Pese a lo agotado que estabas, aquel viernes por la mañana saliste de puntillas de tu piso de Leith como un ladrón novato, sintiéndote culpable de haber arañado unas horas al sueño. Fuera hacía un día fresco y vigorizante; las hojas otoñales estaban oscureciendo, y te detuviste a tomar un exprés doble en el Stockbridge Deli, apurándolo antes de cruzar la calle y dirigirte a la jefatura de policía. Para el personal de la casa aquello era Fettes, pero en lo que se refiere a la población general nunca logró arrebatarle ese título al viejo colegio privado que estaba al otro lado de la calle. Mientras los pájaros piaban entre la luz incipiente que comenzaba a extenderse sobre el pavimento gris, tú ibas pensando en lo bien que ese pequeño sector de Edimburgo definía no sólo a la ciudad, sino al Reino Unido en general. La solemne institución docente para los ricos, que descollaba sobre la jefatura de policía, como si supervisase su propia vigilancia de Broughton, el instituto de segunda enseñanza para las masas.

Britney Hamil llevaba dos días desaparecida, pero a los empleados de la librería Forbidden Planet de South Bridge sólo les costó cinco minutos hacer saltar por los aires las fantasías acerca de Gary-Forbes-El-Hombre-Más-Malvado-de-Gran-Bretaña. Éstos declararon a Amanda Drummond que en el momento de la desaparición de Britney había estado allí hojeando libros, como casi todos los días. Le acusaron, como habías pronosticado, de hacer perder el tiempo a la policía después de arrastrar a dos agentes uniformados por unos bosques de Perthshire durante media tarde.

Ronnie Hamil era harina de otro costal. Con todo, no se había informado de nada tras el registro de su piso de Dalry. La gente del barrio dio fe de sus erráticas correrías, y se estableció por consenso general que era un personaje bronco y de aspecto desaliñado que llevaba una existencia marginal y apestaba siempre a tabaco y alcohol. Sabías que no tardaría en aparecer, que seguramente estaba refugiado en alguna parte borracho perdido; esperabas con todas tus fuerzas que fuera en compañía de su nieta, sana y salva.

La desaparición de Britney fue primera plana en todos los medios. En la pequeña y claustrofóbica habitación compartida por el equipo de investigación, empezó a hacerse sentir un ambiente de estado de sitio a medida que rostros crispados miraban boquiabiertos a Angela Hamil en Sky News, suplicando emotivamente por el regreso de su hija a pesar de los tranquilizantes. Gary Forbes nunca había sido un candidato serio, pero la desilusión de tu equipo seguía siendo manifiesta. Con la posible excepción de Amanda Drummond, te miraban como lo habría hecho una pandilla de bebedores empedernidos en el instante en que uno de ellos pide un zumo de naranja. Tenían sangre en la comisura de los labios. No iban a dejar de devorar. A una manada de leones hambrientos no se le podía decir que acababan de abatir a la cebra equivocada. No habías estado tan cerca de Gillman desde las vacaciones en Tailandia. En varias ocasiones te llevaste la sorpresa de descubrir que tamborileabas nerviosamente con los dedos en la nariz.

Pero seguía sin haber pistas del hombre al que todo el mundo buscaba. Acompañado por Amanda Drummond, visitaste a Angela Hamil. La desesperación y el sentimiento de culpa ante el hecho de haberte mostrado menos que entusiasta en relación con el candidato más evidente te indujeron a ser implacable. Te sentaste en el desgastado sofá de Angela con una taza agrietada de té con leche en la mano.

«Tu padre está en el paro y tú trabajas todo el día. Y él, ¿nunca te echa una mano con las niñas?».

Como respuesta a tus insinuaciones, Angela bajó la vista; tenía los ojos cansados y ojerosos. «No se le dan bien los críos», farfulló mientras daba otra calada reconfortante al cigarrillo antes de apagarlo.

Su pasividad y su resignación te irritaron y tuviste que hacer un tremendo esfuerzo para que no se te notara. «¿Por qué no confías en tu padre para que te ayude con las niñas?».

La respiración de Angela se aceleró mientras encendía otro cigarrillo; era como si temiese que introducir aire no acompañado de tabaco en sus pulmones pudiera resultarle fatal. Podías imaginártela olvidándose de llevar los cigarrillos encima un día y cayendo fulminada en plena calle camino de la tienda de la esquina.

«No se le dan bien ese tipo de cosas», dijo con voz ronca.

«No estaría de más que fuera capaz de ocuparse de ellas durante unas horas», insististe tú, echándole una mirada fugaz a Drummond, que tenía los ojos como platos. «Para echarte una mano».

«Mi hermana Cathy me ayuda…, a veces viene por aquí…», aseguró Angela Hamil en tono inquieto. No se le daba bien mentir. Amanda Drummond la miró con una expresión comprensiva.

Tus preguntas se hicieron más duras. «¿De verdad? ¿Cuándo fue la última vez?».

«No lo sé. ¡No me acuerdo!».

Tragaste con fuerza, tratando de extraer algo de oxígeno del humo que te rodeaba. «Voy a ser muy franco contigo, Angela. Estoy haciendo esto porque tu hija ha desaparecido y hace varios días que nadie ha visto a tu padre. ¿Me explico?».

La mujer se estaba cociendo a fuego lento en el silencio que pendía en el ambiente. La mano que sostenía el cigarrillo, que iba consumiéndose lentamente, se contrajo espasmódicamente.

«¿Me explico?».

Angela Hamil asintió lentamente, seguida por Drummond.

«¿Tu padre te ha dado alguna vez motivos para que pensaras que se había comportado de forma incorrecta con las niñas?». Tras una breve pausa, prosigue: «¿Se comportó así contigo cuando eras pequeña?», añadiste sin alterarte, escrutando el terrible hieratismo de aquella mujer. Sentiste que se desmoronaba poco a poco por dentro. «Contéstame, por favor», insististe en tono grave, como un perro casi a punto de empezar a gruñir. «Podría estar en juego la vida de tu hija».

«Sí…», jadeó casi sin aliento. «Sí, sí, sí lo hizo. Nunca se lo había dicho a nadie…». Sus mejillas hicieron implosión bajo una inhalación masiva. Apenas podías creer la velocidad a la que consumió el cigarrillo. Extinguió la colilla en un gran cenicero azul y encendió otro. El pánico apareció en la superficie de su piel cetrina. La observaste mientras languidecía ante su arremetida. «¿No creerá…», y se vino abajo, «que él y Britney…, no, Britney…, no…»; Drummond se acerca a ella y rodea sus delgados hombros con un brazo. «Como la haya tocado», amenazó su rostro arrugado, «cuando le ponga las manos encima…».

Esas amenazas vacías e impotentes, pensaste con desdén. «Sé que esto es muy penoso. Amanda, ¿te importa quedarte con Angela?», preguntaste mientras asentías con la cabeza, pero el astuto guiño que le dedicaste a Drummond añadía: descubre todo lo que puedas.

No tenías el menor interés en los detalles. Saliste a la calle y llamaste a Bob Toal. El jefe tenía razón, tú estabas equivocado. Ronnie Hamil era un pederasta, y ahora ibas a perseguirle sólo a él, renunciando a todos los demás. Desempolvaste todo el metraje de cámaras de videovigilancia que pudiste en el área de Dalry durante los últimos días, rebobinando y adelantando a partir del instante de la desaparición de Britney. La dificultad residía ahora en la abundancia de material; la casa de Ronnie estaba cerca del estadio de Tynecastle y en el vecindario había cámaras para dar y tomar. Intentar identificar una imagen del abuelo a partir de las multitudes de hinchas futboleros, compradores y bebedores era como buscar una bolita de poliestireno en un glaciar.

¿Y qué pasaba con el resto de tu vida? Estaba Trudi. Cuando volviste al despacho, abriste uno de los cajones cerrados con llave y sacaste el reluciente anillo de compromiso que llevaba unos cuatro meses allí. Nunca parecía ser el momento apropiado. Quizás, pensaste, era mejor hacerlo en el momento equivocado, para darte ánimos cuando lo necesitaras de verdad. Mientras estabas allí sentado en tu despacho mirando el diamante, dejándote hipnotizar por él, Dougie Gillman asomó la cabeza por la puerta.

«¿Seguimos sin noticias de Gary Glitter?»[11].

«Sí». Mientras cerrabas lentamente la caja del anillo, dejándola encima de la mesa antes de volver a inclinar la cabeza sobre los papeles con los que trabajabas, notaste la mirada de Gillman sobre ti durante unas cuantas frías pulsaciones más antes de que se retirara. Te dio la impresión de que la violeta africana se había marchitado un poco más. Te guardaste la caja en el bolsillo, furioso por la intervención de Gillman.

Después de un turno infructuoso y lesivo para el cerebro, acudiste al pub y te tomaste la primera copa en mucho tiempo. La segunda te obligó a dejar el coche en Fettes y coger un taxi para ir a casa de Trudi. Por el camino, una emisora transmitía un debate bastante tibio sobre lo que habría que hacer para conmemorar el tricentenario de la unificación de Escocia e Inglaterra en 1707, para el que sólo faltaban unos dieciocho meses. Nadie parecía saberlo y tampoco daba la impresión de que a nadie le importara. Te distrajiste al ver a Jock Allardyce subiendo por Lothian Road, y por un segundo pensaste que te había visto saludarle con la mano, pero evidentemente te habías equivocado, pues no dio la menor señal de reconocerte.

Cuando llegaste a casa de Trudi la encontraste muy ocupada con un informe para el trabajo sobre una reestructuración de su sección. Ella te lo estaba contando y tú no la escuchabas. «¿Qué pasa, Ray?», te preguntó. «¿En qué piensas?». Te miró más de cerca. «¿Has estado bebiendo?».

«Sí», respondiste tú con una sonrisa.

«Pero Narcóticos Anónimos… Keith Goodwin…».

«Hay algo que me ronda la cabeza».

«¿El trabajo? ¿El caso de la niña?».

La emoción te embargó cuando la miraste. «Estaba pensando que deberíamos casarnos».

Y entonces avanzaste por el suelo de rodillas y sepultaste la cabeza en su regazo, sacaste el anillo, levantaste la vista y se lo pediste. Ella dijo sí y más tarde os fuisteis a la cama y os pasasteis la mayor parte de la noche haciendo el amor. Resulta estrambótico pensar que aquélla fue la última vez.

Porque cuando el sábado por la mañana te levantaste, Britney llevaba tres días desaparecida sin dejar rastro. Cuando te diste cuenta te dejó por los suelos. Las cosas empeoraron cuando Trudi se puso a recorrer el cuarto de estar de un lado a otro, hablando por el teléfono móvil y chillando de emoción al darles la noticia a sus amistades. Podría haber prescindido de decir: «He hecho una reserva en el Obelisk para el domingo. Sólo tú, yo, nuestros padres, Jackie y Angus y Stuart y quienquiera…».

Notó tu expresión petrificada.

«¡No pude encontrar ningún sitio decente para un sábado por la noche con tan poco tiempo!».

«No es eso…, ¿no podríamos mantener un poco de discreción durante un tiempo?».

«Tenemos que decírselo, Ray. Son familia», insistió Trudi mientras te silenciaba con un beso, «¡se supone que es una ocasión feliz! ¡He llamado a todo el mundo y creo que saben lo que se cuece!». Acto seguido declaró: «¡Lo único que tienes que hacer es presentarte allí mañana a las ocho y ser amable!».

«De acuerdo».

En ese momento recibiste una llamada de Notman al móvil. «Ronnie Hamil acaba de aparecer en su piso. Parece hecho polvo. ¿Quieres que lo llevemos a comisaría?».

«No. Estoy en Bruntsfield. Nos vemos allí dentro de diez minutos. Quiero echarle un vistazo a su piso».

Trudi te miró con ojos suplicantes, tratando de colorear un poco tus fríos espacios en blanco.

«Lo siento, nena, pero creo que acabamos de pillar a ese cabrón», dijiste, y recordando que habías dejado el coche en Fettes tuviste que pedirle las llaves del Escort.

Notman te estaba esperando en una furgoneta azul delante del bloque de pisos. El piso de Ronnie Hamil era una vivienda de la última planta que se había librado milagrosamente de las renovaciones en una zona en la que llevaban ya casi treinta años sucediéndose. Lleno de desperdicios, mal iluminado y con unas escaleras muy gastadas, parecía, como el abuelo, un vestigio de los años setenta.

Dos sonoras llamadas hicieron acudir a la puerta a Ronnie Hamil. Era un hombrecillo desaliñado, de mirada furtiva y cara de acordeón. Exhibía su dentadura negra y amarillenta con una sonrisa de complicidad. Con el resuello bronquítico que le acompañaba, parecía el retrato robot del Viejo Asqueroso y Pervertido del departamento de contratación de actores. Pensaste en Angela, en cómo la había violado de niña con sus dedos manchados de nicotina. ¿Pero era él el responsable de que las manos de Angela, marcadas de forma similar, sólo arroparan a una de sus niñas por la noche?

«Policía», dijiste, y casi te atragantaste con la palabra; cuando entrasteis en el piso, Notman y tú os encogisteis físicamente ante el impacto de un hedor inmundo que hizo que te lloraran los ojos. Asombrosamente, Ronnie Hamil no pareció darse cuenta cuando te invitó a tomar asiento en su sofá.

Encontraste un sillón desvencijado, tras echar a un lado algunos periódicos viejos para hacerte sitio. Jamás habías visto tantos: en pilas ordenadas y en montones caóticos, desparramados por el suelo y los muebles, algunos amarillentos por lo que esperabas que fuera la vejez. Parecían todos ejemplares del Daily Record y el Edinburgh Evening News. Pensaste que aquello era una trampa mortal en caso de incendio, pero tenías asuntos más urgentes de los que ocuparte.

«¿Dónde ha estado últimamente, señor Hamil?».

«Eso es asunto mío».

«No, es asunto nuestro. ¿No lee usted la prensa?», le preguntaste sin pensarlo, antes de mirar alrededor de la habitación y enarcar las cejas. Te diste cuenta de que lo único que impidió a Notman estallar en carcajadas fue el repugnante olor que se respiraba.

«Esa niñita era un ángel», dijo Ronnie con tristeza. Acto seguido, los ojos se le llenaron de animadversión. «Si pudiera ponerle las manos encima a ese hijo de puta…».

«¿Dónde ha estado usted desde el miércoles?».

«Me fui de parranda». El pederasta incestuoso esbozó una sonrisa. «No recuerdo gran cosa de eso».

«¿Ve usted a las niñas a menudo?», preguntaste tú, tosiendo al hacerse el olor más intenso, volverse más denso y madurar en tus fosas.

«Sí, suelo pasarme a tomar una taza de té y charlar un rato».

«¿Pero ellas nunca vienen a verle a usted?».

Su expresión facial se derrumbó de forma tan violenta como si le hubiesen golpeado en la mandíbula con un objeto invisible. Su tono de voz descendió una octava. «No mucho».

«¿Cuánto? ¿Una vez a la semana? ¿Una vez al año? Es de suponer que querrá verlas más a menudo, ¿no?», le retaste, mirando con desagrado el papel pintado viejo, el revoltijo de envoltorios y los cartones de comida para llevar, pero sobre todo los periódicos. ¡Lo peor de todo, sin embargo, era aquel olor fétido y nauseabundo! Tosiste, y entonces casi te volvieron a dar arcadas. Te fijaste en que Notman se había desabrochado los botones superiores de la camisa y que el ojo izquierdo le temblaba de forma incontrolada. El hedor superaba cualquier cosa que fuera capaz de producir la basura vieja, la comida quemada, el pan rancio o el tabaco. Algo maléfico estaba apestando el piso hasta un extremo insufrible. Te estaba matando. Un miedo terrible te atenazó.

«¿De qué va todo esto?», gruñó Ronnie Hamil, todavía ajeno en cierto modo a tu desagrado y a su fuente.

«Va a tener que acompañarnos a comisaría para ayudarnos con la investigación, señor Hamil», dijiste, esforzándote por aparentar indiferencia mientras aquel olor acre seguía llenándote la boca y asaltándote de forma implacable y abrumadora. Viste cómo a Notman se le erizaban los pelos del cogote y enarcaba las cejas, y no ibas a ir a ninguna parte hasta que te respondiera a otra pregunta: el origen de un hedor capaz de quemar la piel. «Aquí dentro hay un olor muy intenso», y te levantaste y te pusiste a buscar. Lo primero en lo que se te ocurrió pensar fue en el hueco del techo.

«Ya, pensé que venía del piso de al lado…».

Notman descubrió el origen: un gatito negro muerto, que se había electrocutado al mordisquear un cable que daba a una lámpara, y que estaba debajo de un montón de periódicos detrás del sofá. Estaba cubierto de lo que parecían granos de arroz. Al principio pensaste que se habría envenenado con algún cartón de comida china pasada, pero entonces te diste cuenta de que los granos se movían. Te inclinaste un poco más: el gato muerto estaba infestado de gusanos.

«Emlyn», dijo Ronnie Hamil con sincera y emotiva congoja. «Conque ahí es donde estabas, so boba…». Cayó de rodillas ante el cuerpo del animal en descomposición.

Te marchaste apresuradamente y tomaste nota de que había que llamar al Departamento de Salud Medioambiental y a la Sociedad Protectora de Animales. A la salida pululaban multitudes que se dirigían al estadio. Mientras metía a Ronnie en la parte trasera de la furgoneta a empujones, Notman se volvió y rezongó: «Vamos en cabeza de la Liga y nos perdemos el partido por culpa de un puto pederasta».

Subiste a la furgoneta —recogiste el coche de Trudi más tarde— dejando que Notman pasara por delante de la tribuna llena de amianto diseñada por Archibald Leith, única parte superviviente del antiguo estadio. En el terreno de juego, los muchachos locales habían sido sustituidos por hombres-anuncio extranjeros que llevaban uniformes de color granate. En lugar de las empinadas gradas donde los hombres rugían, bebían, se peleaban, se abrazaban y se meaban unos encima de otros, estaban aquellas tribunas de color rosa. La fábrica de cerveza adyacente había cerrado, acabando así con el penetrante olor a lúpulo característico de la zona.

Ronnie Hamil despedía su propio aroma distintivo durante el trayecto hasta la jefatura de Fettes, donde proseguiste con el interrogatorio. Dijo que el miércoles por la mañana, cuando desapareció Britney, salió a echar un trago y luego se fue a dar un paseo por el canal. No tenía testigos. Lo único que decía recordar era haberse despertado aquella mañana en el suelo del piso de un compañero de parranda en Caplaw Court, una torre de pisos en Oxgangs que iba a ser demolida. Una vez más, los carromatos formaban en círculo. Pero tenías tus dudas. El abuelete era débil. Incluso contando con el factor sorpresa, ¿habría tenido fuerza suficiente para dominar a Britney con tanta rapidez? No había nada que vinculase al abuelo con lo que Toal consideraba aquella obsesión tuya tan nociva: la furgoneta blanca. Ronnie Hamil sabía conducir, pero no tenía vehículo y no se pudo comprobar que hubiera alquilado o tomado en préstamo ninguno recientemente.

Además de interrogar a Angela Hamil, pediste a Amanda Drummond que hiciera lo propio con la hermana mayor de Britney, Tessa. La muchacha, recuperada de la intoxicación alimentaria, confirmó que les habían dicho que evitasen al abuelo. «Mamá dice que no nos debemos acercar a él. Dice que está mal de la cabeza».

Notman y tú, animados por la noticia de que los Hearts habían ganado por dos a cero, lo que ampliaba a once partidos su racha imbatida, intensificasteis el interrogatorio de Ronnie Hamil. Al ver resbalar por su rostro gotas de sudor contaminadas de alcohol, te dio la impresión de que se disolvía bajo las luces fluorescentes del techo. Para Bob Toal, su desaparición y la confesión por parte de Angela de que había abusado de ella habrían bastado, pero no había cadáver. De modo que no se presentaron cargos contra el violador alcohólico de su propia hija, aunque sí lo pusieron bajo vigilancia las veinticuatro horas. Querías que estuviera en la calle con la esperanza de que te condujera hasta Britney, o al menos hasta lo que quedara de ella.

Tras escoltar a Ronnie Hamil hasta el mostrador de recepción, le seguiste con la mirada mientras desaparecía arrastrando los pies en la oscuridad de primeras horas de la noche antes de regresar a tu despacho. Notman asomó la cabeza por la puerta. «Más noticias», dijo en tono apesadumbrado, y por un instante esperaste oír que se había descubierto el cuerpo de la niña. «Romanov acaba de despedir a Burley».

Te volviste en la silla: «¡Joder, no me tomes el pelo!».

«No, en serio, lo han dicho en Sky».

«¡Pero si vamos en cabeza de la Liga y estamos imbatidos! ¿A qué cojones está jugando?».

«Quién coño sabe…».

De repente te hirvió la sangre. Tu ira no estaba dirigida en realidad contra los Hearts aunque te sentiste inducido a decir con voz entrecortada: «Y encima el puto derby es la semana que viene».

Tu equipo acababa de volver a dispararse en un pie, pero tú tenías la sensación de que en aquellos momentos daría igual a quién pusieran; los días de gloria de los años cincuenta y sesenta no iban a volver. Los clubs de Glasgow se habían situado mejor, utilizando el sectarismo para promover sus intereses y luego apostando por el consumismo. Pero por ti ellos y sus compañeros de viaje podían quedarse con todo aquello. Lo único que tú querías era encontrar a una niña ilesa.

Al día siguiente, dos excursionistas dominicales que hacían frente a los azotes del viento frío y la lluvia vieron algo arrastrado hasta las rocas por la corriente cerca de una ensenada pedregosa en unas colinas próximas a Coldingham. Al examinarlo más de cerca, vieron el cadáver grisazulado de una niña. «Parecía una muñeca», dijo uno de ellos. «Al principio no podía creer que fuera una niña».

Estabas en el piso de Trudi en Bruntsfield cuando te dieron la noticia. Durante el trayecto en coche por la A1 te sentiste extrañamente sereno. Entonces viste su fría piel besada por el agua. «Lo siento, cariño», susurraste entre dientes mientras sentías que tus manos se entumecían y helaban. Una de las partes del trabajo que más detestabas era hablar con las víctimas de los delincuentes sexuales. En general eran de sexo femenino, de modo que el protocolo del departamento solía ahorrarte ese suplicio. Pero la niña nunca podría contarte quién le había hecho aquello. Ahuecándote las manos delante de la cara, les echaste tu cálido aliento encima. A algunos metros de allí estaba la cartera de Britney con los libros dentro. Puesto que no había rastro de su ropa, aquello parecía más un acto deliberado que un descuido, pues desentonaba con el resto del crimen.

Un helicóptero rescató el cadáver y lo llevó a la morgue. Britney no llevaba muerta más de catorce horas, pero había estado desaparecida durante más de tres días. El asesino la estranguló antes de arrojarla por el acantilado con la esperanza de que la marea se la llevara mar adentro. Los buceadores rastrearon la costa, pero no recuperaron nada más. Tres horas después, el domingo hacia la hora de comer, Ronnie Hamil fue formalmente acusado del asesinato de su nieta.

A ti no te bastó. El abuelo apestaba a bebida rancia, era evidente que había estado borracho durante días. ¿Podría haber estado lo bastante centrado para hacer todo aquello? Dejando aparte la incongruencia de abandonar allí los libros, el asesinato parecía meticulosamente planificado. En el cuerpo se encontraron restos de lubricante, pero no de esperma. El asesino había utilizado condón. No había sangre ni ningún otro elemento que revelase ADN ajeno, sólo algunas marcas de cinta adhesiva en las muñecas y los tobillos. En el cuerpo de la niña no había nada que pudiera vincular a Britney con Ronnie. En uno de los libros escolares aparecieron algunas huellas dactilares suyas, pero también de mucha más gente. Era perfectamente posible que ella se lo hubiera enseñado cuando las había visitado la semana anterior, como sostenía. Aquello recordaba muchísimo a los casos Ellis.

Así que telefoneaste a alguien a quien habías conocido el año anterior en un cursillo de formación sobre el perfil psicológico de los delincuentes sexuales. Le recordabas como un hombre con aspecto de tubérculo, con una carga terrible sobre unos hombros muy caídos, pero cuya mirada nerviosa insinuaba que ya veía por el rabillo del ojo la trampilla invisible para huir hacia una jubilación inminente. Will Thornley había sido uno de los agentes encargados de investigar el caso Stacey Earnshaw en Manchester. A diferencia de George Marsden, Will era sin lugar a dudas un hombre entregado en cuerpo y alma a la empresa. No estaba de servicio y no le gustaba que le interrumpieran cuando estaba arreglando el jardín. Se mostró tan poco dispuesto a ayudarte que cuando finalizó la llamada te había convencido por completo de que Ellis no había tenido absolutamente nada que ver con el asesinato de Stacey.

El ambiente de fiesta en la jefatura de policía te dejó frío. Afortunadamente, cuando Notman te dio aquella palmada en la espalda Gillman no estaba en el pequeño salón-bar de Fettes. «Bueno, ya tenemos a ese hijo de puta, Ray».

«Sí», asentiste, «eso no cabe duda de que lo es», y por primera vez te alegraste de tener una cena familiar con Trudi aquella noche.

Así que dejaste a los miembros del equipo celebrando, hiciste de tripas corazón y fuiste al despacho de Bob Toal. El jefe te ofreció un habano que rehusaste.

«No me gusta esa cara», te advirtió Toal. «Tendrías que estar contento».

«Ya sé que no es lo que te apetece oír, Bob, pero mi obligación es contarte lo de Hertfordshire y Manchester, ya que forma parte de mi investigación».

«Adelante, Ray, águanos la fiesta. Sigue».

Al trabarse vuestras miradas se produjo un gélido instante de terror entre ambos. Él habría querido que guardaras silencio. Tú también querías. Pero hablaste: «Me preocupa el asunto este de Ellis. No es seguro. Acabará explotando».

«¿Así que quieres desautorizar unas condenas que implican a dos cuerpos de policía?».

«Si han hecho correctamente su trabajo no tienen nada de lo que preocuparse», dijiste, y en el mismo momento en que las palabras salieron de tu boca se te antojaron ridículas.

Toal no estaba de humor para transigir. «Me pregunto en qué planeta has estado, Ray. Porque no era la Tierra».

«La relación de Ellis con el caso Earnshaw es una tontería. Ha sido una chapuza de trabajo. Y no hay ninguna prueba forense de consideración que lo vincule con Welwyn».

Toal sacudió la cabeza con tal violencia que se le movieron los carrillos, haciéndote pensar por un instante en un sabueso que sale de un río. «¿Le oíste en esa grabación, junto a la tumba de esa niña? ¿Escuchaste lo que decía?». Tenía los ojos desorbitados. «¿Las cosas que dijo que había hecho con ella?».

Se te pusieron los pelos de punta al recordarlo. «Que es un hijo de puta y un enfermo está claro, pero él no la mató. No hay nada que lo vincule con la furgoneta blanca…».

«¡QUE LE DEN POR CULO A LA FURGONETA BLANCA!», bramó Toal. «¡Todos los piratas del país que trabajan de extranjis o se cepillan a alguna zorra a la que no deben cepillarse tienen furgonetas blancas! ¡Olvídalo, Ray! ¡Tenemos a nuestro hombre!».

Después de aquella regañina, sentiste el hormigueo paranoico de la humillación. Y la primera persona que viste en el pasillo fue a un Gillman sonriente.

El restaurante Obelisk era un garito con clase con dos estrellas Michelin, débilmente iluminado por lámparas de cobre fijadas a unas paredes de terracota y colocadas sobre grandes mesas de madera. No estabas del mejor humor cuando apareciste. Tu madre, Avril, y tu hermana, Jackie, acababan de llegar, y el maître estaba recogiendo sus abrigos. Tu madre te saludó con inquietud y ojos saltones. «¿Qué pasa? ¿Va todo bien?».

«Sí», dijiste, molesto por su inquietud. «Ya os contaré».

«Este sitio está muy bien», comentó aliviada, volviéndose y escudriñando el local antes de ofrecerte el rostro para que le dieras un beso, que le diste diligentemente, acompañado de otro para tu hermana, de rasgos herméticos, a quien aquel entorno no impresionaba con tanta facilidad.

«Angus no ha podido venir, está asistiendo a una conferencia en Londres», te informó Jackie. Asentiste con gesto sombrío, casi logrando mantener la sonrisa.

Donald y Joanne Lowe ya estaban sentados al lado de su hija. Trudi llevaba un vestido azul que nunca habías visto, y había pasado por la peluquería. La besaste, le hiciste un cumplido y le guiñaste un ojo antes de saludar a sus padres. Te caían bien los dos. Eran una pareja joven, de unos cincuenta años, pero parecían más próximos a tu generación que a la de tus padres. Donald era un hombre apuesto, de rasgos delicados, con cabello gris y ralo. Trabajaba como director de transportes de una empresa de autobuses y había sido futbolista profesional; había jugado de portero en el Morton y el East Fife. Joanne era una mujer esbelta y de ojos luminosos con una sonrisa de ganador del gordo de la lotería; llevaba una tienda de tarjetas postales y regalos en Newington.

Los Lowe saludaron a Avril y a Jackie con entusiasmo, lo que obligó a ambas mujeres a disculparse por la ausencia de sus maridos, aunque Avril subrayó que en su caso era temporal. «Ha ido al despacho», dijo, entornando los ojos. «¡En domingo!», añadió, en un tono demasiado estridente para tus maltrechos nervios.

Tu padre siempre trabajaba los domingos; decía que era el mejor día para los trenes de carga. John Lennox supervisaba las operaciones locales desde una pequeña oficina de Haymarket a la que le trasladaron después de un ataque al corazón que tuvo lugar mucho antes y que le impidió seguir conduciendo trenes. A ti te gustaba el aire vetusto y gótico de aquel oscuro despacho; a veces quedabas allí con él para llevarle a comer a alguno de los pubs locales. A pesar de que las operaciones habían sido informatizadas hacía mucho, tu padre mantenía archivos ordenados de impresos de envíos, notas de entrega y planes de ruta, y disfrutaba pensando que cuando fallaban los sistemas informáticos, él podía seguir trabajando.

Cuando llegó, unos minutos después, a ti te saludó con un gesto de la cabeza; besó a Trudi y estrechó las manos de Donald y de Joanne, saludando someramente a su esposa e hija antes de tomar asiento.

«¿No ha venido Stuart?», preguntó John.

A Stuart que le den, pensaste tú. Aquel pequeño hijo de puta mimado no habría tardado nada en conseguir que la velada girara en torno a él. «Vendrá cuando tenga que venir», dijiste mientras pedías champán. Te hizo gracia ver a todo el mundo fingir que no sabían lo que pasaba. Echaban miradas furtivas a las manos de Trudi, cubiertas por unos guantes color crema. «Tenemos que anunciaros algo», dijiste, decidido a cumplir con aquella parte del trámite con la menor cantidad de chorradas posible. «El año que viene, seguramente en septiembre, nos casaremos».

Entonces Trudi se quitó los guantes de golpe para mostrar el anillo ante los gritos de placer y los comentarios de los congregados. Intentaste calibrar las reacciones: nadie se encabronó abiertamente. Los menos entusiastas fueron tus padres, y acusaste el bofetón de la envidia mientras los suyos abrazaban y besaban a Trudi. Tu padre se limitó a asentir con la misma expresión de confirmación silenciosa que desplegaba cuando el banquillo de los Hearts hacía por fin el favor de proceder a la sustitución que llevaba toda la tarde reclamando. Casi pudiste oír el «ya era hora» salir de labios del viejo. Viste cómo algo subía y bajaba en el cuello nervudo de tu madre, como una escopeta de repetición manual. Siguió haciendo ese movimiento durante un instante antes de encontrarse la voz: «El Mondo…, mi pequeño El Mondo», gimoteó, repitiendo tu apodo de infancia, el que había adornado los carteles de corridas de toros que tenías en la pared de tu dormitorio, comprados durante unas antiguas vacaciones en España.

Ya llevabais un buen rato cenando cuando apareció tu hermano en estado de semiembriaguez. John Lennox se apartó de su mujer para que su hijo más joven pudiera sentarse entre ambos, como si fuera un niño al que tuvieran que vigilar por turno. «Ayer estuve en una audición en Glasgow», explicó. «Pasé la noche en el país de los Weedgies[12] y el tren se retrasó. La ingeniería funciona».

Sonreíste de forma confusa y miraste a tu padre. «La decadencia del ferrocarril, ¿eh, papá?».

John Lennox era un hombre dado a discursos coléricos sobre qué es lo que había fallado en Gran Bretaña, tema que inevitablemente acababa vinculando al ferrocarril. Pronunciaba las palabras «Beeching[13]» y «privatización» como otras personas habrían mentado una enfermedad de transmisión sexual, pero aquella noche tu padre había decidido reservarse la opinión.

«Tu hermano mayor se casa, Stuart», dijo Jackie. Su intento de apaciguar a Stuart chirriaba; como abogada criminalista rompepelotas, nunca se comportaba de aquella forma con ninguna otra persona.

«¡Anda, Sherlock, no jodas!», se rió él. «Lo cierto es que había llegado a la conclusión de que ése podía ser el motivo de esta pequeña juerga», dijo mientras se servía una copa de champán. «Por Ray y por Trudi», brindó, «¡que la fuerza os acompañe!»[14].

«¡Stuart!», le reprendió Jackie.

Tu hermano hizo caso omiso de tu hermana y miró a la esposa en ciernes. «En fin, Trudi, yo no puedo evitar tener un hermano policía», dijo, «pero ¿casarte con uno? Es una decisión muy valiente, y no lo digo de coña».

Lo harías si encontraras uno al que le molaras, pensaste tú, pero te mordiste la lengua. En su lugar, te conformaste con decir: «Lamento haber sido una cruz tan enorme para ti».

«La llevo con dignidad», respondió Stuart, riéndose en voz alta. Miró a Donald, que había enarcado una ceja, y a Joanne, que parecía estar disfrutando de su numerito, y cuyos ojos chisporroteaban como aspirinas efervescentes. «Sabes, hace un montón de años, un montón de gente de la escuela de teatro subíamos todas las mañanas a Dundee para engrosar los piquetes de la fábrica Timex. Le pregunté a mi hermano: “¿Cómo puedes dedicarte a proteger a los ricos y a cagarte en los pobres?”».

«Seguro que ahora vas a contarle a todo el mundo lo que te dije». Pusiste cara de aburrimiento, tamborileaste con los dedos sobre la mesa y miraste al techo.

«Claro. Me dijiste que te hacías esa pregunta todos los días». Stuart hizo una pausa y miró alrededor de la mesa. «Todos los días», repitió.

«Ya», dijiste tú, tratando de aparentar hastío.

Pero Stuart ya había activado la función «actor» y disfrutaba de ser el centro de atención. «No, es broma; dijiste algo así como: “Lo hago para atrapar a los malos. Pregunta a las personas más vulnerables de Muirhouse o Niddrie a quién temen más y todos te dirán que a los hijos de puta que hay entre ellos”. Así que yo dije algo a efectos de: “Muy bien, Raymond, pero ¿qué me dices de los hijos de puta ricos?”». Y te miró de forma muy significativa, animando a todos los demás a hacer lo mismo.

Tú soltaste una pedorreta. «Esos se libran, salvo que sean muy torpes», admitiste. «De ese departamento se ocupa Jackie, el sistema penal. Yo no soy más que un mandado».

«A mí dejadme al margen», dijo Jackie.

Recordaste que Stuart nunca se daba por satisfecho con aquella respuesta. Y hacía bien. Aunque fuera cierto, había otro factor, una cuestión personal que nunca te atreviste a incluir en tu discurso prefabricado. Ahora Stuart, con los ojos abiertos y una mirada tan suplicante como sincera, se daba manifiesta cuenta de la omisión; no era la primera vez, pero nada te arrancaría esa revelación. «Ayúdame, Ray», te rogó, «intento comprenderte».

Ahora los Lowe, muy sensatamente en tu opinión, estaban absortos en una conversación con tu padre en la otra punta de la mesa. Al terminarse la comida y la bebida, tu madre quedó atrapada en el fuego cruzado de las discusiones entre sus hijos.

Entonces dijiste tú: «¿Te acuerdas de la muñeca aquella? ¿Cómo se llamaba?». Tú, por supuesto, te acordabas perfectamente de Marjorie.

Jackie te lanzó una mirada venenosa.

«¡Raymond!», suplicó Avril.

«No pasa nada, mamá», intervino Jackie. «No es más que lo que pasa cuando nos reunimos en familia. Stuart desprecia a Ray por ser quien es y Ray me desprecia a mi por ser quien soy».

Aquello te desconcertó. Tanto más porque te diste cuenta de que era cierto. Intentaste devolvérsela a Stuart dando un rodeo, preparándote para sacar el tema de que habías querido tanto a aquella muñeca que a tu padre empezó a preocuparle que fueras maricón. Para cuando apareció Stuart (que sí era gay), John Lennox se había convertido en un progenitor más liberal y había olvidado el incidente Marjorie-y-el-boli, que tanta vergüenza os había causado a tu hermana y a ti.

«Era un muchachito tan encantador», anunció desesperada tu madre a la concurrencia. «Mi dulce El Mondo».

No tenéis ni puta idea de quién soy, pensaste con amargura, mirando en torno a la mesa a tu familia.

Donald Lowe rodeó con un brazo a Trudi. «Pues yo tengo que decir que esta chica nunca nos dio ningún problema, ¿verdad, Joanne? Es la hija perfecta», proclamó con orgullo.

«¡Yo no diría tanto!», exclamó riéndose Joanne, sacando a colación una trivial anécdota de la infancia; tú estabas encantado de que ahora le tocase pasar vergüenza a Trudi. Luego, durante un segundo o dos, la mesa se desvaneció y lo único que viste fue una losa con un pequeño cuerpo azulado encima.

Respirabas agitadamente e intentaste calmarte mirando fijamente a una lámpara en forma de cuña atornillada a la pared. «¿Te encuentras bien, hijo?», preguntó tu madre, que había notado tu desasosiego.

Te pusiste a mirar fijamente a Stuart. El pelotilla con cara de angelito se había convertido en un gilipollas dogmático y odioso, y aun así todos le consentían. «Menos mal que te tengo a ti para que me cuentes que si no me hubiera metido a policía, ahora Escocia sería una república libre, socialista y utópica».

Stuart levantó las manos en un gesto de rendición fingida. «Vale, Ray, perdóname. Me he pasado. Es que estoy un poco mosqueado de que no me dieran ese papel en Taggart[15]. Me apetecía muchísimo».

«Pero ya has salido en Taggart otras veces, hijo», le consoló Avril.

«Ya, mamá, pero fue en otro papel».

Pero esta vez no ibas a dejar que dominase la situación. «Y me alegro de que sepas tanto de mi trabajo como para decirme que oprimo a los pobres. Hace un momento estaba alucinando mientras pensaba en el cadáver de una niña de siete años a la que alguien violó y torturó. La saqué del mar. Y todo había sido culpa mía. Era de una barriada; a lo mejor es que la estaba oprimiendo».

«¡Basta ya!», saltó John Lennox. «Un poco de respeto, vosotros dos. ¡Venga!».

Stuart y tú intercambiasteis una fatigada mirada de confirmación de la tregua mientras el camarero se acercaba a la mesa a recitar la lista de los postres. Mientras tú volvías a llenar tu vaso, notaste que la conversación se desplazaba hacia el tema de los Hearts y el despido de George Burley. Estabas a punto de hacer una aportación entusiasta al tema cuando sonó el móvil. Era Keith Goodwin.

«Hola, Ray. ¿Qué cuentas? ¿Qué es de tu vida?».

«Estoy tomando un poco de champán con la familia», le dijiste. «Acabo de comprometerme».

«Ah, pues enhorabuena, pero ¿lo de beber te parece prudente? Quiero decir…».

«Te llamo en otro momento, Keith», dijiste antes de cerrar de golpe el móvil. Un plasta de pub era un plasta de pub, con o sin alcohol o drogas. Te prometiste que aquella noche ibas a echar unos tragos decentes. Era lo que hacía la gente cuando se comprometía y metía entre rejas a asesinos de niños.

Aquel lunes por la mañana fue como una bofetada en pleno rostro para todo el mundo. Los del equipo estaban de resaca después de la fiesta y tú también te sentías un poco atontado después de la cena de compromiso.

Ronnie Hamil no tenía coartada, pero los registros hospitalarios del Departamento de Accidentes y Urgencias del Western General sí. Un hombre le sacó del Union Canal poco después de que, borracho, cayera dentro de él tras haber consumido vino de alta graduación la noche del martes anterior a la desaparición de Britney. Estuvo en el hospital hasta las diez del día siguiente, cuando reanudó la borrachera en el piso de un amigo, bebiendo hasta entrar en coma etílico completamente ajeno al hecho de ser el hombre más buscado de Escocia. Había estado demasiado ebrio para recordar el incidente, pero quedó muy claro que la persona que le salvó, que pasaba por ahí mientras hacía footing, sí lo recordaba.

Tras la puesta en libertad del abuelo, lo primero que hiciste fue llamar por teléfono a George Marsden y narrarle la situación. «Ajá», fue su escueto comentario.

Quizás te contagiara algo de su petulancia. Aquella noche, el olor a fracaso se respiraba en el ambiente, cuando el grupo de Delitos Graves entró en tropel en Bert’s Bar. No te diste cuenta de la cara de ya-os-lo-dije que ponías, pero no habrías podido jurar que no la pusieras. Dentro del bar la tensión fue aumentando durante toda la noche, como en una fogata, hasta que Ally Notman dijo, arrastrando la voz por efecto del alcohol: «Es un puto pederasta. Nos habría valido».

«Es una escoria pero no un asesino de niños y sería dejar escapar al verdadero asesino», respondiste. Una o dos de las cabezas que había alrededor de la mesa asintieron. La mayoría se negó a mirarte a los ojos. Te estaban haciendo el vacío. No era la primera vez ni sería la última: se te acusaba del delito de no participar.

La noche siguiente, cuando te marchabas de jefatura después de otra solitaria velada examinando archivos, declaraciones y grabaciones de vídeo, una silueta de cabellos plateados con abrigo atravesó la puerta automática y se aproximó.

«¿Estás bien?», preguntó tu jefe.

«Lo siento, Bob. No tenemos nada. Cero», dijiste. Era la primera vez que veías a Bob Toal desde que la pista de Ronnie Hamil había acabado en un callejón sin salida. Ahora tu jefe parecía tan agotado como te encontrabas tú.

«Sigue con ello», asintió Toal, y el golpecito en el hombro, un puñetazo paternal de entrenador, bastó para lanzarte de nuevo a la enrarecida oscuridad de una fría noche de Edimburgo.

Te sentías completamente inútil. El poli como filósofo popperiano: refutaste todas y cada una de las hipótesis que formulaba tu departamento. A lo largo de los días siguientes te identificaste con tu jefe. La jubilación estaba al caer, y Toal quería llegar a la línea de meta intacto. En cualquier departamento de policía en el que un caso importante no avanzaba siempre afloraba la cuestión de la culpa. Esas eran las reglas. Estaban operando en un medio financieramente restrictivo. Ya se habían previsto medidas para recortar gastos. Iba a haber una reunión disciplinaria. Acusaciones de negligencia flagrante. Despidos sumarios. Lo único que faltaba por averiguar era hasta dónde llegarían las responsabilidades.

Empezaron a oírse voces discrepantes. En primera plana de The Independent apareció una investigación exhaustiva. Planteaba dudas acerca de la solidez de los cargos contra Robert Ellis, dando alas a tu opinión de que había un asesino múltiple suelto. Pero la presión por parte de Toal te obligó a seguir encima de Angela Hamil y los hombres que hubiera en su vida.

«Ahí hay alguna historia rara por medio; encubre a algún cabrón», había dicho Toal, con un acento más propio de Tollcross que de Morningside que revelaba la versatilidad de tu jefe. Alguien que en otras circunstancias quizás habría sido un maleante. «No le des tregua, Ray», te había dicho. «Lo he visto otras veces en mujeres débiles como ella. Se quedan hipnotizadas, dominadas por algún hijo de puta maligno. ¡Averigua quién es!».

Así que, como el resto de Delitos Graves, te obsesionaste por la vida sexual de Angela. Te burlaste abiertamente de ella cuando decía que «nunca traía a hombres a casa por las niñas», sabedor de que la pobre mujer estaba demasiado deshecha para hacerte frente. Odiabas su pasividad, te veías convertido en maltratador, quizás como muchos de los otros hombres que había conocido, pero eras incapaz de parar. Conseguiste sacarle un nombre, un tal Graham Cornell, que trabajaba en el Scottish Office. Al describirlo, dijo que «sólo era un amigo».

Un par de días más tarde, regresaste a la oficina de Delitos Graves y volviste a examinar la espantosa pizarra vileda. Al cabo de un rato, Ally Notman te invitó a un trago. Cuando entraste en Bert’s Bar, estaban todos allí. Era una encerrona. Relajada al principio, hasta que Gillman y Notman declararon al unísono: «Es él. Cornell».

Esa fue la señal para que Harrower y McCaig se sumaran al coro. Tú eres de los nuestros. Nuestro líder. El jefe. No nos decepciones. Nos está dejando a todos como unos capullos.

Y en parte sintonizabas con aquello. Porque aquel hombre tenía algo. Pero luego hablaste con Cornell la noche de Halloween. Le pillaste cuando estaba a punto de salir de su piso, vestido con un disfraz rojo con rabo y cuernos. Incluso prescindiendo del atuendo, el comportamiento de Cornell proclamaba a los cuatro vientos que era gay. En tu opinión era ridículo imaginar que secuestrara a una niña. Pero, según algunos de tus compañeros, como Gillman, gay equivalía a pervertido, lo que a su vez equivalía a pederasta. Se les podía enviar a todos los cursillos de igualdad de oportunidades del mundo, pero aquella álgebra, formulada hace mucho tiempo, no se podía encriptar del todo, y siempre estaba pronta a resurgir. Lo hizo con energía redoblada entre aquel grupo, fatigado y desesperado, que sudaba bajo los fluorescentes de aquella minúscula oficina, se quemaba las pestañas con las pantallas de los ordenadores, llamaba a puertas y hacía las mismas preguntas una y otra vez. Temías ser el único que se daba cuenta de la psicosis colectiva que los tenía a todos en un puño. Cada vez que Drummond, la única agente de sexo femenino del equipo, entraba en la habitación, se sumían en el silencio. Incluso Notman, que vivía con ella.

Tu respuesta a las voces que te parloteaban era ocuparte de tus propios y cada vez más urgentes incordios. Una tarde de comienzos de noviembre, gris y deprimente, atravesaste la frontera en un tren con destino a Newcastle. Tras un breve trayecto en taxi te metiste en una ruina de taberna del West End de dicha ciudad, donde, como poli escocés, te sentiste lo bastante seguro para pillar tus primeros gramos de cocaína en más de cuatro años.

Y la necesitabas como los demás parecían necesitar a Cornell. No se podía admitir que un asesino múltiple de niños andaba suelto. Un sinfín de carreras judiciales y policiales cimentadas sobre la detención y el procesamiento de Robert Ellis habrían quedado empañadas para siempre. Y un personaje odiado se pasaría el resto de su vida en las Bahamas a expensas del contribuyente. El pensamiento grupal de la organización burocrática se puso en marcha a toda máquina: Cornell era su hombre. Y, a tu manera, tú hiciste lo mismo.