Lennox deja marcas de neumático cuando da la vuelta a la manzana a toda pastilla, entra a gran velocidad en el puerto deportivo y aparca el Volkswagen tan cerca como puede de los barcos atracados. Baja del coche de un salto, dobla corriendo la esquina hasta llegar a las fachadas de las aseguradoras de yates, con el corazón en un puño y un sabor metálico en la boca. Britney… Tianna…, la he vuelto a cagar…, el puto barco

Todos esos símbolos irisados de opulencia parecen iguales: el brillo opalino contrasta con la elegante esterilidad de las negras aguas del puerto. Entonces sus ojos reparan en una silueta familiar; se le escapa un jadeo enorme al parar y permanecer doblado con las manos apoyadas en las rodillas. Chet.

Sigue allí. El barco. Chet está saliendo de la oficina del capitán de puerto. Tianna está

Está en una de las pasarelas, observando a un gran pelícano posado sobre un poste de amarras que asoma de las aguas.

Chet es el primero en ver al escocés sin aliento. «Venga, Lennox, llevamos rato esperándote. ¡Pensábamos que nos habías dejado tirados!».

En el preciso instante en que se deleita con la palpable expresión de alivio de Tianna, Lennox se da cuenta de que no ha llamado a Trudi. El motivo fundamental de su marcha había sido llamarla, recuerda mientras se le normaliza el ritmo respiratorio, con remordimiento y flagelándose. A veces pienso que los Hearts te importan más que yo, Roy. Trudi aprendió a no volver a decirlo después de la respuesta que le dio la última vez: Los Hibs me importan más que tú. Era un chiste muy viejo que había ido pasando de una generación a otra, pero ella no le vio la gracia. Quizás Chet tuviera un teléfono a bordo o pudiera prestarle un móvil.

Suben al barco y zarpan; esta vez Lennox ayuda a Chet, que le informa de que los pájaros chafados de la carretera y los que patrullan los cielos son buitres negros. Los lánguidos círculos en el aire que van describiendo y sus súbitos y explosivos descensos en picado están dotados de cierta belleza fúnebre. Chet le ofrece una goma elástica con pinzas de contacto para asegurar la gorra de los Red Sox al dorso de la camiseta de Lennox.

«Es un viejo truco de marinero», le explica. «De lo contrario, unas cuantas se las acaba llevando el mar».

Lennox acepta gentilmente la oferta mientras se dirigen al sistema de canales en lugar de atravesar directamente la bahía rumbo a mar abierto. «Es un atajo», dice Chet desde el timón. Bordean la costa, frente a casas de fachadas acristaladas con grandes jardines llenos de naranjos que dan al laberinto de vías fluviales. El agua es de un musculoso azul verdoso. La ruta, muy sombreada, está flanqueada con palmeras de diversas formas y tamaños; sabal palmetto, palmera real y cocoteros. En las ramas de los manglares se sientan enormes pelícanos, soportados sin dificultad, según le informa Chet, gracias a su escasa masa. Una vez más, Lennox se acuerda de las gaviotas que él y Les Brodie derribaron con aquel espíritu de crueldad adolescente que alguna gente no logra nunca sacudirse del todo.

Un haz de luz blanca se cuela bajo la visera de la gorra de los Red Sox y se le mete en los ojos, arrasando brevemente la comedia deiforme. A medida que recupera la vista, los ruidos y colores de las aves le hacen pensar en parajes idílicos y quisiera que Trudi estuviera allí para compartir aquello con él, para comprobar lo bien que había salido todo. Vuelve a pensar en Edimburgo, en su experiencia ornitológica, que se limitaba en gran medida a gaviotas carroñeras, grasientas y zureantes palomas, y gorriones que iban dando saltos y piando por las aceras de pizarra como si fueran gallitos.

Chet Lewis le cuenta a Ray Lennox cómo él y su esposa Pamela, que había fallecido dos años antes, se trasladaron a Florida desde Long Island tras la jubilación. Siempre les había encantado navegar y compraron una parcela donde construyeron su casa. Había quedado parcialmente destruida por Charlie, le explica Chet. Lennox, que ha pensado que era una alusión a la cocaína, está a punto de decir «es lo que pasa» antes de darse cuenta de que Chet hablaba del huracán [35].

Pese al buen humor y la salud que aparenta en la superficie, Lennox se da cuenta de que Chet se está marchitando en el vacío dejado por su mujer. La tristeza terrible que se ha asentado en su mirada denota un gran vacío, confiriéndole un aspecto anonadado.

Las casas y jardines de la orilla no tardan en ser suplantados por los manglares, que van espesándose hasta conformar una densa marisma. Chet le explica que en realidad los arbustos viven del agua dulce, de la lluvia, el rocío y las sustancias que contiene la tierra, pues tienen raíces muy profundas. Acto seguido, Lennox se sobresalta cuando, a escasos metros del barco, un pato se arroja de cabeza a las aguas del canal.

Mientras se van aproximando a mar abierto, ven un grupo de hombres pescando desde uno de los embarcaderos. Lennox envidia su camaradería espontánea, y se los imagina envejeciendo y engordando sin que les importe demasiado. Quizás la edad aporte esa elegancia con la que, al empezar a vislumbrar la muerte, uno aprende de verdad a que le importe una mierda todo lo que no sea la salida del sol y que uno mismo y los suyos se despierten y respiren todas las mañanas. O quizás sean unos tristes cabrones que no llevan la procesión por dentro, y la muerte se abalanza sobre nosotros cuando por fin comprendemos que es inútil poner buena cara por más tiempo. No tardará mucho en descubrirlo, Dios mediante. Por vez primera, querría darle al botón de avance rápido para acceder a la vejez, o al menos a la idea que tiene de su versión benévola: la expulsión de los vestigios del deseo, el ego, las chorradas y la inseguridad. Descubrir ese pozo de satisfacción del que quieres beber, y limitarte a hacer eso y nada más todos los días.

Tianna está despatarrada encima de la colchoneta hinchable que hay en la proa leyendo Perfect Bride. Ray está aquí y Chet también; están en el barco y en el mar, lejos de Johnnie, Lance y los demás, pero siente un hondo desasosiego. No se trata de Ray, ni de Chet, sino del barco en sí. Por vez primera el Ocean Dawn le está dando náuseas.

Chet le grita para que baje. «Vamos a ir un poco más rápido», dice con expresión picara y cómplice. Tianna se une trémulamente a ellos en la popa, mientras Lennox, siguiendo las instrucciones del patrón, se apretuja en el asiento que hay junto al de Chet. Este acelera, y el motor ruge mientras la nave surca las aguas a toda máquina.

Se alejan bajo un cielo de mediodía blanco y brumoso; Lennox vuelve la vista atrás, hacia el menguante puerto deportivo, cociéndose al sol y refulgiendo al borde del mar. Naves blancas, inmóviles gracias a los nudos corredizos, como si fueran hileras de zapatillas en una tienda de deportes. Una bandada de ibis planea sobre la bahía como si fueran reactores en formación, haciendo combustión hasta convertirse en un etéreo resplandor de magnesio al chocar la luz del sol contra sus plumas. De repente, cuando el barco pasa por debajo de unas nubes espesas y arremolinadas, oscurece. Chet les explica que el cielo suele estar turbio desde última hora de la mañana hasta primera hora de la tarde. Apaga el motor, sumiéndolos así en un silencio sobrecogedor, y echa el ancla. Lennox lleva rato vigilando el dispositivo de navegación y el escáner sónico, lo que revela la distancia entre el casco del barco y el fondo marino. En la franja acuática que hay entre la costa de Florida y el área de las Diez Mil Islas, se ha fijado en que la distancia entre el casco del barco y el salobre fondo del mar llegaba a ser de poco más de treinta centímetros en algunos momentos y rara vez superaba los nueve metros.

Chet saca las nasas a la superficie; parece gratamente sorprendido de ver que una sólo contiene bogavantes y la otra sólo un surtido de cangrejos: arañas de Panamá, límulos, cangrejos azules, cangrejos caja. Se vuelve hacia Tianna y Lennox, que observan sus actividades, y se regodea en la satisfacción que impregna su rostro curtido.

«Lo habitual es coger toda la puñetera pesca: caballitos de mar, sargos, ascidias, peces loro, medusas. Una vez hasta encontré una raya[36]».

Tianna señala a Lennox mientras se ríe a carcajada limpia. Poco a poco, él también acaba riéndose. Chet parece un poco perplejo, pero deduce que es un chiste privado y se pone a guardar la captura en cajas y devolver al mar las piezas más pequeñas. Cuando termina, Tianna opta por irse a la bodega con la revista mientras Chet pone el motor en marcha y la nave surca el mar a toda velocidad. Pronto se divisa lo que parece una isla.

A medida que se aproximan, Lennox apenas logra distinguir los restos de una vieja aldea situada a la derecha de la bahía, junto a otro puerto deportivo y una comunidad urbanizada. Chet aleja el barco de las luces, y lo deja en una ensenada sin marcas y apenas señalizada, que da paso a un puerto oculto y antediluviano; es como si entrasen en un mundo perdido. Mientras pasan por delante de las viejas casas de madera y los embarcaderos, un astillero decrépito en el que se ven algunos sucios barcos de pesca y un abrigo para barcos de aluminio en primer plano, y detrás unas chozas situadas en unos terrenos más altos. A la izquierda, los grandes bloques de pisos se yerguen amenazadores sobre una pequeña colina, gigantes dispuestos a devorar todo lo que les rodea.

Tianna ha salido a la cubierta con un cromo de béisbol en la mano. Frunce el ceño con expresión de intensa concentración, lo que turba a Lennox. Está a punto de decir algo, pero Chet necesita que le ayuden a echar las amarras. Mientras asegura un extremo, ve a la niña sacar los demás cromos de su bolso de lana y guardar el primero dentro del mazo. Los ibis merodean por el astillero. Desde la copa de un árbol, un águila marina pía como un periquito.

Sumida en un silencio meditabundo, Tianna baja del barco a la pasarela de madera. Cierra el puño y se muerde un nudillo. Lennox siente que algo le da vueltas por dentro. Quizás esté imaginándose cosas. Mira a su alrededor; después de haber estado en el mar, el aire parece bastante más caliente.

El viejo campamento da la impresión de tener los días contados. El bar-restaurante, una estructura de madera con un techo de estaño pintada de color gris, así como el núcleo del chirriante asentamiento, se sostiene, desafiante, sobre pilotes en el semicírculo de marismas que forman el puerto. Junto a su glamourosa hermana colindante, la avejentada bahía describe una curva, alejándose en dirección a la oscura bruma gris de las Diez Mil Islas que hacen de barrera entre la costa de los manglares de Florida y el golfo de México.

El restaurante es un garito cracker[37] floridense de la vieja escuela. Es uno de esos sitios de los que Lennox ha oído hablar mucho como buenos lugares de pesca pero que ahora resultan casi imposibles de localizar sin la ayuda de un guía. Mientras suben por los empinados escalones de madera, con Tianna a la zaga y absorta en sus reflexiones, Chet dice que, a pesar del ambiente isleño, en realidad han fondeado en una península. «Pero podría muy bien serlo. Todas las carreteras dignas de ese nombre conducen a comunidades urbanizadas y puertos deportivos llenos de lanchas motoras. Aparte de por mar, a algunos de estos viejos emplazamientos sólo se puede llegar por pistas de tierra. Es facilísimo pasar de largo en coche por la autopista sin ver las salidas». Dentro del restaurante, una robusta mujer blanca les saluda y les sienta ante una mesa. Lennox coge la lámina que le tiende, charra y de colores que desentonan, y lee el mensaje de bienvenida de la cabecera.

PESCANDO AMIGOS

BAR RESTAURANTE MARISQUERÍA

«Para que el marisco supiera más fresco, tendríamos

que servirlo en el lecho del mar».

Las opciones del menú danzan ante los ojos de los tres. «¿A ti qué te apetece, Tianna?», indaga Lennox mientras se pregunta si será capaz de ingerir más siluro. Entonces le llama la atención el pargo rojo.

«Creo que pediré pollo», dice ella con escaso entusiasmo.

Chet frunce el ceño y sacude la cabeza mientras mira a Lennox. «En un sitio como éste pedir eso es un sacrilegio, jovencita. Dios mío, se puede sacar a la niña de Alabama, pero…».

Lennox siente deseos de salir en defensa de Tianna, pero Chet sólo está bromeando e intentando impartir al mismo tiempo un poco de sofisticación adulta. Chet es consciente del escrutinio a que le somete Lennox y tiene la gentileza de no sentirse ofendido y no avergonzarle.

«¿A qué te dedicabas antes?», le pregunta rápidamente Lennox.

«A algo no muy bien visto, Lennox», confiesa Chet, con gesto risueño y apesadumbrado a la vez. «Era inspector de Hacienda. Grandes empresas. Era un hombre muy odiado en Wall Street».

Lennox tuerce la vista mientras se fija en los fornidos antebrazos y poderosos bíceps de Chet. «No tienes aspecto de haberte pasado la vida en un despacho».

«Ah, bueno, es que fui powerlifter durante un montón de años. Competí por todas partes». La jovial reminiscencia de Chet da paso al lamento. «Me perdí las Olimpiadas de Munich en el setenta y dos por los pelos, y seguramente fue una suerte. Me seleccionaron para las de Montreal, pero me destrocé el hombro y tuve que retirarme». Lo levanta y lo masajea para subrayar sus palabras. Quizás le siguiera incordiando. «Será que no estaba escrito. Sigo intentando ir al gimnasio al menos dos veces por semana, y suelo conseguirlo, si las Parcas y las mareas no lo impiden. Tú pareces estar en bastante buena forma. ¿Vas al gimnasio?».

«Hago kickboxing», responde Lennox con cierta sensación de culpa, pensando que la valoración de Chet es generosa, «pero últimamente me he abandonado un poco».

«No digo que haya llevado una vida de monje, pero intento mantenerme en forma. Cuando te haces mayor te das cuenta de que compensa», dice con una sonrisa, dejando la carta sobre la mesa y escudriñando la pizarra para ver los platos especiales. «Creo que yo tomaré delfín».

Lennox, disgustado ante semejante idea, hace una mueca. Esos pobres cabrones tienen sonar. No son unos ceporros como las ovejas o las vacas. Es peor que comerse a un perro. Los Septics [38]se están pasando.

Chet percibe su desasosiego. «No te preocupes, Lennox, no se trata del mamífero llamado delfín. Es un nombre antiguo para un gran pez verde, más conocido como mahi-mahi, pero que aquí llamamos delfín. Era la palabra española utilizada antes de que llegasen los colonizadores anglosajones y bautizasen al inteligente mamífero con ese nombre. Provoca una confusión sin cuento entre los visitantes británicos. Pero tampoco es que haya muchos en esta parte del estado. Cuéntame entonces: ¿qué tal es el negocio de los seguros?».

«Es un trabajo».

La torva semisonrisa de Chet indica su aquiescencia ante esa camaradería de cadalso que se establece entre todos los que trabajan por cuenta ajena. «¿Es igual de lucrativo en el Reino Unido que aquí?».

Antes de que Lennox pueda responder, su anfitrión se lanza en un santiamén a perorar sobre los daños causados por los huracanes y la ineptitud, venalidad y avaricia de los gobiernos federal y estatal. Pone a parir a los dos hermanos Bush, sobre todo a Jeb. «… la corrupción y codicia de sus compinches los especuladores. ¿En Gran Bretaña es igual, Lennox?».

Lennox se encoge de hombros con gesto indiferente. Su empleo le ha hecho reacio a discutir de política con desconocidos, ya que sus puntos de vista no solían estar en sintonía con los de los demás. Pero de pronto un simple movimiento de Chet le hiela la sangre. Toca a Tianna. No hace sino desenredar un mechón de su larga cabellera castaña, pero eso basta para que Lennox se ponga tieso en la silla. Porque capta el ardor de la tensión que surca el rostro de Tianna y la fugaz mirada suplicante que le lanza antes de esconderse tras la carta.

A Chet, preso de sus propias inquietudes, le han pasado desapercibidas ambas reacciones. «Me preocupan los niños, de verdad», prosigue. «Menuda herencia les estamos dejando, Lennox. La gente como tú todavía sois lo bastante jóvenes para querer cambiar el mundo a mejor, pero yo ya soy un abuelete. Sólo quiero salir a navegar en mi barco, pescar un poco y al final del día poner los pies en alto con un buen libro y una buena copita de tinto. Eso no es tan malo, ¿verdad?».

Lennox admite que no lo es, pero Chet no parece satisfecho. «¿Qué podemos hacer, Lennox?», pregunta con tristeza.

La comida llega a la mesa, pero pese a tener un apetito enorme Lennox se da cuenta de que Tianna apenas toca la suya. Empuja distraídamente una pata de pollo por el plato con el tenedor. «Ojalá lo supiera», dice, quitándose la pregunta de encima con otro movimiento de hombros y reevaluando la situación a cada segundo. Hace ajuste fino y se corrige con la regularidad del sistema de navegación por satélite de Chet. No logra dar con la respuesta. La visión del mundo reduccionista y misantrópica de un poli escocés no parecía un salvavidas adecuado. Las viejas certezas que albergaba: los ricos, malévolos y en bancarrota moral; los pobres, ignorantes y sin rumbo; la burguesía, miedosa, mezquina y reprimida. Ni sumando su cretinismo impresionan lo bastante para haber dejado tan jodido al mundo como parece estar en la actualidad. Y él está demasiado cansado para pensar siquiera en Dios. ¿Cuál era la cosmovisión de Robbo? La mitad de las personas eran honradas. De ésos podías olvidarte. Quizás cometieran alguna falta, pero en lo fundamental se pasaban la vida acatando lo establecido. El cincuenta por cien restante se dividía entre los malvados, en torno a un diez por ciento, y los débiles y estúpidos, que representaban el cuarenta por ciento restante. Una vez más, dentro de ese cálculo los malvados no tenían tanta importancia; estaban allí para que les dieran caza. El grupo clave era el de los débiles y estúpidos. Eran al mismo tiempo los principales perpetradores y las principales víctimas del delito.

Cuanto mayor se hace, más inclinado se siente a aferrarse a paradigmas tan banales, al igual que podría aferrarse a una tabla saturada de agua una persona que se estuviera ahogando. Eso le deprime, y es consciente de que vuelve a apetecerle una raya de coca. Durante uno o varios latidos de su corazón es lo único que desea.

«¿Puedo tomar otra Coca-Cola?» le pregunta Tianna a la camarera mientras suena «Home Lovin’ Man» en un móvil; alguien llama a Chet, lo que vuelve a recordarle a Lennox que tiene que telefonear a Trudi.

«Disculpadme», dice Chet, incorporándose con rapidez y saliendo a la calle. Su precipitación hace pensar a Lennox y a Tianna que se trata de una llamada importante; le siguen con la mirada a través de las ventanas del restaurante, mientras camina por el muelle, más allá de los abrigos para barcos, enfatizando sus palabras con gestos enérgicos.

Lennox se fija en la cara de Tianna, reflejada junto a la suya en el cristal. Es consciente de que ella le imita y copia sus acciones. Se siente perturbado y honrado a la vez de ser un mentor. ¿Es mejor él de lo que Robbo fue con él? Porque esto tiene que acabar ahora: su sospecha sobre Chet. Como lo del tío del concesionario o lo de Four Rivers en el barco; no pueden ser todos pedófilos. Todas las personas del mundo que tengan polla —o coño, porque hay que tener en cuenta a Starry— no pueden ser pederastas. ¡Los pobres críos del garaje! Trudi tenía razón. Está cansado. Hastiado. Ha dejado de ser él. Está asustado incluso. Ve cosas que no son. El fantasma de Britney. Le tiemblan las manos. Necesita sus antidepresivos. Fue una estupidez deshacerse de ellos. Está enfermo, clínicamente deprimido, y eso no hay cantidad de sol invernal que lo arregle. Chet es legal. Seguro. Se vuelve hacia Tianna. «Parece buena persona. Tenía que estar seguro, teniendo en cuenta la compañía con la que estuvimos la otra noche. ¿Me comprendes?».

«Gracias por cuidar de mí», le dice ella, pero en voz muy baja y con una expresión propia de una niña más pequeña —derrochando emoción en lugar de cálculo— que siente que se evapora. Algo no encaja, y no encaja desde que Tianna bajó a la bodega.

«Aye», dice Lennox tragando saliva. Una visión terrible y patética de llevarla a Escocia inunda su cabeza. Debería ir a un buen colegio, tener amigos como está mandado, pasárselo bien en la pista de patinaje sobre hielo de Murrayfield o la piscina comunitaria, prepararse para el examen de bachillerato y participar en actividades familiares. No con él y con Trudi. No en su Escocia; eso sería como salir de Guatemala para meterse en Guatepeor. Lennox es sobradamente realista en lo tocante a su propia situación, pero disfruta con el mote de «tío Ray». Jackie y Angus tienen a sus dos chicos. Le caen bien, los llevó a Tynecastle, pero a ellos no les interesó demasiado. Una vez, antes de que a Angus le pegaran el tijeretazo, ella le contó que en realidad quería tener una niña. Él no tenía lo que hay que tener para estar pendiente veinticuatro horas al día, siete días a la semana, pero podía ser una influencia positiva; el tío diver que se lleva de vez en cuando a la cría por ahí. Podían ser coleguillas.

Lennox se sacude de encima sus fantasías de cuento infantil. Lo mejor que podía esperar Tianna era que le tocasen unos buenos padres adoptivos aquí en Florida. Aun así, tiene mucho tajo por delante si no quiere acabar convertida en un desastre lamentable, como su madre.

Chet vuelve, y le hace un lúgubre gesto de asentimiento con la cabeza a Lennox. Cuenta unas monedas de veinticinco centavos y se las entrega a Tianna. «Pon algo bueno en la gramola, cariño, antes de que esto acabe lleno de crackers chiflados y sus insufribles canciones country. A ver si hay algo de los Beatles o de los Stones».

Tianna coge el dinero sin decir palabra y se dirige a la gran Wurlitzer que está junto a los servicios.

«Era Robyn», dice Chet, ahora con gesto adusto pero con ojos desorbitados. «Se metió en un lío de los gordos y la detuvieron. Pero ya he encargado a mi abogado que se ocupe, y la soltarán mañana por la mañana. Así que esta noche Tianna se queda conmigo y mañana se la llevo a Robyn».

Lennox nota una sensación de desasosiego en el vientre. No sabe si es instinto policial o paranoia de drogadicto y tampoco le importa. Pero lo que acaba de decir Chet le convence muy poco.

«Robyn…, quiero hablar con ella».

La cara de Chet se ajusta hasta convertirse en un arquetipo de expresión de funcionario. «Me temo que no va a ser posible».

«¿Por qué? ¿Por qué no puede hablar conmigo o con Tianna?».

La impaciencia se esculpe en los rasgos de Chet: «Porque está bajo custodia policial en Miami, Lennox. Sólo la dejan hacer una llamada. Pero he llamado inmediatamente a mi abogado en Fort Myers; su compañero es uno de esos tipos listos de Coconut Grove que se las sabe todas. Él se ocupará del caso. Mañana saldrá en libertad bajo fianza». Bufa, exasperado. «Qué mujer tan estúpida. Fue una puñetera redada de cocaína. Si se enteraran los de los servicios sociales, podrían quitarle la custodia de la niña».

Lennox siente que su cerebro hierve como un panal de avispas que se arrastran y zumban. No sabe prácticamente nada del sistema de justicia penal estadounidense. Pero su sentido común le dice que algo no cuadra. Sin duda, una detención supondría pasar una noche en la jaula de los borrachos, durmiéndola sin ser acusada, no pasarse treinta y seis horas en una celda. Y supuestamente Lance Dearing era quien la había llevado allí. ¿Qué papel pintaba él en todo aquello? Y además, si de verdad había sido una redada de cocaína, se habrían presentado cargos.

De pronto siente la mano de Chet en el hombro, y capta en ella la fuerza sumergida del powerlifter. Eso y el descenso de su tono de voz en una octava bastan para que a Lennox le entre el tembleque. «Has hecho un buen trabajo, hijo. No hay muchos tipos dispuestos a tomarse tantas molestias por una desconocida. Pero a partir de ahora me ocupo yo». Chet retira la mano y vuelve a adoptar un tono alegre y simpático. «¡Tienes cosas de sobra que hacer, una prometida de la que cuidar y una boda que preparar!».

Aquello tenía sentido. Lennox ya había intervenido bastante. Uno tenía que parar, saber cuándo parar. Había mantenido a Tianna lejos de Johnnie y de Lance; ése había sido su objetivo. La había llevado hasta la seguridad del barco de Chet, cumpliendo los deseos de su madre. Había salvado a Tianna, pero sólo Robyn podía rescatarse a sí misma, desarrollando la sensatez suficiente para no meterse en líos y aprender a cuidar de su hija.

«Iré a despedirme», dice, levantándose y acercándose a la gramola.

Saca el cuaderno de Trudi y libera el bolígrafo de la espiral, garabateando un par de números de teléfono y direcciones terrestres y electrónicas. Arranca la página y se la entrega. «Aquí es donde estoy, si alguna vez me necesitas. Tienes correo electrónico, ¿no?».

«Mamá tiene», dice Tianna con voz plañidera, cogiendo el papel, mirándolo y volviendo a mirarle a él, en el preciso instante en que el sol entra por la ventana y la enmarca con raudales de luz dorada. «Te echaré de menos, Ray Lennox».

Lennox ve en ella a la humanidad eterna. Podría tener cualquier edad y es asexual. Es como una experiencia mística.

«Yo también te echaré de menos».

Lleva los cromos de béisbol en la mano. El de arriba no lo ha visto antes. Lo mira. Hank Aaron. Tianna echa un vistazo al cromo y recorre el borde lentamente con un dedo. Vuelve a hablar con un hilo de voz y ceceando, lo que hace que la temperatura de la sangre de Lennox descienda varios grados. «Creía que quería ir en el barco con Chet», dice en un cuchicheo apenas audible, «pero ese barco ya no me gusta. Preferiría quedarme contigo».

Una voz le dice a Lennox: no puedes abandonarla. Pero otra le dice: para. Esto lo haces por ti, no por la niña. Las palabras de su prometida reverberan en su cabeza: eres un gilipollas engreído. Tianna no es Britney Hamil. Pero entonces se vuelve y mira a Chet, que se acerca sonriente mientras él le dice a Tianna: «Puedes venir conmigo si quieres. Puedes quedarte en casa de mi amigo Ginger en Fort Lauderdale, conocer a su mujer y a Trudi, y por la mañana iremos a buscar a tu madre».

Tianna asiente con expresión de alivio y determinación.

Ahora Chet está de pie junto a ellos, y ha escuchado la propuesta. «Creo que estará muy bien aquí», dice con contundencia. «Has sido más que amable, Lennox, y sería un abuso pedirte más».

Ray Lennox le mira a los ojos. «Te aseguro que no sería un abuso en absoluto», replica, regresando al tono desapasionado y policial.

«Creo que quiero irme con Ray», dice Tianna en tono apaciguador, y ahora Lennox toma nota de que ya no mira a Chet Lewis a los ojos. Algo pasó a bordo del barco. No puede ser que la tocara, porque Chet estaba con él. Tianna había visto algo en la bodega. Había encontrado algo. El otro cromo de béisbol.

Entonces Lennox capta el brusco cambio de expresión de Chet; lo ha visto otras veces, en un sinfín de gente. Los rasgos forzados hacia fuera y una sonrisa automática, todo boca, la mirada apagada y calculadora.

«Claro. Si eso es lo que quieres».

«Parece que tenemos consenso», declara provocativamente Lennox. Aún no ha olfateado al pederasta en Chet, pero si está allí, él lo hará salir. Insiste alegremente en pagar la cuenta antes de regresar al barco. Le ayuda a soltar las amarras y ponerse en marcha. Abandonan cansinamente el puerto, pero en cuanto rebasan las tenazas, Chet impulsa el acelerador para convertir el Ocean Dawn en la máquina que se abre paso a través de la superficie desigual y verdosa del agua.

Tianna se recuesta en la popa, mirando al espacio; su mandíbula tensa vibra en sintonía con el movimiento de vaivén del barco sobre la rizada superficie del Golfo. Hank ha vuelto, piensa ella, y a continuación, bajo la luz deslumbrante del sol y con los motores rugiendo, recorre con los dedos el casco resbaladizo y enmohecido del barco con la sensación de tener el estómago quince centímetros más arriba de lo normal. Se siente enferma, no mareada, sino enferma, como mamá: idiota y febril y sin saber dónde demonios está.

En el puente, Chet ha tomado nota de la arruga dubitativa que recorre la frente de Lennox mientras inspecciona los mandos. «Hemos ido por un rumbo diferente, porque tengo que mirar otra nasa. No nos costará ni un minuto», explica mientras apaga el motor y fondea el ancla.

La nasa contiene captura. Lennox compadece al bogavante, que actúa inocentemente en su medio ambiente, y al que unos alienígenas luego secuestran, hierven vivo y devoran.

Tianna baja al camarote con Chet detrás. Preocupado por lo que ve, Lennox está a punto de seguirles, pero se fija en que Chet ha dejado su teléfono móvil encima de una hendidura que hay en la consola. Lo coge e investiga el listado de llamadas. Ahí estaba; ni siquiera tuvo que contrastar el número con el que había anotado en el cuaderno de Trudi. El identificador de llamadas recibidas anunciaba: LANCE D.

Lennox vuelve a guardar el teléfono en la funda. No había abogado y seguramente tampoco había habido detención. Robyn se había enterado de algo, y Dearing y sus secuaces la estaban manteniendo como rehén hasta que decidieran lo que iban a hacer. Y seguramente venía camino del puerto deportivo del Grove ahora mismo.

Fuera del camarote, Tianna se estremece, boquiabierta, cuando al asomarse ve la gran cama. Cierra la puerta y se sienta ante la mesa, mirando fijamente a la sonriente novia de la portada de la revista, mientras el trasero enfundado en franela de Chet baja por las escaleras. Se vuelve hacia ella con una sonrisa de fatiga. «La semana pasada hablé con Amy por teléfono». Le habla en tono apesadumbrado. «Me preguntó por ti. Pensaba venir pronto por aquí. ¿No crees que quizás estés mejor aquí, en el barco?… Entiéndeme, Lennox parece buena persona, pero fue tu madre la que dijo que te trajera, así que en realidad no puedo dejar que te vayas con él».

«¡Quiero ir con él!».

«Ponte en mi lugar, cariño», empieza Chet, arqueando sus pobladas cejas blancas, «tu madre…».

«¡No quiero quedarme aquí!».

«Pero si siempre te ha gustado…».

«¿Podemos ponernos en marcha, Chet? Ahora mismo, si no te importa. Mi prometida, como dices, estará esperando», grita Lennox mientras baja unos escalones.

«Sí, por supuesto. Disculpa». Chet se vuelve hacia él. «Sí que tienes prisa, sí», comenta, volviendo en vano la mirada de nuevo hacia Tianna antes de seguir a Ray Lennox por la escalera y regresar a proa.

Al llegar al timón, Chet, suplicante, arranca el motor. «Pero ¿estás seguro de que no quieres dejar a Tianna aquí?».

«No creo que eso sea lo que ella desea. ¿Es lo que deseas tú?», pregunta Lennox, contemplando el severo perfil del hombre mayor y fijándose en la palidez de los nudillos de las enormes manos de Chet sobre el timón.

«Como quieras».

El viaje de ida había sido una línea recta atravesando la bahía de un puerto a otro. Pero ahora Chet se toma su tiempo. «¿Podríamos ir directamente al puerto deportivo, en lugar de navegar pegados a la costa?».

«Ha cambiado la marea. Tenemos que evitar los bajíos o podríamos encallar», dice Chet, señalando el sistema de navegación y el indicador de profundidad. «El agua sólo tiene treinta centímetros de profundidad en algunos puntos y este barco es muy pesado».

Lennox vuelve a mirar la pantalla. Había una ruta directa atravesando una zona donde el nivel de las aguas era el máximo. «Por ahí», dice, agarrando la mano de Chet y doblándole dos dedos hacia atrás. Un dolor agudo ilumina el rostro del patrón de la embarcación, igual que si se hubiera puesto en marcha la gramola. Chet sonríe forzadamente a Tianna, que se ha ido a proa, con la voz áspera del policía escocés raspándole al oído: «A mí no me toques los huevos, hijo de puta. No sabes en qué lío te has metido. ¿Está claro?».

«Como el agua», dice Chet con voz entrecortada, mientras Lennox le suelta. Endereza el rumbo y regresa en menos de veinticinco minutos.

Ray Lennox sabe que no le ha roto los dedos. Pero algo se ha roto dentro de Chet, y se queda ahí sentado, abatido, dedicándoles un gesto de adiós desolado mientras bajan del barco en el puerto deportivo de Grove.

Lennox y Tianna suben al coche y se marchan. Lennox había rechazado la tentación de utilizar el móvil de Chet para llamar a Trudi; eso habría supuesto que figurara en él el número del hotel, y no quería que ella tuviera nada que ver con aquello. Ahora no va a enredar con el Tamiami Trail. Ha calculado exactamente cómo llegar a la Interestatal 75: Everglades Parkway, más conocida como Alligator Alley.