dice ella, manteniéndose firme.

Lennox le muestra las palmas en un gesto suplicante, remedando a un centenar de embaucadores escoceses a los que ha puesto entre rejas. «Estaré de vuelta antes de que te hayas dado cuenta».

La duda y la desconfianza tiñen la expresión de Tianna; ahora podría ser su madre. Se siente aliviado de que Trudi esté allí, y también de que esté Dolores, que le dice a Tianna: «¿Te gustan los delfines y la vida marina?».

«Supongo», dice mientras Braveheart se acerca a ella olisqueándole la pierna y meneando la cola.

«Puedes ayudarme a elegir vestidos», dice Trudi, cogiéndola de la mano mientras la llevan al 4x4. Pero la niña se vuelve hacia Lennox. «Lance es poli. ¡Te meterá en la cárcel! ¡Ten cuidado!».

«Claro que sí».

Trudi suelta a Tianna y se acerca rápidamente a él: «Ha llegado el momento de parar y dejar que se encargue la policía local, Ray», le ruega, mientras Braveheart sigue su olfato hasta el borde del canal.

«No puedo, tengo que…».

«Tienes que poner orden en tu propia vida. Intentar arreglar la de los demás no te salvará, Ray».

«Pero yo…».

En ese momento les distrae un gruñido. Siguiendo un rastro, el perro se ha acercado a un grupo de mangles que hay junto a la valla. Dolores, exasperada, sale del coche tras él.

«Oye, bicho, ¡ya me tienes hasta la coronilla!».

Entonces sucede algo de forma tan veloz que casi les parece una broma. El caimán que asoma las fauces entre los arbustos parece un juguete de plástico, pero ataca a gran velocidad y atrapa al perro al primer mordisco.

«¡BRAVEHEARTTT!», chilla Dolores mientras sale corriendo hacia la valla y el pantano antes de que Ginger se lo impida.

«¡No lo hagas, Dolly, joder!».

Al principio parece que el reptil vaya a tragarse entero al pequeño mamífero, pero después cierra repetidamente las mandíbulas, triturando los huesos del perro, que no deja de aullar. Se lo traga a medias, lo regurgita y lo sacude dos veces contra el suelo, como si fuera una muñeca de trapo, antes de salir disparado por encima de un trozo de valla allanado por los huracanes, con el cuerpo sin vida entre las fauces.

Lennox y Trudi se acercan cautelosamente. Ella se detiene al borde del pantano, y Lennox se interna unos pasos en él, pero se detiene al sentir cómo se multiplica a su alrededor su frondosa e infinita oscuridad. Retroceden hasta el lugar donde Dolores grita angustiada mientras forcejea con Ginger. Lennox la retiene mientras Ginger regresa corriendo al maletero de su coche; le dice a Tianna que no se mueva y vuelve enseguida con una linterna, pero ambos animales han desaparecido entre las tinieblas. El silencio retorna a la marisma, aunque Lennox cree oír un gemido dulce y victorioso saliendo de uno de los claros. A Dolores, conmocionada, la meten hecha un ovillo en el Dodge, donde Trudi y Tianna intentan consolarla.

«Sanseacabó», comenta Ginger, volviendo nerviosamente la vista hacia el agujero de la valla.

«No sabes cuánto lo siento Eddie», dice Lennox desconsoladamente. «Me siento responsable. Fui yo el que os trajo aquí».

Ginger baja la voz y se arrima a él para que las mujeres no le oigan.

«No lo sientas», le espeta entre dientes, con regocijo apenas disimulado. «No le digas nada a Dolores, pero ese cabrito era mi cruz. Siempre quise tener un perro más grande, tipo pastor alemán. Un perro como está mandado. Oye, será mejor que lleve a las chicas a casa. ¿Vienes?».

«No. Tengo que volver. Iré luego».

«Ray». Trudi ha vuelto a bajar del coche. «Por favor, ven con nosotros».

«¡Vuelve adentro! ¡Es peligroso!», salta Lennox. Pero Trudi no se mueve.

«Trudi tiene razón», dice Ginger. «Tú ya has cumplido. A partir de aquí, lo único que puedes hacer es quedar como un capullo absoluto. Y con eso quiero decir más todavía».

«Ni hablar», dice Lennox. Piensa en Robyn. Y en Dearing, Johnnie, Starry y Chet. Ella sabe algo y ellos la tienen secuestrada hasta que decidan qué hacer con ella. ¿Qué van a hacer, teniendo en cuenta los recursos de los que disponen? Ahora, aquí entre los pantanos, le resulta escalofriantemente obvio. El mar. La perderán en el mar. Lance y Johnnie llevarán a Robyn al barco de Chet y la arrojarán por la borda en algún punto del golfo de México. Es muy arriesgado, claro. Guardacostas, alertas antiterroristas, equipos de control de inmigrantes ilegales, helicópteros de la DEA. No obstante, podrían estar lo bastante desesperados para intentarlo.

Pero no tanto como él. Porque él quiere empapelarlos: a Lance, a Johnnie y a Starry, esa trinidad de las malas intenciones. A Chet también, aunque la índole de su complicidad sea más difícil de calibrar. Y no logra desalojar de su mente febril la terrible posibilidad de que Robyn también sea culpable. A la música que suena en su cabeza se le está acabando la cuerda, porque su papel en la terrible balada de Tianna toca a su fin. Ahora empieza una nueva melodía, o la remezcla de otra, antigua y olvidada. Y no tiene que ver con Britney. Va de un chiquillo asustado atrapado dentro de un oscuro túnel. Y, a pesar de los gritos de Dolores y las protestas de Trudi, es lo único que oye.

«Venga, Ray», le suplica Ginger.

Lennox se acuerda de la revista para novias con la dirección de Trudi dentro. «Olvidé algo», dice mientras sube de nuevo al Volkswagen alquilado.