Bajo una tenebrosa mortaja de oscuridad casi total, iluminada sólo por salpicaduras de luz procedentes de los descollantes rascacielos del distrito comercial, el centro de Miami se le antoja a Lennox un lugar no sólo duro y descuidado, sino también siniestramente desierto. Se confirma esa impresión cuando ponen los pies en la estación de autobuses del Government Centre. Gran parte de las grandes torres de apartamentos que se ven un poco más adelante están en construcción. Parecen un silencioso ejército de zombis que surge de la tierra en grados de composición diversos pero sin la certeza de qué hacer a continuación. Unas gigantescas grúas esqueléticas parecen alimentarse de ellos cual monstruosas aves de presa.

«Sale más barato coger un taxi aquí», le explica Starry mientras caminan con la determinación y la arrogancia de la ebriedad hasta la parada de taxis contigua a la terminal del autobús. Para la mayoría de pasajeros, las paradas anteriores, en Port of Miami, Omni Station, American Airways Arena y el distrito venido a menos de las pequeñas joyerías, han sido el punto de descenso. Ahora sólo tienen delante a un borracho solitario, cuyo gesto desconcertado y boquiabierto cuando arranca el autobús indica que se ha bajado ahí por accidente. Lennox levanta la vista para mirar los pilares de soporte y las vías del Metromover que serpentean alrededor de los edificios de la ciudad; Miami le recuerda Bangkok más que ninguna ciudad estadounidense o europea que haya visto con anterioridad. El único edificio antiguo que ha visto ha sido el grandioso edificio de los juzgados de Dade County, impresionante y hermoso, con sus escalinatas y pilares, una casa solariega rodeada de imitaciones de mal gusto.

Suben a uno de los tres taxis que están esperando. Robyn tose por culpa de su cigarrillo, espetándole con voz ronca a un conductor receloso una dirección que a Lennox, sentado en el asiento de delante, se le antoja toda números. Del espejo del taxista cuelga una bandera que a Lennox le parece de Puerto Rico. El poli que lleva dentro deduce enseguida que la profesión más peligrosa de Miami no debe de ser la de policía ni la de bombero. Para los taxistas, la mayor parte de ellos inmigrantes pobres, ser asesinados es un riesgo profesional. Ahora la mayoría de las gasolineras de veinticuatro horas eran de autoservicio y los empleados de las tiendas estaban invariablemente encerrados detrás de cabinas antibalas; además, las tiendas estaban dotadas de buzones de seguridad. Pero trabajar en aquellas calles desiertas, con llamadas en frío y transacciones en metálico, parecía una empresa de lo más arriesgada.

Atraviesan lo que parece un sector yermo de la ciudad donde no se ven casas; lo único que parece haber son comercios al por menor, baratos y de mal gusto. Abundan las tiendas cutres con persianas de acero, pero Lennox aún no ha visto un solo bar ni tampoco nada que indique la existencia de una vida social. Cada vez más preocupado, pues le parece que ya ha recorrido distancia suficiente, percibe el nerviosismo del taxista tras la pantalla de Perspex. La estridencia de sus voces delata que Robyn y Starry están discutiendo en el asiento trasero. Sale a relucir un niño muerto, el hijo de Starry. Oír eso le consume. Deja de prestar atención y se concentra en la ciudad circundante. Miami propiamente dicho parece un animal muy distinto de Miami Beach; la ciudad está llena de pasos elevados como ese al que acaban de subirse, y durante un rato parece que se dirigen al aeropuerto. Entonces, de repente, dan un viraje y salen de la arteria de hormigón, descienden por una vía de salida y llegan a un barrio en el que desemboca 17th Street. Es como caerse del borde de un mundo y aterrizar en otro. «Bienvenido a Little Havana», dice Starry en un tono ligeramente destemplado, enarcando una única ceja curva y recobrando la efervescencia que Lennox creía que había perdido desde el incidente de antes con aquel desconocido.

«En realidad no estamos lo bastante al sur para estar en Little Havana», declara Robyn con cierta estridencia. «Más bien es como Riverside».

«¡Anda ya! Lo que pasa es que no quieres que la gente sepa que vives en un barrio cubano», la provoca Starry, bromeando sólo a medias y transformándose por un instante en una latina a lo Rosie Pérez.

«Información de última hora», dice Robyn. «Esto es Miami. Todos los barrios son cubanos».

Lennox siente vergüenza ajena ante el insulso vocablo empleado por Robyn, «Riverside». En Escocia, los urbanistas habían intentado rebautizar a Leith y demás comunidades de la ribera como «el área portuaria de Edimburgo». Dado que Leith estaba asociado con el Hibernian Football Club y él era hincha de los Hearts, disfrutaba refiriéndose a su piso nuevo como situado en «el distrito portuario».

«¿Te das cuenta?», pregunta Starry mientras mira a Lennox, «¡los gringos sois incapaces de distinguir entre un barrio latino y otro!».

Lennox tiene que admitir que sus ojos apenas detectan diferencias entre las calles escasamente iluminadas que atraviesan, todas ellas divididas en bloques uniformes. Esta zona no parece inmensamente próspera, pero tampoco es un gueto. La mayoría de los hogares de estos bloques son viviendas de una planta. Cuando atraviesan las callejuelas que los separan, las luces de interior y las de los porches iluminan algunas de ellas, mostrándole, al mirarlas más de cerca, que no hay dos viviendas idénticas. Algunas de las fachadas y de los jardines están cuidados hasta rozar lo obsesivo. Otros son auténticos basureros. Lennox supone que habrá una mezcla de propietarios y alquilados. El piso de Robyn es distinto; se encuentra en un bloque de apartamentos con control de entrada, y el edificio, además de tener una entrada donde se puede aparcar, tiene una fachada de estuco y está pintado de color naranja pastel e iluminado por lámparas de pared. Un panel de aluminio con portero automático anuncia que hay doce viviendas, cifra que confirman los buzones de un pasillo sobrio y funcional iluminado por luces nocturnas de baja intensidad.

Está acostumbrado a subir las empinadas escaleras de los bloques de apartamentos de Edimburgo, pero la impaciencia química y la ligera pendiente de los peldaños embaldosados le obligan a subirlos de dos en dos, con zancadas largas y extensas. El piso de Robyn está en la última planta, dos pisos más arriba de la planta calle. Mientras busca una llave entre el caos de su bolso, cuchichea «¡Chitón!» al abrir la puerta. Lennox nota la mano de Starry apoyada en su culo. La deja posarse ahí un poco antes de marcharse por el pasillo, pasando por delante de una mesa con un teléfono presidido por una pizarra vileda llena de números y mensajes. Intrigado, Lennox se aleja con rapidez y entra en un cuarto de estar cuyos enseres hacen pensar en un piso amueblado; el sofá de cuero negro, con un echarpe de color beige y sillas a juego, pertenece a algún ubicuo almacén de mobiliario de los años ochenta que parece alquilarlos en todas las ciudades que ha visitado. Están sobre un suelo de roble en medio del cual hay una alfombra que parece más cara de lo que seguramente es. Hay una mesita de centro de cristal ahumado llena de revistas; el brillo estridente de la luz que se refleja desde arriba sobre los accesorios para cocaína parece desafiarle. Un nicho, con flecos formados por bombillas de colores, conduce a una pequeña cocina de baldosas de terracota.

«Bonito piso», comenta Lennox.

Robyn le cuenta que lleva un año ahí. Vino desde el sur de Alabama y se trasladó a Jacksonville con su hija (a él la palabra daughter le suena a «Dora») en busca de trabajo. Cuando se quedó sin él se fue más al sur, primero a Surfside, donde trabajó brevemente en una residencia de ancianos, y luego aquí. Le explica que el alquiler es barato y que quedaba cerca de su trabajo en un centro de día. «Pero tuve que dejar de trabajar allí», dice con expresión culpable, «para pasar más tiempo con mi hija».

«¿Qué edad tiene?».

«Diez años». Se ruboriza de orgullo, y luego se marcha a ver cómo está la niña.

Mientras se marcha, Lennox sorprende a Starry mirando a su amiga con una maldad elemental tan ponzoñosa que por un instante ella se aturulla al darse cuenta de que él se ha fijado. Echa la cabeza defensivamente hacia atrás, frunciendo los labios para exhibir el lustre de su lápiz de labios.

Robyn regresa y cierra la puerta del salón a sus espaldas. «Completamente dormida», anuncia con alivio. Le cuenta que su hija ha tenido problemas en el colegio. La mayoría de los niños hablaban español en casa y en el patio, así que Tianna, que es como se llama la niña, se siente aislada. «Últimamente se ha vuelto muy retraída», dice con tristeza, antes de captar el ceño fruncido y la expresión de desaprobación de Starry, por lo que cambia rápidamente a modo alegre y simpático, «pero oye, esto es una fiesta, ¿no?».

«Eso es», corrobora Lennox mientras se desploma en el sofá; entonces ve una mancha oscura en el suelo de roble que asoma por debajo de la alfombra. Está a punto de comentarlo y se reprime por muy poco. Aquello era una fiesta y él estaba de vacaciones. Investigar asesinatos, no. Planear bodas, no. Vacaciones, sí.

Starry le lanza otra mirada despectiva a Robyn, que da la espalda a Lennox y se vuelve hacia el reproductor de CD. Él la sigue con la mirada para evitar los ojos rapaces de Starry, pero la nuca fina y envejecida del cuello de Robyn le recuerda perversamente la de su padre la última vez que se vieron. Robyn pone un CD y cuando el aire se llena de sonidos poperos de mala calidad, se levanta y tira de él para ponerle en pie. La música es insulsa, e impregna la habitación de versiones de clásicos rocanroleros sin garra, lo que fuerza a Lennox a pensar en su viejo amigo Robbo, aficionado al soft rock, en los supermercados y en lo que los norteamericanos llamaban «elevadores».

Robyn se arrima a él; mientras bailan pegados, él percibe la inmundicia que desprende y se ahoga bajo la sofocante capa de sordidez con la que ella los ha rodeado a ambos. El responde de forma automática cuando ella muerde sus labios entumecidos, pues la cocaína vuelve casi soportable el humo de tabaco que despide su aliento. Tiene los ojos tan vidriosos y mortecinos como los de Marjorie, la muñeca favorita de su hermana mayor. Lennox recuerda haber «amado» y «querido casarle» con Marjorie de pequeño, y haber codiciado aquel juguete al menos tanto como su mandona hermana.

Una vez le había contado aquella historia a Trudi. «Te gusta que las mujeres sean juguetes pasivos», había bufado ella de forma poco caritativa, antes de subirse a horcajadas encima de él y cabalgarle hasta dejarle en carne viva.

Trudi. No puede dejar que Robyn le atonte con sus besos. Capta la mirada de Starry y el gesto que hace con la cabeza hacia la mesita de centro, se separa de Robyn y se acerca a unas rayas ya preparadas. Starry ha dejado el ejemplar de Perfect Bride encima de la mesa, donde se ha fundido con una sucesión de revistas femeninas, de televisión y de famosos. Lennox coge una gruesa revista de papel satinado llamada Ocean Drive; sospecha que es una de esas revistas gratuitas que regalan en las boutiques y los hoteles. Una rubia célebre por ser heredera y no disfrutar demasiado mientras su novio se la follaba delante de una cámara, hablaba de su música y explicaba que era lo que mejor se le daba. Lennox recordaba haber visto el vídeo, que estaba a la venta, en una despedida de soltero de la policía. No valía gran cosa; esperaba que cantara mejor.

Enrolla un billete y se llena las fosas, aprovechando su generosa cavidad nasal. Nota el subidón enseguida. Es perica de la buena. Levanta la vista y mira a Robyn, que le sonríe.

«¿Qué tal cantas? ¿Eres capaz de seguir una melodía?», le pregunta él.

«Supongo», dice ella, ladeando coquetamente la cabeza y provocando en Lennox una mezcla de atracción y repulsión.

Lennox se dirige al cuarto de baño; esta vez se fija en su orina, tan espesa que haría tenerse en pie a una cuchara, y que tiñe el agua de color oro anaranjado. Estando solo, sus facultades críticas toman el relevo de sus facultades sociales. Por todas partes hay indicios de buenas intenciones y de falta de fuerza de voluntad: una botella de colutorio bucal vacía y llena de polvo que obviamente lleva meses ahí. Un tubo de sellador sin abrir junto a una ducha que gotea y que ha formado un charco de agua sobre las baldosas de terracota del suelo. Una pila oxidada que asoma de la parte trasera de una depiladora averiada.

Cuando vuelve al salón ve a Robyn sentada; los ojos se le van hacia sus muslos y se detienen entre sus piernas. Ella se da cuenta y se recuesta en el sofá, alisándose la falda corta en un gesto de recato paródico.

Es mercancía averiada: vocecita de niña y coquetería vacua. Una víctima lamentable. Su niña seguramente saldrá igual. Pero tengo que tener cuidado con la farlopa: ahora mismo la metería hasta por el agujero de la cabeza de un delfín.

Starry ha preparado las bebidas; Millers para todos acompañados por vodka y Pepsi, y también hace más rayas de cocaína sobre la mesita de centro. Más es mejor: primera ley del capitalismo consumista. Segunda ley: la inmediatez lo es todo. Lennox presiente que se van a poner hasta las cejas. Starry percibe el ansia en su mirada. «Venga, Scattie[10]», le dice con ademán coqueto. Él se acuerda de Braveheart, el perro, y está a punto de probar la fosa más estrecha de las dos cuando aparece en el umbral de la habitación una niña en camisón.

Su tez morena contrasta con la palidez de su madre, pero la niña tiene no obstante un aspecto casi espectral. Por los lados de un rostro alargado cuelga un pelo castaño que le llega hasta los hombros. Se despereza, frotándose los ojos de una forma muy obviamente teatral. Avergonzado, Lennox interrumpe de inmediato su actividad y se pone en pie.

«Hola. Me llamo Ray», le dice, interponiéndose entre la niña y lo que hay encima de la mesa.

«¡Tianna Marie Hinton! Vuelve ahora mismo a la cama, señorita, esto es el horario de los mayores», declara Robyn en un tono muy nervioso, que Lennox imagina que podría emplear en privado una de esas mujeres que aparecen en los anuncios de inmobiliarias de South Beach, quizás después de enterarse de una caída del mercado. Durante todo ese tiempo, Robyn mira a Lennox con una expresión que oscila entre la vergüenza y la borreguez. La niña le echa una breve mirada por primera vez. Es una mirada fría. De evaluación más que de juicio, pero indica que él es algo que ya tiene visto de otras veces. Algo que no es bueno.

Entonces Lennox cae en que mientras ellos andaban tonteando en el Club Deuce y el Myopia de Miami Beach, ella ha estado sola. Eso no estaba bien. A los niños no hay que dejarlos solos de esa manera. Britney Hamil nunca debería haber ido caminando al colegio sola. Siente que la ira aflora a la superficie e intenta ahogarla con un trago de cerveza. Durante todo ese tiempo, interpone su cuerpo entre la niña y la mesa. Mientras ella está distraída por las atenciones de su madre, Lennox tapa las rayas blancas con el número de Perfect Bride. Y vuelve a pillar a Starry mirando a Robyn con aire despectivo.

«No podía dormir», se justifica la niña. «Os he oído entrar». Mira a Lennox otra vez y codea ligeramente a su madre en busca de corroboración.

«Éste es mi amigo Ray, cariño. Ray es de Escocia».

«De donde los hombres llevan falda, ¿no, Ray?», se burla Starry.

«Así es». Lennox apenas le hace caso y se concentra de nuevo en la niña. Tiene los brazos y las piernas demasiado largos para el cuerpo. Su pelo está hecho una mopa escuálida y parece toda huesos. Una especie de patito feo y desgarbado. Pero la mirada…, en su mirada capta el destello fugaz de un saber terrible. Por un instante Lennox tiene la deprimente sensación de que pide auxilio al mundo. A continuación la mirada desaparece y lo que queda no es más que otra niña somnolienta, ayuna de cariño, seguridad y sueño.

«A la cama ahora mismo, ¿me oyes, cariño?», dice Robyn.

La niña se marcha de la habitación farfullando y despidiéndose someramente con la mano, sin volverse. Entretanto, Starry cambia el CD y sube el volumen; la atmósfera se inunda de música cubana. La intimidad de Lennox con este género musical empieza y termina por Buena Vista Social Club, película que vio con Trudi, quien le compró el CD. Le había gustado, pero se sintió avergonzado cuando Ally Notman, el dinámico y joven poli ligón de su equipo, lo vio y le puso a parir por ser uno de esos «lectores progres de The Guardian». Algunos de los chicos habían acabado en su casa para tomar una última. Se acuerda de la gélida presencia de Dougie Gillman, su amargado y perturbador Némesis, que les había seguido toda la noche. Pero esta música no tiene nada que ver con aquélla. Con sus punzantes compases, sus arrolladoras cuerdas y su discreta sección de viento, es lo más triste que ha oído nunca. Pese a los coros en español y sus pretensiones de ser cubana, no deja de tener la sensación de que es un producto local de ese barrio de Miami. Reprime el impulso de preguntar por el artista; es más, le aliviaría no volver a escuchar jamás su terrible belleza.

De vez en cuando, se pregunta por Trudi. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Estaría en la habitación del hotel. Inmersa en una de sus dos actitudes a la vez sublimes y triviales: «preocupadísima» o «me importa una mierda». Puede que ambas a la vez.

«Al carajo», cuchichea Lennox, dando botes en el sofá y riéndose melancólicamente antes de que Starry se arrime y vuelva a levantarle. Bailan juntos un poco antes de que se les sume Robyn. Se están poniendo sexys. Lennox medita especulativamente acerca de los tríos. ¿Acaso no es eso lo que necesita para volver a experimentar su virilidad: ¿extremis? Funcionó la última vez que el trabajo y las drogas se confabularon para cauterizarle cuerpo y alma. Pero entre Starry y Robyn, pende una corriente desagradable. Compiten áspera y abiertamente por sus favores. Restregándose cada vez más contra él, con miradas sugestivas y ojos cada vez más abiertos por la necesidad, la agresividad tensa sus bocas. Piensa en la noche anterior, en el Torpedo. Nota cómo Robyn se le echa encima y le rodea el cuello con los brazos, colgándose de él como un traje de una tienda de beneficencia, en una puja temeraria por marginar a Starry.

Entonces suena el timbre y mientras él se da cuenta de que ha aparecido más gente, Lennox nota que sus fosas, incluso llenas de mocos, absorben el aroma del pelo de Robyn. El puntito de la coca actúa en sintonía con el compás, el alcohol y el desfase horario. Una ola de agotamiento abrumadora le impulsa a cerrar los ojos durante unos instantes, y contempla las manchas moradas que explotan y se arremolinan en el universo que tiene en la cabeza.

Entonces nota que Robyn se aparta de él. Cuando abre los ojos se enfrenta a un rostro curtido y ceniciento, de cabello corto y gris aplastado contra el cuero cabelludo, lo bastante engominado y en punta para que se vean los surcos dejados por el peine. Pertenece a un delgado hombre de raza blanca, de aspecto fibroso y fuerte, sin embargo, que le fulmina con una mirada de reptil, no sólo a él, sino también a Robyn. Tanta proximidad le induce a retroceder un paso. Después ve una camisa de tela vaquera metida dentro de unos pantalones del mismo material. Al bajar la vista ve unas zapatillas de color blanco brillante, o, como las llaman a este lado del charco, bambas. El recién llegado saluda secamente a Lennox con un gesto de cabeza y una sonrisa tan leve que habría hecho falta una cámara móvil para captarla. Acto seguido le dice a Robyn, en un acento country de baja fidelidad: «¿Ya has estado de tiendas otra vez?».

«Este es Ray», responde Robyn a modo de disculpa. Lennox percibe no sólo una historia, sino también asuntos pendientes.

«Me llamo Lance, Lance Dearing. Mucho gusto en conocerte, Ray», anuncia con una sonrisa mientras le tiende la mano. A pesar de lo violento que pueda resultar, Lennox la coge estratégicamente con la mano buena, la izquierda, aliviado por haberle presentado ésa al comprobar la fuerza con que se la agarra. «¿Te has reventado un cazo?», pregunta Dearing, indicando con la cabeza la mano derecha, que cuelga junto al costado de Lennox.

«Un accidente industrial», replica éste con desfachatez.

Pero es evidente que Lance Dearing es capaz de leer la inquietud que delata su rostro cuando le dice con calma: «No te preocupes lo más mínimo, Ray, no has ofendido a nadie. Aquí todos somos perros lo bastante viejos como para disfrutar de nuestros placeres allí donde los encontramos. Sin hacer preguntas. ¿No es así, chicas?».

Starry exhibe sus dientes nacarados y enarca las cejas cual ejecutivo de una multinacional de comida rápida que ha vendido tanto el semblante como el alma a la empresa. Robyn sonríe débilmente mientras sirve diligentemente unas copas a Lance y al tipo que le acompaña, un latino rechoncho y fornido. Su grasienta cabellera le llega hasta los hombros, y la barbilla tiene aspecto de rascar más que el papel de lija. Mira a Lennox con manifiesta hostilidad.

«Éste es Johnnie», dice Lance con una sonrisa.

«Tú debes ser el tipo que no es de por aquí», declara Johnnie con voz rasposa y mirando a Lennox de arriba abajo. Su cabeza parece demasiado grande para sus rasgos faciales, incrustados de forma poco caritativa en el centro de su rostro. Los años, presiente Lennox, acentuarán el efecto y, como un trinquete colocado en su cerebro, estirarán la parte de arriba y los lados de su cráneo, empujando la mandíbula hacia fuera. Tiene unas manazas de matarife impresionantes; el cuerpo compacto y los ojos furtivos insinúan a un tipo dispuesto a coger lo que quiere sin esperar demasiada resistencia. Desmiente esta idea una barriga fofa que llena una camiseta con el eslogan: CAMBIO COCA POR SEXO.

«No creo que sea el tipo en el que estás pensando, Johnnie», dice Lance, mientras le dedica una sonrisa a Lennox. «Pero tengo entendido que te dedicas a las ventas».

Putas ventas, piensa Lennox. ¿De qué va todo esto?

«Así es».

«Yo también», dice Lance, provocando una risita de Starry.

«Pero imagino que este caballero no se dedicará al mismo tipo de ventas que tú», dice Johnnie, riéndose.

«Seguramente no», dice Lance, con fingida tristeza. «Pero, bien mirado, para mí que hay dos tipos de vendedores: los buenos y los malos. ¿No te parece, Ray?».

Mientras Lennox guarda silencio, la sonrisa caprichosa de Starry le dice que fue con ellos con quienes habló antes por teléfono. Desde luego, su presencia es una sorpresa para Robyn, y por lo visto no muy grata. Lennox se aparta y se sienta en el sofá. En este tipo de situaciones, el silencio siempre es lo mejor. Lo tiene comprobado.

Escudriña la habitación, pero siempre acaba volviendo a mirar las piernas, las caderas o el culo de Robyn. Es consciente de que quiere follársela, pero concluye, avergonzado, que seguramente sólo es porque esa posibilidad se ha complicado con la llegada de Lance y Johnnie. Ahora mismo le valdría cualquiera. Algo se ha desatado detrás de su polla.

Prepara otra raya del pedrusco que hay en un paquete más grande que Starry acaba de colocar encima de la mesa, en vilo en todo momento por si reaparece la niña, y vuelve a dejarlo abajo. Se fija en el grabado de una mujer semidesnuda que hay en la pared. Después vuelve a pensar en Johnnie y Lance. La inquietud que sintió ante su intrusión ha desaparecido. Ahora que su temor se está evaporando, tiene ganas de que la cosa estalle. Sólo siente una ira negra, serena y constante. Ya no piensa en Britney Hamil, pero cuando lo hace, sabe que podría acabar con cualquiera que la hubiera matado.

Y le apetece matar. Hacer daño no bastaría. Un negro estado de ánimo le recorre las venas como un veneno. Conoce esas caras: la sonrisa burlona y de reptil de Dearing, la mirada ausente y porcina de Johnnie. ¡Ay, si supieran el peligro que corren! Le rechinan los dientes hasta imaginar que oye crujir el esmalte. Pero es un poli. En el extranjero. Cálmate de una puta vez.

Así que se acerca a la cocina y saca otra cerveza de la nevera. Para amortiguar los subidones de la coca. Robyn le sigue. Quiere follársela a ella y matar a los demás. Starry incluida. Sobre todo a Starry. Tenía algo que le había alterado. Aquella presencia proteica: sexy un minuto, maligna y manipuladora al siguiente. Cambió cuando aparecieron los tipos esos. Lo había notado. Lo vio en su mirada. Quizás sólo fuera la coca. Era buena. No tenía demasiada química. Puede que fuera porque se estaba metiendo toda su farlopa. Se pregunta si no debería ofrecerle algo de pasta a cambio. Nota un fajo de billetes de veinte en el bolsillo.

No puede pensar de forma lateral. Sus patrones de reflexión son lineales, como una locomotora de alta velocidad que se dirige a toda máquina a su destino.

Lo único que puede hacer para poner fin a esto es meterse más coca. Le ayuda a dejar atrás sus pensamientos. Vuelve al cuarto de estar; Robyn le sigue y le suelta un rollo acerca de signos astrales; levanta el ejemplar de Perfect Bride. Las rayas que había procurado ocultarle a la niña están intactas. Starry se acerca y prepara otras dos para Lance y Johnnie. Ahora los otros tres ya no son nada; no son una amenaza, sólo una fuente de drogas. Le anima la convicción de estar en su derecho. De vacaciones. Trudi la mojigata. Starry tiene otra gran bolsa de merca. Un pedrusco enorme. Podría ser una noche larga. Una noche muy, muy larga que dura media hora. Todos se meten otra raya. Ahora Lennox necesita la droga más que nunca. Recuerda cómo se sentaban junto a los servicios en el Grapes, el bar de los polis jóvenes, o en el piso de alguien, muchas veces el suyo, esnifando y presumiendo de cómo habían encerrado a ese cabrón, amenazado a ese otro, reventado a aquél y cómo acabarían pillando al otro hijo de puta. Pero el vitriolo de verdad no lo reservaban para los delincuentes, sino para sus jefes: los superiores del cuerpo y los políticos nacionales y locales. Los subnormales que lo jodían todo, los que convertían su trabajo en una mierda, eran ellos.

Lennox ha pasado por lo que él llama el «rollo de la rehabilitación», y sigue asistiendo a reuniones regulares de Narcóticos Anónimos. Sabe cómo la droga te aplana como una flor silvestre hasta convertirte en algo que se parece a ti pero que no es más que una representación unidimensional de tu persona. Algo áspero y volátil, todo burlas y mofas, que hace retroceder los límites de tu violencia verbal, física y sexual.

Aquella chiquilla en Tailandia; no era más que una cría, joder.

Las vacaciones con los muchachos en Bangkok. Las chicas eran muy jóvenes, pero con las chicas asiáticas nunca sabías a qué atenerte…, eran tan delgadas y menuditas. Y, a fin de cuentas, estábamos de vacaciones. Borrachos en aquel bar de Patpong, la chica tailandesa con el pelo teñido de rubio que se sentó en mi regazo mientras Notman cuchicheaba en tonos beodos: «Para saber de qué color tiene el coño una mujer, hay que fijarse en las cejas, no en el pelo».

¿Se habría comportado así el incorruptible George Marsden con el blazer planchado? ¿O se habría comportado como se supone que tienen que comportarse los polis? ¿Y cómo se suponía que tenían que comportarse los servidores de la ley cuando no estaban de servicio? Trabajar juntos. Divertirse juntos.

Entonces vi a la que estaba con Gillman: no era más que una niña. Le dije que la dejara. «Está pagada, coño, así que se va a llevar lo suyo», contestó él. Yo iba borracho. Discutimos. Aparté a la rubia de un empujón. Saqué a la otra del regazo a Gillman. Él se levantó y me arreó un cabezazo que me dejó tirado en el suelo; después Notman me ayudó a meterme en un taxi. Tuvimos que esperar siglos en el hospital de Bangkok para que me pusieran la nariz en su sitio y encima mal. Después me contaron que pagó con la chiquilla mi intervención de tres al cuarto. No era más que una niña. Era una chiquilla hasta que le hicieron lo mismo que a Britney y la redujeron a

Tienes que dejar de pensar.

La raya le sube por la nariz. La cara de Britney se desvanece y da paso al rostro de la mujer atractiva y con aspecto de putilla que tiene delante.

Robyn. De algún modo, esa voz empalagosa, irritante y de niña se va volviendo sexy. Una belleza sureña: la Scarlett O’Hara que hace de contrapunto a su Rhett Butler. Way down in Alabama. Ella le pregunta pudorosamente: «¿Te apetece acostarte un rato, cariño?».

Y Lennox sabe que aunque tuviera ganas de follarse al mundo, haría falto algo extremo, violento y perverso para que su pene fláccido se pusiera lo bastante duro para cumplir. «Espera un poco», dice, rellenando su vaso de vodka. Se siente atrapado en un sucio vórtice de su propia cosecha.

Lance Dearing se arroja en picado sobre él y le da la tabarra. En apariencia le habla de pesca, pero Lennox es consciente de la carga que llevan las palabras pronunciadas bajo los efectos de la cocaína y de que Dearing trata de establecer presencia, poder y dominio. «Ayer saqué del mar a un cabronazo enorme. Me llevó un rato y por un momento pensé que iba a romper el sedal, pero no le dejé levantar cabeza. Eso fue: no le dejé levantar cabeza. Una vez que había picado el anzuelo, ese pringao ya no iba a ir a ninguna parte».

Así que Ray Lennox se tranquiliza, sonríe levemente y responde con monosílabos. Mientras se fija en la cara curtida del tipo, ve cómo despide babillas por una de las comisuras de sus labios; no siente nada; Lance ni le gusta ni le disgusta. ¿De qué otro modo podría ser? Son unos desconocidos que van puestos de coca. Que les rechinan los dientes. Son obstáculos a sortear el uno para el otro: conductores de Fórmula 1 que tratan de rodear conos de tráfico a alta velocidad. Se arrojan mutuamente ráfagas breves de descalificaciones íntimas y feas, y ambos dejan al descubierto el mismo nervio del ego en carne viva. Entonces Lance se levanta y se pone a bailar con Robyn, que evidentemente le teme, así como a la sonriente Starry, y Lennox medita acerca de su suerte.

No puede casarse con Trudi. Si alguna vez estuvieron destinados a casarse ya lo habrían hecho. La conoció cuando ella tenía dieciocho años y él veintisiete. Hace ocho años. A él acababan de concederle su segundo gran ascenso. Inspector de policía Lennox. Iba ser el jefe de policía territorial más joven de Escocia, le dijeron, y sólo bromeaban a medias. Pero después nada. Mantener la cabeza por encima del agua. Esnifar más cocaína. Entonces Trudi y él se separaron.

Tres años más tarde, sin embargo, volvieron a salir. Él había vuelto de Tailandia y estaba desenganchado; asistía a Narcóticos Anónimos y practicaba kickboxing otra vez. Se encontraron en un gimnasio nuevo que él estaba probando. Él no lo sabía, pero ella era socia. Un café. Ponerse al día. Ninguno de los dos tenía compromiso. La chispa. Seguía allí. Ponerse al día. Una cena. Una película. Un café. Cama. Ponerse al día. El sexo; mejor que antes. Trudi: ahora era una rata de gimnasio acicalada y con confianza en sí misma en lugar de una adolescente regordeta. Él: una máquina de follar abstemia; la obsesión carnal lo dominaba todo. Hizo caso omiso del consejo de varios compañeros del cuerpo: segundas partes. Cuidado. Mala jugada.

Pero ella le quería. Le quería porque era una causa perdida y su propia vanidad era lo bastante fuerte para convencerla de que, con su modalidad particular de amor severo, Ray Lennox, el Proyecto Lennox, podía llegar a buen puerto. Podía convertirse en un supermán jubilado, criador de buenos niños escoceses y protestantes, que destacarían no sólo en el ámbito académico sino también en los exámenes para el ingreso en la universidad y en deportes, y se convertirían en modélicos ciudadanos del mundo, como los escoceses han hecho siempre. Al menos los que están destinados a la exportación.

Trudi se dio cuenta de cuánto había cambiado. Madurado, era el término que solía emplear. La primera vez que volvió a tocarle fue para recorrerle la nariz con un dedo. «La tienes un poco torcida», le dijo.

«Tuve un accidente en Tailandia. Me la rompí», le explicó, mirándola a los ojos. «Fue lo que me hizo dejar la farlopa. Me di cuenta de lo que me estaba haciendo y de lo que me estaba perdiendo».

A ella le gustó lo que vio.

Pero vio lo que quiso ver. Él estaba hecho polvo. Adoptaba una fachada estoy-de-vuelta-de-todo cuando por dentro estaba para chopped. Lennox, el tipo tranqui con los nervios hechos trizas. Su viejo socio Robbo siempre le tuvo bien calado.

A veces dar puñetazos y patadas al saco ayudaba. Hacer guantes. Cultivar la fuerza, la velocidad y la confianza que llevaba aparejado. Conquistar el derecho a fanfarronear, consciente de que otros hombres sabían que no era un farol, que detrás había algo. Pero a veces, cuando pasaba algo malo de verdad, sólo hablar ayudaba. Pero en Edimburgo sólo se hablaba cuando se bebía, y la cocaína ayudaba a beber y a hablar durante más tiempo. El caso Britney Hamil fue ese algo malo de verdad. Muy pronto empezó a pasar apuros en Narcóticos Anónimos, y a sufrir y sudar sin ganas en el gimnasio. Cada vez que hojeaba el registro donde tenía que lidiar con todas aquellas caras de pederastas, ansiaba la coca más que nunca.

«Venga, cariño», dice Robyn, ya frustrada y yendo al grano, «quiero follar». Su feroz desesperación le recordó a la stripper de Fort Lauderdale, e incluso a Trudi. «¿Tan mal suena? ¿Es tan egoísta?».

Lennox piensa: pues sí, so guarra, tu hijita está en la habitación de al lado. «No. Pero yo no quiero follar. Entiéndeme», se atasca, saboreando con denuedo el poder del rechazo por un instante, «es que no puedo, he tomado demasiada coca».

Robyn lanza una mirada furtiva a Lance y Starry, inmersos en un sensual baile latino. Con sus muecas pantanosas y sus desdeñosos cuchicheos, se diría que conspiran para destruirles a ambos. Entretanto, Johnnie está sentado en el sillón, meditabundo y colérico, lanzando malas vibraciones con la mirada. Lennox se fija en el rostro encogido y angustiado de Robyn. «Vámonos a la habitación de al lado a acostarnos un ratito», le cuchichea en una súplica indisimulada. «Necesito estar con alguien, Ray. Estoy jodida, mi vida se está yendo a la mierda. No sé lo que voy a hacer. Si no fuera por Tianna…, ella es lo único bueno que he hecho en toda mi puñetera y triste vida…».

Ella no se da cuenta de que la han oído y que los demás han estado escuchando la conversación. «Suena divertidísimo», se burla Starry, «¡una víctima profesional y un tipo que no se la puede follar!».

«¡Pero mira que eres zalamera!», exclama Lance, poniendo los ojos en blanco mientras Johnnie se ríe con ganas. Ahora la discordia es oficial.

«¿Por qué tiene que ser tan mala la gente?», chilla Robyn, que coge a Lennox de la mano mala y le obliga a seguirla hasta la puerta: «¿Por qué? ¡Es cruel que te cagas!».

«Ay, danos un poco de tregua», salta Starry con desdén. Lennox la oye reírse. «Volverá cuando necesite más farlopa».

«Para mí que dentro de unos veinte minutos», añade Lance en tono burlón, como quien sabe lo que dice.

Lennox se encuentra con que le están alejando de la bolsa de coca, la fuente de su poder. Cómo adoramos aquello que nos mata. Sigue estando rígido por todas partes menos donde importa mientras Robyn le arrastra hasta la cama, se arrebuja la falda y exhibe una braguita color carne con el lema: EL COÑO ES MÍO: LAS REGLAS LAS PONGO YO.

Echa a un lado la prenda, dejando al descubierto una tupida mata de pelo púbico que recuerda al corte mohicano de un punk, y besándole en la boca. Lennox percibe su asqueroso aliento a tabaco rancio, y nota cómo se le contrae la mandíbula. Robyn se aparta de sus labios sellados e inflexibles y se acuesta. La luz permite a Lennox verla encoger la mandíbula hasta fundirse con la obscena y abotargada carne de su cuello, que parece haber surgido de la nada y le recuerda aquella rana exótica que hincha la garganta de forma tan instantánea como impactante. Lennox se queda de piedra, como un insecto en las inmediaciones de esos ojos hipnóticos y desorbitados. Así que ella vuelve a incorporarse y se coloca encima de él, desabrochándole la bragueta y metiéndole la mano dentro de los pantalones y calzoncillos; sus dedos ansiosos hacen repetidamente la misma pregunta sin obtener la respuesta que ansían.

Se le escapa un bostezo de agotamiento entre subidones de cocaína. Lennox intenta contenerlo, pero se zafa de su rostro, casi provocando una contracción espasmódica de su mandíbula. Oye a Robyn jadeando desesperadamente, «Sexy…, chico sexy…».

Seguramente no ha pasado mucho rato desde la medianoche, pero él ya nota el amanecer del día siguiente sobrevolándole en él espacio.

Al echarle una mirada a Robyn comprueba que sus ojos siguen desorbitados, como los de un científico loco. «Puedo excitarte, Ray. ¡Sé lo que os gusta a los hombres!».

Se acerca tambaleándose al armario que está junto a la cama y saca un par de esposas forradas de piel de un cajón. «Podemos hacer cualquier cosa que quieras. ¿Quieres atarme a la cama? Puedes hacer lo que…».

Un grito de terror que no cesa llena el aire interrumpiendo a Robyn. Lo primero que piensa Lennox es que parece el de una niña. Entonces tanto él como Robyn se dan cuenta de que es su hija. Está chillando. Lennox se sube la cremallera y sale corriendo hacia el origen del ruido con Robyn siguiéndole. Abre la puerta del dormitorio de la niña de un empujón. Dentro se encuentra a Johnnie, encima de la cría, que no para de forcejear, intentando taparle la boca con la mano. Johnnie ha echado la ropa de cama a un lado y tiene la otra mano dentro del camisón de la niña.

Lennox se acerca de un salto y coge a Johnny por su lacia cabellera; al principio apenas consigue agarrarlo debido a la grasa de su pelo, y después acusa el dolor de la mano mala al sacarle de encima de la niña y de la cama. Johnnie grita y sus alaridos se suman a los chillidos de Tianna, regulares como una alarma antirrobo, mientras Lennox le arrastra por el suelo y le patea.

Después Lennox nota cómo le retuercen el brazo izquierdo tras la espalda, y a continuación un dolor cegador y ardiente que se extiende desde el hombro y le lacera el alma, produciéndole náuseas. Golpea hacia atrás con el talón contra una rótula; la presa se afloja. Lennox se zafa y se encuentra cara a cara con un Lance Dearing que cojea con una mueca de dolor en el rostro. «¡Ya basta!», le amenaza, empujando a Lennox por el pecho y llevándole de nuevo hacia el salón mientras éste sacude el brazo en un intento de recuperar algo de sensibilidad. Se pone de lado y empuja con el hombro para recobrar la compostura y mantenerse firme, con el brazo todavía inutilizado colgando. «¡Saca a ese hijo de puta de su puto dormitorio!», grita. Oye el llanto de la niña mientras su madre y Starry discuten histéricamente y él se abalanza hacia delante y echa a Lance Dearing a un lado. Dearing le agarra y vuelve a intentar aplicarle una llave, pero Lennox le ve venir y comienza a recobrar la sensibilidad en el brazo izquierdo. Se zafa del agarre de Lance y forcejean, tambaleándose hacia delante, cayendo encima de la mesita de centro de cristal y rompiéndola.

«¡Mi puto pedrusco…!», grita Starry mientras la cosa y los cristales rotos caen sobre la alfombra y el suelo de madera.

Los dos hombres, que no se han cortado de milagro, se ponen de pie dificultosamente. Lennox es el primero en levantarse y volver corriendo al dormitorio. Sacude a Johnnie un crochet de derecha en la mandíbula, lo que hace arder de dolor su nudillo lesionado. Robyn persigue a Starry a gritos y, captando la expresión suplicante de la niña, Lennox la coge de la mano y entra con ella a la carrera en el cuarto de baño, donde se encierra.

«¡No dejes que se me acerquen!», aúlla Tianna, atemorizada y sentada sobre la tapa del inodoro, mesándose el cabello.

«No te preocupes, chiquilla, no pasa nada», le susurra Lennox con la mano derecha palpitante y el brazo izquierdo dolorido, «es que todos hemos bebido demasiado. Nadie va a hacerte daño».

«Intentó…, ¡le dije que me dejara en paz! ¿Por qué no me dejan en paz?».

«Está bien…». Lennox intenta emplear un tono tranquilizador, porque oye el estruendo de las discusiones que transcurren fuera; la histeria estridente de Robyn; el desprecio amenazador de Starry. Después la voz de Lance Dearing desde detrás de la puerta, serena y autoritaria: «Tenemos que tranquilizarnos todos. Venga, salid de ahí».

«¡No!», chilla Tianna.

«Tia, cariño», gimotea Robyn.

Lennox acerca la cara a la puerta y grita a través de ella: «¡Escuchadme! ¡Sacad de aquí a ese gordo hijo de puta! No lo pienso repetir. ¡Ya!».

Puede que sus posibilidades con esos dos y con la psicópata de Starry sean escasas. Y la niña ya ha visto de sobra. La puerta va a seguir cerrada.

Tianna mira al hombre que la está protegiendo. Puede que, sin embargo, sea igualito que los demás, y quiera hacer algo malo con ella. Estaba hasta arriba del polvo ese de locos que tomaban todos. Se aparta y mira al loro de plástico que descansa sobre el alféizar alicatado de la ventana. El que le compraron en Parrot World, con Chet y Amy. Ojalá estuvieran los tres en el barco en este momento, lejos de este lugar horrible.

Desde el foso de las serpientes de fuera, Lennox oye a Johnnie protestar de forma casi inaudible, diciendo algo que suena como: «Me gusta el sabor de los coñitos jóvenes, eso es todo».

«¡SACADLE DE AQUÍ DE UNA PUTA VEZ!», ruge contra la puerta, volviéndose para echarle una mirada fugaz a la niña sentada encima del retrete.

Entonces vuelve a oír la voz de Dearing: serena, conciliadora, controlando la situación. «Vale, de acuerdo. Lo haremos a tu manera, Ray. Lo haremos a tu manera. Hemos perdido todos un poco el control con la cosa esa tan tonta. No empeoremos las cosas. Johnnie ya se va. Me lo voy a llevar y voy a traer café a las chicas de la cafetería que está abierta las veinticuatro horas. Así nos tomamos un tiempo para tranquilizarnos todos. ¿Me oyes?».

«Sí. Sácalo de aquí».

Tras algunas negociaciones se oye el ruido de la puerta principal al cerrarse de golpe. Fuera: ruido de pisadas sobre los escalones de la escalera embaldosada.

Lennox se da cuenta de que el corazón le palpita con fuerza. Se sienta en el borde de la bañera. La desdichada niña, temblando sobre el inodoro, llora silenciosamente. Una cría no debería tener que aguantar toda esta mierda.

«¿Estás bien?».

Asiente, abatida; sus facciones contraídas apenas se ven a través de sus cabellos.

«¿Te ha hecho daño?».

Tianna sacude lacónicamente la cabeza. Es evidente que está en estado de shock, piensa Lennox.

La niña deja que el pelo caiga delante de su cara y le observa desde detrás de su escudo. El tiene la misma mirada loca que los demás. Puede que sea el alcohol y las drogas. Pero parece fuerte: quizás tanto como Johnnie o Tiger.

Aguardan un rato. Él está casi convencido de que todos se han marchado, pero de repente oye cerrarse de golpe la puerta de un armario, y a continuación los pasos de una única persona, seguidos por el ruido de la puerta principal al cerrarse.

Lennox abre cautelosamente la puerta del cuarto de baño. Al salir, oye cómo se cierra cuidadosamente a sus espaldas. Echa un vistazo alrededor del piso. «No hay nadie. Se han ido todos», dice. Al cabo de un par de minutos, la niña sale con recelo del cuarto de baño. «Tu madre volverá pronto. Vuelve a la cama, venga», le pide. «No dejaré entrar a nadie más. Sólo a tu mami».

«¿Lo prometes? ¿Sólo a mamá?».

«Sí», insiste Lennox. «Vuelve a la cama, por favor».

Mientras ella, vacilante, se dirige al dormitorio, Lennox se acerca a la puerta principal e intenta recoger los cristales rotos. El número de Perfect Bride está entre las ruinas; la sonrisa de sacarina de la novia vestida de blanco de la portada resulta espectacularmente incongruente en semejante entorno. Es obvio que Starry ha llevado a cabo una operación de rescate de la coca, pero en la alfombra todavía queda un poco. Por un segundo se plantea intentar aspirarla con un billete de dólar, pero después la patea y la pisotea con el talón de su bota.

Lennox se dirige al recibidor y corre el cerrojo de la puerta. Todo aquel que quiera entrar tendrá que pasarle a él por encima primero. Cuando vuelve al salón, ve el sofá; agotado, se desploma agradecido en él.