Trudi Lowe estaba sentada en la habitación del hotel, aparentemente viendo la televisión, pero en realidad inmersa en un recuento de incidentes de su «vida anterior» en común, como suele calificarla. Hace años, cuando él se destapó como un borracho que se detestaba a sí mismo y recurría a la indignación grosera y prefabricada como torpe escudo contra su propio sentimiento de culpa. Sabía de dónde venía él. Discutieron sobre su comportamiento y él le había gritado: «No tienes ni puta idea de cómo son los hombres, ¿verdad?».
La vida anterior ha regresado. Y yo que pensaba que había cambiado. Ese pútrido cliché se desliza rumbo al sur, hacia su pecho, mientras una vocecita dentro de su cabeza dice despectivamente: eres una idiota de mierda.
Pero la cólera que rebosa se resiste a desbordarse. Se levanta para caminar de un lado a otro de la habitación y asomarse al exterior. Su ira es más intensa cuando está sentada. Así que ha vuelto a dejarse caer en la silla y siente cómo el veneno la recorre.
Cuando reanudaron la relación él estaba desenganchado, así que le echó toda la culpa a la cocaína. Y Narcóticos Anónimos parecía haberle dado resultado. Su nueva vida en común fue como un auténtico renacimiento. Iban al gimnasio, asistían a clases de francés, veían películas, disfrutaban de una sexualidad vigorosa y participaban en expediciones de acampada y senderismo. Su trabajo siempre estaba en el trasfondo, pero parecía tratarlo como eso: un trabajo, si bien especialmente tocapelotas y exigente. Pero entonces empezó a beber otra vez. Le echaba la culpa al horrible caso de la niñita asesinada, y evidentemente estaba lo de su padre y el distanciamiento posterior de su familia. Pero fuesen cuales fuesen las causas, la bebida estaba allí y llevaría a la cocaína, que a su vez le llevaría a otras mujeres. Y entonces estarían acabados.
No tienes ni puta idea de cómo son los hombres. En la habitación de hotel vacía, aquella hiriente proclama del pasado reverbera más intensamente que nunca. Pero su padre no era así; recuerda su manita enguantada de niña dentro de la suya, esperando en la cola del cine en las calles grisazuladas de Tollcross. Evoca tan nítidamente el aroma que desprendía su padre de joven que cuando deja de ver su imagen experimenta una sensación de diacronía, como si se hubiera reencarnado en el cuerpo de un descendiente futuro. Y el padre de Ray era un hombre agradable y decente. Mientras se esfuerza por no despellejarse las cutículas, a Trudi sólo se le ocurre una cosa: se supone que han venido aquí a hacer el amor. A reconducir su vida sexual al buen camino. Está premenstrual y con las hormonas activadas, y le necesita. Y él se ha esfumado.
Trudi es consciente del desprecio que Ray siente por su actividad profesional y, cuando piensa en el montón de servicios que mantienen el pulso vital del país, encuentra de repente la forma de convertir toda esa ira que la paralizaba en energía. Eso la impulsa hacia el bar, pero está vacío y, en lugar de quedarse allí, sale a la calle. Después de caminar un rato, juguetea con la idea de que puede hacer lo que le apetezca, pero no se siente inclinada a visitar los establecimientos hosteleros locales, ruidosos y llenos de detestables varones con aliento a cerveza; por lo visto, no existe una categoría aceptable situada entre jóvenes zafios y hombres sórdidos de mediana edad. En Lincoln Avenue es cada vez más consciente de su condición solitaria, cuando los vivos colores de las obras que exhibe el escaparate de una galería le hacen señas para que entre. El local está prácticamente vacío. Los originales son caros, pero ve un grabado de precio razonable. Se detiene ante él, preguntándose si a Ray le gustaría. Seguro que no. Se le ocurre que ése podría ser motivo suficiente para comprarlo. Entonces se le acerca él.
Oye ruidos en la cabeza mientras uno de sus ojos enfoca poco a poco un techo blanco. El otro está sellado por secreciones gomosas. Se lo frota y nota el muelle de un sofá viejo pinchándole en la espalda. Está tapado por un cubrecama. Por la noche se había desmadejado y alcanzado una especie de paz exhausta. Los acontecimientos de la noche pasada se cuelan en su cabeza. La has vuelto a cagar, se lamenta en un mantra masoquista. La luz del sol atraviesa los encajes amarillos de las cortinas mientras la neuralgia le apuñala dentro del cráneo.
Trudi.
Los ruidos. La televisión. Se incorpora hasta sentarse. Ve a la niña, Tianna, acostada en el suelo; está viendo la caja tonta y bebiendo una lata de Pepsi. Intenta levantarse. Lo consigue. Se estira y bosteza. Mira a la niña. Está absorta en la tele, pero estuvo observándole mientras dormía, con el rostro contraído, como si estuviera peleándose, pero en sueños. Roncaba tanto que tuvo que subir el volumen del televisor. Pero también quiso despertarle. Para averiguar de qué iba.
«¿Dónde está todo el mundo?», pregunta Lennox mientras se fija en los cristales de la mesa de centro rota. Recuerda que intentó recogerlos, pero sigue habiendo montones de esquirlas por el suelo.
Hostia puta, va descalza.
Tendida sobre la alfombra delante de la televisión, la niña lleva pantalones cortos azules y una camiseta amarilla sin mangas. En una de las tibias tiene una especie de sarpullido, como marcas de quemaduras rojas e inflamadas. Ni siquiera se da la vuelta mientras con la pierna derecha marca un ritmo sobre la izquierda. Es como si él apenas existiera. O no existe o siempre está allí, medita Lennox.
«¿Dónde está Robyn?».
«No sé», contesta Tianna, incorporándose y volviéndose hacia él. La camiseta lleva la palabra BITCH[16] estampada en relucientes letras doradas. Ella le mira un instante antes de volverse y reclinarse de nuevo ante la caja tonta.
No es una niña con la que uno pueda encariñarse, piensa Lennox. Recorre el apartamento. Está vacío. Se encoge de hombros ante un público invisible y se dirige hacia la puerta. Se detiene. No puede dejarla sola sin más, no sin saber cuándo va a volver Robyn. Aquel saco de mierda baboso podría volver.
Piensa en Trudi. ¿Estará preocupada por él? Puede. Es probable. En cuanto se calmó, debió de pensar: ¿Dónde está Ray? A Lennox le resulta poco menos que inconcebible que alguien pueda echarle de menos.
Pero por supuesto que ella lo echaba de menos. Es su prometida. Ha estado enfermo. Sigue estándolo.
Me he quedado toda la noche por ahí. ¿Qué cojones he hecho?
El coño es mío, las reglas las pongo yo. Por Dios todopoderoso, joder.
No. Trudi estaría muy dolida. Es posible incluso que haya vuelto a casa, que haya tomado un vuelo de regreso a Edimburgo, que quizás le haya dicho a su familia —a lo que queda de ella— que él ha sufrido otra crisis. ¡Tal vez la policía le esté buscando! O tal vez esté con Ginger y con Dolores.
Pero no puede dejar aquí sola a la niña.
Eso no está bien. Su madre está…
«¿Suelen dejarte sola a menudo?», le pregunta Lennox a la silueta tendida mientras empieza a recoger los cristales restantes. La mesa está tan fragmentada como la noche pasada en su memoria. La cabeza le zumba como un nido de avispas. Las fosas nasales y la garganta, en carne viva, le arden.
«No sé», contesta ella, encogiéndose de hombros.
«¿Cuándo se supone que vuelve tu madre?».
«Como si a ti te importara», le espeta ella. Lennox casi reacciona, pero, además de reprimenda, el tono de la niña contiene una pizca de interrogación.
Así que desiste de recoger los cristales y se sienta en el sofá. Tiene ganas de marcharse. Pero ¿y si fueron a otra fiesta y se han olvidado por completo de ella? Si te metes coca suficiente, puedes llegar a olvidarte de cualquiera y de cualquier cosa. Y Robyn tenía pinta de meterse coca suficiente. En el suelo hay un paquete de tabaco vacío: verlo le deprime.
Se levanta y entra en la cocina. En la nevera quedan unas cervezas, latas de Miller. Se muere de ganas de tomarse una. Sólo una. Pero estaría feo bebérsela delante de la niña. Estaría feo porque es lo que hacían todos. Todos los hombres que entran en el piso de su madre visitaban la nevera a todas horas. Era como si los viera recorrer la senda que empezaba en el sofá como un biólogo habría seguido la pista de un oso en busca de salmones. Quiere enseñarle a la niña que eso no es lo normal, en lugar de dar por hecho que una niña tenga que ver a un hombre tras otro entrar en su casa y en su vida apestando a cerveza. Porque si eso le parece normal, entonces cuando crezca andará con hombres que apestan a cerveza a todas horas y todos los días. Porque los hombres que apestan a cerveza a todas horas y todos los días son un mal rollo para las mujeres. ¿Qué otra cosa podrían ser?
¿Qué otra cosa?
Así que Ray Lennox se prepara una taza de café y espera.
Los minutos van formando bloques de un cuarto de hora, tensando al máximo unos nervios que ya parecen cuerdas de piano y contrayéndolos bruscamente después, dejando que una aguda fatiga se filtre por oleadas que van desde el cerebro hasta las sienes y los ojos. Cada uno de estos bloques temporales se asemeja a un trecho de mar y él se siente un esclavo, esposado y remando en medio de un barco-ataúd que intenta atravesar aguas revueltas. Penitencia por beber y drogarse, por deslindar traviesamente tiempo y espacio la noche pasada. Las reflexiones estratégicas le vienen a la cabeza de forma lenta y cautelosa.
Debería llamar a Trudi. Siente la tarjeta en el bolsillo. Ella tiene una copia. Una tarjeta separada con la dirección. Estará profundamente dormida. Aún es pronto: las 8.33 según el reloj digital. Puede que no se lo agradezca. ¿Qué puede hacer? No tiene perdón. Eso es lo que le dirá. Esa clase de comportamiento no tiene perdón. ¿Qué excusas podría darle? Tiene razones, pero ¿cuándo dejan de ser excusas?
A tu edad ya deberías saber estas cosas. Había cumplido treinta y cinco años. Si admitimos el viejo dictado bíblico de que vivimos noventa años, había ingresado oficialmente en la edad mediana. Se reclina, mira los dibujos animados en la tele. El correcaminos humilla por enésima vez al coyote.
De vez en cuando Tianna se vuelve y le mira. Se levanta una vez para servirse más refresco de cola. El palpitante fulgor de la narración —las circunstancias que le trajeron a esta habitación— late dentro de su cabeza, pero la voz en off es de otra persona. La cordura continuada induce a actuar, así que Lennox hace inventario de la cocina. En la casa no hay comida.
Hay cantidad de putas cervezas, pero para el desayuno de la niña no hay nada.
Vuelve a sentarse y se fija en Tianna haciendo zapping. Está cada vez más inquieta, Lennox se da cuenta. No se trata sólo de los excitantes que lleva la bebida de cola.
Estirándose y doblándose para poner a prueba sus doloridos músculos, recoge el número de Perfect Bride del suelo. Lee acerca del protocolo nupcial. Piensa en quién podría ser el padrino. Su viejo amigo Les Brodie; de niños habían hecho un pacto mientras jugaban en el viejo columpio de Tarzán en Colinton Dell. Acordaron que si alguna vez se casaban harían de padrinos el uno del otro. Pero entonces se produjo el incidente del túnel y dejaron de ir por Dell. Y estuvo años sin ver a Les hasta hacía pocas semanas: en el funeral de su padre. Cuando dio el espectáculo. Pero hice bien en hacerlo, porque los hijos de puta con los que te topaste en esta vida te arrancaron el corazón, joder. Había que decírselo. Pero aquí estaba. Matrimonio. Padrino. Era inevitable que se lo pidiera a uno de los muchachos del cuerpo, aunque sólo fuese porque no había nadie más a quien pedírselo. Ni a Les ni a Stuart. Seguramente a Ally Notman, obedeciendo al criterio de que era el menos propenso a ofender a nadie. En el supuesto de que casarse siguiera figurando en el orden del día.
Se da cuenta de lo que abulta el cuaderno de Trudi en su bolsillo trasero; casi le aferra la nalga como solía hacer ella con la mano. Lo saca y lo examina: todas las entradas son de una o dos palabras. Listas. Sitios web. Su letra: esbelta, ondulada y expresiva. Es tan vivaz que le hace suspirar por ella. Y luego más todavía, cuando pasa una página y ve escrito varias veces Trudi Lennox; la misma «L», «o» y «e» de su apellido actual. Quizás fuera el momento de telefonear y dar explicaciones.
No ha pasado nada.
Pero no es cierto. Han pasado un montón de cosas. Y siguen pasando.
Tianna aparta la vista del televisor para echarle una mirada fugaz, como si estuviera tranquilizándose para decirle algo. Antes de que pueda hacerlo, el desgarrador timbre del teléfono que yace en el suelo los alancea a ambos. Se miran el uno al otro con expresión apremiante. Ambos esperan que descuelgue el otro. «Podría ser tu mamá, será mejor que contestes», dice Lennox, horrorizado ante el tono de niño asustado que desprende su voz.
Tianna coge el auricular. Tiene un hueco entre los incisivos; hasta entonces no se había fijado. Le da aspecto de niña modelo.
En lugar de…
Le da aspecto de niña americana modelo. Los Walton. Una valla pintada de blanco. Es la clase de niña que, de haber tenido otra —¿qué?— ¿«ma»?, ¿mami?, ¿madre?, llevaría un aparato para las palas y estaría padeciendo los años preadolescentes y de la adolescencia temprana aguantando bromas tipo «Hannibal Lecter» a fin de conseguir esa encantadora sonrisa de presentadora de publirreportajes.
«Hola, cariño…». A Tianna le alivia escuchar la voz de su madre, pero conoce ese tono mezquino que se deshace en un millón de disculpas antes de volver a meter la pata. Y mamá se va a meter en un buen lío, porque esa mesa se ha roto pero bien.
«Hola…», dice Tianna. A Lennox le parece que se relaja visiblemente. Vuelve a echar los hombros, tensos y encogidos, hacia atrás. La voz del otro lado de la línea, sin embargo, está muy nerviosa y alterada. Desde donde está sentado, Lennox la oye. Sabe de quién es. Entonces Tianna le mira: «El tipo ese que habla tan raro. Sí…». Le tiende el auricular con una mano y el teléfono con la otra, como pidiendo ayuda.
Mientras él los coge, Tianna, de forma rauda y repentina, sale disparada por la puerta.
«¿Hola?».
«Ray…, ¿eres tú?».
Es Robyn. No se equivocaba.
«Sí. ¿Dónde estás? Debería…».
«Escucha. ¿Tia está bien?».
«Sí, estaba viendo los dibujos animados. A qué hora vas a…».
Ella vuelve a cortarle. «¿Está escuchando?».
Lo comprueba. Se ha ido. «No, creo que se ha ido a su habitación…».
Cuando Robyn vuelve a interrumpirle por tercera vez, Lennox se convence de que su confianza en sí misma procede más de la desesperación que de la cocaína. «Ray, escúchame por favor». Su tono, suplicante e imperioso, le agobia como una nube oscura y ominosa. «No tengo mucho tiempo para hablar. ¿Tienes papel y boli a mano?».
«¿Te encuentras bien?».
«No, no me encuentro bien, Ray, no me encuentro bien en absoluto. Aún no puedo volver al apartamento, ¡pero tienes que sacar a Tia de ahí ahora mismo! Ahora mismo, ¿me oyes?».
«¿Qué sucede? ¿Dónde estás?», salta Lennox, irritado ante la sucesión de imposiciones, «si estás metida en algún lío, deberíamos llamar a la policía. Los tipos esos de anoche…».
«¡No! Prométemelo, Ray. Prométeme que no vas a llamar a la policía. ¡Me la quitarán y se la darán a los servicios sociales! Por favor, Ray, por favor», suplica con voz áspera, casi entrecortada. «¡No se te ocurra llamar a la policía! ¡Prométemelo!».
«De acuerdo».
«Necesito que me hagas un favor. ¿Tienes papel y boli?».
«¿Qué?», pregunta Lennox mientras le hace a Tianna, que entra en ese instante por la puerta, ademán de escribir, pero la niña se estremece y retrocede tras el umbral. «Por supuesto que sí», dice, acordándose entonces del cuadernito de Trudi, con el bolígrafo sujeto a la espiral. «¿Qué pasa?».
«Tienes que llevar a Tia a cierto sitio. Inmediatamente».
«Yo…, no puedes dejar a tu hija conmigo», protesta él. «¡No me conoces de nada!».
«Confío en ti, Ray», cuchichea Robyn en tono apremiante antes de espetarle la dirección.
Él ya ha visto en qué clase de hombres confía; ha encarcelado a muchos como ellos, hombres que lograron ganarse de algún modo la confianza de una mujer. Hasta que uno no ve a las mujeres en cuestión, y entonces todo encaja. Lennox apunta de mala gana la dirección. Se dispone a repetírsela cuando del otro lado de la línea oye un chillido gutural antes de que se haga el silencio.
Un espasmo estremecedor se apodera de él, junto con la idea de llamar al 999 antes de acordarse de que aquí es el 911. «¿Robyn?», jadea a duras penas, con la garganta en carne viva.
Detrás de la puerta, Tianna se revuelve nerviosa. Le ve por la rendija, con gesto crispado y mirada inquieta. A lo mejor podría decírselo a todos: ¡que se vayan el baboso de Lance, el cerdo de Johnnie y la zorra de Starry y nos dejen en paz a mamá y a mi!
Lennox se da cuenta de que ella le observa, pero entonces se pone otra persona al aparato: «Hola. ¿Quién es?».
«¿Quién eres tú?».
La persona que está al otro lado responde con calma, pagándole con la misma moneda y declarando: «Pero si es nuestro amigo escocés. Ray».
El tipo aquel, Lance, recuerda Lennox con un temblor glacial, Lance Dearing. Habían roto la mesa de Robyn, la mesa de su casero.
«Sí. ¿Dónde está Robyn?».
«Tenemos un problemita», dice Dearing con calma. «Robyn se ha pasado un poco de rosca. Eso no está bien cuando hay una cría de por medio, ya lo sabes».
«Sí», dice Lennox mientras la cabeza le da volteretas. Mira a Tianna, que acecha a medias tras la puerta. Sólo puede verle la mitad de la cara, un brazo y una pierna. Le tiembla el labio inferior y tiene la piel de gallina.
«No sé qué andabais haciendo en ese cuarto de baño anoche», comenta Lance riéndose. Lennox siente que se le desborda la bilis. «Pero desde luego no abríais ni a tiros. La pobre Robyn empezó a perder los papeles de mala manera. Se metió en un lío de los gordos».
«A mí no me pareció que fuera Robyn la que perdió los papeles».
«Bueno, supongo que los perdimos todos un poco. La mesita sí que acabó bien rota», dice Lance Dearing, obligando a Lennox a mirar el frío marco metálico y las patas. «No me guardarás rencor, ¿eh, amigo?».
Lennox deja que el silencio cree un vacío.
Dearing no parece tener prisa alguna por llenarlo y Lennox casi se pregunta si se habrá cortado la línea antes de que el americano hable por fin. «Voy a pasarme por ahí muy pronto. Ahora mismo voy a mandar a Johnnie para que me espere».
«¿Te has vuelto loco, coño? No. ¡Ni hablar!», le espeta Lennox. Mira a Tianna, que ha vuelto y se ha sentado en el sofá. Se recoge las rodillas contra el pecho para apoyar la cabeza sobre ellas. El pelo le cae sobre la frente, tapándole la cara.
«Anoche el viejo Johnnie sólo estaba tonteando. Derrapó un poco con la harina».
«Ya vi cómo tonteaba», dice Lennox sin alterar su tono de voz, «y como vuelva a acercarse a la niña», declara antes de hacer una pausa lenta y deliberada, «le corto las putas pelotas y le obligo a comérselas. Será lo último que coma en esta vida», dice entre dientes, antes de dar un respingo al darse cuenta de la presencia de Tianna. No quiere mirarla.
«¡Pero oye!…, un momento, Ray, amigo. ¿A qué viene tanto disparate?».
«No soy tu amigo», le espeta Lennox.
Dearing levanta levemente la voz, pero guarda la compostura. «Me parece que te estás equivocando. Lamento el pequeño malentendido de anoche, pero deberías saber que Robyn es una mujer con muchos problemas». Lennox casi se siente seducido por ese tono tan racional y razonable. «Es un imán para los problemas y supongo que yo la protejo un poco más de la cuenta, eso es todo. Pero me doy cuenta de que sólo pretendes lo mejor para ella».
Entonces él se acuerda de Johnnie. «Aquí el tema es: ¿a quién proteges tú? Pásame con ella otra vez».
«Está histérica, Ray. Anoche ya la viste».
«Se trata de su hija», insiste Lennox mientras Tianna se aparta el pelo de la cara. «Pásame con ella».
«Me pasaré por ahí dentro de un ratito, compadre. Por qué no te tranquilizas un poco…».
«Te voy a decir yo una cosa ahora mismo: como no me pases con ella, llamo a la policía».
«¡Está bien, hombre!», exclama Lance con una carcajada; es como si Lennox le viera apartarse del teléfono, cambiar el volumen y la orientación de su voz, dirigirse a otra persona y volver a adoptar el papel de observador de conversaciones ajenas. «¿Has oído eso, zorra chiflada? ¡Ray está pensando en hacer lo mismo que yo! ¡Ir a ver a la policía con la chiquilla!».
«¡NOO!», grita desgarradoramente Robyn. Lennox aprieta contra el oído el auricular, que sujeta con fuerza en su puño malo, para que Tianna no la oiga. El grito se apaga, y ahora el brazo se le ha puesto rígido. Como no se oye nada al otro lado de la línea, lo deposita sobre la horquilla con un clic.
La niña le mira con ojos encendidos. «¿Qué pasa? ¿Dónde está mamá?».
¿Qué podía decirle? «Tu madre está enferma. No se encuentra demasiado bien, eso es todo».
Sus palabras dejan chafada a la niña. Los ojos se le ponen vidriosos mientras se arruga y se deja caer de nuevo en la silla.
«¿Son las drogas?», pregunta ella con voz cansina y resignada. «No puede tomar el polvo ese».
«¿Qué sabes tú de eso?».
Tianna le mira con expresión comedida y dice: «No sé. ¿Y tú?».
«Yo nada», dice con voz débil y titubeante.
«Por la forma en que te sorbes la nariz y resoplas yo diría que sabes bastante», dice Tianna. Lennox detesta su tono mundanal y despectivo.
Por su parte, él se esfuerza por adoptar un tono frívolo: «Estoy resfriado. Soy escocés. Aquello no es como Florida».
Ella vuelve a apartarse el pelo de la cara mientras le escruta con ojos de lince. «Sí, claro».
Lennox se siente mezquino e inmundo. «¿Tu madre… ha estado enferma otras veces? Ya sabes…». No logra decir «por drogas».
«Acaba de salir del centro de rehabilitación».
«¿Quién cuidaba de ti cuando ella estaba en rehabilitación?».
«Starry, supongo».
«¿No tienes una abuelita o un abuelito, o sea la madre o el padre de tu mamá?».
Ella niega con la cabeza y baja la vista.
Recordando a Ronnie Hamil, Lennox lo deja estar; lo último que querían algunos niños era ver a sus abuelos. «Starry, Johnnie y Lance no te caen demasiado bien, ¿verdad?».
Tianna le mira con gesto fiero. «Dicen que son amigos de mamá pero no lo son».
Eso le convence de lo urgente que es salir de ahí. No quiere volver a ver a Lance Dearing ni a Johnnie.
«¿Qué quieres hacer? ¿Tienes hambre?», pregunta.
Robyn le ha dado una dirección. Si es local, podría cumplir con el encargo y dejar allí a la niña. Y luego regresar al hotel. Hacer las paces con Trudi. Irse a dormir. Tumbarse en la playa, incluso.
Trudi. Me cago en Cristo.
«No quiero estar aquí». Es obvio que los sentimientos de Tianna coinciden con los suyos. «Quiero ir a casa de Chet».
«¿Quién es Chet?».
«El tío Chet. Mola», dice ella. Su sonrisa hace pensar en el poder que tienen los niños para purificar la ictericia.
Lennox se fija en la nota garabateada en el cuadernillo. Apenas logra reconocer su propia letra. CHET LEWIS, OCEAN DAWN, PUERTO DEPORTIVO DEL GROVE, BOLONIA.
Robyn no le había proporcionado un número de teléfono, pero al menos Tianna sabía quién quería su madre que cuidara de ella y a la niña le parecía bien.
«¿Tienes el número de teléfono del tío Chet?».
«Supongo que estará allí, junto al teléfono», dice ella, señalando hacia el pasillo, «en el tablón».
Lennox se acerca a la pared donde está la pizarra vileda. Se queda paralizado por el pánico cuando la ve, resplandeciente y completamente inmaculada. Antes estaba llena de números y de mensajes. «¿Quién la ha borrado?».
Tianna le ha seguido y mira primero a Lennox y luego a la pizarra. «No sé».
Lennox se acuerda de Ally Notman limpiando la pizarra en el trabajo, pasándole una esponja con trazos largos y amplios. Borrándolo todo. Fin de la investigación. El nombre de BRITNEY, en gruesas mayúsculas, erradicado para siempre.
Se estremeció cuando vio aquella pizarra completamente limpia. Ahora, en el pasillo de aquel apartamento de Miami, experimenta un escalofrío familiar.
Ya con la función «poli» activada, registra sistemáticamente el piso en busca de cartas, notas, facturas, extractos de cuentas, lo que sea. Ha desaparecido todo. Lennox sabe que una persona tan caótica como Robyn no podía ser tan meticulosa. Aquello había sido una operación de limpieza en toda regla, pese a haberse llevado a cabo de forma apresurada mientras él estaba encerrado en el cuarto de baño con la niña. Dearing. El último en marcharse tuvo que ser él. Le habría costado apenas unos segundos borrar la pizarra, y si sabía dónde mirar, sólo unos minutos meter sus efectos personales en una bolsa de basura.
Tianna está de pie, a escasa distancia de él. Esperando. Con los brazos doblados sobre el pecho. «¿Vamos a ir a casa de Chet?».
«¿Cómo está de lejos?».
«No sé».
«¿Podemos llegar hasta allí a pie?».
Su mirada fulminante indica que es muy poco probable.
«Vamos a desayunar y averiguar a cuánto está de aquí. Tengo hambre. ¿Y tú?».
«Supongo».
Lennox se fija en sus brazos desnudos. En su camiseta sin mangas y en la leyenda obscena. «Será mejor que te pongas una chaqueta. Creo que hace más frío de lo que parece», dice antes de dirigirse al salón y recoger la revista para novias.