Los rayos de sol se filtran a través de una fina malla de nubes, pero un viento fresco y persistente despoja de calor al aire. Lennox tiene razón; no hace tanto calor como habían anunciado. Tianna, que lleva una mochila en forma de oveja aplanada y una chaqueta vaquera de color azul claro, le da un poco de envidia; Lennox podría hacer algo para taparse los brazos. Ha perdido su gorro de los Red Sox y las gafas de sol; seguramente se los dejó en uno de los bares o en el autobús. Con su mano buena, sujeta la revista para novias. No tiene ni idea de adónde va ni por qué. Una furgoneta blanca le pone los pelos de la nuca de punta al detenerse junto al bloque de pisos. Del interior sale un hombre vestido con un mono y una lata metálica en la espalda al que Tianna saluda someramente.

«¿Quién es ése?», pregunta Lennox.

«El exterminador», le explica ella. La expresión atolondrada de él la obliga a añadir: «Fumigan los pisos para acabar con los bichos».

Atraviesan enormes aceras de hormigón llenas de grietas entre bloques de pisos, y pasan por delante de casas y jardines hasta llegar a una avenida principal y un centro comercial. No se ve nada de interés: una inmobiliaria, una empresa de seguridad y una peluquería. Pero el barrio no es malo. Lennox los ha visto mucho peores. La niña, a su lado, mantiene el paso, profundamente absorta en sus propias reflexiones. La brisa le alborota un poco el pelo, y Lennox se la imagina caminando al colegio, como hacía Britney.

A Tianna ir caminando al colegio siempre le recordaba Alabama. Absorber la mezcla de formas, sonidos y movimientos a lo largo de la ruta del río Tallapoosa, con aquellos aromas pantanosos que despojaban de urgencia a las voces emocionadas del día… En Miami era distinto: un triste trayecto en autobús escolar serpenteando entre avenidas llenas de palmeras. Desde el principio tuvo que soportar burlas por su rudimentario spanglish. El primer día dos chicos le quitaron la cartera y jugaron a pasársela el uno al otro. Sabía que querían que se exasperara y se humillara tratando de recuperarla. Pero de repente se sintió picada por el atroz recuerdo de lo que él le había dicho acerca de ser una mujer, no una niña, y se limitó a aguardar con gesto desdeñoso a que se aburrieran. La insultaron en español cuando dejaron la cartera a sus pies, pero lo hicieron sin ganas, y se marcharon rápidamente en busca de una víctima que respondiera mejor. Papi Vince también le había enseñado cosas buenas.

El piso, un palacio de lujo discreto y funcional, se encuentra a una breve carrera en taxi del bar. En un patio acristalado hay una piscina y un jacuzzi con vistas al océano, cuyo color azul tinta se funde casi imperceptiblemente con la noche. Él le había propuesto tomar la última copa en su casa, y cuando ella pensó en Ray, por ahí de juerga, hasta arriba de cocaína y seguramente en brazos de alguna guarra, aceptó de buena gana.

Aaron Resinger parece tan de diseño como su hogar. Cabello oscuro y ondulado. Un cuerpo voluminoso, con músculos trabajados y cincelados en el gimnasio desde que fue a la universidad. Adicto confeso al trabajo, le cuenta que es uno de los pocos nativos auténticos de Florida del Sur. Estudió Finanzas Inmobiliarias y Urbanismo en la Universidad de Miami y se enriqueció con el boom de los bloques de pisos de comienzos de los noventa. El éxito tuvo un precio, ya que unos meses antes había roto con una pareja de muchos años. «Supongo que llevo lamiéndome las heridas desde entonces», canturrea con un ligero deje de melancolía tras una hilera de dientes de inmaculada blancura.

Después de servirle a Trudi una copa y mostrarle su colección de arte, salen al patio, desde donde se asoman al punto en el que Biscayne Bay se encuentra con el océano Atlántico. «Cuando construí este sitio decidí que simplemente no podía encontrar otro lugar mejor para vivir», le dice con voz melosa. Trudi se siente como una estrella de cine, ennoblecida y exaltada por las atenciones de este hombre. Cuando la besa, ella responde, al principio de forma vacilante y luego, al pensar en cómo la ha tratado Ray Lennox, con feroz abandono. Cuando se separan, él le aparta el cabello del rostro, la mira a los ojos y le dice con una sinceridad que a Trudi le resulta abrumadora: «Me gustaría mucho hacer el amor contigo».

Trudi sonríe y deja que él la lleve de la mano hasta el dormitorio principal. Sabe en ese momento que cuando regrese a su país y les cuente esta historia a las chicas en alguna enoteca, soltarán salvas de carcajadas irreprimibles. Pero ahora mismo, rodeada de tanto lujo, bajo la luz de la luna, con el rumor de las olas estrellándose contra las rocas y enardecida por el alcohol y el recuerdo de un novio traicionero e indiferente, le parece con mucho la mejor opción.

Mientras caminan, él va marcando un ritmo nervioso sobre el muslo con el ejemplar de Perfect Bride. Lennox había tratado de darle conversación, pero la niña no estaba muy comunicativa. No insistió porque intuía que albergaba la clase de dolor que engendra introspección.

Le duele la boca, y se plantea comprar chicle. Andar con la niña americana esta le está agobiando y le alivia enormemente toparse con una comisaría local. No quiere alarmarla. Por suerte, al otro lado de la calle hay una cafetería. «He estado allí antes», dice Tianna con nerviosismo y señalándola con el dedo: «Allí es donde trabaja Starry».

Quizás Starry pudiera ayudar a resolver este lío. Anoche se portó como una absoluta arpía, pero también es cierto que iba hasta arriba de coca. Y es amiga de Robyn. ¿O no? Pronto lo averiguaremos.

Mano’s Grill podría considerarse un buen lugar donde trabajar de camarera. Un espacio muy estrecho en forma de L en el que no hay mesas propiamente dichas, sino una barra adosada a una de las paredes y junto a la que están colocadas las sillas. Los clientes casi pueden estirar el brazo y tocar a los encargados de la plancha, uno de los cuales parece ser el propio Mano. Junto a unos grandes ventanales de vidrio cilindrado, había otra barra con más taburetes. Lennox se imagina a Starry estirándose para pasarles los platos a los clientes por encima de las cabezas de los pobres pringados sentados ante el mostrador.

Pero se jugaría algo a que eso nunca lo hace cuando Mano anda por ahí. Una agresiva caricatura colocada por encima del mostrador retrata una versión más joven, más peluda y más esbelta del personaje, pero que sigue siendo instantáneamente reconocible. El pie de foto advierte: ESTO NO ES BURGER KING: AQUÍ LAS COSAS LAS HACEMOS A MI MANERA.

Con Tianna a su lado a su pesar, Lennox observa a Mano en acción. Mientras le grita a una camarera, destila suficiente amargura como para contaminar hasta el último bocado que prepara. Entonces Lennox se da cuenta de que hay un pasadizo que lleva a los servicios y después a un comedor más grande. El imperio de Mano abarca un área de mesas concurridas, sillas, y otro mostrador con caja registradora. Incluso parece haber otra cocina activa.

Lennox recuerda vagamente que anoche Starry le dijo que llevaba cuatro años trabajando allí. Imagina que en un sitio como aquél eso seguramente equivalía a toda una vida. Con mordacidad de semiborracha, le había dicho, a medio camino entre el alarde y el lamento, que era el tiempo más largo que había aguantado trabajando en un mismo sitio en toda su vida. Por muy desquiciada que fuera su vida, Starry sostenía que jamás se había perdido un turno. En el momento a Lennox aquello le había parecido dudoso. Se revela como un disparate cuando le pregunta a la camarera —la misma a la que Mano había abroncado— si la estaban esperando. Ella le mira con gesto furibundo. «¿Conoce a esa zorra? ¿Dónde está?».

«Esperaba que me lo pudiera decir usted».

«¡Ja! ¿Y yo cómo iba a saberlo? Tengo que hacerme cargo de su turno», escupe con una ira nada artificiosa.

Lennox toma asiento con Tianna, que parece aliviada por la ausencia de Starry. A Lennox le apetece tomar un batido. Se acuerda de los que tomó en Howard Johnson’s, en Times Square, cuando visitó Nueva York con los muchachos. Estaban buenos. Pero enseguida dieron paso a los Bloody Marys.

Pidieron un batido de chocolate para él, acompañado de tostadas y huevos fritos. Para Tianna una Coca-Cola, una hamburguesa y patatas fritas. Lennox ha perdido el apetito. Da ligeros empujoncitos a los huevos con el pan, y deja caer por accidente un churretón de yema sobre Perfect Bride, sorbiendo el batido para refrescarse la garganta en carne viva. La chiquilla tiene hambre. Hay algo veloz, metódico y resuelto en el modo en que devora la comida. Lennox se pregunta cuándo habrá comido por última vez. «Tú quédate aquí», le dice mientras se levanta. «Sólo voy a salir aquí al lado a por tabaco», dice, largando con soltura una mentira fácil de poli traidor.

«Guau», replica ella con los ojos como platos. «De puta madre».

«Para mí», salta él, exasperado. «Espérame aquí», repite.

Lennox abandona la cafetería a zancadas y cruza la calle en dirección al elegante edificio nuevo con el rótulo del Departamento de Policía del Condado de Miami-Dade. Ocupa buena parte de una manzana. Dentro habría hombres y mujeres que, igual que los colegas de su país, se ganan la vida como agentes de la ley. Es una locura. Él es un poli experimentado, pero no sabe qué va a decir. Sin autoridad ni estatus, quedaría reducido a lo que era: un escéptico que operaba en un mundo en que tales lujos estaban mal vistos. Lennox se detiene ante las puertas de cristal. Ahora no es momento para dudar. Ahora es momento de actuar.

Alguien como Dougie Gillman habría entrado con paso decidido y denunciado el secuestro, el abandono, los abusos y el intento de violación de una menor al agente del mostrador de la entrada. No sólo eso, lo habría hecho con una expresión de desprecio burlón que proclamase: «¿Y vosotros dónde coño estabais?». Y para hacer eso se arma de valor, pensando en su hermano actor, Stuart, cuando le contaba cómo se metía en la piel del personaje.

Al abrir la puerta, ve a una mujer muy corpulenta apoyada en el mostrador. Su gigantesco trasero, revestido con unos leotardos de color rosa estirados al máximo de su capacidad, bloquea parcialmente la vista del agente que la atiende tras el mostrador de recepción. Entonces el hombre se desplaza hacia un lado y levanta la cabeza. Lennox y el poli del mostrador se miran fijamente el uno al otro con cara de mutuo desconcierto.

Lance Dearing es el primero en hablar, mientras el impulso de huir explota como el pistoletazo de salida de un juez dentro de Ray Lennox, que se aparta del mostrador.

«Espera un momentito, Ray», empieza Lance, pero aquel tonel de mujer le está gritando: «¡Tienen que sacarle de mi casa! ¡No tiene ningún derecho a estar en mi casa!».

«Discúlpeme, señora…», dice Dearing mientras sale de detrás del mostrador.

Ray Lennox atraviesa rápidamente la puerta de cristal y abandona la comisaría. El discordante staccato con el que baja las escaleras recuerda a un pianista tocando unos palillos orientales. Una vez abajo, rompe primero a trotar y después echa a correr. El lapso de inactividad deportiva se nota: el peso de su cuerpo le lastra el corazón y los pulmones, y le duelen los músculos de las piernas. Llega a temer por su estabilidad, porque las losas del pavimento están agrietadas y son desiguales. Después la masa biliosa parece despejarse, su pecho resiste el aire y se siente más liviano; Lennox corre que vuela.

Tianna está sentada donde la había dejado; está terminando de comer y hojeando la revista de bodas. La urgencia manifiesta con que Lennox entra por la puerta la induce a echarse a la boca unas cuantas patatas fritas con ketchup antes de que llegue a la mesa.

«Tenemos que irnos», dice él con voz entrecortada mientras saca unos billetes del bolsillo.

«¿Y qué pasa con mamá?», pregunta Tianna. Por un instante, Lennox piensa en su propia madre.

«Tu mami no se encuentra bien, pero se recuperará».

Lennox apoya las manos en el mostrador. Respira agitadamente, subiendo y bajando los hombros. Mano le recompensa con una mirada suspicaz que le recuerda una escena de una película. «Ahora tenemos que marcharnos, tenemos que ir a ver a Chet», reitera, recogiendo la revista y dirigiéndose hacia el mostrador. Paga al encargado y conduce a Tianna hacia la puerta.

«Tienes que hablarme de los dos tipos que vinieron anoche. Johnnie y Lance».

«No me apetece hablar de ellos», dice ella, girando la cabeza con movimientos rápidos y enérgicos. «¡No me gustan!».

«¿Quiénes son?», insiste él. «¿Han intentado hacerte daño otras veces?».

La niña mira más allá de él, con los ojos desorbitados y a la espera del trauma inminente. Está en alguna otra parte y él necesita que esté aquí. De forma suave pero firme, la coge de los hombros; ella le mira a los ojos.

«Sé que has oído esta sandez de frase otra veces y te garantizo absolutamente que volverás a oírla. Pero ahora es el momento de creértela: confía en mí».

Cuando se vuelve para mirar por encima de su hombro una chispa prende en su interior. «Rápido». Ella le coge del brazo y le guía por las puertas hasta los servicios. Mientras la sigue, Lennox echa una mirada furtiva a la cafetería abarrotada de clientes. Por la otra puerta acaba de entrar Lance Dearing, que escudriña el garito. Sus miradas se encuentran y Dearing frunce las cejas mientras hace una mueca con el labio inferior. Partiendo del supuesto de que tendría las pelotas o la desesperación suficiente para matarle a tiros en una cafetería atestada y luego decir que había secuestrado a una menor, Lennox deja que la puerta de resortes se cierre a sus espaldas.

Evidentemente, Tianna sabía que los servicios también conducían a una extensión del restaurante cuya parte trasera daba a un parking. Atraviesan rápidamente el espacio, en el que sólo hay unos cuantos coches y un contenedor. El pánico a un balazo en la espalda disparado por un tirador experto hace que Lennox se encoja ante la expectativa de un impacto. Vuelve la cabeza hacia Tianna, pero ella se mantiene a su altura con pasos acompasados mientras corren hasta llegar a otra calle. De nuevo, Lennox echa un vistazo a sus espaldas en busca de indicios de Dearing, pero nada. En lugar de perseguirles a pie, habría vuelto a su coche y estaría intentando localizarlos. La calle principal da a otra serie de calles laterales divididas en bloques; se escabullen por una de ellas. A Lennox le parecen monótonas por su uniformidad, mientras las recorren con rapidez, volviendo la vista atrás para ver si les persigue algún vehículo. Ahora hace más calor, y se siente más pesado tras el esfuerzo realizado para huir de Dearing. El sol se concentra en su nuca y su espalda; tiene el cerebro entumecido por el déficit de oxígeno y aflojan el paso hasta trotar primero y caminar después, mudos de espanto y sin fuelle, resignados a que los detengan.

Y sin embargo nada sucede mientras siguen desplazándose en una calma ensimismada, alegrándose del exiguo amparo que les proporcionan los árboles que brotan de las calles y los jardines, cobijándoles un poco tanto del sol como de las miradas de posibles viandantes.

Tianna piensa en los chicos del autobús escolar. No le importaba que la llamaran guarra. A las latinas católicas les decían lo mismo incluso cuando salían de misa ataviadas con su uniforme escolar. Aquella vieja iglesia de estuco cuyas toscas vidrieras habían sido decoloradas por aquel sol que escupía sin cesar a través de las hojas de las palmeras. Tianna incluso había pensado en acudir, al preguntarse si otras niñas habrían compartido su suerte y habían hallado la paz allí. Pero a su mamá no le gustaban nada los viejos verdes de cara santurrona que llevaban hábito y zapatos baratos. Eran los únicos hombres que no le gustaban nada. Ahora mira al escocés alto —pensaba llamarle Bobby, en honor a Baseball Bobby de Escocia—, pero está hablando consigo mismo, como un chalado gilipollas, con los ojos desorbitados; estaba chiflado, no cabía duda. Le oye decir algo raro entre dientes, algo acerca de que había que seguir caminando, acerca de los críos, acerca de cómo siempre tiene que cuidar de los críos. ¿Quién demonios se habrá creído que es este baboso escocés que de ella no sabe un pimiento? Caminar siempre era lo que se hacía en Mobile. ¿Es que acaso no lo sabe?

En la cabeza de Lennox hay un solo pensamiento: soy el silencio incómodo. Pero tiene que haber farfullado, delirando por el calor, el esfuerzo y el bajón; a lo mejor ha dicho algo acerca de que había que caminar.

Porque ahora Tianna le está gritando. Al principio no la oye a ella, sólo oye un ruido tan uniforme como el silencio. Tiene que parar, que sintonizar deliberadamente.

«… y me gusta caminar y no soy ninguna cría», declara con violencia mientras arruga el rostro con expresión de ira, «¡así que no me trates como si lo fuera!».

«De acuerdo», dice Lennox con humildad. Caminan en silencio durante lo que parece una eternidad, desconfiando el uno del otro y de 7th Street, adónde acaban de volver a salir, parpadeando como los fugitivos de una cuerda de presos en el desierto. Cada coche patrulla que pasa delante de ellos le acelera el pulso. Imprime una cadencia más veloz a los golpes que se da en el muslo con la revista.

El cazador cazado.

Tiene la sensación de que la gente le mira. Vestimenta, porte, color de la piel; no encaja aquí. Quizás se trate de la niña, de sus lentos ojos de ángel siguiéndole mientras cumple con su lúgubre y piadosa misión. El aire se espesa por efecto del calor; la mano le suda en la revista satinada. Ellos parecen ser los únicos peatones: este hombre blanco y la niña tan jovencita. Le choca que ni siquiera sea capaz de deducir a partir de los rasgos de Tianna y la tonalidad de su piel nada acerca de la identidad étnica de su padre. Podría ser negro, asiático, blanco o latino. Piensa en el jugador de golf Tiger Woods: el nuevo americano modelo. Intenta hacer un Photoshop mental para eliminar el rastro de Robyn de su hija y ver lo que queda, pero aun así no aparece ninguna imagen convincente. Lo único que le viene desagradablemente a la cabeza es el vello púbico de Robyn.

En el barrio de Britney nadie se habría fijado en nosotros. En aquella barriada las guerras se hacían contra el refugiado bosnio realojado por el ayuntamiento o el pacífico aficionado a las maquetas de ferrocarriles que vivía solo. O el pintor de brocha gorda pluriempleado. Puede que contra la vacaburra picajosa que compró el último paquete de hamburguesas en la tienda de la esquina y el obsequioso paki hijo de puta que se las vendió. O contra el fornido matón que echaba la puerta abajo de una patada y se llevaba la tele y el estéreo mientras el escuálido y cadavérico juez de distrito agitaba la orden ante las caras estupefactas de los inquilinos. O contra el marido borrachuzo cuyo enorme complejo de culpa no le impide fundirse otro mes de alquiler en bebida y caballos. Libraban sus guerras entre ellos y eran una pasión devoradora; fruto del desempleo, de la miseria y la frustración. Mientras tanto, un monstruo auténtico se había colado inadvertidamente entre ellos.

Mr. Confectioner jamás se habría puesto a hacer labores de reconocimiento en un distrito de clase media lleno de fisgones y patrullas de vigilancia vecinal, que habrían llamado enseguida a la policía al ver la furgoneta blanca aparcada en su calle.

Entonces aparece ante ellos, imponente, un estadio: una visión exultante para un escocés. Tianna le dice que es el Orange Bowl. Dirigiéndose hacia él, se topan con otro centro comercial pequeño y venido a menos. Pero delante de él está parado un taxi, y la señal indica que está disponible.

En el sofocante taxi, la paranoia le ha arrancado un par de capas de piel. Ahora Lennox está decidido a mantener a la niña alejada de Dearing, Johnnie y Starry; esa gente es un peligro para ella y Robyn no puede protegerla. Pero a lo mejor el tal Chet sí puede. El problema es que se ha puesto hecha un basilisco. Así que él le enseña la dirección al taxista. El hombre no habla demasiado bien el inglés y no sabe dónde queda. Le explica que es de Nicaragua. «No from here», repite sin parar.

Estoy entre retrasados que no conocen este país, piensa Tianna, pero Bobby el Escocés intenta ayudarla, llevarla a casa de Chet, así que transige. «Está bastante lejos».

En un primer momento a Lennox le deprime oír esas palabras, pero después siente una oleada de euforia. Es la primera vez que él le dice algo sin que él le haya preguntado antes.

«¿Cómo de lejos? ¿Fuera del estado?».

«No, está en Florida. Está junto al mar, pero como al otro lado de la autopista grande».

Lennox se plantea acudir al aeropuerto: las empresas de alquiler de coches. No está demasiado lejos. Se dirigen hacia allá mientras él intenta ordenarse las ideas. La cabeza le da vueltas. No lleva antidepresivos encima. Está asustado. Piensa como un poli, se dice a sí mismo mientras intenta volver a poner en marcha su caótico cerebro. Tiene los ojos llenos de la arenilla fantasma causada por el insomnio y su cabeza está a punto de estallar.

Lance Dearing. Piensa como un poli. ¿Cómo pensaba él? ¿A qué jugaba?

Que Dearing sea poli cuadra. La llave de brazo era una técnica policial en todo el mundo. Aquella voz: llena de tranquila autoridad.

Lennox sabe que tendría que haberlo sospechado desde el primer momento. Pese a que fuese la primera vez que le aplicaban la llave a él, el hecho de que no se diera cuenta inmediatamente le indica lo poco preparado que está.

A Tianna le tiemblan los labios. «¿Estamos huyendo de la policía o sólo de Lance?».

Buena pregunta. «Sólo de Lance», conjetura. «Tu mami quería que te llevara a casa de Chet y que no te dejara con nadie más. Así que me da igual que él sea poli; eso es lo que voy a hacer».

Eso parece apaciguarla, así que Lennox habla en inglés chapurreado con el taxista, que le confirma lo que ya sospechaba acerca de la suerte de los conductores de taxis en Miami.

«Yo no trabajo de noche. Tengo familia. ¡Mi jefe es demasiado tacaño para poner cristales antibalas!».

Lennox oye un estruendo; levanta la vista y ve un avión descendiendo para aterrizar. Se pregunta contra cuántos hombres, con o sin su placa, habrá disparado Lance Dearing.