La sala de subastas, atestada de cuerpos, está llena de aire viciado. Lennox levanta la vista para ver el rostro apesadumbrado e hidrocéfalo de Bob Toal, tras el atril y con el martillo suspendido en el aire. El lote que está a la venta es una figura femenina de tamaño natural. Está en un ataúd colocado de pie, rígida y muerta. Tiene el mismo pelo rubio que Trudi, pero la cara es la de la muñeca de Jackie.

«Es de la época victoriana», dice Toal en tono grave, «y su historia es tristísima. Una niña preciosa que fue secuestrada y asesinada en infames circunstancias. El cadáver ha sido conservado en formol y los huesos están conectados entre sí mediante varillas de aluminio ultraligeras…». Se acerca a la muñeca, la toma de la mano y la sacude. La muñeca permanece en posición extendida. «Como pueden comprobar, nuestra trágica señorita es perfectamente flexible. Sería una compañera ideal para enfermos y solitarios, o para cualquiera que aprecie las tradicionales virtudes femeninas de la pasividad y la obediencia…».

Lennox vuelve el cuello, rígido y pesado, a tiempo para ver a Amanda Drummond enjugándose una lágrima entre la multitud. «… Me gustaría empezar la subasta por la cantidad de mil libras», continúa Toal, antes de fijarse en una mano alzada al fondo de la habitación. Pertenece a Ronnie Hamil. «Mil libras. ¿Alguien ofrece mil quinientas…?».

Otra mano alzada. Es la de Mr. Confectioner.

«Detén la subasta», grita Lennox. «¡No puedes vendérsela a ellos! ¡Ya sabes para qué la quieren!».

Nadie parece oírle. Se levanta otra mano. Es la de Lance Dearing, que luce sombrero y traje de vaquero, flanqueado por un sonriente Johnnie.

«Dos mil», dice Toal con una sonrisa, «y quisiera aprovechar esta oportunidad para recordarle a nuestro amigo, el señor Dearing, de los Estados Unidos, que los pagos han de abonarse en libras esterlinas y no en dólares estadounidenses», bromea entre las corteses carcajadas de los asistentes.

Lennox intenta aproximarse a la tarima, pero de repente sus espinillas se han vuelto tan rígidas como barras de metal.

«Es mi prometida…, es mi…».

Algo se le atasca en la garganta, ahogando su grito hasta dejarlo en una boqueada suave y frustrante.

No puede hacer sino mirar el perfil de Dearing, bañado en una luz verde que le da un aire de caimán. «Estoy al tanto de la divisa en la que se realizan las transacciones, señor Toal», replica al tiempo que se vuelve y guiña un ojo a Lennox, «pero tengo la certeza de que, en caso de quedarme un poco al descubierto, mi viejo compadre Ray me ayudará con mucho gusto a obtener tan bonito trofeo».

«¡Subamos las apuestas!», dice desde el fondo de la sala una voz con un marcado acento de las Midlands. «Dos millones de libras».

Lennox mira a su alrededor, pero el hombre en cuestión parece moverse de modo que permanece siempre justo fuera de su visual. Hay otros, pero siguen entre las sombras. La exasperación y el miedo le corroen.

Toal está a punto de cerrar la puja cuando Lennox ve a su viejo amigo Les Brodie de niño, mirándole y tirándole de la manga, exhortándole a pujar.

«¡Di algo, Raymie!».

Pero Lennox tiene la garganta paralizada y no puede hablar. El martillo de Toal desciende con gran sonoridad, trasladándole a otro lugar, a un sitio mejor. Otra vez.

Un sitio mejor.

Por unos segundos Ray Lennox cree estar viendo flamencos danzando entre los arbustos de los manglares y rodeados por una fina neblina blanca. Cuando parpadea, se hace evidente que simplemente se ha despertado en medio de un precioso amanecer rosado; la habitación está bañada en un arrebol de coral de una intensidad que hace que casi parezca neón.

Esos golpecitos en la puerta: cautelosos pero insistentes. Lennox se da cuenta de que todavía tiene los cromos de béisbol en las manos. Enseguida vuelve a guardarlos en la mochila de la oveja. Hace calor y está empapado en sudor. Su garganta devastada a duras penas consigue articular «Un momento», mientras se acerca a la puerta, la abre y echa un vistazo.

Es Tianna. Lleva puesta la camiseta con la leyenda End of the Century. «Te la he cogido prestada», le dice con el gesto apologético y avergonzado de un borracho resacoso «Tengo que coger mis cosas».

«De acuerdo. Dame un segundo».

Lennox cierra la puerta, se pone los pantalones, y enciende el aire acondicionado antes de dejarla pasar.

«Vale», le dice Lennox a la muchacha avergonzada, acosado por su propia sensación de culpa cuando echa una mirada de reojo a la mochila y piensa en los secretos que contiene. Lennox sale de la habitación y aguarda un rato antes de coger la camiseta que le tiende Tianna. Se dirige a la habitación que le asignaron en un principio, deteniéndose por un momento en el umbral para maravillarse ante el cielo color salmón y granate y disfrutar del suave clarín de los cláxones de los camiones que se oye desde la lejana autopista.

Ya en su habitación, echa el cierre y deja la camiseta y los pantalones en un ovillo a sus pies. Sigue estando impregnado de cansancio, detrás de los ojos, en los miembros, pero se siente más fuerte y más centrado. Hace una gama completa de estiramientos de boxeador y, acordándose de mantener el peso sobre los talones de las manos, cien flexiones sobre la moqueta raída, notando el gratificante hormigueo de sus músculos antes de meterse bajo la ducha y deleitarse allí hasta que el agua sale tibia. Se seca con rapidez y se viste; al ponerse la camiseta de los Ramones capta el aroma oscuro y meloso de la niña.

Poco después, Tianna regresa a la habitación, sujetando castamente la mochila de la oveja delante del pecho. «Quería pedirte disculpas por lo de anoche».

«Esa no es forma de comportarse. No está bien. Sólo porque alguien te haya hecho cosas malas, no puedes resarcirte haciéndole cosas malas a otra persona», le dice Lennox. «¿Entiendes lo que te estoy diciendo?».

Tianna se sienta sobre la cama sin soltar la mochila. «Lo siento, Ray», dice con voz desconsolada. «Has sido muy bueno conmigo». Sus ojos se humedecen antes de reflejar una expresión de pánico. «No se lo dirás a mamá, ¿verdad?».

Lennox la mira. «Lo que hiciste estuvo feo, pero acepto tus disculpas. No pienso decirle nada a nadie».

«Entonces, ¿será nuestro secreto?».

Secretos entre adultos y niños: moneda de pederastas otra vez. A Lennox se le ponen los pelos de punta. «Como he dicho antes, queda entre nosotros. Hiciste algo malo, pero has sido lo bastante adulta para disculparte, así que yo seré lo bastante adulto para aceptar tus disculpas. Y punto».

Tianna deja la mochila encima de la cama y fuerza una sonrisa bondadosa. «¿Sabes, Ray…, cuando él…, Vince…, me acariciaba y me besaba y esas cosas…, no me parecía que estuviera bien, ¿sabes?».

Lennox asiente con expresión tensa.

«Era como… sucio. Pero pensé que si llegaba a hacerlo con alguien que me gustara, entonces estaría bien. Que no sería sucio, que no sería todo tan raro».

«No. Tiene que resultarte extraño y desagradable porque eres demasiado joven», expone Lennox. «Te pasarán cosas buenas, pero será cuando estés preparada. No dejes que te quiten tu infancia». Se acuerda de sí mismo cuando tenía su edad, con Les Brodie, metiéndose con la bicicleta en aquel túnel oscuro.

«No tiene nada de malo ser un crío», dice ella, a medio camino entre la afirmación y la pregunta.

«Claro que no. No si es lo que eres. De eso se trata», dice él. «Empezamos siendo bebés y nos gustan ciertas cosas. No esperarías que a un bebé le gustara el siluro o la malta o Beauty and the Geek, ¿verdad?».

Tianna sonríe y asiente con la cabeza.

«Pero no tiene nada de malo ser un bebé si es lo que eres. Luego nos convertimos en niños y nos gustan otras cosas, después nos hacemos adultos y volvemos a cambiar de gustos». Lennox la observa mientras ella asiente.

«El tío Chet…, ¿puedes hablarme un poco de él?».

«Es…», empieza Tianna, titubeando antes de terminar: «… amigo de mi madre. Es un amigo. Su nieta Amy es mi amiga. Es muy maja. En realidad Chet no es mi tío. Pero se ha portado bien con nosotros. No es como Vince».

«¿Quién es Vince?».

«No me gusta hablarle de él a nadie», dice ella, antes de clavarle la vista y agregar: «Sólo a Nushka».

Sabe que he estado mirando sus cosas. O al menos piensa que quizás lo haya hecho y quiere asegurarse.

«¿Quién es Nuskha?», pregunta él con naturalidad, a pesar de la sensación de vacío que nota en sus entrañas.

Tianna le observa con cautela antes de responder: «Mi mejor amiga».

«¿Va al colegio contigo?».

Tianna sacude la cabeza.

«¿Va a otro colegio?».

Tianna se deja caer sobre la cama y se queda mirando el ventilador del techo. «Supongo. Simplemente siempre está cuando la necesito. Le escribo sobre mis cosas».

«¿Como un amigo con quien cartearse?».

Ella no parece oírle, como si estuviera hipnotizada por las vueltas que da el ventilador. Cuando por fin habla, lo hace en un tono monótono pero cantarín, como si aquello fuera un juego que ya la aburre por repetitivo. «Cuando le escribo, después no estoy tan mal, ¿sabes? Cuando las cosas no van bien y no tienes a nadie con quien hablar, ¿sabes? A veces puedo hablar con mamá, pero sólo de ciertas cosas».

«¿Le has contado alguna vez lo de Vince a tu mamá?».

Tianna se vuelve hasta colocarse boca abajo y se apoya sobre los codos. Se muerde el labio inferior. Y entonces le mira y asiente.

«¿Qué pasó?», pregunta Lennox, esforzándose por evitar que su voz se deslice hacia la función interrogatorio-policial.

Tianna se incorpora y recoge las rodillas hacia el pecho, abrazándose las espinillas. Deja que el pelo le caiga por delante del rostro. Tras guardar silencio un rato, cuando encuentra la voz, ésta es pequeña y angustiosa; pertenece a una niña más pequeña. «La primera vez que le hablé de él a mamá, se puso a llorar. Después se enfadó muchísimo conmigo. Dijo que estaba equivocada», añadió con la voz cargada de ira, «que era una niña mala. Que sólo estaba celosa y no quería que ella fuese feliz. Así que no pude hablar con mamá para nada. Quería a esos tíos, supongo que necesitaba que ellos la quisieran», dice en un tono de autoridad estrambótica y casi optimista.

Ellos. La inquietud se desliza bajo la piel de Lennox.

«¿Cómo era el tal Vince?». Lennox nota que su voz adopta esa característica incorpórea, como si se tratara de otro yo desgajado de un origen físico común.

Aquel mecanismo le venía bien a la hora de distanciarse de los aspectos desagradables de su trabajo; Tianna también estaba desarrollando su propia versión. «Al principio Vince era muy majo. Mamá y él se conocieron por ordenador. La trataba muy bien y al principio a mí también me trataba bien. Me dijo que quería a mamá. Luego me dijo que yo era una chica muy especial y que a mí también me quería. A veces me compraba cosas o me llevaba al cine. Tenía que ser nuestro secreto, porque mamá se pondría furiosa y diría que me estaba volviendo una niña mimada. Esos fueron los mejores momentos», dice ella, radiante al recordarlos. «Solía llamarle papi. Eso le gustaba, pero me dijo que nunca lo hiciera delante de mamá. Entonces un día me dijo que tenía que confesar que me quería más que a nadie, incluida mamá. Dijo que no le gustaba mostrarlo demasiado delante de ella por si se sentía dolida. A veces, cuando salíamos juntos a una cafetería y la camarera preguntaba: “¿Es su niñita?”, él sonreía, me miraba y decía: “Desde luego que sí”. No sabes lo que me gustaba; habría hecho cualquier cosa por papi Vince». Tianna tiene círculos oscuros bajo los ojos, aunque probablemente sólo se trata de la luz.

Basta, por favor

Lennox no soporta oír lo que le cuenta Tianna. Pero tampoco puede protestar, pues su propia voz ha quedado reducida al silencio en su tráquea reseca. Necesita que ella hable y a la vez querría que dejase de hacerlo. Sentado en la butaca verde sin moverse, paralizado, en una habitación aparentemente libre de oxígeno, lo único que puede hacer es esperar que siga hablando.

Vacaciones

«Entonces empezó a jugar conmigo a juegos secretos; al escondite; al corre que te pillo. Empezó a darme besos. Distintos de los que me daba antes. Besos mojados que duraban mucho y metiéndome su enorme lengua en la boca. No me parecía que aquello estuviera bien y no me gustaba la forma en que cambiaba», dice ella con el rostro arrugado de dolor. «Se ponía muy serio, como si estuviera en trance. No era para nada como papi Vince. Y la única forma en que podía conseguir que volviera a ser como antes era acariciándole sus partes hasta que salía lo que él llamaba “lo malo”. Entonces volvía a estar bien. Pero entonces empezó a hacer otras cosas… como de hombre y mujer».

Otras cosas

Boda

«Entonces supongo que mamá se sintió triste con papi Vince y quiso mudarse. Así que nos fuimos a Jacksonville y allí conoció a Clemson, y luego vinimos aquí y conocimos a Starry y a Johnnie y a Lance». De pronto, los ojos se le desorbitaron de rabia. «¡Les odio, Ray! ¡Les odio a todos!».

Lennox ha estado escuchando impasible con las entrañas y la cabeza revueltas. Clemson. No puede preguntar. Por fin encuentra la voz. «De momento no hace falta que me cuentes nada más».

«¿Ray?».

«¿Qué?».

«¿Me das un abrazo?», pregunta mientras se levanta y se acerca a él.

«Claro, princesa». Lennox se levanta y coge en brazos a la niña. Quiere decirle que él se ocupará de que nadie le haga daño, pero decide guardar silencio. ¿Cuántos pederastas habían dicho lo mismo?

Pederastas como Mr. Confectioner. Se las saben todas.

Incluso cuando le detuvieron y le estuvo interrogando.

Le interrogué; interrogué a aquel pederasta hijo de puta, sonriente, malvado y arrogante. Tendría que haberle aplastado, haberle hecho daño, haberle hecho sentirse como él las había hecho sentirse a ellas.

«Ayy, me estás chafando un poco».

La mente de Lennox sale disparada de la sala de interrogatorios, recorre el océano y se incrusta en su cráneo cual flecha. Suelta a la niña que tiene en brazos.

«Lo siento…», dice, retrocediendo un paso.

Tianna fuerza una sonrisa lúgubre y se frota el hombro.

Lennox la mira, sintiéndose un poco violento, y dice: «Oye, Tianna, me gustaría mucho que fueras una de las damas de honor de mi boda, en Escocia. ¿Harías eso por mí?». Traga saliva, horrorizado ante lo que acaba de decir. Se había pasado de la raya con la niña y ahora la estaba sobornando. Igualito que ellos. Igualito que los cochinos pederastas.

«¡Eso sería superguay!», chilla ella, danzando con entusiasmo sin moverse del sitio. «Podré ponerme un vestido, ¿verdad?».

«Sí…, si a tu madre no le importa, claro».

«¿Y subirme a un avión?».

«Aye.»[30] Lennox intenta calcular lo que costará un billete de aerolínea en septiembre.

Ella levanta la mano y chocan las palmas. «¡Aye!», le imita. «Eres superenrollado, Ray Lennox».

No soy superenrollado pero no soy como ellos, piensa él. Nunca jamás seré como ellos. Espera que ella nunca le haya visto así. Lo que resulta cada vez más inquietante, sin embargo, es cómo le ve el recepcionista: no tiene ganas de quedarse más tiempo en el motel y levantar sospechas. Cada vez que su cuerpo amenaza con relajarse, la enormidad de la situación se le clava en el pecho como un arpón; él es un hombre de treinta y tantos y está en un país extranjero con una niña que no es su hija en un motel. Se marchan a las diez menos veinte.

Mirándose en el retrovisor, Lennox nota la aparición de un toque plateado en sus sienes, ahora que ha vuelto a salirle el pelo. Trudi le había advertido que no se lo dejara tan corto. Pero se siente extrañamente eufórico. Ahí estaba él, deprimido, triste y resacoso, en un lugar extraño, sin sus medicamentos y quizás más vulnerable de lo que nunca se había sentido en la vida. Bueno, casi. Acompañado por alguien que confiaba en él y recuperando el apetito sexual al mismo ritmo que disminuía la administración de fármacos. Sabía, no obstante, que preferiría cortarse el pito antes de acercárselo a Tianna o a cualquier otra niña. Por una ironía del azar, la conducta inadecuada y lamentable de la niña le había ayudado; había ayudado a demostrarle que por muy bajo que hubiera caído había un límite que nunca rebasaría. No es que la raya estuviera situada a gran altura, pero estaba allí. Ahora él tiene que ayudarla a ella. Puede subirla más ayudándola.

De repente se da cuenta de que está pensando en alguno de los hombres que conoce; hombres a los que llama amigos. Algunos de ellos habían tenido relaciones en las que se dieron malos tratos; otros habían frecuentado a prostitutas, volando a lugares como Praga, Kiev y Bangkok para hacer turismo sexual. ¿Qué habrían hecho ellos en su lugar?

En cuestión de segundos, un súbito manto de oscuridad impenetrable extingue la luz, y a esto le sigue la aparición de una chisporroteante vena dorada en el cielo. Cuando el estallido de un trueno le retumba en los oídos, da un respingo y enciende los faros. La lluvia empieza a caer con fuerza, marcando una retreta frenética y aterradora sobre el techo del coche. Los limpiaparabrisas no pueden mantener el ritmo y Lennox, desesperado, está a punto de detener el coche cuando la tormenta se interrumpe como un grifo que se hubiera cerrado de golpe y el cielo azul-rosáceo reaparece.

No hay forma de saber cuándo regresará el barco de Chet, pero podría tardar bastante. Entre los asuntos urgentes del día está el desayuno, y el cruce 107 les conduce a otro centro comercial de las afueras lleno de establecimientos de comida rápida. El International House of Pancakes es la opción preferida por Tianna, y Lennox está de acuerdo con ella en que parece el menos desagradable de los locales de la aldea de franquicias infernales en la que acaban de meterse.

La camarera, una corpulenta mujer latina de mediana edad, les atiende con rapidez y eficiencia: «¿Qué van a tomar?».

«Para mí un zumo de naranja, dos huevos fritos con patatas y cebolla, beicon y café», dice Lennox con una sonrisa tensa y los ojos vidriosos. La mujer le ha puesto cachondo. Se fija en sus poderosos muslos y se pregunta por la clase de mamonadas que sería capaz de soltar si estuviera entre ellos.

«Hecho», le espeta con desenvoltura la camarera, que ha captado algo en el aura del cliente. «¿Y usted, señorita?», pregunta, volviéndose hacia Tianna.

«Yo tomaré lo mismo».

La camarera se marcha y enseguida reaparece con dos grandes vasos de zumo de naranja de una pinta. «Que lo disfruten», amenaza.

Lennox así lo hace. Nunca ha probado un zumo de naranja semejante. El sol de Florida le explota en el paladar; un vaso pequeño jamás habría bastado. La comida es una masa de porquería coagulada y saturada, un pienso de engorde estándar, con la que juguetea.

«Aquí en los Estados Unidos no te ofrecen pimienta recién molida, sólo el polvillo este. No tenéis una cultura del picante».

«Deja de protestar, Ray Lennox», le regaña Tianna. El hecho de que le llame por su nombre completo le hace acordarse de Trudi. «¡Por lo menos tu resfriado escocés va mejor!».

A Lennox se le escapa una sonrisa. Es estupendo verla contenta, volver a tener delante a la cría después de haber visto a la ninfa retorcida de anoche y al alma en pena de hace apenas un rato. «El sol de Florida obra milagros», dice mientras se levanta. «Y ahora, si me disculpas, tengo que visitar el servicio de caballeros».

Mientras se marcha, se pregunta exactamente cuánto sabrá la niña. ¿Cuántos «resfriados escoceses» habrá sufrido Robyn a lo largo de los años?

Dentro del servicio de caballeros hay lavabo, retrete y un orinal con rejilla de plástico dentro y blasonado con el eslogan DI NO A LAS DROGAS. Ahora la gente podía hacer cola y mear sobre el mensaje. Su orina está más transparente, libre de las drogas recetadas por él mismo y por otros. El acto de mear, sin embargo, le ha hecho darse cuenta de que le hace falta una higiene más a fondo, así que se sienta en la taza, por fin aliviado de poder atender al asunto en cuestión. Lee la pintada que hay encima del expendedor de papel higiénico:

HERE I SIT, CHEEKS A’ FLEXIN

GIVIN BIRTH TO ANOTHERTEXAN[31].

Mientras abandonan la cafetería y regresan a la carretera, la satisfacción que siente Lennox le hace lucir una sonrisa. Adelantan a una camioneta que luce un lazo amarillo y una pegatina en la que pone: «Pita si apoyas a nuestras tropas».

«¿No vas a pitar?», pregunta Tianna mientras la luz del sol le recorre el rostro como si de granos de azufre se tratara.

«No. ¿Qué pintan las tropas estadounidenses y británicas en Irak? Yo no he visto tropas iraquíes bombardeando nuestros países».

Tianna medita unos segundos al respecto. Después mira a Lennox sin alterarse y dice: «Supongo que sencillamente está feo meterse con alguien más pequeño que tú sólo porque seas más grande y más fuerte… y puedes intentar engañarles con palabras».

«Sí», responde, notando cómo vuelve a enronquecen. Así que se asoma por la ventanilla al ver la pancarta que ondea desde la fachada de una iglesia: NO HIGH LIKE THE MOST HIGH[32].

Ve más nubes blancas y algodonosas poblando el cielo azul pálido. Los senos de Lennox están despejándose. Su resaca se está desvaneciendo, sin duda. El largo descanso nocturno le ha ayudado. Ya no ansia cocaína, ni siquiera una copa. Todo gracias al sol.

Sintonizan una emisora de música country mientras pasan por delante de una larga franja de concesionarios de coches de segunda mano por el trayecto de vuelta a Bolonia. Una vez más vuelve a sonar en la radio el «Alcohol» de Brad Paisley.

En el momento en que llegan al puerto deportivo, está entrando en él un barco grande; tiene un casco blanco y negro de fibra de cristal y lleva el nombre de Ocean Dawn. No es la mayor embarcación del puerto, pero tiene un tamaño considerable, unos doce metros de eslora, calcula Lennox. Entonces un hombre saluda desde el puente y Tianna le responde gesticulando fervorosamente.

«¡Tío Chet!».

«¡Pero si es Tianna Marie!», brama el marino. «¿Qué haces aquí?». Mira a Lennox con gesto suspicaz y luego a Tianna de nuevo. «¿Dónde está la loca de tu mamá?».

«Está como enferma, supongo».

«Vaya, qué pena», dice Chet mientras maniobra para atracar el barco. Don Wynter, que ha salido de su despacho, le ayuda a atar las amarras. Como es más joven y cabe suponer que esté en mejor forma física, a Lennox le parece apropiado ofrecerse a ayudar. Da un paso al frente pero después vacila; parecen saber lo que hacen. Don le da una palmada en la espalda a Chet e intercambian las breves cortesías de rigor antes de que el primero regrese a su despacho alegando que tiene que hacer unas llamadas.

Joder, menos mal, piensa Lennox, mientras Tianna y Chet se abrazan. Percibe el genuino afecto que desprende; Chet Lewis no ofrece el menor indicio de sordidez pedófila. Así que contempla la bahía. Un águila pescadora de pecho blanco desciende en picado y luego remonta el vuelo con un pez meneándose en el pico. Pero aquí no hay ninguna sensación de peligro humano. Chet es la personificación misma de la dignidad y la benevolencia. Se acabó; Tianna ya está en buenas manos.

Las manos en cuestión pertenecen a un sesentón de rasgos duros y delicados a la vez, bajo una gorra de pescador de visera larga. Cuando se la quita, deja al descubierto un pelo entrecano cortado al rape. Las mejillas de su rostro bien afeitado están un poco caídas, pero sus ojos grisazulados despiden una chispa juvenil y enigmática. Tiene un aire espontáneo y natural, así como una entereza y una afabilidad que Lennox asocia con la Norteamérica rural de las películas. Sin embargo, su cuerpo parece animado por un dinamismo subterráneo que se concentra en torno a sus fornidos hombros. Es una contradicción; su acento y su porte inducen a pensar que tiene dinero, pero su físico musculoso y su ausencia de barriga parecen indicar que no es en absoluto ajeno al trabajo manual. Lleva camisa hawaiana, pantalones de franela blancos y zapatillas. Le tiende la mano y se presenta: «Chet Lewis».

Mientras Lennox le recita su nombre completo, otra rana saboteadora le obstruye la garganta.

«Encantado de conocerle, Lennox», responde Chet, al que evidentemente se le ha escapado el nombre de pila.

Chet mira a Lennox de arriba abajo. En condiciones normales, no le haría ninguna gracia que alguien lo escrutase de un modo tan ostensible, pero, dadas las circunstancias, le parece muy apropiado. Le cuenta a Chet la historia, pero omitiendo una vez más su verdadera actividad profesional. El viejo cuento de los seguros vuelve a dar resultado.

El marinero le escucha pacientemente. Parece un tipo de bien y Tianna le tiene cariño, pero Lennox necesita estar seguro al cien por cien, así que cuando Chet les invita a bordo acepta de buena gana. Al subir a la popa, su anfitrión le dice: «Muchísimas gracias por cuidar de esta jovencita», mientras Tianna, que ha bajado a los camarotes, se dedica a explorarlos. Chet baja la voz para que ella no le oiga.

«No estoy seguro de conocer a ese tal Lance, aunque es posible que Robyn lo haya mencionado. Él y sus compinches parecen de lo más desagradable. Robyn es una buena chica pero tiene… problemas».

La expresión de Lennox suscribe esa irrefutable verdad. «¿Y de qué conoces a Robyn y a Tianna?».

«Eso tengo que agradecérselo a mi nieta, Amy. El verano pasado ella pasó una semana conmigo; conocimos a Robyn y Tianna, que es de la misma edad que Amy, en el Parrot World de Miami. Las niñas congeniaron enseguida, pero Robyn parecía un poco angustiada. Así que las invité a venir al barco al día siguiente. Lo pasamos estupendamente y nos divertimos mucho. La amistad surgió así, de golpe», explica Chet con una sonrisa radiante antes de mudar abruptamente de expresión: «Pero debo decir que parece atraer a unas compañías masculinas bastante poco recomendables. Sobre ese tema me ha llamado llorando alguna que otra vez».

Lennox asiente con la cabeza.

«Así que disculpa si te parezco un tanto suspicaz».

«Lo entiendo perfectamente. Conocí a esos tipos».

«Tianna estará a salvo aquí hasta que pueda descubrir qué le ha pasado a su madre. Pero ahora tengo que echarle un vistazo a unas nasas para atrapar cangrejos y bogavantes que coloqué hace unos días, y que me olvidé, estúpido de mí, de recoger, así que, por favor, acompáñanos en una brevísima travesía por mar».

«Me encantaría, pero tengo que regresar a Miami Beach».

Tianna vuelve a subir por las escaleras y se detiene en el umbral. «Por favor, quédate un rato», suplica ella. «Tienes que venir a navegar en el barco de Chet, ¿a que sí, Chet?».

«Creo que Lennox tiene cosas que hacer, cariño».

«¿Cuánto tardaremos?».

«Una hora aproximadamente», responde Chet.

«Está bien», dice alegremente. «Me gustaría ver un poco el Golfo». Piensa en Trudi. Las cosas parecían haber vuelto a su cauce. «Estoy de vacaciones, ¿no?».

«¡Sí! Mola que te cagas», dice Tianna antes de taparse la boca con la mano mientras Chet hace una mueca y sube a la cubierta superior.

«Aye, a ver si cuidamos el vocabulario», dice Lennox. «Eso denota falta de imaginación por tu parte».

«Lo siento».

«Me refería a que andes siempre diciendo “guay”».

«¿No te importa que diga “que te c.”?».

Lennox mira por un instante a Chet y luego le guiña un ojo a Tianna. «La próxima vez, di SFA[33]. Es una expresión cariñosa que empleamos en Escocia en honor de nuestra bienamada Scottish Football Association».

«SFA…», dice Tianna antes de que su mirada adquiera el brillo del mercurio. «¿Hablabas en serio cuando me dijiste lo de ser dama de honor?».

«Sí», confirma él mientras le guiña un ojo. Otro asunto más a tratar con Trudi.

El desagrado de Chet por las palabrotas de la niña era muy real, pero se recobra lo suficiente para enseñarle el barco rápidamente a Lennox.

«Éste es un 410 Express Cruiser. Vale tanto para salir de pesca como para hacer travesías más largas. De vez en cuando viajo a las islas del Caribe, y a veces llego hasta Cayo Oeste».

«Tiene muy buen tamaño».

«Trece metros y medio de eslora».

No está mal, piensa Lennox mientras abandonan el área de asientos al aire libre de la popa. Por uno de sus lados se accede a una puerta que a su vez lleva a los camarotes. Junto a la puerta, hay unos escalones que conducen al timón. Lennox sigue a Chet, que le enseña los controles y los sistemas de navegación por satélite de la embarcación. Nunca en su vida ha estado a bordo de un barco, exceptuando una lancha policial que cogieron una vez para interceptar al Lassie of the Forth, un viejo transbordador que había sido alquilado para celebrar una fiesta privada y donde hicieron una redada antidroga. No había disfrutado mucho de la experiencia, pues en aquel momento tenía un bajón de coca tremendo.

Delante de ellos se extiende la proa, rodeada por una barandilla metálica. Había tres claraboyas que proporcionaban luz natural a las dependencias de abajo. En el dosel que estaba encima del timón había dos más. Lennox se fija en que encima del tejado hay un transmisor-receptor de radio dotado de una antena, y una caja y un disco que Lennox da por hecho que forman parte del equipo de navegación.

Aferrándose a la barandilla con la mano buena, sigue a Chet en un descenso-culo-por-delante por unos escalones de roble. El camarote huele a madera aceitada y a diesel, pero resplandece de forma opulenta e impecable cuando pasan a una cocina y un área de comedor revestida con paneles de roble y equipada con aparatos, electrodomésticos e instalaciones de apariencia prohibitiva. Los asientos de enfrente están tapizados con cuero blanco.

«¿Hace mucho que lo tienes?», pregunta Lennox.

«Sólo cuatro meses. Aceptaron el anterior como parte del pago. El agente es amigo, así que me ofrecieron unas condiciones muy buenas».

«Aun así, supongo que te costaría un dineral».

«Mejor ni te cuento, amigo», se ríe Chet.

Mejor sí, piensa Lennox, porque soy un poli cabrón entrometido. La cocina es al menos tan grande como la de su piso de Leith. Conduce a lo que Chet llama, un tanto pomposamente, el «salón», el dormitorio principal que está debajo de la cubierta. Está dominado por una cama de matrimonio y una pantalla de plasma, y hay más armarios de roble, del mismo estilo que los del resto del barco.

Al otro lado de la nave hay un dormitorio más pequeño; tiene el techo bajo, ya que se encuentra directamente debajo del área de asientos de la cubierta de proa. Contiene una cama y un banco alargado que da la vuelta a todo el camarote, que podría servir como litera para un niño o un adulto pequeño.

«Muy bonito», dice Lennox al asomarse al servicio, dotado de lavamanos, taza y ducha. «Es más grande que mi piso», observa. «¿Vives aquí todo el año?».

«Casi». A Chet se le ilumina la cara. «Tengo un pisito en una urbanización aquí cerca, pero no es más que un trastero y una dirección postal con pretensiones. Salimos dentro de media hora o así, y tengo que repostar y hacer unas comprobaciones en la oficina. Como te dije, el viaje durará una hora más o menos, hora y media si paramos para comer. ¿Seguro que tienes tiempo?».

«Sí», dice Lennox, echándole un vistazo a un reloj digital empotrado. Aún es pronto, así que decide llamar a Trudi y asegurarle que todo está bien antes de que se le meta en la cabeza alguna otra idea.

«¿Hay algún locutorio de internet por aquí?».

«Lo mejor es intentarlo en el cibercafé que hay a unas pocas manzanas detrás de la carretera que lleva al puerto».

Lennox baja del barco y atraviesa el parking para coger el coche. Tianna sale corriendo detrás de él. «¿Adónde vas, Ray?».

«A buscar un cíber. Vuelvo dentro de media hora. Después nos hacemos a la mar y comemos algo. Tú quédate aquí».

«Vale», dice ella, haciendo ademán de regresar y dando un par de pasos antes de dar media vuelta. «Pero vas a volver, ¿no, Ray?».

«¡Aye! ¡Sólo voy a hacer una llamada y a enterarme de los resultados de la Liga Escocesa, so petarda!».

«¡Aye!», exclama Tianna, tocándose un ojo con el dedo índice [34]. «¡Tú eres el maldito petardo!», grita antes de volver al barco dando botes.

«¡SFA!», exclama él, riéndose y siguiéndola con la mirada mientras sube de nuevo al Volkswagen. Da un respingo al quemarse el brazo desnudo con el asiento, que está que arde. Al arrancar el motor y poner el aire acondicionado a tope, no puede dejar de pensar en la diferencia entre aquello y la gélida furgoneta de vigilancia aparcada a las puertas del cementerio de Edimburgo sólo un par de meses antes.

Lennox encuentra el cíber sin problemas y echa un vistazo a Jambos’ Kickback. El debate de uno de los temas está en pleno desarrollo y ocupa ya dieciocho páginas. Se centra en si conviene o no que un hombre condenado por mantener relaciones sexuales con una menor ejerza como entrenador del Heart of Midlothian F. C.

La junta directiva nombró a un pederasta jefe del equipo. Dijeron que su historial como entrenador era magnífico.

Lennox no logra decidirse. El tío cometió un error. Si ella tiene quince años eres un pederasta; si tiene dieciséis eres un cabrón con suerte. Pero no; eso lo puedes decir cuando tú tienes veinte, no cuando tienes cuarenta. Sabía perfectamente cómo son las cosas. Es un depredador. Pero el tío estaba separado de su mujer y de su familia. Se sentía solo. Cometió un error humano. Joder, joder, joder

Abre el siguiente tema.

¿Alguien cree sinceramente que el gol de la victoria del Skacel contra el Kilmarnock del sábado fue fuera de juego?

Entonces ve que está conectado Maroon Mayhem. El tema de Craig Gordon; la respuesta a su última afirmación.

¿Pero quién te has creído que eres para criticar mi opinión? Deberías tener ojito con lo que dices, amigo. Te estás poniendo un poco personal. Yo que tú me andaría con cuidado.

¿Quién será este cabrón?

Lennox se identifica y aporrea las teclas.

No soy tu amigo y tú eres un **** monigote. ¿Es lo bastante personal?

Después pasa al sitio de deportes de la BBC. Los Heans habían empatado en casa con el Aberdeen. Y, cosa asombrosa, ¡el Celtic había perdido ante el Clyde! Los Hibs habían empatado con los Rangers en Ibrox, así que era inevitable que su pesadilla de la Copa Escocesa se prolongase. La cosa pintaba bien. Regresa a Kickback.

El cretino había vuelto a ponerse en contacto.

No sabes con quién te la juegas. Conozco a mucha gente Cuidadito. Sería fácil localizarte.

Lennox está que arde de indignación; el fracasado este ya ha lanzado amenazas por internet otras veces.

Te ahorraré la molestia y te diré exactamente dónde estoy. En Miami. Pero vuelvo a Edimburgo el 21 de enero. El 22 estaré en el Vodka Bar de Shandwick Place a las 13.00 y con una chaqueta de cuero negro. Hasta te diré cómo me llamo: Raymond Lennox. Mi número de abono de temporada es el 052 en la tribuna Wheatfield. Por favor, hazme saber quién eres para poder arrancarte la cabeza. Me sorprendería mucho que lo hicieras. Tú y todos los demás a los que os da marcha ir de duros en esta onda soléis ser vírgenes de catorce años u otra clase de tarados antisociales que viven en casa con sus mamas. Pero me encantaría que me demostraras que me equivoco. Venga, dime cómo te llamas y dónde te gustaría quedar a tomar algo tranquilamente. Donde sea. Tú eliges. Allí estaré.

Le lleva cierto tiempo revisar, enviar y colgar su mensaje. Entonces, cuando hace clic en actualizar, aparece el moderador del foro.

Venga, vosotros dos, ya va siendo hora de decir basta.

De pronto, Lennox se fija en el reloj de la esquina de la pantalla. Es tarde. Le entra un arrebato de pánico. ¿Y si…?

No debería haberla dejado sola. No antes de estar totalmente seguro. Pero Chet… ¡No! ¡Mr. Confectioner también podía ser muy convincente! Podrían haber zarpado ya, ella podría estar atada en la bodega y él podría estar conduciendo el barco a una guarida secreta de pederastas. ¡Ella quería venir conmigo y yo voy y la dejo allí, joder!

Ray Lennox estrella un billete de veinte dólares en el mostrador ante un dependiente desconcertado mientras sale a todo correr del cíber.