Trudi sorbe su amargo café mientras se fija en la pareja sonriente que aparece en pantalla en ropa de deporte, flexionando sus propias extremidades y las de dos grandes y dóciles felinos domésticos. La idea es ofrecer a los profesionales atareados la oportunidad de combinar mantenerse en buena forma física y proporcionar ratos de calidad a sus mascotas. La mujer sujeta al gato anaranjado con una mano debajo del vientre y la palma de la otra apoyada en el pecho del animal. Lo levanta con movimientos lentos, rítmico y repetitivos. «Veinte a este lado, veinte al otro», dice.

«Estupendo, Melanie», dice el hombre, sonriendo. Y mientras la cámara pasa a ofrecernos un primer plano de la cara del somnoliento gato, vemos que Phoebe también parece disfrutar. Entonces el objetivo regresa al hombre, sentado sobre una cama y con el voluminoso gato atigrado encima de las espinillas. «Este es un poco complicado, pero recuerden, si su gato se siente incomodo y se marcha, es que lo está haciendo demasiado rápido». Dicho esto, levanta poco a poco al animal con una extensión de piernas. «Despacio…, así…, casi de forma imperceptible. Por suerte, ahora Heidegger está un poco cansado. Uno…, dos…, tres… No puedo dejar de subrayar la importancia de hacerlo de forma lenta y controlada… ¿Melanie?».

Trudi Lowe mete la ropa del gimnasio en una bolsa pequeña y se dirige al estudio de fitness Crunch de Washington Avenue. Acaba de acordarse de Aaron Resinger diciendo: «Yo utilizo Crunch. Es funcional y fácil de utilizar. Personas de todas las formas y tamaños, pero todos entrenando en serio. No me gustan los gimnasios a los que la gente va sólo a marcar poses».

El afeminado joven del mostrador ha intentado mostrarse altivo e indiferente, pero reacciona ante lo que percibe claramente como un acento exótico y decide que ahora lo que más juego hace con su estado de ánimo es la efusividad histriónica. «¡Dios mío, me encanta su acento! ¿De dónde es usted?».

Mientras él le imprime el pase diario por veinticuatro dólares, Trudi se lo explica diligentemente. Como una hija de Caledonia con todas las de la ley, calcula el cambio en libras esterlinas. Piensa en posibles suplementos golosos, pero es poco probable que Aaron ande por ahí. Estará trabajando, vendiendo propiedades inmobiliarias de alto standing. Seguro. ¡Qué sorpresa verte por aquí! Lo siento, tuve que marcharme sin despedirme. ¿Me perdonas? ¿Qué tal un café? Estupendo.

Tiene que pensar en él porque cuando Trudi piensa en su prometido lo único que experimenta son oleadas de desesperación, rabia y frustración. Había tenido la cara dura —pero qué puta desfachatez— de preguntarle por los hombres con los que había salido durante la pausa de su relación, pausa precipitada por sus infidelidades. Ahora Ray estaba transportando a una niña extraña —una menor— de aquí a Dios sabía dónde.

Mientras sube la estrecha escalera que conduce del área de recepción al gimnasio, la recorre un escalofrío. Recuerda a Ray sentado en el suelo con la cabeza entre las manos, murmurando cosas alarmantes sobre chicas muy jóvenes en Tailandia. La emoción vibra y reverbera, prendiendo fuego a una región oscura de su cerebro, y sólo adquiere fuerza cuando cae en la cuenta de que no es por él por quien teme.

La Autopista 41 atraviesa los Everglades y llega hasta Bolonia, donde se transforma en ruta costera durante todo el camino hasta Tampa. Pese al aire acondicionado del coche, Lennox engrasa continuamente con la mano la cubierta de cuero del volante. Trudi va quedando cada vez más lejos y la niña que está sentada junto a él, inmersa en el examen de sus cromos, ha vuelto a enmudecer. Parece una pauta: asoma cautelosamente la cabeza por encima del parapeto hasta que algún elemento del presente le recuerda los frutos podridos de su propio pasado; entonces se repliega sobre sí misma de forma inequívoca.

El Tamiami Trail, en el sector sudoeste de Florida, es un conducto horroroso de centros comerciales, establecimientos de comida rápida y concesionarios de coches de segunda mano que se funden con la ciudad de Bolonia. Algunas notas rudimentarias en el atlas de Florida explican que pese a haber sido bautizada en honor a una ciudad italiana concreta, su construcción se inspiró en el modelo de otra: el milagro veneciano. La semejanza se debe al grado en que ambas dependen de un exhaustivo sistema de canales para el tránsito. En Bolonia, Florida, sin embargo dicho sistema de transporte pertenece más bien a la vertiente del ocio. Los jubilados y los marineros aficionados que hacen del barco su segundo hogar navegan por canales, en los que se ven barcos atracados que surgen de patios traseros y conducen a las diez mil islas, desembocando más allá en el golfo de México.

Lennox se fija en las carreteras bien señalizadas que conducen a comunidades urbanizadas con vallas de seguridad vigiladas, vistas de césped de Bermuda y lagos dragados. Las agencias publicitarias han inventado nombres bucólicos y tropicales como Spring Meadow, Ocean Falls y Coral Reef, que no guardan la menor relación con realidad geográfica alguna. Pero para los jubilados de los estados del Norte, acostumbrados a inviernos implacables, la noción de un santuario al sol ejercía un atractivo arcádico en los satinados folletos y los sitios web. Así que las inmobiliarias arrasaron hasta dejar limpios aquellos exuberantes terrenos; levantaron sus estructuras prefabricadas, adjuntaron los paneles y los bloques de hormigón ligero, el PVC y el pladur. Después rodearon las residencias de altas murallas, pese a venderlas con la promesa de que en aquella región la delincuencia era insignificante. Invariablemente remataban la operación colocando una Old Glory en un mástil, para que ondease laxamente con toda legitimidad.

Lennox y Tianna van conduciendo hacia el centro de la comunidad, más consolidada que la mayor parte de las que han surgido en el sudoeste de Florida. Las casas varían en lo que se refiere a su escala de riqueza y esplendor; muchas de ellas están rodeadas de palmeras maduras, manglares y vegetación menos tropical. En la pequeña área del centro los puntos de venta al público tienen mejor calidad y están agrupados en torno a balcones de hierro forjado en edificios de dos plantas inspirados en ciudades sureñas más antiguas, como Savannah, Charleston y Nueva Orleans. Más abajo, hacia el puerto deportivo, la ciudad vuelve a ser insulsa; ejércitos de bloques de pisos que bordean céspedes poco cuidados. El Volkswagen verde desentona entre los grandes 4x4 y los descapotables pijos que tanto proliferan, y Lennox baja la ventanilla mientras recorren las estrechas calles de la localidad bajo el sol. La deslumbrante opulencia que se exhibe debería excluir toda delincuencia, pero la gente adinerada a menudo quiere otras cosas, la más seductora de las cuales es la ilusión de que no es sólo su dinero lo que les distingue del resto de la humanidad.

La carretera termina ante un muro donde hay un punto de admisión y un letrero: CLUB DE PLAYA GROVE Y PUERTO DEPORTIVO PRIVADO.

«Aquí es», dice Tianna con impaciencia.

Lennox entra en el aparcamiento que hay delante de una hilera de oficinas y de tiendas. El puerto privado está concurrido; la mayor parte de los barcos amarrados son descomunales, y en los diques secos adyacentes hay varias embarcaciones en perfecto estado. Sobre el puerto descuellan nuevas y elevadas construcciones de bloques de pisos. Una de ellas sigue en obras, con los andamios puestos y trabajadores hispanos tocados con cascos de albañil recorriendo las pasarelas.

El parking está concurrido. En el mismo momento en que encuentran un espacio para aparcar y salen del coche, un Porsche negro conducido por un hombre que lleva una camisa roja, rubio y con gafas de sol, intenta salir y embiste en marcha atrás a una furgoneta estacionada. El descapotable sufre ligeros daños en la parte de atrás. Furioso por su propia falta de atención, el individuo sale del coche y empieza a gritarle al conductor de la furgoneta: «¡Maldito imbécil! ¡Qué demonios…! ¡Mi coche!».

El renuente destinatario de sus atenciones es un varón latino pequeño y corpulento que lleva casco y ropa de obrero de la construcción, que protesta, atónito.

«Pero… pero… ¡si me has dado en marcha atrás!».

«¡No es cierto!…, ¿cómo se atreve?…, pero qué demonios…, ¿dónde trabaja usted? ¿En esa obra de allí?». El cartílago de la laringe del tipo blanco bulle mientras señala hacia el otro lado de la entrada, donde está la urbanización en construcción.

El albañil mira hacia el edificio en construcción y guarda silencio.

El tipo blanco vuelve la vista hacia Lennox y Tianna, que han estado observando el intercambio de palabras. Lennox da media vuelta.

«¿Ha visto eso? Disculpe, señor».

La insistencia de ese individuo crispa tanto a Lennox que se da la vuelta y se encara con él.

«¿Ha visto eso?», vuelve a preguntarle, boquiabierto y con un aire de beligerancia insidiosa que recuerda a alguna otra persona.

«Sí lo he visto», dice Lennox escudriñando lentamente al reclamante antes de echarle una mirada al obrero de la construcción. Entonces se quita las gafas de sol y se las engancha en cuello de la camiseta de los Ramones antes de mirar fijamente y con gesto severo al de raza blanca. «Y le recomendaría encarecidamente que se disculpe con este caballero», dice, señalando con un gesto de la cabeza al albañil hispano.

Su interlocutor queda desconcertado por la autoridad con que habla Lennox. Las manchas oscuras de las sobaqueras de su camisa se extienden un milímetro más. La piel de su rostro, en torno a las gafas de sol, se vuelve todavía más roja. «Pero yo…».

«Se está pasando de la raya. Le sugiero que se disculpe si no quiere que me vea forzado a tomar las medidas oportunas».

«¿Quién demonios es us…?».

Lennox se acerca un poco más a él para ver titubear su mirada y comprobar cómo le lloran los ojos tras los cristales tintados de las gafas. Constata que destila ira y dogmatismo. Ya hay varios espectadores interesados. «Ahora mismo no estoy de servicio. Si me obliga a volver a estarlo, convertirá esto en un asunto personal entre usted y yo. Con sólo disculparse ante este caballero, todos podremos marcharnos y seguir con nuestras vidas. De lo contrario podrá comprobar hasta dónde estoy dispuesto a llegar. ¿Qué me dice?».

El hombre rubio mira primero a Lennox y después al albañil, que parece tan avergonzado como él. «Disculpe…, supongo que di marcha atrás…, compré el coche la semana pasada…, y el aparcamiento este siempre está tan lleno…».

«Está bien», dice el albañil, mostrándole a Lennox la palma de la mano en un gesto de gratitud forzado antes de volver a subirse a la furgoneta.

El tipo blanco sube discretamente al descapotable y se larga.

Lennox levanta la vista hacia el sol, entorna los ojos ante la calima y vuelve a ponerse las gafas de sol. Mira al otro lado del aparcamiento, donde está Cunningham’s Lobster Bar, núcleo social del puerto deportivo.

«Pues sí que le has cantado las cuarenta a ese gilipollas», comenta Tianna en señal de aprobación.

«Eso es exactamente lo que era», dice Lennox con una sonrisa de complicidad.

«¿Eres poli en Escocia?», le interroga Tianna con cierta preocupación. «¿Qué querías decir con eso de que no estabas de servicio?».

«Peor todavía», dice Lennox, activando de nuevo la función detective embustero. «Trabajo en seguros. El tío del cochazo está de suerte. Podría haberse pasado años pagando a tocateja».

«¿Te gusta tu trabajo?».

Pausa por descarrilamiento. En Escocia se alentaba habitualmente a los niños de clase trabajadora —a menudo con razón— a no contarle nada a la policía. Seguramente las cosas no serían muy distintas en los Estados Unidos, y Tianna sabe cómo se gana la vida Dearing. «Sí, no está mal, pero es cierto que estoy de vacaciones y está bien poder desconectar un poco». Se interrumpe para no seguir engrosando la cuenta de los embustes. «Estoy sediento. ¿Te apetece beber algo?», pregunta mientras señala el bar-restaurante.

«Pero…», dice Tianna, volviéndose y señalando el puerto, «el barco de Chet estará justo a la vuelta de la esquina».

«La garganta se me está cerrando», suplica él.

«Claro que sí», dice ella, sonriendo. «Te duele la garganta, ¿no?».

«Aye».

«Aye»[28], canturrea Tianna mientras se echa el pelo hacia atrás. «¡Aye! Me encanta cuando dices aye. ¡Dilo otra vez!».

«Aye», dice Lennox al tiempo que se encoge de hombros y atraviesa el aparcamiento entre las risas de Tianna.

Lo cierto es que tiene la garganta seca —siempre la tiene así— y que también le duele, pero quiere averiguar qué sabe Tianna antes de dejarla en manos de Chet.

Dentro del bar, la opulencia les sacude como si fuera ozono. La humanidad había sido eliminada de la ecuación, absorbida cual pedo por la campana extractora de un prohibitivo retrete de hotel. Toman asiento. Tianna le pide a la camarera una Pepsi Light y Lennox también, pese a que lo que en realidad le apetece es una cerveza. No tendremos hijos jamás. Pasaré por la ceremonia. Construiré un bonito hogar. Pero sin niños. Se pregunta qué tal le irá a Trudi por Miami Beach. Parece como si ya hiciera días que se metió en este asunto. Pero se siente animado por una terrible euforia que el encuentro con el tipo del parking ha intensificado. Las cosas estaban mejorando: había manejado la situación de forma más satisfactoria que el conflicto con la familia de la gasolinera. Al carajo. Hace falta. Es terapéutico. Empieza a sentirse vivo, como cuando estaba en Escocia trabajando, con ese sabor de boca familiar a ira vengadora alimentando la sensación de que alguien iba a pagar por aquel delito.

Y había habido un delito: la agresión sexual de Johnnie contra la niña. ¿Podían condenarle? ¿Testificaría Robyn? ¿Qué dirían Lance y Starry si les llamaban a declarar como testigos? Sería complicado. Su capacidad de juicio anda por los suelos, pero su instinto le dice que sería difícil conseguir que detuvieran y condenaran a Johnnie cuando es evidente que Dearing se empeñaría en protegerle. Pero ¿por qué?

Lennox estudia la carta. La abstinencia de alcohol le ha provocado un ansia insaciable de comida basura. Intenta convencerse a sí mismo para no hacerlo. Agita la tarjeta desdeñosamente. «Para ser un garito tan pijo el papeo parece bastante de andar por casa. Mar y montaña, hamburguesas…».

Tianna hace caso omiso de su mirada socarrona. «Es un local para paletos con pasta. Y a ésos jamás va a entusiasmarles nada muy sofisticado».

Lennox echa un vistazo a su alrededor y vuelve a evaluar el local. Los gilipollas estresados con chalet de playa, como el yuppy del parking, estaban en realidad en minoría. Se trataba sobre todo de gente mayor que había trabajado y ahorrado toda la vida para asegurarse un lugar bajo el sol. La niña no es tonta, es una chavalita lista que te cagas. En las circunstancias apropiadas podría desarrollar los recursos para superar su dependencia, como hacen la mayoría de críos al hacerse adultos. Podría educarse y adquirir una confianza y una capacidad de interacción social genuinas, en lugar de quedarse en esa chulería de pacotilla que lo único que hará es conducirla a los brazos de algún maltratador. Con los debidos estímulos, esa chávala sería capaz de romper un ciclo de malos tratos y abusos sexuales que quizás llevara generaciones repitiéndose en su familia. O puede que no; a lo mejor Robyn sólo la había cagado porque el eslabón débil era ella. «Tu madre no ha tenido una vida fácil, ¿eh?».

Tianna entorna la mirada y tensa los labios mientras se frota un mechón entre el pulgar y el índice. «Mamá es buena persona…, ha sido muy buena conmigo. Supongo que como todavía es joven le apetece salir de fiesta y esas cosas. Pero parece que siempre acaba con tíos que no le convienen. A ver, las cosas empiezan bien pero la cosa cambia enseguida. El único que se ha portado bien eres tú».

Lennox es consciente de los movimientos de su faringe. Había dejado sola a Trudi, había salido y se había metido un montón de coca en compañía de dos desconocidas. Un temblor le recorre las vértebras. ¿En qué cojones estaba pensando?

«¿Y tu madre qué tal es, Ray?», pregunta Tianna, antes de añadir con humor negro azabache: «¿Está tan loca como Robyn?».

«Es una madre». Al darse cuenta de lo brusco de su contestación, piensa en lo extraño que resultaría llamarla por su nombre de pila. Avril. Avril Lennox, de soltera Jeffreys. Madre. ¿Y eso qué coño es?

«Seguro que es maja», dice Tianna, sacando a Lennox de sus reflexiones y forzándole a mirarla brevemente con una expresión boquiabierta de incomprensión. «Me refiero a tu mamá. Lo sé porque tú lo eres…, no eres como los demás tíos que trae a casa mamá… Como Vince… Al principio era majo».

«¿Era uno de los novios de tu mamá?».

Tianna asiente lentamente, se queda callada y baja la cabeza.

Lennox se echa hacia atrás; lo que quiere es que siga hablando, no inducirla a cerrarse en banda.

«¿Y qué me dices de tu padre? ¿Lo ves alguna vez?».

«Murió en un accidente de coche cuando yo era bebé», dice ella, levantando la vista para comprobar la reacción de Lennox.

«Lo siento», dice él. Sabe que la niña está mintiendo.

«No le recuerdo muy bien».

Esa es la verdad. Era la circunstancia extrema de la ausencia de su padre la que hacía que ocupase un lugar tan preponderante en su vida. Lennox se fija en los cromos de béisbol mientras reprime un bostezo de fatiga. Mira la mochila en forma de oveja chafada.

«Por eso te gustan los cromos».

«Los cromos…, sí», dice ella, apartando la vista otra vez.

Se merece más, pero primero tiene que sobrevivir. Tiene que evitar a la gente como Dearing y Johnnie. Son escoria, pero no lobos solitarios, como Mr. Confectioner. Aquí hay algo que no cuadra. Parece haber pederastas por todas partes: es como si hubiera una pandilla de pedófilos de medio pelo picoteando alrededor de Robyn y de la niña. No es sólo mi paranoia. El tal Vince, ¿conocerá a Dearing? ¿A Johnnie?

Apuran sus consumiciones y salen al exterior. El sol ya se había ocultado parcialmente tras el horizonte pero seguía pegando con fuerza en aquel cielo despejado. Lennox se frota los ojos semicerrados para quitarse las legañas y vuelve a calarse la gorra de béisbol, ajustando la banda y moldeándola para que se ciña al contorno de su cráneo. Tianna no consigue reconocer el Ocean Dawn, pero Lennox se da cuenta de que a ella todas esas naves relucientes, blancas y opulentas podrían parecerle iguales. Mirando del otro lado de la ensenada hacia el edificio en construcción, ve a los obreros de una de las pasarelas tomándose un descanso. Uno de ellos le saluda lentamente con la mano: el tipo del incidente del aparcamiento. Le devuelve el saludo.

La oficina del capitán de puerto se encuentra entre inmobiliarias y aseguradoras de yates. El gerente del puerto deportivo es un hombre de sesenta y tantos, vestido con vaqueros, botas y una guayabera verde, que se presenta como Donald Wynter. Hombre de entusiasmo desenfrenado, con cabello blanco y raya, tiene un asombroso parecido con el actor Steve Martin. De hecho, es tan grande que a Lennox le entran ganas de contar chistes. No obstante, le pregunta: «¿Conoce usted a Chet Lewis?».

«Al viejo Chet lo conoce todo el mundo», dice Wynter, sacándoles a la calle y mostrándoles a Lennox y a Tianna dónde suele estar atracado el Ocean Dawn.

Sólo que ha desaparecido.

Don Wynter capta la expresión alicaída de Ray Lennox «Chet habrá bajado por la costa para echar unas cuantas nasas y atrapar un poco de pesca fresquita. Hay sobrepesca de cosas buenas, así que en estos tiempos hay que echar las redes un poca más allá. Para mí que habrá regresado mañana por la mañana. Es más, sé que lo hará, porque tiene que recoger unas cosas que pidió aquí en la oficina. Suele ir a ver al viejo Mo a la casa que tiene en una de las islas. Estarán jugando a las cartas y bebiendo cerveza». Wynter habla como un hombre al que le asustara estirar la pata antes de haber pronunciado todas las palabras que tiene asignadas.

«¿Y cómo se llega allí?».

«No se llega, salvo que uno tenga barco y conozca esa aguas», dice Wynter, sacudiendo la cabeza. «Sí, seguramente estará amarrado en algún punto de la costa ahora mismo».

Lennox agradece su ayuda, pero está fatigadísimo y cuando aquel hombre se lanza a perorar sobre las mareas y las condiciones meteorológicas, su verbosidad le crispa. Y una mirada al rostro afligido de Tianna le dice que ha superado su umbral de aburrimiento. Mientras Wynter divaga, Lennox se acuerda de los testigos talluditos a los que entrevistó en relación con el caso Britney. Hablaban por los codos, inflando su papel para que pareciera fundamental en el drama de su corta existencia. Por supuesto, lo que les pasaba era que se sentían solos y en un principio uno no podía dejar de simpatizar con ellos, pero se las ingeniaban para agotar enseguida ese manantial de buena voluntad. Al final le daban ganas de abrir aquellas quebradizas cabezas y gritarles: Esto no tiene que ver contigo, egoísta de mierda. Estamos investigando un asesinato.

El peor de todos fue Ronnie Hamil, el apestoso abuelo de Britney.

Después Angela y ahora Robyn. No te podías fiar ni de tu puta madre.

Basta.

La aparición de una mujer bien vestida y de mediana edad proporciona a Lennox y Tianna el pretexto que necesitan para abandonar discretamente al distraído capitán de puerto. Salen del puerto deportivo y van en coche hasta el centro antes de salir a la autopista. Lennox no sabe qué hacer. Se maldice a sí mismo. ¡Joder! ¡Si no hubiera mariconeado tanto con los caimanes y los batidos…!

«No quiero volver», dice Tianna en voz muy baja, con los ojos convertidos en grandes globos llenos de temor. «Quiero quedarme con Chet».

Enseguida se haría de noche y no verían a Chet hasta mañana. Lennox sopesa las opciones. El apartamento de Robyn en Miami no era una de ellas. Habían venido aquí para alejarse de ese sitio y de la gente que había en él. Podía volver con ella al hotel de Miami Beach o a casa de Ginger en Fort Lauderdale, y llevarla por la mañana a casa de Chet. De repente suena la bocina de un camión; cuando Lennox pisa el freno a fondo, de su cuerpo parecen desprenderse cinco capas de piel. Da gracias a un poder supremo por no tener nada detrás. Casi se empotra en la parte trasera del camión. Eso, además de la reacción de susto de Tianna, zanja la cuestión. Está demasiado cansado; necesita dormir. En su actual estado de fatiga, él representa un peligro mayor para ella que ninguna otra persona. Detiene el coche en la siguiente gasolinera y vuelve a llamar a Trudi.

«Ray, ¿dónde demonios estás? Me dijiste que estarías de vuelta…».

«Estoy con la niña de la que te hablé. Tiene diez años. Su madre y ella están metidas en un lío muy gordo. No puedo defraudarlas, Trudi, como hice con Angela y Britney. Sencillamente no puedo».

«¿Es que aquí no hay policía?».

«Sí. Conocí a uno de ellos. Es él quien la acosa. Así que ahora no puedo arriesgarme a acudir a la poli, no sé qué rollo hay con el tío este. Tengo que encontrar a alguien que sea absolutamente legal. Voy a tener que pasar la noche aquí. Por la mañana dejaré a la niña con su tío, cuando su barco haya vuelto a puerto. ¿Sabes lo que te digo?».

«¿Estás con esa chiquilla ahora?».

«Sí. Se llama Tianna».

«¿Y vas a pasar la noche —¡a pasar la noche!— con esa chiquilla en un hotel?».

«Un motel», dice Lennox, pensando en los que habían visto antes junto a los centros comerciales de la Autopista 41. «A ver… ¡por supuesto que estaremos en habitaciones separadas! Hostia puta, dame tregua».

«¡Dame tregua tú a mí, Ray!», exclama Trudi. «¡Dime dónde estás y voy a buscarte! Ginger vendrá y me recogerá».

«No es seguro».

«Estás loco, loco y delirando, so…», jadea, y de repente se ve a sí misma ayudándole a entrar en su piso con la mano destrozada, mientras él farfullaba estupideces acerca del caso Britney Hamil, Tailandia y Dios sabe cuántas cosas más; entonces ve sus propios dedos, con el anillo de compromiso que le regaló él, en torno a la polla circuncisa y venosa de un agente inmobiliario. Suaviza el tono: «Ray, por favor, escúchame. Has…, lo has pasado muy mal. Sé que no tienes tus pastillas, Ray. Las necesitas. Si no quieres volver, déjame que vaya a donde estás tú…».

Lennox se queda anonadado por ese cambio radical de actitud. Cuando la ira se disipa, Trudi está genuinamente preocupada por él. Echaba de menos todo lo que ella había hecho por él. No se había dado cuenta de que buscar refugio en los planes de boda era una manifestación de su propio estrés. Lennox habla con un tono de voz ronco, preñado de emoción: «No, cariño. De verdad, volveré mañana por la tarde. Nos daremos una vuelta por las tiendas de vestidos, nos sentaremos y terminaremos la lista de invitados…».

«¡La boda me da igual! ¡Me importas tú!», exclama Trudi, desolada al pensar en su estúpida aventura con el untuoso tipo de la inmobiliaria. Ray la quiere. La necesita. «No me di cuenta, cielo, no me di cuenta de que seguías desmoronándote por dentro. Creí que ya estabas recuperado. ¡Por favor, cariño, vuelve conmigo!».

Lennox se encoge y toma aliento. «Tienes que confiar en mí. Te suplico que lo hagas».

No tienes ni puta idea de cómo son los hombres.

«Yo necesito que tú confíes en mí, Ray. Al menos dime dónde estás», lloriquea Trudi.

«Estoy a unas tres horas al oeste de donde estás tú, del otro lado de los Everglades, en la otra costa, el golfo de México. Eso es todo lo que puedo decirte. Te llamaré pronto, lo prometo».

A esto le sigue una pausa insoportablemente larga. Finalmente, escucha la voz de Trudi: «¿Me lo prometes?».

«Sí».

«De acuerdo. Ten cuidado», dice ella. «Hasta luego». El tono es monótono, y cuando añade: «Te quiero», su cansina resignación casi parece de ultratumba.

Entonces se corta la comunicación. Lennox se queda mirando el auricular, como si acabaran de arrancarle las entrañas.

Trudi se recuesta en la cama; su cuerpo suspira con esa satisfacción que le entra tras una buena sesión de gimnasio, cuando ha consumido toda la adrenalina y se apodera de ella una fatiga deliciosa. Aaron no había dado señales de vida, lo cual era a la vez una buena y una mala noticia, pero un tío le había tirado los tejos, lo cual también era a la vez una buena y una mala noticia. Existía vida más allá de Ray; y en potencia era muy buena. Es joven. Ahora es su momento. ¿Podía permitirse el lujo de desperdiciarlo con un tío que quizás no se pusiera las pilas nunca?

Esa obsesión con los delincuentes sexuales. Esa obsesión por el sexo. Sus rollos sexuales raros.

Las cosas que había dicho en el túnel cuando sufrió la crisis. Sobre Tailandia. Sobre chicas jóvenes en Tailandia.

Ray tiene secretos. No secretitos bobos. Secretos de los gordos. Puede que de los malos. Trudi Lowe se estremece y se incorpora. Bebe un trago de agua. Se arrima y baja el aire acondicionado.

Un poco antes habían pasado por delante del American Inn, con sus bloques de hormigón en forma de H, su bandera gastada con las barras y estrellas y su letrero de neón de color rojo mate en el que se leía intermitentemente HAY HABITACIONES LIBRES. Los muros tenían aspecto de haber albergado toda clase de emociones desesperadas y de sueños rotos. Lennox imagina poder oler el semen rancio de mil pederastas impregnando la estructura del edificio. Es como si le obligara a enfrentarse a él, como si le retara. Tianna lo mira con expresión perpleja, sin delatar emoción alguna mientras él dice con falsa tranquilidad: «Parece un lugar tan bueno como cualquier otro».

Antes pasan por un Walgreens para comprar unas pastillas de jabón, pasta de dientes y cepillos. Con la irritación y la fatiga que lleva a cuestas, a Lennox le ofende la discrepancia entre el precio marcado y el precio real —sigue sin entender el impuesto sobre las ventas— y luego ya están otra vez en el motel, a punto de registrarse.

El recepcionista es un anciano blanco de aspecto cadavérico. Tiene una piel translúcida y tal expresión de fatiga y aflicción que da la impresión de que si se quitara la camisa se le verían los tumores. Solicita a Lennox alguna forma de identificación; esta vez saca el pasaporte. El cuerpo del recepcionista se tensa como la soga de una horca bajo el peso de su carga al darse la vuelta y colocar sobre el mostrador un simple registro en el que pide a Lennox que firme. Mientras éste cumple, el anciano se fija en Tianna, que está echando un vistazo a los chabacanos folletos que se encuentran en un viejísimo soporte de plástico de la pared, debajo de un mapa de la zona que tiene pinta de remontarse a los tiempos de los habitantes anteriores a la llegada de los blancos. Se vuelve con gesto deliberado hacia Lennox: «¿Es su hija?».

Lennox le mira a los ojos: «No, soy un amigo de la familia», declara, y acto seguido añade: «Necesitaremos dos habitaciones».

El recepcionista enarca levemente las cejas, mira fugazmente de arriba abajo a Lennox y luego baja la cabeza con expresión malhumorada para inscribirles en el registro. Lennox se estremece; ahora le parece que no ha sido buena idea quedarse aquí. Pero está reventado y necesita descansar desesperadamente. Ve a Tianna bostezando de forma prolongada. Se pregunta cuánto habrá dormido los últimos días, semanas o meses.

Mientras vuelven a salir al exterior para echar un vistazo a sus habitaciones, el sol, cual placa de latón y ocre que parece el símbolo de la vida perdida, se pone ante los ojos escocidos de Lennox. Debajo de él divisa, a través de una luz cada vez más difusa, el acogedor brillo del letrero de neón de un punto de venta de pastillas de freno Roadhouse junto al centro comercial del otro lado de la autopista. No es demasiado tarde. Un par de cervezas —no más— le sentarían de maravilla y asegurarían que durmiera profundamente. Pero no puede dejar sola a Tianna, ni siquiera en el supuesto de que se durmiera enseguida. Así que se acercan a una máquina expendedora que está en recepción y saca una Pepsi para ella y un agua mineral para él.

Haciendo hincapié en su estado de agotamiento, Lennox le dice a Tianna que va a retirarse y le recomienda a ella que haga lo mismo. La niña vacila un segundo antes de dirigirse a sus aposentos, situados dos puertas más allá de los de Lennox.

La habitación de Lennox está amueblada con enseres viejos y funcionales: cama, mesita de noche con lámpara, mesa y silla, cuarto de baño con inodoro, lavabo y ducha. Junto a un televisor grande pero venerable, dos desvencijadas butacas verdes con cojines amarillos que tienen más cosas que contar de las que nadie querría oír. Tras atravesar una anémica alfombra llena de quemaduras de cigarrillo, corre las cortinas de la ventana de atrás y desvela unas vistas tan poco estimulantes como la autopista de la parte de delante. Hileras de edificios prefabricados rodeados de altas vallas que pertenecen a un complejo de almacenes y distribuidores resplandecen desafiantemente bajo un sol cada vez más débil, como si fueran starlettes ansiosas por estar en el candelero y disfrutar de sus papeles secundarios.

Lennox encuentra el mando a distancia, inverosímilmente gastado, y enciende el televisor. Mientras sube el volumen para ahogar el traqueteo industrial del antediluviano aparato de aire acondicionado —una gran caja metálica incrustada en la pared—, coge el vaso que hay encima de la mesa y lo levanta al trasluz. Parece limpio, así que lo llena con agua de la botella y vuelve a dejarlo en la mesita de noche. Da unos sorbos a lo que queda en la botella de plástico y se desploma en una de las butacas, con una pierna colgando de uno de los apoyabrazos para ver la tele. Según va navegando entre canales, nota cómo la tensión de su mente se va soltando y vaciando, mientras sus reflexiones dan vueltas rumbo a la nada y giran sobre sí mismas. Trudi se había portado bien, más que bien. Era leal, una entre un millón.

Una llamada a la puerta le devuelve a la habitación de mala muerte. Cuando abre ve a Tianna de pie delante de él, mirándole con ojos grandes y esperanzados. «No estoy cansada. ¿Puedo quedarme aquí un ratito viendo la tele contigo?».

«Claro», dice Lennox, «pero sólo media hora, porque estoy absolutamente destrozado».

Tianna se sienta en la otra butaca. La verdad es que Lennox podría prescindir de su presencia, pero entiende que a la niña la han dejado sola tantas veces que debería esforzarse un poco. Además, puede que se sienta lo bastante relajada para darle algo más de información acerca de la pandilla de Miami, y del tal Vince, el de Mobile. Cogiendo el mando, Tianna se decide por MTV. Lennox experimenta una sensación de náusea al encontrarse de golpe con el viejo vídeo de Britney Spears vestida de colegiala. Cuando lo estaba rodando le dijo al mundo entero que era virgen. En su momento él reaccionó desdeñosamente, pero ahora aquello casi tenía sentido. Tianna está como paralizada viéndolo. Finalmente se vuelve hacia él y dice: «¿Crees que Britney sigue estando buena? La vi en una revista de mamá y estaba gorda y asquerosa. ¡Puaj!».

Lennox piensa en el cuerpo estrangulado de Britney Hamil, muerto y colocado encima de la mesa del depósito de cadáveres. Una niña a la que le pusieron el nombre de una estrella del pop que iba a vivir más que ella.

«Acaba de tener un bebé», dice Lennox. «Dale tiempo».

No se siente cómodo viendo el vídeo con ella y le pide que cambie de canal. «Está un poco pasado», le explica de forma poco convincente. Tianna va recorriendo los programas y se detiene, emocionada, ante uno de ellos, un reality.

«¡Beauty and the Geek!», chilla.

A Lennox le sorprende disfrutar secretamente del concurso de ligue, a pesar de que hubiera preferido verlo solo. El objetivo era que las supuestas «bellezas», la mayor parte de las cuales eran en realidad unas jovencitas bastante incultas y no muy agraciadas, acabasen emparejadas con unos empollones gafotas y obsesivo-compulsivos, reprimidos pero inteligentes, que solían ser unos cracs empresariales, científicos o informáticos.

Al principio, Lennox simpatiza con los chicos, torpes y tímidos, que parecen presa fácil para las vivaces pero groseras cazafortunas. Luego se va haciendo evidente que lo único que pretenden estos tipos es pulir su don de gentes para ver si follan. Bajo un barniz de frivolidad, las mujeres muchas veces parecen estar buscando un idilio auténtico. Aunque estén ansiosas por encontrar una pareja con dinero y perspectivas, y se esfuercen por hacer que los empollones se vistan, se comporten y aparenten ser lo bastante enrollados como para hacerles buenas fotos de bodas, en general parecen capaces de concebir que exista algo más allá de un simple polvo. Al final, no obstante, el carácter banal y previsible del espectáculo empieza a deprimirle. El hecho de que Tianna tenga los ojos clavados en la pantalla le perturba. Enseguida empieza a luchar por mantener abiertos los suyos.

«¿Te ha gustado?», pregunta ella mientras pasan los créditos.

«Sí, no está mal».

«A mamá y a mí nos encanta».

Es como si viera ahora mismo a Robyn, icono irresponsable de la maternidad enrollada, resplandeciente de promesas rotas. Adjudicándose el papel de hermana sustituta mayor/menor de Tianna y sometiendo a la niña a una letanía de reality shows semejantes, sobre todo los que tienen un elemento de cita. Azotándole las neuronas con la clase de mierda que, en conjunción con el comportamiento de Robyn, forjaría la plantilla de la cosmovisión de la niña. Mientras hacen zapping entre programas del mismo género, es como si la televisión supurase más hastío que las calles y los bares, a la vez que los presentadores se afanan en aparentar una emoción lo suficientemente intensa como para que el contenido levante el vuelo. Es como si las cadenas de televisión fueran incapaces de encontrar personal lo bastante tonto para no avergonzarse un poco de administrar la banalidad extrema, mientras la realidad verdaderamente trascendental está fuera, a la vista de todo el mundo, pero hurtada al debate público, como aislada por una invisible valla eléctrica. En su pecho va asentándose una mezcla de ira y desánimo.

«Deberías estar viendo las cosas que ven otras chicas de tu edad».

«¿Como qué?».

«No lo sé. Algo habrá. ¿Dibujos animados?».

«Los Simpson son divertidos. South Park mola. Y me gusta Padre de familia».

«Sí», dice Lennox, antes de volver a anunciar: «Estoy hecho polvo. Voy a acostarme». Señala la puerta.

Tianna se muestra reacia a marcharse. Lennox tiene que levantarse y abrir la puerta antes de escoltarla hasta su habitación. Pero unos diez minutos más tarde alguien llama a la puerta. Sabe quién es. Tianna se mordisquea el pelo y le sonríe de forma extraña. «No puedo dormir», le dice con una sonrisa tonta.

Su sonrisa y su lenguaje corporal le transmiten algo que le da náuseas.

«Mira, vuelve a tu habitación y pon la tele».

«¿No puedo meterme en la cama contigo?», suplica ella.

El corazón le late con fuerza, en concierto con el ritmo del aparato de aire acondicionado. Sujeta la puerta con fuerza, como un portero enfrentado a una clientela potencialmente agresiva.

«No. ¿Para qué ibas a hacer eso?».

«Supongo que porque me gustas. ¿No te gusto yo a ti?», pregunta ella con ojos grandes y suplicantes.

«Sí, pero somos amigos. No…».

«Es por Trudi. ¡La quieres! ¡Para una vez que de verdad me apetece estar con alguien, está enamorado de otra!», protesta dando un pisotón en el suelo.

Qué cojones

«No», dice Lennox, echando un vistazo al exterior, presa del pánico. Está desierto. Respira hondo. «Mira, es mi chica, pero aunque no lo fuera, eres muy joven. Los tipos de mi edad…», empieza, antes de acordarse de la que tiene ella, «los tipos de cualquier edad ¡no se meten en la cama con chicas de tu edad!».

Ella le mira de forma penetrante. «Algunos sí».

«Ya», dice Lennox. «Se llaman pedófilos. Me he cruzado con un montón de ellos. Algunos son malvados; otros simplemente son tipos débiles y lamentables. Pero hacen mal, todos y cada uno de ellos. No tienen derecho a hacer eso. ¡Y ahora, por favor, vuelve a tu habitación!», exclama enérgicamente.

La observa mientras se marcha con gesto abatido y desaparece tras la puerta de su habitación; entonces Lennox cierra la puerta de la suya y apaga el aire acondicionado. El aparato se detiene poco a poco, con unos fatigados y cada vez más inaudibles clics de protesta mientras Lennox se mete en la cama. Sin saber por qué, empieza a pensar en el lozano felpudo de Robyn; eso le perturba. Su cerebro está en guerra consigo mismo; una parte de él, con renegada obscenidad, piensa en Tianna y luego en los genitales impúberes de la niña muerta de Edimburgo. Pese a que por fortuna esto no le excite en modo alguno, maldice esos pensamientos incontrolados. Se siente manchado por esa vileza y por la noción de no ser mejor que ellos.

Un par de puertas más allá, Tianna se acuesta. Se siente afligida y posa su ceño sudoroso sobre una almohada pegajosa y descolorida. Retira la sábana sofocante y atormentadora para que el aire fresco le recorra el vientre, el pecho y las piernas, pero la habitación está llena de sombras que brotan de unas paredes que hierven con un millón de pesadillas. Su chaqueta, colgada encima de la puerta del cuarto de baño, ha adquirido la forma de un jorobado malévolo. Se le escapa un chillido y se tapa con las sábanas hasta la barbilla, esperando volver a sumirse enseguida en las arenas movedizas del sueño. Y así sucede, pero al cabo de unos minutos siente que se ahoga y entre jadeos lucha por recobrar el estado de conciencia.

A unos pocos tabiques de allí, a Ray Lennox le distrae algo que revolotea en torno a su oreja. Algún puto insecto. Un ruido vibratorio. Otra vez. Después parece calmarse. Echa un trago de agua del vaso que está junto a la cama. Luego se sienta, muy tieso, presa de un pánico mordaz, incapaz de respirar. Tiene algo atascado en la garganta. Empieza a atragantarse. Está vivo, se mueve y zumba. Se acerca hasta el cuarto de baño infestado de hongos tambaleándose; los ojos le escuecen y le gotean como si llorase sangre. Intenta expulsar al invasor a base de arcadas, pero no puede. Entonces sus entrañas entran en erupción violenta, pero la ardiente andanada de vómito parece chocar con algo que tiene en la garganta y la bilis le achicharra el esófago mientras regresa en cascada a su estómago.

Una idea le obsesiona: así es como acaba la cosa.

Ya desesperado, mareado y con miedo, con la cabeza a punto de estallar, vuelve a tener una arcada y expectora convulsiva y enérgicamente. Se asoma a la taza del váter y la ve, más parecida a un hámster volador que a una polilla, con unos minúsculos ojos redondos, negros y brillantes en un cuerpo dorado y peludo, luchando por liberarse del batido de vómito, batiendo el ala que se ha quedado fuera del agua.

«Vete a tomar por culo», le dice a la enorme polilla entre jadeos y resollando, antes de tirar de la cadena y ver a la criatura dar vueltas y arremolinarse como un derviche antes de desaparecer.

Durante unos minutos, Lennox permanece arrodillado, con el rostro acalorado apretado contra la fresca superficie vítrea del lavabo.

Incorporándose temblorosamente y volviendo a la cama, con el zumbido todavía en la cabeza, como si el fantasma de la polilla fuera a formar ya parte de él para siempre, Lennox se hunde en un sueño exhausto y embotado en el que oscuros pensamientos conscientes se mezclan con sueños desquiciados. Pasa el tiempo; no sabe cuánto. Tras una narración entrecortada y febril, ve con toda nitidez a Trudi delante de él, junto a la cama. Se está quitando la ropa. Dice: «Te deseo, Ray, de cualquier forma que tú quieras». Casi puede tocarla.

Casi puede tocarla porque está allí.

La puerta de su habitación se ha abierto. Distingue la silueta gracias al alumbrado de fondo proporcionado por la luz de luna durante uno o dos segundos hasta que una brisa la cierra de golpe y le sume de nuevo en la oscuridad. Echa un vistazo a la pantalla del reloj: 2.46. Se mete —alguien se mete— en la cama con él.

«Sabes que te quiero», gimotea ella con voz entrecortada. «Puedes hacer lo que quieras. Sé que no me harás daño».

Lennox se queda de piedra. Se levanta de la cama de un salto y enciende la luz. Allí está Tianna, incorporada y vestida con una camiseta y unas braguitas amarillas con una mariposa blanca. Lennox estira la mano para coger sus pantalones, colgados encima de la silla, y se los pone encima de los calzoncillos.

«¡¿A qué demonios juegas?!».

Tianna le mira con un mohín de tristeza. «No puedo dormir».

«¡Pues tendrás que intentarlo, porque aquí no puedes quedarte!», grita Lennox. Ella empieza a llorar. El baja la voz. Un temor alarmante y desesperado se apodera de él: como la oiga el recepcionista… Puede ver a Lance Dearing, e incluso oírle: «Vaya, yo me limité a sacar a su madre de allí para tranquilizarla, y dejé allí al bueno de Ray con la niña. Nunca se me ocurrió que fuera a secuestrarla y llevarla al otro lado del estado. La verdad es que me siento culpable…». El terror le corroe las entrañas. «Mira, vuelve y ponte la tele. Por favor», le suplica. «Te quedarás dormida enseguida».

Tianna hace una mueca y sacude la cabeza. No piensa moverse. «No quiero. Déjame quedarme aquí, por favor, no intentaré tocarte…».

«¡No! Ve a tu habitación. ¡Ahora!».

Tianna encoge las piernas y se envuelve con la manta antes de mirarle. En un instante desaparece la pequeña depredadora retorcida y vuelve a aparecer la niña con el huequito entre los dientes. «Pero… creo…, creo que he dejado la habitación un poco cochina».

Lennox respira hondo. «Vale, vale. Quédate aquí». Se dirige hacia la puerta. «Yo me quedo durmiendo en tu habitación y nos vemos por la mañana», dice con voz entrecortada y con la garganta todavía en carne viva y ardiendo. «Por favor, ¡intenta dormir!».

Saca sus pies descalzos al frescor del porche, donde le llega el olor a diesel y gasolina. Sigue haciendo calor y no hay nadie a la vista; la única señal de vida relativa era la lamparilla que resplandecía tenuemente en recepción. A lo lejos, el leve alboroto de un convoy de grandes camiones que traquetean por la autopista mientras se apagan las luces del punto de venta de Roadhouse. Un viento frío roza su torso desnudo. Bosteza, se estira y saca otra botella de agua de la máquina antes de volver a la habitación de Tianna, echando esta vez el cierre. Dentro, las mantas parecen completamente desordenadas pero todo lo demás parece estar en su sitio. Quitándose los pantalones, se mete bajo las mantas y encoge enseguida la pierna al notar la humedad.

«Joder», gruñe mientras se levanta apresuradamente de la cama. «¡Hostia puta!».

Se arranca las mantas y se traslada a un pequeño sofá, poco espacioso e incómodo. Vuelve a levantarse, quita el colchón de encima de la cama y palpa el otro lado. Por suerte, el pis no había llegado al otro lado. Después de darle la vuelta al colchón, hace una bola con la sábana bajera empapada y vuelve a taparse con las mantas. Pese a estar agotado, tiene los nervios más tirantes que las cuerdas de un piano y no consigue conciliar el sueño. Acaba levantándose de nuevo, refugiándose una vez más en la televisión y haciendo zapping hasta encontrar un reportaje en el Discovery.

El documental se ocupa de la progresiva extinción del oso panda en China y de los esfuerzos por salvarlo. La mayoría de dichos esfuerzos consisten, al parecer, en que los científicos molesten a los pandas y a sus crías, separen a éstas de sus madres, les pongan transmisores en las orejas y les tatúen la boca por dentro. Una mujer americana, acompañada por su hijo, hace de narradora del programa, que describe como un «viaje revelación». Ayudan a los zoólogos chinos a importunar a los pandas, y a éstos les produce una evidente angustia. Lennox cree que si los animales pudieran comunicarse con nosotros dirían: «¿Por qué no os vais a tomar por culo y nos dejáis comer bambú y extinguirnos en paz?».

Pero ésa no era la forma humana de hacer las cosas. Nuestra codicia os está matando, por lo que nuestra vanidad exige que os salvemos.

Tianna. ¿Será su cría de panda personal? ¿Hace todo esto por ella o porque su propio ego se niega a admitir que le venzan pederastas como Mr. Confectioner o Dearing? En última instancia, supone, el motivo es lo de menos. Lo importante es la acción. Hacer lo correcto.

Lennox apaga el televisor, se mete en la cama e intenta sosegarse de nuevo. Sigue sin poder dormir. Encima de la mesa está la mochila de Tianna. El estúpido rostro de la oveja parece burlarse de él. Estira el brazo y la coge. No quiere hacer un registro de sus pertenencias, pero él es poli y ella está en peligro. Necesita averiguar cosas sobre ella. Mientras abre las diversas bolsas y compartimentos de la mochila, experimenta el vergonzoso poder y la aguda agonía de esta violación de nuevo cuño. El poli y el pederasta: camaradas de atrocidades. Aparte de los cromos de béisbol, un cepillo para el pelo y algunos cosméticos, hay un cuaderno de tapas negras. En la página opuesta al rombo que dibujó antes ha garabateado una anotación:

Hola, Nushka:

Siento no haber tenido tiempo para escribirte en bastante tiempo. Supongo que me estoy volviendo perezosa. Nunca imaginarías lo que me ha pasado. He conocido a un tipo que se llama Ray. Vive en un castillo en Escocia, al otro lado del mar. Yo le llamo Bobby Ray. ¡El notición es que estamos enamoradísimos y nos vamos a casar! ¡Quiero que seas mi dama de honor! Viviremos en un castillo que está en Escocia. Puedes venir a visitarnos o quedarte a vivir allí. Tú y mamá. La dejaremos vivir en un chaletito de la finca para que podamos cuidarla. Podrá venir a ver la tele y a comer con nosotros en el salón de la casa grande.

Ray no es como los demás, como ya-sabes-quién. Ray se parece más al tío Chet, pero es más joven y apuesto. Tiene el pelo más o menos castaño, muy corto, como si fuera un marine o algo.

Supongo que estoy preocupada por mamá. Rezo por ella. Pero sé que Ray la ayudará. Sé que mi Bobby Ray y Chet harán que todo salga bien. Ojalá nos hubiéramos quedado en Mobile. Pero allí estaba el mentiroso de Vince y en cualquier caso, si lo hubiéramos hecho, nunca habría llegado a conocer a mi dulce Bobby Ray.

Tu queridísima amiga,

Tianna Marie Hinton

Lennox deja caer el cuaderno sobre la mesa. Se levanta una vez más para intentar sacarse el último resto de orina de la vejiga. Nushka parecía ser una amiga imaginaria. En parte, sin embargo, se siente halagado por la forma en que le ve la niña y la confianza que tiene en él. No es más que un enamoramiento adolescente, como el que pasó él con su maestra de primaria, la señorita Milne, por el simple motivo de que le trataba bien. Sin embargo, él era un niño asexuado y a ella la han jodido unos pederastas; eso da a la fantasía un matiz peligroso. Pero pese a que el mensaje esté distorsionado, lo cierto es que la niña confía en él; desea confiar en él con todas sus fuerzas. No puede defraudarla. Y, no obstante, se siente envilecido por lo que acaba de hacer, y se arrastra furtivamente de nuevo a la cama a cuatro patas.

Lennox guarda el cuaderno en la mochila y echa otro vistazo a los cromos. Babe Ruth. Reggie Jackson. Mickey Mande. Joe DiMaggio. Scots Bobby. Lee los datos de sus carreras en el dorso. Bobby Thomson no pertenecía a la misma categoría que los demás, evidentes monstruos del béisbol. Su legendario prestigio se basaba en ese único tanto, no en su historial deportivo. Y sin embargo Tianna lo había conservado. Lennox no entiende de béisbol. Quizás haya que ser norteamericano para entenderlo. Un bostezo le separa las mandíbulas; el sueño llama de nuevo a su puerta.

Satisfecho de sucumbir, se sumerge en él como agua de lluvia en un desagüe.