La de veces que se había sentado a ensayar reproches, afinándolos para intensificar su impacto devastador. La de veces que me has decepcionado, Ray. ¿Cambiar? ¿Tú? Tú no cambiarás nunca. No puedes. Tú mismo lo has dicho: eres como eres. Me has vuelto a tomar por idiota. Y ahora, en la cama de este desconocido, todos aquellos ensayos se han echado a perder.
El hombre que dormía a su lado. Respiraba con poca profundidad, pero sin llegar a roncar, en sintonía con el aire acondicionado, casi silencioso. Por la noche se había levantado para deshacerse del condón. Como había hecho con los dos primeros. Como si fuese indecoroso que ella lo viera. Pero ella se había fijado en la sangre que había en el último, cuando él se lo sacó discretamente de su exhausto pito. Trudi aprovechó para levantarse de la cama, utilizar el bidet y ponerse la compresa de repuesto que llevaba en el bolso. Una mancha de sangre de aspecto corrosivo en las sábanas; al volver a la cama notó su humedad y se sintió sucia. ¿Qué he hecho? Porque en ese momento Trudi Lowe se dio cuenta, con un fogonazo de clarividencia violento e inflexible, que Ray Lennox, su prometido, estaba enfermo.
Mentalmente enfermo. De un modo que iba más allá de la estupidez, el egoísmo y la debilidad habitual de los hombres. Presa de un pánico cada vez mayor, se escabulle de la cama de aquel desconocido, se viste en silencio como puede y sale del apartamento a hurtadillas, yendo a parar a un área de uso común de la urbanización, suntuosamente amueblada y decorada con gran cantidad de plantas. Un conserje comprensivo, pequeño y ágil, cuyo aspecto y movimientos recuerdan los de un ex boxeador de peso mosca, llama a un taxi para que la lleve de vuelta a su hotel. Charlan un poco, y cuando llega el taxi, él la toma del brazo y la acompaña —como un padre haría con su hija en el día de su boda, fantasea ella— por una escalera que conduce a una salida en dos niveles que da a una calle flanqueada por árboles que se encuentra al otro lado de la bahía. Aunque parezca mentira, no le resulta incómodo ni molesto, pues ese hombre se mueve con garbo y control, sin el menor indicio de segundas intenciones. El taxi aguarda y Trudi sube a él con sensación de gratitud.
Cuando piensa en Lennox su sentimiento de culpa se desvanece. Ansiosa pero decidida, se propone intercambiar con él noche por noche y suceso por suceso. ¿Ah, conque conociste a una gente y te fuiste de pingo? Qué curioso, yo también. ¿Tú qué tal? ¿Yo? Ah, pues no estuvo mal.
Necesita estar allí para, llegado el caso, tragarse su dolor. La desenfrenada infidelidad de la que había gozado durante la mayor parte de la noche le excita y le repele a la vez. Al llegar a la habitación del hotel siente una mezcla de alivio y de horrible tristeza e ira al ver que él aún no está. Qué capullo. Pero en el fondo lo agradece; se va directamente a la ducha a quitarse el recuerdo del hombre de la inmobiliaria. En el teléfono no hay ninguna lucecita encendida que indique mensajes. Ni una nota. El muy hijo de puta ni siquiera ha llamado. No ha vuelto. Muy bien, piensa mientras se reclina sobre la cama y siente un latido entre las piernas. Un hombre grande, duro y fuerte. Que te follen, Lennox.
No tienes ni puta idea de cómo son los hombres.
Pero ¿y si…? ¿Y si Ray Lennox estuviera en el hospital o muerto en un callejón?
Trudi se incorpora. Ray sigue sin estar en la habitación. Mi rayo de sol. Hasta en plena depre silenciosa y sombría, su presencia hace que todo sea azaroso y caótico, como una tormenta eléctrica sin el rumor de los truenos. Su tendencia a complicar la vida más de la cuenta la entristece; ese arbitrario oscilar del desapego sombrío al compromiso apasionado. ¿Para qué?
Un sol refulgente blanquea un sector de cielo azul claro. Cerrando un ojo ante los rayos que azotan su perfil, su nariz torcida apunta al otro lado de la calle, hacia una hilera de casas pintadas de colores brillantes con jardines irregulares. Un hombre de cabello crespo vestido con una mugrienta camisa amarilla empuja un carrito de la compra con ritmo lento y uniforme, con la cabeza inclinada sobre el contenido, levantando sólo de vez en cuando la vista, mientras el tráfico pasa volando, rugiendo y rechinando por la intersección. Delante de un edificio de oficinas hay una serie de macetas de hormigón llenas de eucaliptos colocadas para impedir que la gente aparque. Tianna está sentada sobre una de ellas, con las piernas cruzadas y leyendo la revista apoyada en su regazo. Lennox atrapa con la vista al vagabundo del carrito, siguiendo la trayectoria visual de éste hasta llegar a un letrero:
BARCLAY Y WEISMAN
CONSEGUIREMOS QUE LE INDEMNICEN POR DAÑOS
Cerca de la entrada, un viejo neumático desechado con una paloma muerta dentro del círculo negro logra animar un poco a Lennox, como si fuera una muestra del empeño de la fauna local por resistirse a la incursión de este ubicuo pájaro de los climas templados. Se estira y bosteza, despegándose la camisa de la piel y sintiendo cómo el torso se le llena de aire.
Dentro de la oficina, T. W. Pye nota el chirrido de la silla acolchada bajo su voluminoso cuerpo cuando se desploma en ella. Sorbe la Coca-Cola tamaño súper y le hinca el diente al Big Mac, dejando que la grasa se escurra entre sus dedos sudorosos y la temblorosa papada triple llena de manchas de vejez que brota cual trufa de su boca y que le llega hasta el pecho. Pye, que tiene ahora cuarenta años, padece obesidad crónica desde la adolescencia debido en gran medida a su adicción a la comida rápida y los refrescos de cola. Hace poco que se ha dado cuenta de que eso le ha despojado de la salud, de la fuerza y de la sexualidad. Jamás ha gozado de intercambio sexual con una mujer por la que no haya pagado.
Su chulería impertinente comienza a derrumbarse ante la presión de esta compulsión, las correspondientes dificultades respiratorias, los dolores en pecho y brazos y los demoledores: ataques de depresión y ansiedad que padece por las noches. Pero, ante todo, lo que la socava es la incesante avalancha de datos que le llegan por todos lados contándole en tono inequívoco que la basura con la que se mantiene le está matando. No puede encender un televisor sin que algún presuntuoso nutricionista progre le señale con el dedo como el artífice de su propia destrucción.
Lo pagará con el mundo, o cuando menos con la parte del mundo con la que tiene contacto. La reputación de la franquicia de Qwik Car Rental como empresa menos rigurosa que las más grandes asegura que los clientes de Pye sean habitualmente personas desesperadas y con prisa. La policía le interroga al menos una vez a la semana. Pero a T. W. Pye le encanta hacer preguntas; disfruta del poder que ejerce sobre sus clientes más desfavorecidos. El teléfono de su escritorio suena con estridencia en el preciso momento en que Ray Lennox entra en su oficina desierta. Un incongruente cordón de terciopelo rojo, más propio de un club nocturno, va guiando a la inexistente clientela hacia una fila de paso. Pye deja la hamburguesa encima de la mesa y coge el auricular mientras que, con gesto de irascible desaprobación, echa una mirada somera a Lennox.
«¡Hey! ¡Gus! ¿Qué tal te va?». Pero quién será este maricón flacucho y sin culo, por Dios. «Vale, Gus, eso está hecho…».
Lennox se fija en el gordinflón, desviando la vista hacia la imagen de una muchacha pechugona, evidentemente realzada por la silicona, que pugna por salirse del bikini amarillo en el calendario colocado a su espalda.
«Eso que me cuentas es muy raro, Gustave, raro de verdad. Hecho, colega. Tráetelos esta noche. Estaré en casa».
Lennox arde de impaciencia cuando su mirada se cruza con la de Pye. En el instante siguiente se gesta una aversión recíproca.
«Hasta luego. Nos vemos, Gus». Pye deja que el auricular se le deslice de la mano hasta encajar en la horquilla. Unos ojos concentrados contemplan a Lennox con alegre malicia. «Dígame», le suelta, exhibiendo una sonrisa servil.
«Necesito un coche. Para ir a Bolonia».
«Muy bien», le dice Pye con una sonrisa mientras Lennox le entrega su carné. Lo mira al trasluz durante unos segundos, como si fuera un billete de banco de gran valor. «No tendrá intención de cruzar la frontera del estado, ¿verdad?».
«No. Voy a Bolonia, Florida. Sólo lo necesitaré un par de días».
T. W. Pye baja la cabeza y nota cómo su sonrisa crece hasta alcanzar los límites de su perfidia. «Es que con eso de que es usted extranjero no podemos entregarle ningún coche si piensa cruzar la frontera del estado. Reglas nuevas: la guerra contra el terrorismo. En ese caso pueden ayudarle los peces gordos, Hertz y Avis».
«Nada de cruzar la frontera. Voy a Bolonia, Florida», repite Lennox, incómodo en el papel de suplicante. «Dos días como máximo».
«Bueno, pues tengo un Volkswagen Polo». La sonrisa de Pye resiste, pese a que un chorrito de sudor le resbale por la sien y le cruce la mejilla, como un tajo propinado lentamente por un psicópata. «Europeo. Económico. Seguro que le gusta. ¿De dónde es usted?».
«¿Cuánto es?», pregunta Lennox, sacando su Visa platino.
Pye vuelve a sentarse, con el ceño fruncido, y empieza a recitar tarifas y condiciones mientras Lennox asiente con gesto glacial. Entonces se abre la puerta y entra Tianna tan campante, con la chaqueta enganchada con el dedo y colgada con gesto indiferente tras la espalda. Imitando a Lennox, se da golpecitos con la revista sobre la pierna. Pye se fija en los pantalones cortos color añil y el top color mostaza, chispeante eslogan incluido. Ve los miembros largos y huesudos que sobresalen de las prendas. Reacciona con una mirada lasciva de depredador: entorna los ojos, crispa el gesto y palidece. Lennox capta el tufo a lujuria aletargada, lo que hace que le rechinen los dientes de nuevo.
Pye percibe su reacción y se vuelve hacia él simulando una amable indiferencia mientras Tianna se balancea contra el escritorio. «¿Su hija?», pregunta.
Lennox le fulmina con una mirada silenciosa y amenazante, mientras agarra con fuerza el borde del mostrador. La mano mala está acuciada por una intermitente sensación de dolor intenso que se esfuerza por combatir.
«Es mi tío Ray», interviene dulcemente Tianna, volviéndose hacia Lennox con un preocupante aire de complicidad. «El tío Ray vive en Escocia».
«Ya me parecía que tenía usted acento», declara Pye en tono empalagoso, sonriendo primero a Lennox y luego a Tianna.
«Todo el mundo tiene acento», dice Lennox sin inmutarse, relajando las manos y disfrutando de la desaparición progresiva del dolor. «¿Tiene las llaves?».
«Acompáñeme».
El obeso empleado se levanta y sale resollando del otro extremo del mostrador. Lennox y Tianna le siguen por las losetas de moqueta marrón oscuro que cubren el suelo de hormigón, algunas de ellas tan sueltas que podrían provocar caídas y fracturas. El picaporte de la puerta de cristal esmerilado, enmarcada en un separador de madera de nogal falsa, está mugriento y cubierto de roña. Lennox se resiste a tocarlo; tiene la sensación de que hacerlo sería como sacarle el pito de los pantalones a Pye y apuntar con él a la taza media docena de veces al día.
Recorren un pasillo y pasan por delante de dos series de escaleras de incendios cuyas puertas están abiertas mediante cuñas, hasta llegar al aparcamiento. Por el camino, Lennox la ve en la pared, enumerando los coches devueltos: otra pizarra blanca que institucionaliza la imbecilidad y exhibe pornográficamente las previsibles divagaciones de la mente. Le entran ganas de arrancarla.
Desde lejos, el tablón que daba la vuelta a las paredes de la oficina de la Unidad de Delitos Graves parecía una representación parvularia del martes de Carnaval. Estaba engalanado con marcas de rotulador fluorescente, fotos y post-its que producían un efecto chabacano incongruente con su macabro relato: la muerte de Britney Hamil. La forma en que Drummond y Notman se aseguraban de mantenerlo en un estado meticulosamente atractivo resultaba variopinta y ligeramente insultante.
Luego estaba lo de la pizarra de Robyn; alguien le había pasado un trapo para dejarla limpia. A pesar de toda la coca, estaba lo bastante centrado como para borrarlo todo, hasta el último nombre y número de contacto. Sólo Dearing, sólo un poli, podría haber actuado tan meticulosa y premeditadamente. Sólo un poli. O un maleante.
Y ahí está él ahora, conduciendo para alejarse de un bicho raro de una empresa de alquiler de coches, en compañía de una niña, una cría a la que ni siquiera conoce. Estoy huyendo de los pederastas, y éstos nos persiguen. ¿Conocerá el pedófilo ese de la empresa de alquiler a Dearing? Quizás formen parte de una red. Pederastas por doquier: una hermandad de pedófilos. Una logia de pederastas.
Es ridículo. Supera su capacidad de entendimiento. La situación es superior a sus fuerzas.
Pero los niños necesitan protección. Hay que detener a los delincuentes sexuales. Por eso se hizo policía. Los pederastas convertían el oficio de poli en algo real, en una forma de vida viable y justificada. Ya no se trataba de imponer leyes ruinosas y anticuadas ni de proteger las pertenencias de los ricos. Se convertía realmente en una batalla abierta entre el bien y el mal, frente a la prosaica norma de tratar de poner freno a las consecuencias de la miseria, el aburrimiento, la estupidez y la codicia.
Ahora, en el Volkswagen alquilado, Lennox conduce cautelosamente por un ancho bulevar entre un tráfico incesante. La niña silenciosa y seductora que está a su lado se muerde el labio inferior. Encerrados en un carril exterior, los desvían a una autopista. Al darse cuenta de que no sabe adónde va, Lennox la abandona en cuanto llega a la siguiente salida.
«¿Cómo está de lejos el sitio ese, Bolonia?».
Tianna tiene la cabeza metida en Perfect Bride; las huellas de Lennox han ensuciado el vestido de la novia.
«En coche es un viaje largo».
«¿Cuántas horas?».
«No sé, dos o tres. Puede que más».
Joder. Tenía que encontrar un garaje. Una gasolinera. Comprar un mapa.
En la radio suena «Like Toy Soldiers», de Eminem. El estribillo hace que Lennox se estremezca de emoción. Sus manos, aferradas al volante, palidecen. La derecha vuelve a dolerle. Ese cabrón es un puto genio, piensa, casi ahogándose de la emoción. Se le acumulan las lágrimas en los ojos. We all fall down.
El cuerpo de Britney, frío y exánime. Lleno de moratones, sobre todo en la garganta. Ojos desorbitados, fijos en su último instante de dolor y de terror. Arrancarle el alma a una criatura de ese modo tan truculento era la transgresión más inmunda y vil que cabía imaginar. Mr. Confectioner. Tan frío.
Mientras piensa en Britney en la morgue, mira a Tianna. Se pregunta qué es lo que Johnnie —y, por lo que él sabe, Lance y Starry— tenía pensado hacer con ella. Sin duda no sería lo mismo que Mr. Confectioner había hecho con Britney. Pero él es un extranjero al volante de un coche alquilado con una niña prácticamente desconocida. En caso de que un poli le ordenase parar sería tan difícil arrojar luz sobre sus actos como explicárselos a Trudi.
Tianna estudia al hombre que está al volante. Ambos son forajidos que huyen de Dearing. Chet nunca permitiría que Lance la encerrase, eso seguro. Bobby el Escocés tampoco. Se pregunta qué pasaría si intentara tocarla. Se acuerda de Vince, de su amabilidad y su tez pálida, de sus lentas caricias, de sus palabras tranquilizadoras mientras ella reprimía el impulso de llorar y los ojos se le llenaban sin cesar de lágrimas que no llegaban a caer, de la suavidad de sus manos, como de mujer. Este sería de esa clase de monstruos a los que el negro veneno que corría por sus venas transformaría hasta ponerle los ojos vidriosos y volverle sordo; no como Clemson, que siempre fue una fuerza hostil, con aquella sonrisa arrugada que sugería una tormenta inminente, y una mirada capaz de hacer entrar en vereda a una manada de perros salvajes. Cerró los ojos para ver a Bobby el Escocés con más claridad. El tanto que dio la vuelta al mundo. Los abre de golpe y pregunta: «¿Así que de verdad vamos a casa de Chet?».
«¿En Bolonia? Sí, supongo que sí».
«Guay», dice ella, sorprendida ante su propia reacción, de entusiasmo inesperado y chispeante.
«Voy a buscar una gasolinera…, eh, una estación de servicio [17], a ver si conseguimos un mapa de la zona».
Tianna se mordisquea el labio inferior pensativamente. «Una gasolinera», repite como un papagayo. Aquello le divierte.
«¿Conoces el número de su casa? Tu madre me dio la dirección, pero no había número», dice, echando el cuaderno de Trudi sobre el regazo de Tianna.
Ella lo mira y sacude la cabeza: «Vive en un barco. Es bastante guay».
Lennox vuelve a fijarse en la dirección. De repente, es como si se produjera una sorda sacudida de reconocimiento tardío; la casa no tenía número porque era un barco. Ahí está, redactado con su propia letra acusadora: puerto deportivo. Por algún motivo, había imaginado que aquí ese término no significaría nada: jerga inmobiliaria para una urbanización que estaría a varias millas del agua por lo menos. Vuelve a sentirse abatido; es un mal poli, que sigue prescindiendo de lo obvio y se deja llevar por fantasías idiotas. El mito de que «obtenía resultados» era exactamente eso, un mito, y sus ya lejanos ascensos los había obtenido jugando a la política de aparato, escogiendo al buen amo al que servir en el buen momento. Empieza a ruborizarse. «También necesito encontrar un cibercafé para ver cómo van los Jambos[18] en la Copa de Escocia», le explica, topando con una mirada inexpresiva. «Los Hearts. Es un equipo de fútbol; lo que vosotros llamáis soccer. ¿Te gusta el soccer?».
«Supongo. Antes jugaba».
«¿Por qué lo dejaste?».
«No sé. Es un poco soso. No entiendo el rollo ese del fuera de juego».
«Jamás dejará de asombrarme que las chicas nunca entiendan la regla del fuera de juego. Es sencillísimo; el delantero principal tiene que estar al menos a la misma altura que el último defensa cuando le pasan el balón, de lo contrario está en fuera de juego. Sin embargo, si el arbitro estima que el delantero que está más avanzado no está interfiriendo con el juego, como en el caso digamos de…».
«¡Para el carro, que se me funden los sesos!».
Lennox se ríe y piensa en los deportes americanos. El más importante es el béisbol. Nunca ha ido a un partido. Recuerda una conversación de borrachos que tuvo una vez en Las Vegas con un universitario y un viejo irlandés incondicional de la Gaelic Athletic Association. El muchacho yanqui había proclamado que en los deportes lo más difícil era golpear con un bate una pelota que se movía a gran velocidad. El viejo de la GAA lanzó un grito de rechazo sofocado que recordaba el ruido de un desagüe atascado y les contó que en el hurling irlandés había que coger la pelota con el palo, controlarla y correr a toda velocidad con ella mientras una cuadrilla de chalados intentaba derribarte como fuese. Lennox pensó en la versión del mismo juego que existía en Escocia, en la que se utilizaban palos más grandes. Kingussie y Newtonmore disputando la final del Mundial de Shinty [19].
«¿Y qué me dices del béisbol? ¿De los Merlins, por ejemplo? Seguro que los llaman así porque son unos magos».
«Son los Marlins».
«¿Cómo Marilyn Monroe?».
«M-A-R-L-I-N-S», deletrea ella, arrugando el gesto pero sonriendo levemente. «Son unos peces, ya sabes, como… los peces espada, supongo».
Lennox asiente, acordándose súbitamente de la necesidad de concentrarse en unas carreteras que no conoce, con los nervios de punta por el tráfico y la cafeína. Está muy lejos de sentirse cómodo cuando cambia de carril; los camiones van traqueteando, los descapotables les adelantan con ademán arrogante y los utilitarios deportivos hacen otro tanto con ademanes lentos y amenazantes, como si fueran los porteros de discoteca imprevisibles del mundo del automóvil.
Tianna se acuerda de cuando jugaba al béisbol en el parque. Aquellos tops de poliéster y los pantalones cortos que llevaban siempre olían muy bien. Se acuerda de que iba a formar parte del equipo de softball. Mamá se quedaba sentada en la tribuna descubierta, con el pelo recogido en una coleta que asomaba por la parte trasera de la gorra de béisbol, una camisa y unos vaqueros más ceñidos que los de las demás mamas y unos ojos atareados que coqueteaban bajo la visera. Un día apareció otro rostro junto al suyo; el de Vince, con una gran sonrisa indulgente. Entonces se fueron a Jacksonville, luego a Surfside, y luego aquí; siempre rumbo al sur, como si alguien les empujase hacia el mar. La obligaron a jugar al fútbol con las entusiastas chicas latinas, pues era a lo que se jugaba. Mamá miraba, con el pelo más corto y el rostro más chupado, mientras ella trataba de controlar la pelota y a la vez permanecer ojo avizor ante el siguiente tío que apareciera a la vera de su madre.
Lennox escucha por la radio una grabación en la que Elvis dice lo mucho que le gustaba la vida militar. Recuerda haber oído el discurso entero en una exposición de Graceland; su respetuosa antipatía no se parecía en nada a esta emisión propagandística, toscamente retocada para incitar a la depauperada juventud americana contemporánea a alistarse en el ejército. Pero para la hornada actual de soldados no habría apartamento privado en Alemania ni Priscilla de catorce años. Igual que el ejército, sus padres cerraron los ojos ante las prematuras relaciones del Rey con su hija. Era un caballero, decían.
Lennox se detiene en una gasolinera. El hedor de los efluvios de gasolina se mezcla con el olor a productos químicos de las freidoras del McDonald’s adyacente. Dado el calor que hace, probablemente sean más embriagadores que la cerveza de baja graduación que un letrero de neón azul le hace soñar con beberse. El comercio adosado es una desaliñada pero añeja tienda de saldos que vende imanes de frigorífico con la forma de los distintos estados de la unión, periódicos varios, comida rápida tipo patatas fritas y un producto de aspecto inquietante llamado beef jerky[20]. Empaquetado como si fuera un hijo bastardo de la carne y la confitería barata, jamás podría pasar por un alimento natural. Tras un cristal se asan sobre un espetón unos pollos del tamaño de palomas. En la pared que hay detrás del mostrador se amontonan cartones de cigarrillos en los expositores y unas portadas censuradas delatan las revistas obscenas de las estanterías superiores.
Tianna se fija en los imanes de los distintos estados. Su madre los coleccionaba, aunque sin mucho entusiasmo; en la nevera tenían dos de Illinois. Coleccionar ese tipo de cosas era de locos: siempre se perdía alguno y nunca conseguías acabar la colección.
Lennox compra un libro de mapas de la zona de Miami-Dade County, y un desplegable que mostraba las principales carreteras y ciudades del estado de Florida.
«¿Hay algún cibercafé por aquí?», le pregunta al empleado.
«No, no me suena que haya nada semejante. ¿De dónde es usted?».
«De Escocia».
«¡Sean Connery!».
«Eso. Sólo quería saber los resultados del fútbol».
El empleado se vuelve para asegurarse de que el local está vacío, antes de hacerle una seña para que pase a una pequeña habitación marcada con un letrero: SÓLO PARA EMPLEADOS. Enciende un ordenador y empieza a navegar. «Yo soy mexicano. Escocia no va a ir al Mundial, ¿verdad?». Lennox sacude la cabeza con gesto triste y entra en el sitio web oficial de los Hearts. Dos a uno contra el Kilmarnock. Perfecto, pasamos sin problemas al sorteo para la siguiente ronda. Echa un rápido vistazo a Kickback, el foro de los fans. Maroon Mayhem ha vuelto a escribir.
Ese cabrón está criticando, qué digo, insultando a Craig Gordon por un puto error. No quiere pasar página.
Lennox escribe utilizando su avatar, Ray of Light.
¿Pero qué les pasa a algunos zumbaos? El mejor portero que ha producido Escocia en décadas ¿y no es lo bastante bueno para los Hearts? ¿Sólo vale para que lo pongan a parir retrasados como Maroon Mayhem?
Lennox da las gracias al encargado de la gasolinera, deseándole a México toda la suerte del mundo en el Mundial, antes de acordarse de que juegan vestidos de verde, el color del Hibernian [21]. Fuera, mientras bizquea bajo el sol, Lennox estudia el callejero de Miami-Dade County, sin encontrar nada que se parezca al domicilio o atracadero del tal Chet en Bolonia. Después busca en el mapa del estado de Florida. Bolonia está en la costa opuesta, la que da al golfo de México. El índice del final del libro le confirma que la niña tenía razón. Es probable que el trayecto dure por lo menos tres horas.
«Vuelve al coche. Tengo que hacer una llamada».
«¿Vas a llamar a mamá?».
«¿Te sabes el número de su móvil?».
Tianna sacude la cabeza.
«¿Por qué no?».
«Porque no», dice ella, frunciendo el ceño. «No tiene saldo, y cambia demasiadas veces de número para que me acuerde».
«Vale, la llamaremos cuando lleguemos a casa de Chet. El probablemente lo sabrá, y puede que para entonces ella haya resuelto sus problemas».
«Puede», dice la niña en tono cansino. «Tengo que ir al baño».
Mientras Tianna se marcha hacia los servicios adosados a la tienda, Lennox atraviesa la explanada de la gasolinera hasta la cabina telefónica. Respira hondo y llama a la habitación del Colonial Hotel.
«¡Hola!», exclama una voz aguda.
«Trudi, soy yo».
«¡Ray! ¿Dónde demonios has estado? ¡He estado preocupadísima! Iba a llamar a la policía local y a hacer la ronda de los hospitales; hasta iba a llamar a tu madre y a Bob Toal», lloriquea. La sensación de culpa la arrolla como un tren a toda velocidad y se alegra de que él no pueda verle la cara. «¿Estás bien?».
«Sí, perfectamente». Lennox tiene que hacer acopio de fuerzas para reprimir otro ataque de fatiga. «No llames a la policía».
«¿Has tomado algo?», le interroga ella, con un tono de pánico agudo y urgente. «¿Has tomado cocaína?».
Lennox vacila. Decide ser tan sincero como sea posible. «Me metí un par de rayitas en una fiesta». Hace una pausa; tiene ganas de expulsar a escupitajos todo el engaño. La psicología pop, los tonos de autoanálisis que le pegan. Se alegra de que no pueda verle la cara. «Pero no pasó nada. Supongo que sólo quería saber que podía darle la espalda. Fue como una prueba», dice en tono grave. «Ya sé que suena extraño, pero sentí que tenía que estar seguro de que aquello ya no era para mí, de que podía darle la espalda».
«¿Y así fue como le diste la espalda, Ray? ¿Quedándote por ahí toda la noche? ¿Dónde has estado, Ray?».
«Lo sé…, lo siento…, es que necesitaba tiempo para pensar…, fue un error».
«¿Tiempo para pensar? ¡Ya has tenido tiempo para pensar, Ray! ¡Fue el tiempo para pensar el que causó todos estos putos problemas!». Desiste por un instante. «¿Qué pasa, Ray? ¿Estás metido en algún lío? ¿Dónde has estado, Ray? ¿Dónde estás? ¿Estás metido en algún lío?».
«No, yo no. Otra persona. Anoche acabé un poco borracho…, conocí a una gente, a… una pareja, y me invitaron a una fiesta en su apartamento. Luego aparecieron unos tipos y uno de ellos intentó abusar de la niña. Su madre está metida en algún lío. Discutió con su novio y él se marchó, así que ella me ha pedido que lleve a la niña a casa de su tío. Es un trayecto de entre dos y tres horas, y ahora estamos de camino. Alquilé un coche».
«¡¿Qué?!».
«Alquilé un coche. No podía dejar sola a la niña. Estaba completamente sola».
«Pero ¿dónde está la madre? ¿Y qué haces tú en medio? Escucha, Ray, aquí tienen su propia policía. ¡Esto no tiene nada que ver contigo!».
«No puedo dejar sola a la niña», protesta Lennox. «Sólo voy a dejarla en casa de su tío».
La línea era un reguero de pólvora, el auricular era el explosivo y la voz de Trudi, que hablaba cada vez más alto, la llama que se aproximaba.
«¿Quién te has creído que eres? Esto no tiene nada que ver contigo. Yo sí tengo que ver contigo. ¡Soy tu prometida! ¡Estamos de vacaciones!».
«Aquí pasa algo de lo más chungo. Tengo que asegurarme de que la niña esté a salvo». Entonces echa una mirada urgente al otro lado de la explanada. Tianna está conversando con un par de adolescentes. Parece una jovencita. Parece una puta de bar de carretera.
«¡Tienes que! ¡Tienes que! ¡Qué chorradas dices! ¿Pero qué coño pasa? ¿No oyes lo que dices, Ray? ¿Es que nunca te paras unos segundos a escuchar la bazofia que echas por la boca? ¿Es que ésa va a ser la pauta de nuestra vida de casados?», lloriquea Trudi abatida. «¿No puedes dejar de interpretar el papel de policía? ¿Eres imbécil o qué?».
Putas alimañas. Uno de los chavales tiene rasgos rebeldes y edad de ser consciente de que ya no es propiedad de nadie. Le acompaña un chico mayor, rebosante de hormonas juveniles, en busca de un agujero que llenar con su acuciante ego. «Tengo que dejarte. Todo está bien», salta. Los dos adolescentes que hablan con Tianna. No pueden ver que él les observa.
«¿Bien? ¿Contigo jugando a Corrupción en Miami? ¿Quién coño te has creído que eres?», le espeta Trudi con aversión. «Te quedas por ahí fuera toda la noche, haciendo quién cojones sabe qué…».
«La gente tiene problemas. Puede que para ti eso no signifique nada, pero yo no trabajo para la puta compañía de la luz», despotrica Lennox sin quitarle los ojos de encima a la niña. ¿Pensaba subirse al coche con esos chavales? ¡No puede ser!
«¡Eso es, rebájame a mí y mi trabajo, gilipollas engreído y presuntuoso! Lo único que quería era tranquilizarme y planear la boda. Disculpa, Ray». Su sarcasmo recorre la línea. «Lo siento de veras. Siento haber querido irme de vacaciones con mi prometido. Siento haberme disgustado porque él se quedó por ahí de fiesta toda la noche con una mujer a la que no conozco y con cuya hija anda ahora por ahí. ¡Siento ser un bicho tan raro, joder!».
Tianna flirtea, recostándose provocativamente sobre el capó del coche como una modelo mientras se aparta el pelo de la cara. El mayor tiene una expresión acartonada y mueve rítmicamente los pies in situ. El más pequeño la mira, boquiabierto y asombrado. «Mira, Trudi, yo…».
En la habitación del hotel, Trudi estrella el auricular sobre la horquilla. Después le entra el pánico y quiere volverle a llamar inmediatamente. Marca el número de la centralita para pedir el número de la llamada.
Lennox estrella el auricular a su vez y atraviesa la explanada con pasos apresurados. Los chicos toman nota, alarmados por la velocidad con la que se aproxima a ellos. «No te lo vas a creer, Tianna». Gruñe con un tono áspero y seco: «Los Hearts han ganado dos a uno. En Tynecastle. No sé quién marcó los goles. Pero te lo dije. ¿A vosotros os lo dije? Para mí que no», dice ya ante las narices de los muchachos, «porque no tengo ni puta idea de quiénes sois. ¿Me lo vais a decir?».
«Sólo estábamos hablando, señor», dice el más joven, transformado de golpe en un chiquillo encantador. El mayor es más duro; mira a Lennox hoscamente y con ojos despiadados, acumulando una confianza malévola mientras se acerca una pareja madura. El hombre —da por supuesto que se trata del padre de los chicos— es un tipo musculoso que lleva una camisa de manga corta y unos pantalones cortos de color caqui. La barba incipiente sugiere que ha pasado una noche difícil. La madre lleva un vestido ceñido que delata que está embarazada. Tiene unos brazos voluminosos y fofos.
«¿Qué pasa aquí?», pregunta el hombre.
«Pregúntele a sus hijos», responde Lennox. Percibe la suciedad bajo las uñas de su interlocutor. Se le disparan las alarmas.
«Sólo estábamos hablando», repite el muchacho encantador.
«Conque sí, ¿eh?».
«No sé por qué se indigna tanto, caballero», dice el recién llegado mirando a Tianna. «¿Deja vestirse así a su hija? ¿Cuántos años tiene? ¿Sabe lo que le digo? Que debería sacar su culo da aquí antes de que llame a un poli. A los hijos de puta como usted los enchironan, ¿lo sabía?».
«¿Qué…?».
Tianna se ruboriza de vergüenza. «Sólo estaban, quiero decir, estábamos hablando, como ha dicho él», dice ella, señalando al chico más joven.
Lennox mira primero al hombre y luego a Tianna. Entonces se da cuenta de que lleva maquillaje: algo en los ojos y carmín. No parece una niña de diez años. Ha debido de ponérselo en los servicios. Con la burbuja de su indignación reventada, retrocede mentalmente un paso.
«No pasa nada por hablar, ¿eh? Vámonos, cariño», dice mirando a Tianna, «no hagamos esperar al tío Chet».
Mientras regresan al coche la pareja le observa con suspicacia. Lennox tiembla por dentro con cada paso que da. Seguro que llaman a la policía y me detienen. No puedo ser tan estúpido. No con los contactos que debe de tener Dearing. Se acuerda del tipo de Edimburgo, Kenny Richey, que ya llevaba veinte años en el corredor de la muerte en una cárcel de Ohio por un delito que hasta el estado reconocía que no podía haber cometido. Aquí el sistema legal es tan medieval como en cualquier otro lugar, si no tienes dinero y contactos y te indispones con los agentes del poder. Tiene un color, y ese color es el verde. Está la justicia tipo Rodney King y la justicia tipo O. J. Simpson.
Ajeno al timbre triste y solitario del teléfono de pago, suben de nuevo al coche y Lennox pisa a fondo el acelerador, observando mientras tanto por el espejo retrovisor cómo desaparece la familia escandalizada. Atraviesan bloques residenciales interrumpidos por aparcamientos y centros comerciales que acogen empresas de bajo rendimiento, como agentes de seguros baratos, reparaciones eléctricas y suministros para mascotas.
Girando por error en dirección norte en 27th Avenue, pasan por un distrito lleno de jóvenes negros que les lanzan miradas ceñudas, fulminantes y amenazadoras desde las esquinas o los porches de viviendas de colores apagados. Lennox comprende instintivamente su terrible ira; han sido colocados bajo cuarentena económica y social en el gueto, y les acucia la necesidad de abrir agujeros a patada limpia en un mundo tan restrictivo e inflexible.
«Intenta no detenerte en ningún semáforo», le ruega Tianna, «creo que estamos en Liberty City».
Tratando de complacerle en la medida de todo lo posible, Lennox conduce primero en dirección oeste y luego hacia el sur, antes de volver a dirigirse hacia el oeste, mientras le pregunta a Tianna: «¿Siempre vas vestida así?».
Una expresión de rebeldía y amargura tiñe el rostro de la niña. «Supongo».
«¿Se visten así las demás niñas de tu colegio?».
«Claro que sí».
Lennox lo duda y hace un mohín. La red de vías de acceso empieza a disiparse y la ciudad se esfuma. Tianna saca algo de su bolso. Son cromos: cromos de béisbol. Mientras ella los va mirando, Lennox vuelve a encender la radio.
Los altavoces del coche emiten un ritmo disco enlatado y ululante. Lennox lo modula hasta que se oye con más fuerza. La música le impregna, despertando su enervado cuerpo como la excitación inútil del subidón de cocaína. El compás le apuñala entre las costillas como la hoja de un cuchillo. Lennox tiene la sensación de estar haciendo algo ilegal, y se pregunta si será así o no. Intenta controlar el espasmo repentino que le contrae uno de los lados de la cara. Anhela el alivio que le proporcionarían sus pastillas. Quisiera avanzar en el tiempo, hasta ese instante en que la resaca hubiera desaparecido y él pudiera abrirse cual flor para absorber la bondad del mundo.
Tianna es consciente de haberle irritado al hablar con los chicos aquellos. Sabía lo que quería el mayor de los dos. Pero ni de coña podría haberme obligado o engañado ni nada. Sólo era un crío. Y era como si el escocés, Bobby Ray, tuviera celos. Si una niña podía comportarse como una mujer, quizás un hombre pudiera comportarse como un niño. Baja la ventanilla, dejando que la brisa le eche el cabello hacia atrás, y apoya el codo en el borde, echando de menos unas gafas de sol chulas.
Al cabo de un rato se detienen en el parking de un gran centro comercial. «¿Por qué paramos aquí?», pregunta Tianna.
«Vamos a comprarte ropa nueva».
«¡Guay!».
«Pero la elijo yo», dice Lennox mientras abre la puerta del coche, «o por lo menos tengo derecho de veto. Tú viajas conmigo», le dice con firmeza como respuesta a su mohín de contrariedad.
Tianna sale del coche y cierra de un portazo. Le mira desde el otro lado del vehículo, bizqueando por efecto del sol. Otra vez la pose de modelo: «¿Y yo qué saco de todo esto?».
El tono es burlón y hace que Lennox se sienta incómodo cuando ella se le arrima. «Sacas un batido», dice, señalando la franquicia de una heladería. «Ahí dice que hacen los mejores batidos de toda Florida».
Tianna se vuelve, sacando el trasero y meneándolo mientras proclama: «Los mejores batidos [22] de toda Florida los hago yo».
A Lennox le entran ganas de echarse a reír porque la niña es graciosa. Pero no es una bailarina de barra americana y no está bien que se porte así. Transforma el impulso nervioso de reírse en una expresión ceñuda.
Ella capta su evidente desagrado: «Jobar, relájate».
Él está a punto de decir algo pero no se le ocurre nada. No es más que un poli escocés con problemas de salud mental y una prometida neurasténica y manipuladora que necesita su debilidad para poder jugar a ser la Madre Teresa de vez en cuando, y eso no le prepara para esta situación. «Es que preferiría que fueras un poco más tapada, eso es todo».
«¿Por qué?».
«Porque cuando la gente ve mucha piel expuesta, reacciona. Tú eres una chica lista, pero la gente no se da cuenta. No ven más que piel. No te toman en serio, no te ven como una persona». En su tono, Lennox capta el encuentro entre el feminismo más extremo y el talibanismo.
Tianna siente que algo la golpea con fuerza por dentro. Piel. Eso era lo que pasaba con Vince y Clemson, todos ellos. Piel. Medita sobre este sencillo misterio, con mirada ágil y afligida. «¿Pero ni me ves como persona?».
La niña lo ha pillado. Joder, la niña lo sabía. Por primera vez Lennox siente que muy en el fondo la niña tiene lo que hay que tener. A lo mejor él sólo ve lo que quiere ver. «Pues claro», dice, sonriendo y dándole una palmadita en la espalda antes de retirar rápidamente la mano, como si hubiera tocado unas brasas encendidas. ¿Cuántos pederastas en potencia empiezan por ahí, por contactos humanos normales, antes de pisar el acelerador?
Por fuera el centro comercial tiene un aire insulso y estéril, pero cuando se abren las puertas automáticas, es evidente la superioridad de su aire acondicionado al de cualquier centro equivalente en el Reino Unido. La suciedad del Salford Shopping Centre, situado en las inmediaciones de donde desapareció Stacey Earnshaw, estaba a un millón de kilómetros de aquel central brillantemente coloreado en tonos naranja pastel, limón y rosa salmón. Había una tienda de discos al otro lado de una hilera del teléfonos de pago. Lennox le entrega a Tianna dos billetes de veinte dólares. «Tengo que hacer una llamada. Tú ve a esa tienda de discos y compra algo de música para el viaje».
«Guay», vuelve a decir Tianna, cogiendo los billetes y brincando por el suelo del centro comercial.
Lennox pide un listín al encargado del mostrador de información. Abundan las entradas de las oficinas locales del departamento de policía de la ciudad de Miami. Quiere ver si puede hacer reaccionar a Dearing, el poli que parece tener la sartén por el mango. Primero se fija en la 21.a comisaría de Allapattah 1888 NW. No. Está muy cansado y acusa mucho el desfase horario y el síndrome de abstinencia de la coca. Echa en falta sus antidepresivos cuando empiezan a sucederse oleadas de pánico a ritmos irregulares. Tiene que hacerles frente, pero le achicharran la mente como un mal curry le quemaría las entrañas. Le preocupa conducir en este estado con la niña. La telefonista le dice que allí no trabaja ningún Lance Dearing. Así que prueba suerte con West Little Havana sólo porque Flagler Street, donde está la comisaría, le suena. Le contesta una voz hispana de mujer. «Pruebe a llamar a North Little Havana. Allí encontrará a Lance», le informa alegremente. Lennox ve la entrada y la dirección de North Little Havana. Starry tenía razón acerca de Robyn y sus ínfulas de ser de Riverside. Marca el número y pregunta por Lance.
«Agente Lance Dearing al habla. Comisaría de North Little Havana. ¿En qué puedo ayudarle?».
La voz de Dearing le hace estremecerse, pero Lennox saca fuerzas del asco que siente y se prepara. Es el momento de presionar. «Podrías ir rezando para que alguien te ayude a ti, Dearing. Es lo único que puedes hacer a estas alturas».
«¿Quién demonios…?».
Lennox capta cómo al otro lado de la línea su interlocutor se da cuenta de con quién habla. Le reconforta saber que Dearing sólo es un agente, no un sargento. Un retrasado uniformado prescindible. Pero puede que le cubra las espaldas algún cochino pederasta situado unos cuantos peldaños más arriba del escalafón. Lennox se acuerda de la fuente fanfarrona utilizada por Maroon Mayhem, y de los comentarios amenazadores que dirigía a otros foreros en Kickback. Aunque estaba claro que era un tarado que vivía con su madre, Lennox se sorprende a sí mismo remedando su estilo. «Te conozco, carapolla. Sé quién eres, dónde vives y dónde trabajas. Y lo que es más importante, sé exactamente lo que te traes entre manos y con quién. Voy a desmontarte el chiringuito, campeón».
Si Lance Dearing está desconcertado, sus facultades de disimulo son dignas de un maestro. «Pero si es nuestro amigo escocés. Escúchame, Ray: estás metido en un lío de los gordos. Déjame que te diga una cosa: como no devuelvas a esa niña a su madre, amiga mía desde hace mucho tiempo, voy a emitir un comunicado público acusándote del secuestro de una menor en el estado de Florida. Créeme cuando te digo que eso es algo que no te conviene, Ray».
Muy bien, piensa Lennox. Tono profesional. Me informa de la gravedad de la situación, pero al mismo tiempo utiliza el nombre de pila como señal de amistad y aceptación. Intentando aislarte a la vez que se presenta como tu único aliado. «Supongo que eso quiere decir que darás mi descripción a todos los coches patrulla», dice. Puede que Dearing no esté marcándose un farol.
«Eso es exactamente lo que haré. Sólo me he abstenido de tomar esa medida hasta ahora porque eso les crearía mayores problemas con los servicios sociales a Robyn y a Tianna. También creo, y a lo mejor en eso soy un idiota sin remedio, que estás actuando en función de lo que consideras mejor para ellas. Pues deja que te diga una cosa, Ray: estás equivocado, y como sigas manteniendo a esa niña lejos de su hogar, vas a complicarte mucho la vida, y a Robyn y a la niña también».
«¿Hogar? ¿Llamas hogar a un puto nido de pederastas?», se oye decir a sí mismo. «¡Eso no es hogar para una niña!».
Lennox tiene la impresión de que todos y cada uno de los átomos de su cuerpo laten con la misma corazonada: que ha tropezado con algo más que un pervertido sexual alcoholizado y una madre cocainómana de dudosa reputación que ha vuelto a abandonar a su niña. Lo que no sabe es de qué se trata, ni logra elucidar el papel de Dearing.
«Creo que te equivocas del todo, Ray. Lo que acabas de decir está completamente fuera de lugar».
Tiene que pensar, sonsacar a la niña. Y al tal Chet. «Volveré a llamarte dentro de un rato. Puede ser a la comisaría o a tu móvil. Tú eliges».
«¿Dónde estás, Ray?», pregunta Lance Dearing con calma.
Lennox ya está harto de interrogatorios telefónicos. «Dame tu número de móvil. Ahora mismo o cuelgo».
Tras una pausa, Lance Dearing parece un poco más cauteloso cuando vuelve a hablar. «Vale, Ray, pero asegúrate de cuidar bien a esa niña, ¿me oyes?». Tras lo cual, vocaliza con parsimonia el número; Lennox lo anota en el cuaderno de Trudi, mientras saborea la euforia de esta pequeña victoria.
«Haz lo que debas, Ray», dice Dearing, «por la niña y por su mamá».
Cede el control con demasiada rapidez. ¿Farolea o de verdad tiene todas las de ganar? Lennox no se fía de su capacidad para dilucidarlo.
Acto seguido, en un flashback salvaje, su cerebro se inflama con la imagen de Johnnie encima de Tianna, intentando violarla. Me gusta el sabor de los coñitos jóvenes, eso es todo. El aire relajado e imperturbable de Lance: Aquí todos somos perros lo bastante viejos como para disfrutar de nuestros placeres allí donde los encontramos. Sin hacer preguntas.
«Como cruces la frontera del estado con esa niña te vas a meter en un follón de los gordos…», empieza Lance.
«Cierra la puta boca, mamón», le corta desdeñosamente Lennox. «El follón será todo tuyo, te lo garantizo», añade antes de estrellar el auricular sobre la horquilla. Ve a Tianna aproximándose alegremente. Se esfuerza por dejar de temblar.
«No hay mucho donde elegir. Es una tienda bastante cutre, pero he encontrado algunas cosas buenas», dice, sacando una bolsa de plástico de la mochila en forma de cabeza de oveja.
«¡Ja!». Lennox echa un vistazo a los CD. Iba a ser un viaje largo. Levanta la vista para mirar a Tianna. «Vamos a conseguirte algo de ropa, a ver si te tapamos un poco».
«Pues vale».
Es lunes por la mañana y muchas de las tiendas están cerradas, incluso Macy’s, que, como les informa un letrero, está cerrada por inventario.
«Sears está abierto», dice Lennox, señalando los grandes almacenes con el dedo.
Tianna pone mala cara. «Allí no entraría ni el abuelito de mamá. Es verdad; toda la gente que hay dentro es anciana». Si mi madre fuera americana, allí es donde haría la compra, medita Lennox. Al intentar vestir a Tianna de forma apropiada, se siente como si hubiera pasado de proxeneta a anciana tía solterona quisquillosa. Pero no es más que una cría, no puedo permitir que vaya vestida como una fulana.
Lennox le compra a Tianna unas cuantas prendas holgadas, reemplaza su gorra de los Red Sox perdida y se hace con unas gafas de sol nuevas. Entonces Tianna se dirige a los servicios del centro comercial y reaparece con unos vaqueros y una camiseta. Está mejor, pero le suplica que se quite el maquillaje y ella vuelve a entrar a regañadientes para complacerle.
«Estupendo», dice Lennox, satisfecho con el resultado. Parece una niña de diez años.
«Parezco una pasmada», dice ella, pero sólo es una protesta simbólica.
Entran en la heladería; Lennox pide el mejor batido de Florida, el de chocolate. Tianna toma un batido de helado de fresa. Vuelve a mirarla, los dos están encantados con el ruido que hacen las burbujas de los últimos restos del postre al subir traqueteando por la pajita. No es más que una cría. ¿Por qué está con ella? ¿Qué hace con ella?
Soy un poli.
No soy un buen poli. He llegado hasta donde he podido.
No. No es cierto.
Había llegado hasta donde hacía falta. Lo suficiente como para dar caza a los cabrones hijos de puta y encabezar la investigación. Otro ascenso más y se convertiría en un Toal: sedentario. Su cruda suerte era que le atraía el lado oscuro de la labor policial —cualquier otra cosa habría sido hacerle perder el tiempo— pero dejaba que le afectase. Para hacer esa clase de trabajo, dormir bien, levantarse y repetir todo el proceso al día siguiente, había que ser como Dougie Gillman. A Gillman jamás lo ascenderían. Comparecería ante cualquier junta de peces gordos y respondería con monosílabos a sus preguntas chorras mientras los juzgaba en silencio. Ellos percibirían su ira desdeñosa y su desprecio. Serían incapaces de mirar a aquellos ojos gélidos y odiosos. Porque Gillman expresaba una verdad, una verdad muy siniestra y brutal, pero que seguía siendo capaz de avergonzar y condenar a los embusteros que le rodeaban.
Y, al igual que Robbo antes de que perdiera la chaveta, Gillman era un buen poli. El miedo que inspiraba hacía que uno se alegrase de que estuviera en su bando. Lennox jamás podría ser así. En una pelea limpia habría hecho papilla a Gillman con su kickboxing. Pero jamás habría acabado con él. Así que Gillman se recuperaría, iría a por él y lo extinguiría como a la llama de una vela. A diferencia de Lennox, no tenía límites. Como superior dentro de la jerarquía policial, Lennox era tan impotente como un padre progre que no cree en los castigos corporales a la hora de lidiar con un hijo calculador y psicótico.
Era curioso, pues, estar pensando en Gillman al mismo tiempo que miraba distraídamente a la bonita camarera hispana, que brincaba de mesa en mesa, ligera y elegante como una avecilla, sirviendo café.
«¿Te parece guapa?», pregunta Tianna.
«Supongo», dice él. A la niña no se le escapaba nada, lo que redobla su intención de no tener hijos jamás, sobre todo si son niñas. Que le den.
Tianna dice en tono cantarín: «Quiero cortarme el pelo para dejarme flequillo[23]».
Lennox descifra el brillo de su mirada como un gesto pícaro y se le hiela la sangre. Tianna capta enseguida su reacción y se alisa unos mechones sobre la frente. «Así», le explica.
«Ah…, un flequillo», dice Lennox con alivio mientras se le normaliza el ritmo cardíaco.
Tianna levanta la vista y le lanza una mirada inesperadamente fría que aniquila algo en su interior. La vibración cariñosa y paternal que estaba empezando a asentarse se evapora cuando se ve reflejado en los ojos de la niña; por lo que se desprende de esa mirada despectiva y presuntuosa, podría ser un poli novato de orejas desabrochadas diciéndole a una ricachona altiva que allí no podía aparcar.
El tío Chet sabrá qué hacer, piensa, con la cabeza dándole vueltas. Chet se ocupará. Pide la cuenta. La heladería se está llenando de madres y de niños, polis y dependientes. Tianna le habla del gran barco que tiene el tío Chet en la costa del Golfo antes de cambiar bruscamente de tema: «Los hombres que mamá trae a casa son unos hijos de puta», sentencia con voz grave y temblorosa, casi como si esperase que Lennox la castigara por su lenguaje procaz.
«Pero Chet no es así, ¿verdad?».
Tianna sacude vigorosamente la cabeza.
«¿Es hermano de tu madre o de tu padre?».
«Sólo Chet», dice antes de cerrarse en banda otra vez.
La camarera se acerca brincando con la cuenta, con la mirada clavada en la fila que se ha formado ante la puerta. Lennox capta la indirecta; pagan, se levantan y se dirigen hacia la salida.
Otro tío suplente. Pero ¿era eso necesariamente algo malo? Él mismo intentaba desempeñar ahora ese papel, y no sabía prácticamente nada de niñas preadolescentes. Intenta recordar cómo era su hermana Jackie cuando tenía la edad de Tianna. Era distinto evaluar a alguien desde la perspectiva de un niño. Jackie tenía cinco años más que él, y era la que pensaban que acabaría colocándose mejor. Sus lecciones de equitación fueron un asunto de gran trascendencia familiar, y también muy elocuentes. Y Jackie prosperó. Acabó la carrera de derecho y ejerció un tiempo antes de casarse con un abogado muy prestigioso. A Lennox, lastrado por la convicción inquebrantable de que todo aquel que se ganaba la vida por medio de la palabra era un fantasma, le costaba mucho esfuerzo no despreciarlo en público.
Había notado cómo el desprecio de Jackie por los demás aumentaba con cada lección de equitación que recibía. Odiaba el perverso orgullo con el que su madre se regodeaba en el desdén de su hermana y consideraba una victoria haber criado a una niña que había aprendido a tratarles con condescendencia y a aborrecerles simplemente por sus orígenes de clase trabajadora.
Jackie vivía en una casa georgiana en el New Town, tenía una casa de campo en Deeside, un marido triunfador y unos niños educados que asistían a colegios de pago. Era su vida y, por lo que a él concernía, que lo disfrutara con salud. Pero era consciente de que Trudi codiciaba idéntico estatus, como si pensara que Lennox estaba hecho en esencia de la misma pasta, y que con el bisturí de su amor podría extirpar las partes malas y devolver al buen camino a aquel policía de carrera.
Las lecciones de equitación. Caballito, caballito.
Mientras Jackie montaba a caballo, Lennox y su amigo Les Brodie iban a todas partes en bicicleta. Como les habían dicho que se mantuvieran lejos de las carreteras principales, fueron pedaleando con las bicis a Colinton Dell por el camino que atravesaba el bosque junto al río, hasta que llegaron a la oscura boca del antiguo túnel de piedra.
De repente, Lennox se estremece cuando algo pasa volando delante de su rostro. Se sosiega: tres chavales jugando al Frisbee en el parking mientras su madre carga la compra en el maletero del coche.
«Perdone, señor», dice un muchachito flaco y de aspecto lozano. Aun prescindiendo del melancólico discurrir de sus reflexiones, Lennox piensa que, con esos ojos entusiastas pero a la vez de cachorrillo tristón, es el prototipo de esa clase de chavales que siempre inspiran una ligera sensación de lástima. Lennox recoge el Frisbee y se lo lanza con efecto giratorio al chico, que lo coge y se lo devuelve con una chispa en la mirada que dice que ha empezado una partida con todas las de la ley. Lennox se lo lanza a Tianna, pero cuando pasa volando a su lado, ella no hace ningún movimiento para interceptarlo.
Querría sumarse, pero no son más que unos críos descerebrados. Eso es lo que le dijo: No seas una niña estúpida, eres una mujer, una hermosa joven. Le había explicado a Tianna que la edad numérica no significaba nada, que todo era cuestión de madurez. Había niños de diez años que tenían diez años, y otros que aparentaban cinco. Había gente de veinte años que parecía tener cuatro. Tianna no; ella siempre era una mujer: fuerte, orgullosa y sexy; no tenía de qué avergonzarse. Vince, papi Vince, le había dicho que jamás debía avergonzarse de no ser una niñita tontorrona.
Y su infancia pasó por su lado como el Frisbee, destinada a ir a parar a otras manos.