Con el mapa temblándole en la mano inflamada, a Lennox le agobia simultáneamente la sensación de estar cagándola a lo grande. Tratar de conducir y fijarse al mismo tiempo en un callejero de Miami y un mapa de carreteras de Florida es jugársela. Ante su fatigada vista, la cartografía urbana no es más que un conjunto de rayas mal impresas de distintos colores: rayas negras que parecen coordenadas, algunas rojas, unas cuantas azules y alguna que otra verde. Los caracteres son tan pequeños que apenas logra descifrarlos. ¿Qué significaba todo aquello? Le molesta descubrir que está conduciendo en dirección oeste por la Autopista 41, lejos de la ruta que pretendía tomar, la Interestatal 75, más conocida como Alligator Alley. Peor aún, parece que la autopista le lleva de regreso al distrito donde vivían Robyn y Tianna, que es de donde venían huyendo. La niña está en el asiento del pasajero, y vuelve a estar obstinadamente sumida en ese mundo silencioso al que él no tiene acceso.

No puede hacer otra cosa que seguir viajando en dirección oeste. Las dos o tres horas que cuesta llegar a Bolonia por la interestatal se dilatarán conduciendo por la 41, el Tamiami Trail. Entran en ella sin darse cuenta, con su frustrante limitación de velocidad a noventa kilómetros por hora, mientras la barrera de aluminio de la mediana, que luce con ecuanimidad las cicatrices de accidentes pasados, separa los carriles de hormigón de la autopista.

A Lennox le sorprende la rapidez y la rotundidad con que las afueras de Miami dan paso a los pantanos de los Everglades. En las alturas revolotean unas aves carroñeras que nunca había visto; parecen cuervos gigantes cruzados con halcones. Muchas acaban aplastadas bajo las ruedas cuando acuden en busca de otros animales atropellados y se convierten a su vez en víctimas desperdigadas por la calzada en diversos grados de pulverización. Algunas zonas de bosque han sido diezmadas por lo que Lennox imagina que son los daños causados por un huracán. Se ven árboles doblados, combados y marchitados, como si los hubiera deformado un calor intenso en lugar del viento, y también vallas arrancadas. En el pantano hay grandes grullas blancas congregadas de forma inverosímil en árboles pelados, lo que le hace volver a pensar en Les y las gaviotas.

Tianna ha rescatado su vieja colección de cromos de béisbol y los está contando.

«Te gustan esos cromos, ¿eh? ¿Los coleccionas?».

«No, sólo guardo éstos. Eran de mi papá». Tianna le contempla a través del escudo formado por su pelo, a la espera de su reacción. «No valen nada, pero tenía algunos que sí eran valiosos. ¿A ti te gusta el béisbol?».

«La verdad es que no. Para serte sincero, los deportes americanos no me entusiasman demasiado. Entiéndeme, es que el béisbol es igual que el rounders[24], un juego para críos», se burla Lennox antes de recordar la edad de Tianna. «¡Lo que quiero decir es que nunca ha habido un escocés que jugara al béisbol!».

«Conque no, ¿eh?», le reta Tianna mientras le entrega uno de los cromos.

Lennox va echando miradas furtivas mientras sujeta el cromo contra el volante. «¡Me está bien empleado!».

Tianna se ríe y recupera el cromo; de repente la distrae un vehículo que pasa por delante, cargado con dos bicicletas de competición en la baca. «Guay», dice señalándolas. «¿De niño montabas en bici?».

«Sí». Lennox se siente herido en lo más vivo al acordarse de la preciada Raleigh azul y blanca que le regalaron por su undécimo cumpleaños y de lo mucho que insistieron sus padres en que la cuidara y no se la dejara a nadie del barrio.

«¿Cómo era?».

«Era una bici y punto», responde, acusando el azote del recuerdo y la acidez de la bebida de anoche en el gaznate mientras su cerebro arrasa a su paso viejas rutas neuronales abandonadas. Traga con fuerza y contrae el esfínter.

«¿Qué otras cosas te gustan?», le pregunta a la niña para cambiar de tema. «¿Te gustan los animales?».

Tianna medita un rato al respecto. Paradójicamente, la deferencia con que ella le otorga a la pregunta un peso que no merece le hace sentirse aún más simplón por habérsela hecho.

«Supongo que los delfines sí me gustan. Vimos unos cuantos cuando estuvimos en el barco de Chet. Y también las focas, los caimanes, los peces y los manatíes; todos los bichos marinos».

«Por aquí habrás tenido que ver muchos».

«Más que verlos, he leído sobre ellos».

«Bueno, pero habrás visto algún caimán».

«Pues no, nunca he llegado a ver uno de verdad», dice ella. «Hemos atravesado los Everglades en coche un montón de veces, pero siempre me decían que no había tiempo para parar y ver reptiles. Supongo que tendrían mucha prisa por llegar a sus fiestas. Mamá y Starry y…».

Vuelve el rostro hacia la ventana, incapaz de terminar la frase.

Lennox visualiza a Robyn y Starry, puestas de coca y rumbo a alguna velada, y a Tianna, adormilada en el asiento trasero. «¿Quién?», pregunta. «¿Quién conducía? ¿Tu madre?».

«Mamá y alguno más».

Lennox la observa mientras se mordisquea los extremos de los cabellos y clava la vista en el suelo del coche. «¿Como Lance y Johnnie?».

«No quiero hablar de ellos, Ray», dice, arrugando el rostro y levantando la voz. «Por favor, ¿podríamos no hablar de ellos?».

«De acuerdo, cariño, no te preocupes», dice Lennox, dándole una torpe palmadita en el hombro a la muchacha consternada. Decide no insistir. Va a ser un viaje largo; que ella se lo cuente cuando esté preparada. Se da cuenta de que es la primera vez que le llama directamente por su nombre. Hostia puta. Ni siquiera dejaban parar a la cría en medio de los putos Everglades para ver a los caimanes. Pero ¿qué clase de gente son?

Lennox escucha un poco de jazz vanguardista en la radio para tranquilizarse, pero enseguida lo reemplaza una bazofia folclórica de residencia de ancianos que le come la moral e irrita a Tianna hasta el punto de que su brazo sale disparado hacia el dial para acabar con el sonido en cuestión. «¡Me está dando un asco que me supera!».

«¿Y qué hay de la música que compraste en el centro comercial?».

Rebusca en la mochila con forma de oveja y saca con entusiasmo un CD de Kelly Clarkson, que desliza dentro del reproductor. Lennox se siente aliviado al comprobar que el estéreo del coche no deja de expulsarlo. Con los demás sucede lo mismo.

«¡Pero qué cutrez!», exclama Tianna.

«Habrá que informar al concesionario», dice Lennox, que se esfuerza por no sonreír. Fracasa, porque Tianna le pilla y le da un golpecito juguetón en el brazo.

«¡Eh, tú!».

Se pasan a la 101.5 Lite FM, que se anuncia a sí misma como «la emisora de radio número uno del sur de Florida». Empieza a sonar el «So Hard to Say I’m Sorry» de Chicago, y Lennox se acuerda de Robbo.

A esto le siguen un montón de cuñas radiofónicas donde suenan voces de tono sincero pero emocionado que ofrecen préstamos individualizados y facilidades de crédito para casi todo, pero principalmente para viviendas y coches. A continuación, una plétora de agencias que ofrecen con absoluta convicción paquetes de consolidación y reducción de deudas. Serán los mismos, piensa Lennox mientras se lleva a los labios una botella de Evian; otra andanada en la batalla contra la achicharrante sed que padece.

Le interrumpe una voz fantasmagórica que dice entre dientes: «Si estás sentado en una habitación a oscuras con la escopeta en las manos y pensando en matar a tu jefe, enciende la luz. Pon Lite FM».

Ante la insistencia de Tianna, cambia de emisora. Los Beatles interpretan «Love Me Do». Lennox está pensando en Trudi cuando pasa por delante de un camión que luce una pegatina con la leyenda «Apoya a nuestros muchachos», y empieza a cantar con exagerado acento Scouse[25]. Tianna se suma, al principio en voz baja, y después con cada vez más entusiasmo. Mucho antes de llegar al final se están ofreciendo mutuamente una serenata cutre.

Al terminar la canción, a los dos les causa embarazo la intimidad recién descubierta y hortera que ha brotado entre ellos. Retroceden de forma afectada, como la pareja de un musical del Hollywood que acabase de disfrutar de un baile espectacular. Tianna se aparta el cabello de la cara y pregunta tímidamente: «Cuando estábamos en la gasolinera, supongo que a quien llamabas era a tu novia, ¿verdad?».

«Sí».

«¿Está en Escocia?».

«No, eh, está aquí en Miami», aclara, señalando con un gesto de la cabeza la revista que Tianna tiene sobre el regazo. «Nos vamos a casar este año».

Tianna guarda silencio y parece meditar un rato al respecto. Después pregunta: «¿Qué tal es?».

«Es maja», dice Lennox, dándose cuenta inmediatamente de lo insulso de su respuesta. La había hecho pasar por tantas cosas y aquí estaba él, alejándose a toda velocidad de ella en compañía de una niña a la que apenas conoce.

Tianna le mira con expresión vigilante. «Entonces, ¿no eres, eh…, uno de los novios de mamá?».

«No», dice él de forma categórica, mientras una visión del felpudo mohicano de Robyn y su mano metida dentro de sus pantalones masturbándole casi le pone los pelos de punta, antes de añadir: «Sólo somos amigos».

Eso parece animar a la niña. «Creo que me caes bien, Ray», le dice con una sonrisa de anuncio.

«Tú a mí también», le corresponde Lennox con una sonrisa, sin dejar de mirar hacia delante y súbitamente consciente de que así es. De pronto, al sentir los brazos de la niña rodeándole el torso en un abrazo temerario, se pone rígido. Al notar su turbación, la niña retrocede de forma instantánea, mientras él la devuelve a su asiento con la mano. «¡No hagas eso!», salta Lennox. «¡Estoy conduciendo!».

Aferra con fuerza el volante con la mano derecha mientras siente cómo se le clavan en los tendones los pequeños huesos fracturados y Tianna se reclina con ojos luminosos. Vuelve a sacar los cromos de béisbol de la mochila.

Lennox se da cuenta de que esta niña le da miedo; teme su proximidad física, el daño que podría infligirle ahora que es consciente de su poder. Ha visto surgir muchas veces al tirano calculador entre los injustamente maltratados; lo único que puede hacer es tratar de mantener la inteligencia y la humanidad de la niña en primer plano.

En la radio está sonando «Angel of the Morning», y Lennox aprovecha para cambiar de dial. Pasa a una emisora en la que emiten ritmos urbanos hip-hop, cuyo presentador chilla: «Esta es Beyonce, la de las tetas grandotas».

Tianna se ríe cuando Lennox se encoge y vuelve a cambiar el dial. Mientras conduce, nota que ella le observa con mirada evaluadora. El silencio continúa, pero cuando llegan a un poblado indio comercializado, Lennox decide parar. Necesita salir y estirarse un poco. La rigidez y la languidez llevan un buen rato reconcomiéndole. Se pone la nueva gorra de los Red Sox y enreda con la correa, pero es incapaz de encontrarle una posición tan cómoda como la de la anterior. Ve un letrero que anuncia visitas guiadas a los pantanos. Habían estado hablando de caimanes y él nunca ha visto ninguno. Tianna tampoco. Aquello era de locos tratándose de una niña que vivía en Florida. Otra parada de una hora no les vendría nada mal. Tianna se echa hacia delante para dejar la revista encima del salpicadero, y Lennox nota cómo su cálido aliento alisa los finos pelos de la muñeca de la niña. Sale del coche, dándose cuenta al levantarse de que lleva la camisa pegada a la espalda, como si de una segunda piel se tratara. Se encoge de hombros para soltarla antes de admitir que no hay nada que hacer. Estira sus miembros agarrotados, dejando que el intenso sol le bañe con su luz. «Vamos a echarles un vistazo a esos caimanes», dice con una sonrisa, al ver cómo se le ensanchan los ojos a Tianna; está esperando a que vuelva a decir «guay», y ella no le decepciona.

Sacan un billete para hacer un crucero en el pantano a bordo de una lancha que tiene una jaula de malla metálica en torno al área del asiento del pasajero; resulta a la vez premonitorio y tranquilizador. Aparte del guía, un tipo flaco y con ojos de loco que está sentado enfrente de ellos, tan cerca que Lennox nota cómo sus rodillas tocan las suyas, hay dos mujeres de avanzada edad y dos parejas jóvenes, una de ellas con un niño pequeño. El motor carraspea y se pone en marcha; el barco se aleja del embarcadero mientras el guía, que se presenta como Four Rivers, les advierte: «¡Mantengan los dedos dentro de la jaula si quieren volver con ellos a casa!».

Mientras llegan chisporroteando a los manglares, a Tianna le impresiona la ubicuidad de los caimanes de todas las tallas. Algunos pasan despacio, como troncos a la deriva con los ojos justo por encima del agua, mientras que otros yacen parcialmente sumergidos en zonas poco profundas. La mayoría disfruta del sol encima de las marismas amontonadas debajo de los manglares con aspecto decididamente siniestro. «¡Mola cantidad!», exclama ella encantada.

A Lennox no le parece que los caimanes representen un peligro. Sobre todo cuando pasan por delante de un grupo de los más grandes. Esas criaturas gordas y sonrientes parecen tan satisfechas y conspiradoras como unos hooligans futbolísticos veteranos relajándose bajo los parasoles de las cafeterías continentales. No van a ir nadando de un sitio a otro en busca de presas; esperarán pacientemente a que se presente la oportunidad antes de atacar sin piedad. No es de extrañar que Lacoste sea una marca tan popular entre los matones, cavila.

De repente les asalta los oídos un sonido prolongado, gutural y estridente. Four Rivers capta su inquietud y sonríe antes de decir: «Eso es un caimán».

«No sabía que hicieran ese ruido», dice Tianna, sorprendida de la resonancia, que recuerda la de un mamífero.

«Debo reconocer que de día es bastante poco habitual. Pero cuando oscurece en el pantano se les oye perfectamente, llamándose los unos a los otros por la noche. No le recomendaría a nadie que viniera aquí a esa hora», dice el guía antes de empezar a narrar relatos descabelladamente aterradores sobre los reptiles. Hace rato que su estrecha proximidad y su mirada espeluznante enervan a Lennox, quien percibe algo en él que no acaba de gustarle. Es la voz; parece una fusión de diferentes acentos que no logra ubicar; eso y el hecho de que aparente mostrar un especial interés por Tianna.

«¿Y tú qué me dices, jovencita? ¿Nunca habías visto un caimán en vivo hasta hoy? Y no quiero decir en un zoo, sino en plena naturaleza».

«Bueno, no lo vi porque estaba durmiendo en la parte trasera del coche, pero una vez mamá iba conduciendo por la autopista y casi atropellamos a uno. Mamá dijo que volvió a la orilla y se metió otra vez en el pantano. Paramos el coche, pero no salimos».

La risotada de Four Rivers pone al descubierto una boca llena de dientes podridos, y Lennox percibe su aliento a alcohol. Le hace pensar en Escocia y en el trabajo. «Pues fuisteis muy inteligentes, porque los caimanes pueden llegar a tener cinco metros de largo y en distancias cortas se mueven tan rápido como los leones y…».

«Conque cinco metros, ¿eh? ¿Alguna vez ha visto uno tan grande aquí?», le interrumpe Lennox.

«Casi. Vi a un bicharraco que debía medir unos cuatro y medio», dice el ladino Four Rivers con una sonrisa de oreja a oreja. «¿De dónde es usted, caballero?».

Una parálisis familiar se apodera de Lennox. ¿Qué decir cuando estamos en el extranjero? ¿Escocés? ¿Británico? ¿Europeo? «Soy de Escocia, que forma parte del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que a su vez forma parte de la Comunidad Europea», dice, desconcertado por su propia pomposidad.

«Pues, bueno, Gran Bretaña o Escocia o como quiera llamarlo no es más que una isla chiquitita y seguro que allí no se ven animales salvajes del tamaño que sea», dice en tono condescendiente y burlón Four Rivers, animando a unos cuantos turistas a sumarse.

«Ya. No es tan grande en extensión territorial como los Estados Unidos», reconoce Lennox. «Eso sí, cuando estuve en Egipto, en las orillas del Nilo vi cocodrilos al lado de los cuales sus caimanes parecerían carnada para peces».

Del grupo salen unas cuantas carcajadas. Es evidente que disfrutan de la rivalidad, sobre todo Tianna. «Entonces, ¿los cocodrilos son más grandes que los caimanes, Ray?».

«Un caimán, como dice aquí el amigo», explica Lennox, estirándose gozosamente bajo el sol y señalando con la cabeza a Four Rivers, que ahora le mira con un silencio inquietante, «puede llegar a alcanzar los cinco metros. Pero un cocodrilo puede llegar a superar los treinta, el doble del tamaño de este barco».

Lennox se da cuenta de que ahora se siente bien; aunque todavía acusa mucho el cansancio, lo hace de un modo agradable, pues la resaca va remitiendo. No ha conectado con Four Rivers, pero eso no le causa el menor problema; piensa que si le cayeran bien todos los integrantes de una raza de otrora orgullosos guerreros que apestan a alcohol, jamás habría procedido a realizar una sola detención en Escocia. Pero apenas puede creer que esté compitiendo lamentablemente con él por la atención de Tianna.

Cuando la lancha llega al pequeño embarcadero, Lennox se queda de piedra. Les espera un coche patrulla con dos polis en presencia de tres nativos americanos elegantemente trajeados. Uno de los hombres le señala, y nota cómo Tianna, presa del pánico, le coge del brazo. Se les para el corazón por un instante a ambos hasta que caen en la cuenta de que a quien buscan es al guía. Four Rivers inclina la cabeza y dos agentes se lo llevan y lo depositan en la parte de atrás del coche patrulla.

Derrochando alivio al ver cómo se marcha, Lennox sondea a uno de los hombres trajeados, que le informa de que Four Rivers no tenía permiso para utilizar aquella lancha y había entrado en la reserva sin autorización.

«Entonces, ¿no pertenece a la tribu de los Miccosukee?».

El hombre bufa desdeñosamente. «Ni siquiera es nativo americano; es un irlandés chiflado que ganó el barco en una partida de póquer».

Lennox y Tianna se miran el uno al otro y se tranquilizan con una risotada compartida.

Comen en el restaurante que está junto a la aldea india. A Lennox le encanta el siluro frito; eran unos cochinos depredadores de los fondos, como las gambas, pero aquel sabor tenía algo. En Escocia se venderían bien, y se los imagina servidos en el chippy[26], con bananas y boniatos: un buen intercambio cultural por el pastelillo de carne picada. A esto le siguen unos helados; antes de volver a la carretera, Lennox se echa al coleto un café exprés doble.

Tianna parece más contenta. Le habla de Mobile, Alabama. De cómo es una Nueva Orleans en miniatura. A medida que va hablando, su acento se vuelve más sureño. Reconoce que echa de menos su antiguo colegio y sus amistades. Al cabo de un rato se vuelve contemplativa y sigue leyendo Perfect Bride.

En una de las páginas, un elegante novio rodea con el brazo a su prometida. En su gozosa expresión ve a Vince; evoca la desesperación que seguía a sus estallidos de ternura, reproduce la transformación que daba paso al rostro de marioneta como si la estuviera viendo, y piensa en lo que tenía que hacer para conseguir que regresara el Vince bueno. Siempre le había suplicado, diciéndole que no le gustaba aquello. Bueno, algún día te gustará, cariño, le había asegurado él. Para ti es todo nuevo, nena, sólo tienes que acostumbrarte, acostumbrarte a ser una mujer. Luego le pasaba el brazo alrededor a mamá y ella le miraba con ojos amorosos mientras él nos sonreía a las dos como si no hubiera pasado nada más.

«Mira», le dice una voz al oído, y Ray, el Bobby-Ray escocés, le muestra una gran grulla blanca y luego muchas más en el pantano que discurre junto a la carretera. Entonces detiene el coche para ver a unos caimanes en el canal navegable que está detrás de la valla de la autopista; hay un montón, aún más de los que habían visto desde el barco. De nuevo son de distintos tamaños; toman el sol o se quedan en la orilla bajo los manglares. Tianna observa a Lennox mientras se quita las gafas de sol y bizquea bajo el sol. A ella le habría gustado muchísimo tener unas, pero él se había portado bien con ella con lo de la ropa y tal, y no quería ser una aprovechada.

La vegetación, ahora menos exuberante y más seca desde que dejaron las afueras de Miami, se ha vuelto más densa y lozana a medida que se acercan a la Reserva Nacional Big Cypress.

«Aquí es donde rodaron Tarzán», dice Tianna.

«¿Sí?».

«Pues sí. La primera, la que hizo el tío ese de Europa al que le dieron el empleo porque sabía cantar al estilo tirolés».

«¿Johnny Weissmuller?», pregunta Lennox con cara de sorpresa. Tanto él como Trudi eran cinéfilos y socios del Filmhouse Cinema de Edimburgo. Para él los cines son templos sagrados: altares de adoración cultural. Una sala de cine es el único sitio donde puede sentarse, completamente relajado y absorto, sin que le importe lo mala que sea la película y sin sentir la llamada del pub. A veces asiste a tres proyecciones en una tarde, y muchas veces se queda ligeramente dormido, con la banda sonora mezclada con sus reflexiones y ensoñaciones, creando en ocasiones una potente y trascendental remezcla de narrativa, sonido e imagen que resulta más satisfactoria que la película en cuestión.

«Supongo».

Es asombroso que una cría de su edad sepa este tipo de cosas. «¿Cómo sabes todo eso? Lo de Johnny Weissmuller».

«Me lo contó el tío Chet. Lo sabe todo acerca de Florida».

Lennox medita al respecto. Se pregunta cuánto sabrá el tal Chet acerca de Robyn, de sus problemas con las drogas y de su desaparición. O acerca de Starry. O de Lance Dearing y Johnnie. Considerar a Chet una fuerza benévola le ayuda, y le viene a la cabeza una imagen de su propio padre. Se acuerda de haber visto al viejo bromeando con sus nietos cuando los trajo de vuelta de una visita a algún museo. Había imaginado que ser los destinatarios de esa amabilidad natural y cariñosa era privilegio de él, de su hermana Jackie y de su hermano Stuart. Por un instante o dos odió a los jóvenes usurpadores de Jackie.

«¡Mira! ¡Allí!», grita Tianna al ver aparecer ante ellos las primeras señalizaciones.

Bolonia 32

Punta Gorda 76

Lennox siente el beso del alborozo. Lo habían logrado; habían atravesado el estado: del océano Atlántico al golfo de México. En los mapas, Florida siempre parece tener el tamaño aproximado del Reino Unido, pero la impresión que da es la de un lugar más pequeño. Empieza a relajarse. Deja que el agotamiento abandone sus hombros. Conducir en Estados Unidos está tirado, una vez que uno se acostumbra. Las carreteras son más grandes, mejores y, sobre todo, rectas. Se cerciorará de que el tal Chet es un tipo legal. Después llamará a Trudi, se disculpará por su comportamiento y volverá derechito a su lado.

La necesidad de saber qué le ha sucedido a Robyn le agobia. Pero ése es el departamento de Chet; él ha cumplido de sobra con su obligación. Gracias a él, la pequeña Tianna ya estaba a salvo de escoria como Johnnie y el tiparraco ese de Lance. Y encontrará la forma de dar caza a esos hijos de puta. En el mundo del mantenimiento de la ley existen contactos internacionales y piensa correr la voz. Siempre hay modos y maneras.

Vuelve a sonar la canción aquella: «Alcohol», de Brad Paisley. La cantan a dúo en voz baja. A Lennox le perturba el modo cómplice con que Tianna canta la letra. Eso no está bien en una niña. Es graciosa y lista; tiene chispa y te acabas encariñando con ella. Se merece algo mejor.

A Tianna le fascina la revista de Trudi. «¿Vais a casaros en un castillo? ¡Cómo molaría!».

«It’s awfay dear».

«It is sodear»[27], dice ella, entendiéndole mal. «Madonna se casó en un castillo escocés».

«Sí, en alguna parte de las Highlands», confirma Lennox. Se casó con un inglés que hacía películas policíacas. Lennox había ido a ver una. Le había gustado. Era una estupidez, por supuesto, como la mayoría de los delitos en la ficción y la televisión, pero la acción era trepidante. Entretenía.

¿Será esencial el crimen, cavila, para producir fantasías tan amenas? ¿Qué sería de nosotros sin las debilidades humanas? Hollywood estaría jodido. Debemos mucho a los gángsters y criminales. Al suministrar los delitos creaban una demanda. De guardas jurados, polis, boquis, abogados, constructoras, administradores, técnicos, políticos, guionistas, actores, directores. ¿Qué sería de nosotros sin ellos?

Eso sí, no consigue recordar el nombre del castillo. «Es un castillo grande. Está cerca de Perth o algún sitio del norte. Hacen montones de fiestas allí».

«¿Está cerca de donde vives?».

Medita al respecto. ¿A tres horas en coche? Sí y no. ¿Muirhouse está cerca de Barnton? Sí y no.

«Más o menos».

Ahora Tianna le enseña cómo se juega al béisbol. Saca un cuaderno de la mochila y dibuja un rombo, explicándoselo con esmero y paciencia. Entradas: parte superior e inferior. Pítchers, bateadores y fieldeadores. Cuatro pelotas. Tres strikes. Cargar las bases. Carreras. El bull pen. A ella le gustan los Braves de Atlanta, Georgia, porque son el equipo de la Primera División más próximo a Alabama.

Le enseña los cromos. Lennox se da cuenta de que no son valiosos, sino reediciones modernas con su marchamo oficial de calidad de 1992. Scots Bobby, Mickey Mande, Joe DiMaggio, Babe Ruth. Reggie Jackson. Willie Mays. La mayor parte de ellos seguramente había muerto antes de que su madre hubiera pensado siquiera en tenerla a ella. Pero, al margen del cine, a Lennox aquellos nombres le decían poco. Cree recordar que Marilyn Monroe se folló a uno de ellos. DiMaggio. Eso es, la canción de Simón y Garfunkel. También se tiró a JFK y a Arthur Miller. ¿Era una cazafortunas? ¿Se sentía atraída por los hombres poderosos o era un polvo-trofeo para ricachones canallas? ¿O se trataba más bien, como podrían elucubrar los articulistas, de la atracción mutua entre los dotados de carisma, a la que ambas partes eran incapaces de resistirse?

«Sí, para mí que deberíais casaros en un castillo», insiste Tianna. «Sería guay».

Lennox se entretiene con la idea: él de uniforme Highlander completo; Trudi, cómo no, de blanco nupcial. Pero todas las novias le parecen iguales, sobre todo cuando llevan el pelo peinado hacia atrás, que les da ese aspecto adusto y hierático. No quiere que Trudi tenga esa pinta. Con el pelo recogido podría decir algo que le hiriese diez veces más que esas mismas palabras pronunciadas si lo lleva suelto y ondulado. Había leído un artículo de Perfect Bride que afirmaba que la novia británica media superaba en cuatro kilos su peso normal en el momento de la boda. La opinión ortodoxa del bar era que se mataban de hambre para salir estupendas en las fotos de la boda, y luego se ponían moradas durante la luna de miel e iniciaban una batalla vitalicia contras la obesidad. No era así, por lo visto. El nerviosismo prenupcial fomentaba los excesos alimentarios, así que suben al cuadrilátero con sobrepeso. Parece verosímil: eso explicaría la cantidad de tocinas que salían en las fotos del Evening News.

«No sé. Es curioso», medita Lennox mientras frunce los labios, «Trudi, mi novia…, mi prometida», se apresura a corregirse, «quiere una gran boda. Yo preferiría gastarme el dinero en unas buenas vacaciones, ya sabes, una luna de miel».

«¿Intentaréis hacer un bebé durante la luna de miel?».

La curiosidad cómplice de Tianna le ofende primero y le repugna después. No es más que una niña pequeña tomándote el pelo. Con la piel hormigueándole, vuelve a fijar la vista en la carretera. Les adelanta un coche plateado que después reduce la velocidad. Era la segunda o tercera vez que sucedía.

«Ése es un tema que sólo concierne a los dos interesados. No se debate en público». Lo dice en un tono altanero que delata la influencia de su hermana.

A Tianna le desconcierta su respuesta. «Pero la gente sí que habla de eso en público. Brad Pitt le dijo a todo el mundo que Angelina Jolie iba a ser mamá».

«Pero ellos son estrellas de Hollywood. Quieren contárselo todo a todo el mundo porque para ellos la publicidad es como una droga…, como las golosinas. La necesitan. Ahora hay mucha gente que lo hace, pero acaban descubriendo que se parece demasiado a las golosinas: y luego se ponen enfermos», reflexióna en voz alta mientras se fija en el coche plateado que va delante Puto mamón. ¿Adónde cojones iría?

Tianna aparta la vista y se pasa un cepillo por el pelo. Se lo echa hacia atrás y lo recoge con una goma. Nota su suavidad entre los dedos. Es muy distinto del de Clemson, sobre cuya húmeda piel crecían unos pelos como pinchos. Se le pone la piel de gallina al recordar el tacto de sus pútridos labios. Después se estremecía en el huequito del techo, abrazada a la escalera mientras él gritaba: ¿Dónde demonios te has metido, putilla? Su madre estaba abajo, dormida por efecto de los sedantes que él le había dado, ella pensaba que sería mejor bajar y acabar de una vez que vivir con aquel miedo.