Estabas sentado en el deli de Stockbridge pensando en los últimos días de Britney, sin que el inestable cielo plateado del exterior te brindara seguridad ni certeza alguna. Al parecer, el cuerpo fue arrojado desde la cima de la colina hasta la ensenada llena de guijarros aquel funesto sábado noche, antes de que los resistentes excursionistas lo encontrasen a la mañana siguiente. El asesinato, no obstante, según el juez de instrucción, se había producido antes, el sábado por la tarde, por estrangulación. Mr. Confectioner mantuvo prisionera a Britney durante tres días y medio de infierno meticulosamente reconstruido por los patólogos y forenses.

En el café, una anciana te miraba fijamente; estabas haciendo vibrar la taza de café solo contra el platillo. Te detuviste e hiciste un barrido óptico de los ocupantes del local: un mar de cráneos rubios, pelirrojos y negros que se difuminaban hasta alcanzar un ubicuo tono gris rosado. Todo el mundo tenía a la vez un aspecto arquetípicamente noreuropeo y ligeramente desaliñado, un truco que sólo los escoceses podían dominar del todo.

Para la investigación del caso Nula Andrews, la policía de Welwyn Garden City había preparado una falsa sepultura, con lápida incluida y la publicidad correspondiente en la prensa local. Se trataba de una táctica que las fuerzas de policía empleaban a menudo. Sabían que el ansia de confesar era intensa y que el asesino a menudo experimentaba una irresistible compulsión de visitar el lugar de reposo y hablarle a la víctima. Entre los árboles circundantes se habían dispuesto cámaras de circuito cerrado y micrófonos ocultos para filmar y grabar las revelaciones de los visitantes póstumos de Nula.

George Marsden había sido un defensor de dicho procedimiento, pero ahora tenía sus reservas, como descubriste cuando volviste al despacho para realizar otra larga llamada de teléfono a Eastbourne.

«No es el culpable el que está entre rejas, Ray».

Pero tú empezabas a pensar que era la última oportunidad; dejando a un lado el callejón sin salida de Graham Cornell, la pista se había enfriado. Robert Ellis no era más que uno de los inadaptados sociales que se había «confesado» con la víctima en la sepultura de Hertfordshire. Oír la grabación de Ellis daba náuseas. En ella, ridiculizaba a la inocente Nula cruelmente y la pintaba como una guarra insaciable ansiosa de todo tipo de prácticas sexuales. Pese a estar de espaldas a la cámara, Ellis parecía estar masturbándose encima de su lugar de reposo a la vez que recitaba con voz entrecortada su demencial perorata. La grabación confirmó que Ellis era un perturbado que en algún momento se había torcido gravemente. Pero ¿era él el asesino?, se preguntaban los de cabeza fría. Logísticamente, y teniendo en cuenta el marco temporal, eso habría requerido unas capacidades organizativas sobrehumanas y una concentración extraordinaria. Pero los agentes encargados de la investigación sabían que el gran público había olfateado sangre y que sus jefes se jubilarían mucho antes de que los medios, que habían azuzado a las turbas de linchadores, se sintieran obligados o reunieran el valor para investigar a fondo. Ser un cabeza fría se pasó de moda enseguida.

Volviste a examinar el expediente Welwyn, dedicando especial atención a la única persona que aún no había quedado descartada. Sólo había hecho acto de presencia una vez, luciendo una de esas parkas con capucha en forma de esnórkel, y permaneció en silencio junto a la tumba hasta que se sintió incómodo —por una ironía del destino—, como consecuencia de la aparición de Robert Ellis. Se había colocado en cuclillas junto a la lápida, la había mirado un poco, y luego, cuando Ellis entró a formar parte del cuadro, se levantó y se marchó. Intercambiaron brevemente unas palabras. Los comentarios de Ellis quedaron grabados, pero su espalda y la capucha alargada impidieron que se oyera nada de lo que dijo la otra parte.

Cogiste tu coche y fuiste en él hasta Manchester. Ellis estaba en la cárcel de Strangeways. Había realizado un par de visitas a aquella ciudad, que se encontraba camino del piso de su amiguita de Preston, y ahora ya conocía una pequeña parte de ella muy bien. Querías comprobar si su memoria había mejorado con el tiempo.

Robert Ellis estaba en buena forma física y en su mirada se leía el brillo de la determinación. Tú no fumabas nunca pero cuando visitabas a un recluso siempre llevabas encima un paquete de tabaco. Ellis rehusó cortésmente la oferta. Aquello te impresionó muy a tu pesar, pero era evidente que había sufrido algún tipo de transformación interior. Ellis era muy consciente de la ironía de su condición: la prisión en la que le habían encarcelado por error y de la que había pasado los últimos años intentando salir, se había convertido, de forma perversa, en el germen de su triunfo.

«Pese a que yo no debería estar aquí, este sitio me ha salvado», reconoció. «Yo era un imbécil hecho polvo. Pero ¿un asesino de niños?», preguntó desdeñosamente entre risotadas. «Por favor».

«¿Qué me dices del hombre de la parka?».

«Apenas le vi. Llevaba la boca tapada por una bufanda. Lo único que vi fueron unos ojos de loco enfilándome desde dentro de aquella gran capucha. Normalmente se me da de vicio quedarme mirando a la gente hasta hacerles apartar la vista, pero te puedo asegurar que la gelidez de aquellos ojos me llegó al alma».

«¿Qué dijo?».

«Cuando yo le dije: “Qué pena”, él me soltó: “Mueren niños a todas horas. De hambre. De enfermedad.”».

«¿Has conseguido recordar algo relativo al tono de su voz o su acento?».

«No logré situar el acento. No era Jock[29], por poner un ejemplo…», dijo Ellis con una sonrisa antes de hacerle un gesto con la cabeza al boqueras silencioso presente, «ni tampoco del norte de Inglaterra. Ni siquiera era como el mío. Era algo pijo, pero no de niño bien, sino bastante indefinido».

«¿Por qué dijiste aquellas cosas de Nula junto a su tumba?».

Ellis apretó los dientes; algo se le apagó en la mirada. Pensaste que quizás fuera vergüenza. «Porque era un pobre desgraciado. Estaba hecho polvo, lleno de ira y desesperado por llamar la atención. ¿Y sabes una cosa?». Miró alrededor de su entorno austero y sonrió de oreja a oreja. «¡Dio resultado!». Acto seguido, la sonrisa se desvaneció. «Pero no tengo intención de llegar a acostumbrarme demasiado a este sitio».

«¿Ah, no?».

«Vas a sacarme de aquí, ¿no?».

Quizás la transformación interior de Ellis no hubiese sido tan pronunciada como tú habías creído. Bajo la fachada lustrosa, captabas el tufillo de la anterior encarnación pululando cerca de la superficie.

«Voy a encontrar al hijo de puta que mató a Britney Hamil».

«De acuerdo, colega», dijo Ellis.

Pero durante unos pocos y espantosos días, aumentaron presión sobre Cornell, que se vino abajo y confesó. Salvo que lo que confesó no fue que era el autor del asesinato de Britney, sino que mantenía una relación ilícita con un diputado casado del Parlamento escocés, que luego fue maliciosamente filtrada a la prensa. El parlamentario tuvo que someterse a la humillación de confirmarlo y poner fin a su carrera para salvar a un inocente de la quema. A Toal aquello le destrozó; fue entonces cuando aceptó que colocaras la lápida de pega y las cámaras de circuito cerrado en el cementerio de Stockbridge.

El falso funeral de Britney se convirtió en funeral oficial. Puesto que Angela estaba tan pelada, les había suplicado: «¿No podríais, eh, enterrarla de verdad? Yo nunca podré costear algo parecido…».

Así que el contribuyente local pagó la cuenta con cargo al presupuesto de la policía. Y después de que los restos mortales de Britney fueran depositados bajo tierra, aguardaste dentro de la furgoneta y vigilaste por las pantallas a todos los mortales que se acercaban a su lugar de descanso. Fue una tarea deprimente y frustrante para todo el mundo. Era imposible evitar los dolores de espalda o que se te quedara tieso el cuello. Noviembre ya se echaba encima y el mundo situado más allá de la ventana era tan frío como el mármol.

En una ocasión fuiste a mear y cuando volviste te encontraste a Notman fuera de la furgoneta charlando con una mujer. Furioso, te acercaste corriendo a tu compañero.

«¿Se puede saber a qué cojones juegas?».

Notman se disculpó mientras la mujer, desconcertada, se marchaba apresuradamente. «Sólo había salido a estirar las piernas cinco minutos».

Volviste dentro y pasaste de nuevo la cinta de uno de los monitores. Nada. Tu ritmo cardíaco se fue ralentizando. Pensaste en tu equipo. Al margen de sus socarronas bravatas de pub y cantina, para ellos no significaba nada. No era más que una puta misión: había que simplificar y aprovechar para recuperar tiempo. Y tú lo sabías, porque cuando se trataba de cualquier otro tema tú eras exactamente igual. Notman también se dio perfecta cuenta.

«Para ti éste es un caso especial, ¿no, Ray?».

«Quiero pillar a ese cabrón».

«No quiero que pienses que estoy metiéndome donde no me llaman», dijo Notman, «pero tienes una pinta espantosa. ¿Consigues dormir?».

«No. Esa chiquilla ya duerme de sobra por los dos».

Cogiste turnos dobles. Cansado y psicótico, te metías benzedrina y esnifabas rayas de cocaína para mantenerte despierto dentro de la furgoneta de vigilancia camuflada aparcada fuera del cementerio. Sabías que sólo tendrías una oportunidad.

Al mismo tiempo, tenía lugar otro drama local. La mayoría de tus compañeros eran seguidores del Hearts Football Club y estaban escandalizados de que el popular entrenador George Burley hubiese sido reemplazado por Graham Rix, un inglés que había cumplido condena por mantener relaciones sexuales con una menor de quince años. La tarde siguiente a que se diera a conocer el nombre del sustituto, estabas en el despacho preparando la lista de turnos de Stockbridge cuando Dougie Gillman entró con una taza de la selección escocesa recién estrenada y tiró la de los Hearts a la papelera.

«¿Qué pasa con la taza de los Jambos?», preguntó Notman.

«Mientras esté al mando un pederasta no pienso arrimármela a la puta boca. Es mofarse de todo lo que representamos», espetó Gillman.

Con los nervios de punta, levantaste la vista y te volviste contra él. «¿Qué es lo que representamos, Dougie? ¿Qué representabas tú en Tailandia?».

«Estábamos de vacaciones. Eso es distinto».

«¡Y una mierda es distinto!».

Pero Gillman no se puso en absoluto a la defensiva. «¿Y tú qué, cuando lo de Robbo y la chavalilla aquella?».

Reprimiste el impulso de tragar saliva. «No te pases… ¡Robbo era un puto zumbado!».

Hubo una ocasión en que Robbo y tú estabais haciendo averiguaciones e interrumpisteis a una pareja joven mientras mantenían relaciones. La chica era una menor y el chico no era mucho mayor. Robbo te pidió que interrogaras al chico en la otra habitación mientras él hablaba con la chica en el dormitorio. Dentro de su bolso encontró unas pastillas. Éxtasis. Salió un momento para pedirte que lo confirmaras. Después regresó al dormitorio e hizo un trato con la chica. A veces te daban escalofríos cuando pensabas en el trato en cuestión, pero no se presentaron cargos.

«Robbo se lo contó a toda la cantina. Obligó a la chávala a hacerle una mamada», dijo Gillman. «Luego me enteré de que la chica se metió una sobredosis y que hubo que hacerle un lavado de estómago».

«¡Si eso fue lo que pasó yo no tuve nada que ver!».

«Sabías cómo era Robbo. Un zumbado, como has dicho. Le dejaste a solas con una menor. Acuérdate», se burló Gillman, con gesto taimado y cómplice a la vez. «Acuérdate de eso cuando te pongas a pontificar y a contar historias sobre lo que pasa cuando no estamos de servicio. En la comisaría no, Lenny». Gillman se tocó un lado de la nariz con gesto provocador. Y notaste cómo te lloraban los ojos, igual que en aquel bar de Bangkok, cuando tu compañero te estrelló la frente en la cara.

Pero había otras cosas en las que pensar además de tu guerra, cada vez más encarnizada, con Gillman. Poco antes de las cuatro de una tarde gris ya de por sí, oscura y nebulosa, aquellos días solitarios y tediosos y esas noches de tortícolis sentado en la furgoneta rindieron por fin sus frutos. Habías ido a Greggs y disfrutado del breve e intenso placer del paseo en soledad mientras volvías con pasteles de color arenoso y cafés para ti y para Notman. Sin previo aviso, te asaltó una lluvia de granizo. Las frías piedras blancas te azotaron como si fueran perdigones. Te lanzaste hacia la furgoneta, donde Notman seguía pegado a los monitores. La intensa granizada tamborileaba sobre el tejado metálico del vehículo. Ya pasará, pensaste, y así fue, pero no antes de intensificarse furiosamente. Tomasteis agradecidos el café mientras hablabais de los Hearts y de la afición de su nuevo propietario de Europa del Este por la polémica. Bajo Rix el equipo estaba alcanzando unos niveles de inactividad comparables a los de los árboles del cementerio, como si estuviera en hibernación.

Entonces lo viste en pantalla: el hombre de la parka. La misma parka. El mismo hombre. Parado junto a la tumba de Britney. El hombre que visitó la de Nula antes de que Ellis le molestara. La capucha en esnórkel de la parka y el azote del granizo: ¿grabaría algo el micrófono? Daba igual; ya habías salido disparado hacia la entrada principal mientras le gritabas a Notman para que fuese hasta la entrada lateral para cortarle el paso.

Recorriste a toda mecha el húmedo sendero, y hubo un momento en que casi resbalaste. Pero él no se percató de tu aproximación por su espalda. Aflojaste el paso, cerraste la distancia con tu presa, aproximándote tanto y con tal sigilo que podías ver el aliento condensado saliendo por un lado de la capucha.

«¡Señor!», gritaste, sacando la placa. «¡Policía!».

Mientras tanto, Notman iba aproximándose por el lado opuesto. Le teníais cogido en un movimiento de tenazas. Esperabas que se resistiera, quizás de forma desesperada. Pero no echó a correr. Al contrario, se volvió lentamente, como si llevara tiempo esperando ese momento.

Sabías que era Confectioner. Unos ojos deslumbrantes pero a la vez extrañamente mortecinos. Cabello castaño tupido, ligeramente entrecano en las sienes. Tez rubicunda. Pequeño, ancho de espaldas y fuerte, como si perteneciera a una estirpe de granjeros, pese a que seguramente no había pisado una granja en su vida.

Ahora Notman estaba contigo. Él paseaba la vista de un poli a otro. «En fin, que me quiten lo bailao», dijo medio encogiéndose de hombros, como si acabaran de detenerle por hurto.

Aquella brusquedad tan arrogante. Había que ver cómo había normalizado a su conveniencia el universo abominable y espantoso que habitaba. Por extensión, alimentaba un desprecio y una aversión por la sociedad humana en su conjunto cuya implacable intensidad no tardarías en sentir. Te asustaba. Hacía que te sintieras débil y pequeño a pesar de tu justa indignación y de tener detrás a todo el Estado británico y a sus ciudadanos. Y ahora Mr. Confectioner tenía nombre.

«Soy Gareth Horsburgh», dijo con una sonrisa jovial. «Llámenme Horsey».

Acudiste al despacho de tu padre en el Haymarket; llevabas algún tiempo sin ver al viejo. Le llevaste a tomar una pinta. Así tú sólo tomabas una, pues siempre te moderabas en su compañía. Le sonreiste a Jasmine, la auxiliar administrativa que trabajaba con él, y que te acompañó hasta el pequeño despacho donde tu padre acababa de colgar el teléfono. Le oíste respirar de forma irregular, pero no lograste ver, por culpa de tu propia mierda, lo hecho polvo que estaba. Emocionalmente no delataba gran cosa, pero los indicios físicos eran claros. Llevabas un tiempo notando que tenía la piel del rostro más tensa y más enrojecida. La edad le estaba recociendo y reduciendo; las marcas coloradas bajo las que empujaban los pómulos se habían vuelto más prominentes.

Pero cuando tu padre habló, tú estabas pensando en «Horsey», el funcionario divorciado que vivía cerca de Aylesbury con su madre inválida. No tardó en llegarse a un consenso compartido por sus conocidos y compañeros de trabajo: Gareth Horsburgh era deprimentemente normal. Un hombre lo bastante agradable como para saludarle, si bien un tanto pomposo y pedante en grupo. Podría haber sido cualquier pelma de club de golf aburguesado, de esos con los que puedes sentirte cómodo tomando una sola copa antes de presentar tus excusas y largarte.

Tuviste la impresión de estar en garras de una especie de vigorosa alucinación auditiva, un vestigio de las truculentas entrevistas con Horsburgh y las horrorosas revelaciones que te hizo el lúgubre pedófilo mientras la áspera voz de tu padre te informaba: «Llevan al menos diez años así, Ray», dijo con atónita indignación mientras plantaba un archivador encima de la mesa, «Jock Allardyce y ella, follando a mis espaldas durante diez años. Mi Avril —tu madre— y Jock Allardyce».

Lo que te fastidió fue lo de «follando». Y no porque tu padre nunca juraba delante de ningún miembro de su familia, salvedad hecha del sentido «hijo de puta» que le oíste soltar con voz entrecortada y apenada incredulidad cuando el primer disparo de Albert Kidd para el Dundee se estrelló contra la red en Dens Park en el ochenta y seis. Era la imagen del amigo de la familia y vecino, el anciano divorciado Jock Allardyce, el hombre al que creciste llamando «tío Jocky», cepillándose a tu madre, sudorosa y lujuriosa. La piel te hormigueaba con la mojigatería de un niño enfrentado a la sexualidad de sus padres. Miraste fijamente los ojos de carnero de tu padre, beligerantes pero a la vez desconcertados. Tuviste que reprimir el deseo de reírte en voz alta.

«¿Qué vas a hacer?», le preguntaste mientras notabas cómo un dedo se te iba nerviosamente a una de las aletas de la nariz. El apretujado despacho acababa de encoger más todavía.

«¿Qué puedo hacer? Tu madre y yo dejamos de mantener relaciones cuando lo de mi corazón», expuso con toda naturalidad. «Es el medicamento ese, que diluye la sangre. No se me…», titubeó antes de encoger los hombros. «Probé con el Viagra, pero me dijeron que era peligroso. Hasta empecé a mirar pornografía para ver si así me recuperaba un poco, pero no me sirvió de nada. A tu madre sigue apeteciéndole el sexo, así que ¿qué derecho tengo yo a interponerme?».

«Es tu mujer», dijiste tú, irritado por primera vez, tanto por la falta de dignidad del viejo como por la infidelidad de tu madre.

«¿Y yo qué clase de marido soy?».

Te aclaraste la garganta. Aquello era demasiado para asimilarlo de una sola vez. Horsburgh, que robaba sexo a niñas por medio de la violencia. Tu padre, incapaz de hacerlo con su esposa. Tu madre, venga a follar con su amigo y vecino. No tenías el menor deseo de conocer más detalles.

«¿Le has comentado esto a Stuart?».

«¿Y por qué iba a hacerlo?».

Inténtalo, porque yo he oído mucho más de lo querría, pensaste tú. «A Stuart se le dan bien este tipo de cosas. Porque es actor. Entiende a la gente y sus motivaciones».

«Yo había pensado que tú como poli…».

«Nosotros nos dedicamos a encerrar gente, papá».

Tu padre, desilusionado, asintió con la cabeza mientras tú te excusabas, diciéndole que estabas demasiado liado con el caso para tomar una pinta y que sólo habías ido a saludar porque pasabas casualmente por allí. Fue la última vez que le viste. Algunos días más tarde cayó fulminado; lo encontró Stuart, en el suelo de ese mismo despacho. Había intentado compartir un terrible secreto que le atormentaba y tú sólo podías pensar en un despreciable asesino de niños.