A mediodía el tráfico escasea en la autopista, observa Lennox, sentado junto a Ginger, que ha estado inusitadamente contenido y silencioso. Eso le gusta; le sienta bien que alguien más se sienta mal. Está agotado, pero se alegró cuando la luz del amanecer inundó la habitación y le libró de su sudoroso tormento. Recuerda con un estremecimiento uno de los tortuosos sueños de la noche pasada. Estaba en el balcón de Ginger. Dentro del piso, a través del cristal, el sonriente Mr. Confectioner con una asustada Britney que luego se transformó en una aterrada Trudi. La madre de Lennox, Avril, estaba sentada en una silla mirando, casi como si diera ánimos al Pedófilo. Lennox había tirado del picaporte, pero la puerta no se abría. Golpeó el cristal hasta hacerse sangrar ambas manos. Cuando miró a sus espaldas se dio cuenta de que el balcón no tenía balaustrada. Y el área de la veranda había encogido hasta quedar reducida a un pequeño saliente.
Un bocinazo le arranca de sus pensamientos.
«¡Subnormal!», berrea Ginger mientras adelanta zumbando a un camión enorme que deslumbra a Lennox con un esplendoroso reflejo de luz solar cromada. Ginger se vuelve hacia Trudi, que está en la parte de atrás, y le pregunta: «¿Anoche me pasé de la raya en algún momento?».
«No, en absoluto», dice ella con un poco más de énfasis del necesario. «Fuisteis unos anfitriones estupendos y fue una velada muy agradable; es que ahora estoy acusando un poco el desfase horario y todo eso».
Se despiden en el patio trasero del hotel, una pequeña jungla de cipreses, robles, pinos y las consabidas palmeras, diseñada para permitir regresar discretamente a los juerguistas. Mientras la recepcionista les dispensa una sonrisa servil y cómplice que dice esto es South Beach, Lennox y Trudi lucen unas pintas manifiestamente resacosas.
«Necesito acostarme», gime Trudi mientras mete la tarjeta en la cerradura de la habitación, encantada de ver encenderse a la primera la luz verde.
Lleva mal las resacas, piensa Lennox mientras se dirige al cuarto de baño. En casa de Ginger durmió poco, por no decir nada, y ahora se había quedado sin antidepresivos. No puede decírselo a Trudi. Algo va a pasar. Lo nota al sentarse en la taza. Pero no en sus intestinos. En sus intestinos no va a pasar nada.
Cuando vuelve a la habitación, encuentra a Trudi acostada. Se tapa la cara con el brazo para que el sol no le dé en los ojos. Sólo lleva puesta una braguita color azul cielo. Contrasta agradablemente con su moreno de cama solar de rayos UVA. ¿Por qué no se había metido dentro de la cama? La luz vetea su cuerpo. Rebosa firmeza. Gimnasio y dieta. Le produce cierta sensación visceral. Sus conductos salivares se activan.
Se sube a la cama y le agarra un pecho; un arrebato adolescente que le sorprende a él tanto como a ella. Trudi se aparta con una mueca de dolor. «Me duelen los pezones», rezonga a modo de protesta. «Me va a venir la regla».
Lennox, aliviado, nota que su cuerpo se relaja. Una vez más, ha conseguido evitar el sexo. No puede creerlo; parece mentira, pero se alegra. Está haciendo todo lo posible para no follársela. Lo habitual es que quiera otra cosa. ¿Cuánto tiempo hará? En la frente y la espalda le brotan perlas de sudor frío. Sabe que si no lo hacen pronto, estarán acabados.
Se meten debajo del edredón. Ella le da la espalda y Lennox se acurruca contra ella. La cucharita. Antes a ella le gustaba. La hacía sentirse segura y querida, decía. Enseguida empieza a debatirse, a sudar y a apartarle. «No me toques, Ray. Hace demasiado calor».
Ahora ella se siente atrapada. Recluida. Él se coloca boca arriba. Ella no tarda en quedarse dormida. Lennox permanece despierto, tembloroso y sumido en un infierno privado. Se acuerda del chico del pub Jeanie Deans, en el South Side de Edimburgo. Otro capullo idiota que les contaba chistes de mal gusto a sus colegas; era demasiado joven para saber algo acerca del dolor, la pérdida y el buen gusto. Una partida de póquer en el garito. Había olvidado dónde estaba.
Un niño llamado Martin McFarlane acababa de fallecer después de un trasplante de médula ósea. Era un crío valiente y muy mono y su triste historia fue ampliamente difundida por los medios locales. La comunidad le ofreció apoyo recaudando fondos para costearle intervenciones quirúrgicas en clínicas americanas u holandesas que pudieran salvarle la vida. Pero no dieron resultado, y Martin sucumbió a su enfermedad. El joven del pub le había preguntado en voz alta a uno de sus colegas: «¿Qué diferencia hay entre Martin McFarlane y Britney Hamil?». Cuando su amigo sacudió la cabeza, el muchacho le espetó: «¡Que Martin McFarlane murió virgen!».
El extremo mal gusto y el matiz local y contemporáneo hizo poner cara de asco o estremecerse a la mayoría de sus amigos. Lennox, sentado en un rincón con algunos de los muchachos de Delitos Graves de la comisaría del South Side, se levantó y se aproximó al jovencito, que se dio cuenta de que se había pasado de la raya y se disculpó de inmediato con voz entrecortada.
A todos les quedó claro que Ray Lennox había perdido los papeles cuando no hizo ademán de golpear o siquiera maltratar verbalmente al gracioso. Cuando intentó hablar, lo hizo con voz ahogada. «Lo hice lo mejor que pude…», alegó ante el aterrado humorista de bar, «hice todo lo que pude por aquella niñita…».
Lennox sólo se dio cuenta de que había caído de rodillas cuando notó que le tiraban del hombro, oyó su nombre y calculó la proximidad de una grieta en la madera noble. Sus amigos le recogieron del suelo del pub. Uno de ellos le llevó a casa de Trudi. Ella llamó al médico y a los asistentes sociales del departamento de bienestar de la policía.
Ahora está tumbado en la cama, en el hotel boutique de Miami Beach, pensando en Britney. Intenta no pensar en el instante en que la despojaron de su virginidad, pero al mismo tiempo se siente obligado a hacerlo, como si dar la espalda a la magnitud de su terror fuese una falta de respeto y una muestra de cobardía.
Quizás estuviera ahí la locura…, quizás fuera ése el problema, involucrarse tanto…
Todo su ser se estremece. Sólo deja de hacerlo cuando, para variar, intenta pensar en la madre. Visualiza a Angela Hamil, cigarrillo en mano, al comienzo de la investigación, cuando desapareció su hija. Sintió el impulso de zarandearla violentamente y decirle: Britney ha desaparecido. Y tú ahí sentada fumando. Muy bien. Te quedas ahí fumando y dejas que nosotros busquemos a tu hija.
El sudor empapa la cama. Su corazón marca un ritmo constante e inexorable, como el directo de un boxeador en el saco pesado. Cuando intenta llenarse los pulmones resecos con el aire estéril de la habitación, la tensión le bloquea la garganta. Su cuerpo se subleva contra él; oye los ronquidos de Trudi; ruidosos y truculentos gruñidos que recuerdan los que podría emitir un peón borracho. Cuando cierra los ojos sueña con demonios que tiran de su alma exhausta hacia sus dominios. No le apetece ir con ellos pero su mente fatigada se está rindiendo.
Ya es media tarde cuando despiertan. Los dos tienen un hambre canina. Lennox tiene la sensación de que su cerebro se expande y contrae, erosionando la superficie exterior contra unos huesos ásperos e implacables.
Se preparan para salir a la calle y enfrentarse al calor. Lennox lleva puesta su camiseta de los Ramones: End of the Century. Decidió ponérsela en lugar de una elástica de los Hearts, pues la tela de ésta era excesiva para el calor que hacía. El algodón era mejor idea. También estaba la camiseta blanca con BELIEVE en letras granates. Pero decide que no quiere explicarle nada a nadie, ni tampoco hablar con escoceses que están de vacaciones y mentir sobre su trabajo, como tienen que hacer todos los polis cuando están entre personas reales. Se pone otro par de pantalones de lona ligera, lo bastante elegantes como para que puedan ir a comer a algún sitio de más categoría si quieren. Lleva la gorra de los Red Sox calada del revés. Trudi luce una falda blanca, corta y plisada. Sus largas piernas están morenas. Un top rosa tipo chaleco. Sus brazos también están morenos y lleva el pelo recogido en una coleta. Gafas de sol. Ya en la calle, mientras caminan en silencio, a él se le va la mano hacia su cintura. Es la primera vez que ella se pone esa falda y no le provoca una erección. Un temor imprevisto vuelve a apoderarse de él.
Tienen hambre pero no logran ponerse de acuerdo sobre qué comer. Las resacas y el desconocimiento del lugar conspiran contra la toma de decisiones; ni a uno mismo ni a su media naranja se le puede confiar la elección. Un paso en falso daría pie a una recriminación, a un silencio inquietante, seguido de una riña. Ambos lo saben. Pero necesitan comer. Sus cerebros y sus entrañas están burbujeando a cuenta de los tequila slammers de la noche pasada.
Pasan por delante de una Cantina Mexicana Señor Frog’s. Lennox recuerda que algunos de los muchachos habían acudido a un Señor Frog’s durante una juerga policial en Cancún. En el comedor de la policía seguía circulando un chiste al respecto. A él le habría apetecido acompañarles, pero fue cuando Trudi y él acababan de reconciliarse y las cosas estaban en un estado de cambio perpetuo. Siempre lo estaban. Además, había ido Gillman, lo que imposibilitaba que él se apuntara al viaje. Lennox le indica el restaurante. A estas alturas, lo único que quiere Trudi es sentarse en algún lugar —el que sea— donde no haga calor. Una chica latina bonita pero de expresión severa les acompaña hasta unos asientos situados ante unas mesas de madera y les entrega unas cartas plastificadas. El sitio está medio lleno; hay algunos grupos y parejas que han salido a cenar. En la barra está bebiendo una pandilla de tipos blancos que llevan elástica futbolera a rayas rojas y blancas. Trudi se ha hecho con un periódico gratuito local y dice entre dientes algo acerca de un espectáculo en el Jackie Gleason Theatre.
«Minnesota Fats», dice Lennox al acordarse del personaje de Gleason en El buscavidas.
Las mesas son grandes. Como las que tienen en las salas de interrogatorio de la policía. La distancia entre Trudi y él es aproximadamente la correcta. Necesita una copa. Quiere interrogarla, pero se interroga a sí mismo, una vez más.
Despertar. Desayunar. Pasear. Doblar la esquina. El secuestro. El metraje. Las fotos.
Ahora está desesperado por beber. Lo necesita. Las camareras parecen ocupadas. «Necesito una cerveza», informa a Trudi mientras señala la barra con el dedo. «Se me va a cerrar la garganta dentro de un minuto. ¿Te apetece otra a ti?».
«Eso es lo último que quiero, Ray Lennox. ¡Se supone que estás convaleciente! ¡Se supone que estamos planeando la boda! ¿Qué pasa si viene la camarera?».
«Pídeme una margarita».
Trudi le lanza una mirada desdeñosa, chasquea la lengua y acude a su bolso blanco, del que saca la revista para novias y su cuadernillo.
Lennox se precipita hacia la barra y pide una pinta de Stella. Se queda atónito y sumamente aliviado al descubrir que la tienen de barril. Aquel fondo rojo con letra blanca: es como encontrarse con un viejo amigo. Al principio sólo un trago para poder paladear ese sabor seco y alcohólico. Después se pimpla la mitad de un trago. Uno de los tipos con camiseta futbolera le llama la atención. Tienen acento inglés. Son del West Country. Están un poco borrachos. Las elásticas son del Exeter City Football Club. Les pregunta si se han enterado de los resultados. Le dicen que ha ganado el Exeter. No se habían enterado de ningún resultado de la Liga Escocesa. Charlan un poco; los muchachos del Exeter desean suerte a los Hearts. Lennox se sorprende al enterarse de que el Exeter ya no está en la Liga. Ahora es la Conferencia. Un presidente chiflado. Una crisis financiera. Cosas que pasan.
Lennox regresa a la mesa, donde les sirven unos chips de maíz con salsa. Acto seguido, y con gran asombro por su parte, aparecen dos margaritas escarchadas. «¿No estamos de vacaciones?», ironiza Trudi, mostrando una sonrisa seca y derrotada, con toda la frivolidad de que es capaz. Llegan los platos principales: fajita marinera para ella, burrito de carne para él.
Lennox observa con atención a Trudi mientras prepara su fajita. Prescinde del queso y los frijoles refritos y los deja a un lado. El resto lo envuelve en una tortilla de South Beach baja en hidratos. Come con bocados pequeños y económicos. Él, por el contrario, engulle su burrito a cachos enormes. En cierto momento le quema la garganta de tal forma que casi pierde el conocimiento.
En la barra, es evidente que el grupo de Devon acaba de alcanzar el punto crítico de ebriedad. Prorrumpen en un alirón: «¡OOH, AAR, EXE-TAR! ¡OOH, AAR, EXE-TAR!».
Una camarera y un barman les dispensan sonrisas indulgentes antes de que un gerente aturullado se aproxime y les recuerde diplomáticamente la presencia de los demás clientes. Los chicos del West Country apuran elegantemente sus consumiciones y se van con la fiesta a otra parte. Uno de ellos se despide de Lennox saludándole con la mano; él le corresponde.
«Unos tipos muy majos», le dice a Trudi. «Del Exeter».
«Me jugaría algo a que preferirías estar con ellos», comenta ella, frunciendo el ceño y leyéndole el pensamiento mientras los de Devon se marchan. «Con una muchachada futbolera, emborrachándote y haciendo gansadas».
«No digas bobadas», dice Lennox mientras aprieta la mano de Trudi con la mano buena.
En el camino hacia Ocean Drive, la comida le cae pesada como una roca en el estómago. Trudi quiere ver la playa pero Lennox se opone: «Mañana podemos pasar todo el día en la playa», propone cuando pasan por delante de un dance bar de temática selvática. Las chicas que están en la puerta bailan en la acera, vestidas con sujetadores y braguitas de leopardo, procurando tentar a la gente para que entre. Lennox no necesita que le animen. Necesita otra copa.
Entra, con Trudi siguiéndole a regañadientes. Encuentran una mesa y dos taburetes. Lennox pide un par de Sea Breezes.
«No quiero quedarme por ahí sentada bebiendo sin parar, Ray…».
«A un sitio como éste no se viene por la cultura».
«Tú no vas a ninguna parte si no es para beber. ¡Podías haberte quedado en casa, en el BMC Club!».
La excitada sesera de Lennox goza con la idea de que nuestros cuerpos y almas ansían el veneno y anhelan la promesa sobrehumana y la locura temporal que ofrece, la oportunidad de desprenderse de todas las ataduras de la decencia, sin duda el requisito previo de la inteligencia y el amor verdaderos.
«Por lo menos yo intento disfrutar».
«¿Así lo llamas?».
Y entonces cae de golpe, por la expresión y el tono de Trudi, en lo auténticamente desesperado que está. Quisiera decir: Me muero, ayúdame por favor, pero lo que sale de su boca, en tono monocorde y mientras se encoge de hombros, es: «Sólo hago lo que me apetece hacer estando de vacaciones. Si no te gusta, que te den».
Ella le mira con gesto horrorizado y con unos ojos como platos. Mientras él observa cómo los rasgos de Trudi se encogen con malevolencia, quisiera poder aspirar las palabras que acaba de pronunciar. «¡Nah, que te den a ti, gilipollas!». Trudi se levanta de golpe, coge el bolso y se marcha con cajas destempladas.
Lennox se queda clavado en el asiento, con los brazos colgando mientras ve cómo Trudi se aleja indignada. Mira la mesa y ve que se ha dejado el cuadernillo y la revista para novias. Una suave ráfaga de viento pasa las páginas de ésta de forma pausada, de una en una, como si el espíritu de Trudi siguiera presente. Pero él piensa: no lo ha dicho de coña. Un raquítico motivo de consuelo no deja de repetirse en su cabeza: al menos no he criticado su empleo en Scottish Power. Odia que haga eso.
La camarera, apurada por haber sido testigo de la escena, llega con las copas, las deja sobre la mesa y se marcha a toda prisa. Lennox coge el cóctel que en principio estaba destinado a Trudi y se lo ventila en un periquete. Después sorbe lentamente el suyo. Al contemplar su tenebrosa belleza azul celeste, casi siente deseos de dejarlo en paz. Una pareja sentada en una mesa contigua le mira brevemente con la boca abierta antes de apartar la vista. Soy el chalado al que todo el mundo trata de evitar, piensa él con alegría desesperada. Acto seguido llama a la camarera y paga la cuenta. Lennox nota que una risa nerviosa y alborozada le sacude los hombros, pero cuando se levanta de la mesa las lágrimas —unas lágrimas terribles, gruesas y saladas— le surcan el rostro bajo las gafas de sol, secándose sobre sus mejillas y escociéndole.
Echa a caminar por la calle; apenas es consciente de llevar la revista y el cuadernillo. No es capaz de pensar en otra cosa que en la copa que necesita. No sólo la copa, sino también un sitio donde tomársela. El sol ya se encuentra por debajo de los rascacielos que bordean Biscayne Bay y en el aire caliente que le rodea se acumulan turbias partículas de oscuridad.
Sigue caminando, sin conciencia alguna de lo que hace o de adónde va. Caminar sienta bien. Observar las cosas, mirar a la gente. Los edificios. Los coches. Las vallas publicitarias. Las tiendas. Los bloques de pisos. Camina hasta que se da cuenta de que el calor empieza a fatigarle y que tiene los músculos de las piernas agarrotados y con calambres. Sigue estando en una zona de ocio y playa, pero ya ha dejado atrás los hoteles coloniales de pocas plantas del distrito art déco y se está internando en una zona de hospedaje más fea, más de turismo de masas. En torno a los clubs de golf y los complejos playeros han brotado grandes hoteles y bloques de pisos con muchas plantas.
Lennox se pregunta cuánto tiempo tardaría en llegar caminando a casa de Ginger, en Fort Lauderdale. Mucho, suponiendo que sea posible hacerlo. La ciudad entera parece girar en torno al automóvil. Entonces se da cuenta de que en realidad los postes verdes y blancos delante de los que ha ido pasando son paradas de autobús. A diferencia de los ocupantes de los descapotables que pasan de largo, la mayor parte de la gente sentada en el banco de esta parada particular no parece ni blanca ni acaudalada. Le observan con inquietud. A él no le molesta. Llega un autobús y se sube, e imita al negro delgado como un palo que ha subido antes que él, introduciendo lo que cree que es un billete de un dólar por una ranura.
«Ese billete es de cinco, amigo…, ha entrado», comenta el conductor, frunciendo desdeñosamente los labios, «y no devolvemos cambio. Acabas de tirar tres dólares y medio, macho».
Lennox asiente con la cabeza y toma asiento. Lanza a los negros que van en el autobús las mismas miradas furtivas y curiosas que ellos le lanzan a él. Hasta ese momento, los pocos negros a los que había conocido a lo largo de su vida en Escocia se le habían antojado exóticos, pero ahora se da cuenta de lo tremendamente escoceses que eran. Los negros de aquí y el modo en que mueven sus cuerpos, con otro ritmo, le fascinan. Sus voces son tan distintas de las de los blancos y de los latinos que es como si fueran marcianos. Siente algo en lo más profundo y reza por que sea curiosidad, no racismo.
Sensaciones profundas. Sentimientos viscerales. Instinto.
El procedimiento. Diseñado para eliminar el prejuicio de forma científica. Seguir la ley de la probabilidad. El setenta por ciento de los asesinos conocen a su víctima. El treinta y tres por ciento son de la misma familia.
Al pasar por encima de un bache, el autobús da un salto. Lennox se estremece. Necesita estar a salvo. Necesita ser peligroso. Los pederastas están por todas partes. Seguro que en este autobús hay uno. Mira a su alrededor y topa con miradas suspicaces. Los huele, percibe su hedor.
El vehículo no va a ninguna parte; al cabo de un rato, da media vuelta y echa a rodar en la misma dirección por la que acaba de venir él. Se mantiene ojo avizor. Tiene que combatir sus dolores. Sobrellevarlos bebiendo. Entonces lo ve, en la 14, entre Collins y Washington. El sitio donde sabe que quiere estar. Un bar. El Club Deuce.
Llega a la parte de delante del autobús, y le entra el pánico cuando éste acelera durante un trecho; parece hacer un largo recorrido después de dejar atrás el bar hasta disminuir la marcha y detenerse en una parada. Lennox se baja y va haciendo camino en dirección contraria hacia ese bunker color crema que es el Club Deuce. Fuera hay un carrito de la compra lleno de las pertenencias de un sin techo. El bar está a oscuras, gracias a unas persianas que supone que estarán permanentemente cerradas. Atraviesa una puerta de madera y de cristal y entra en el club. Está todo tan oscuro que le cuesta unos instantes ordenar los objetos que logra ver.
Domina el Club Deuce una larga barra en forma de herradura que serpentea como un río de fórmica y llega hasta el fondo del local. En una esquina cuelga una gran pantalla de plasma. Junto a la mesa de billar que está al fondo se sienta una sin techo que se asoma de vez en cuando por detrás del estor para echarle un vistazo a su carrito. Es un verdadero bar de bebedores, construido para favorecer la comunicación entre los clientes; las curvas y recodos significan que tendría que estar casi vacío para que los clientes puedan estar a cierta distancia unos de otros. Un espejo recorre todas las paredes del pub, lo que dificulta doblemente no hacer contacto visual con alguien. Comprueba la hora en el reloj enmarcado por una luz verde que está encima de la gramola.
Dos siluetas femeninas de neón, ambas tendidas horizontalmente, con las tetas y las nalgas acentuadas por una deslumbrante luz roja, impresionan a Lennox. Podrían haber sido sirenas, pero una pierna levantada en ademán seductor proclama que ambas son terrestres.
El efecto de conjunto es el de un garito sórdido pero con estilo, con un ambiente de sexo clandestino a la antigua que su encarnación actual de antro de bebedores no ha logrado disipar del todo. Lennox se sienta al fondo de la «U» formada por la herradura, junto a la puerta, detrás de un par de retratos de Humphrey Bogart y otro de Clark Gable. Se fija en dos espejos antiguos y en sus tallas recargadas. En ese instante se da cuenta de que el Club Deuce tiene que ser uno de los bares mejores y más hermosos de su categoría, mejor dicho, de cualquier categoría, existentes en el mundo.
El camarero es un tipo corpulento y tatuado, con melena, barba y bigote. Tipo ex motero pasado a la normalidad desde hace ya mucho, piensa Lennox. Tiene una sonrisa acogedora y a la vez ligeramente tímida.
«¿Qué le pongo?», pregunta, enarcando las cejas.
«Un Stolichnaya con soda». Lennox se acaricia el labio superior en busca de un bigote ausente. Lo llevó durante años y ahora, como si fuera un amputado, padece la comezón de su ausencia.
Mientras le sirve, el camarero se fija en su camiseta con cara de aprobación.
«¿Eres inglés?», le pregunta.
«Escocés».
«Burns, ¿verdad?».
«Desde luego.» [9] Lennox se fija en lo inflamada que parece su muñeca bajo las luces del bar y echa un trago de vodka.
El camarero le estudia y por un momento piensa en explicarse antes de cambiar de opinión.
La ración de vodka es generosa; ésa era una de aquellas cosas que le gustaban a Lennox de los Estados Unidos: que te ponían lo que les daba la gana. No andaban mariconeando con esa mierda mezquina y cicatera de los pesos y las medidas. La revolución americana había valido la pena sólo por eso. Lo complementa con un botellín de cerveza europea apta para el consumo.
Se acomoda en el taburete y levanta la vista para mirar al televisor. Fútbol americano; los Bears contra los Packers. Lennox no está seguro de si es en directo o no. Le entran ganas de preguntar, pero concluye que si se trata de un resumen de lo más destacado no tardará en averiguarlo. Deja la revista de novias boca abajo encima de la barra y se guarda la libreta y el bolígrafo en el bolsillo de atrás de los pantalones. La primera copa no logra desterrar la ansiedad genérica que recorre su mente y su cuerpo; se limita a hacerla cristalizar en un nudo sólido y tumoroso que se desliza por una autopista psíquica que discurre por la accidentada calzada de su conducto intestinal y aterriza de forma plomiza en la parte inferior de su estómago.
El bar está prácticamente vacío. Dos tipos blancos flacuchos juegan a la bola negra en un rincón; por las miradas nerviosas que lanzan cada vez que se abre la puerta se diría que están bebiendo con ayuda de documentos de identidad falsos. Un poco más allá de donde está él, dos mujeres se sientan ante la barra; puede que sólo tengan veintimuchos, pero se notan los varapalos que les ha asestado la vida. En un rincón hay una sin techo que vigila sus pertenencias a través de la ventana con mirada rapaz. Del otro lado de Lennox, un gordo le habla al camarero con voz de pito disidente acerca de un impuesto que considera inconstitucional.
Lennox pide otro vodka. Y después otro. Sus generosas propinas aseguran que el camarero no deje de ponérselos. Es evidente que este hombre entiende que algunas personas, por el mero hecho de entrar en un bar solas y con intención de beber en serio, no necesariamente buscan compañía. Quieren ver si la mierda a la que han estado dándole vueltas serenos se ve más clara estando borrachos.
Piensa en si no habrá hecho mal en dejar la terapia psicológica. Pero se había cerrado en banda. No les contó a aquellos hijos de puta solapados y entrometidos nada de sí mismo, nada que pudiera ir a parar a su expediente, pese a que le aseguraron que todo era confidencial. Después de que le recogieran del suelo del pub Jeanie Deans había asistido a dos sesiones. La mujer, Melissa Colingwood, sólo intentó ayudarle haciendo una observación, pero le irritó cuando se pusieron a hablar de la muerte. De la muerte de Britney.
«No soporto la idea de que muriera sola y asustada», le contó. «Eso es lo que me saca de mis casillas».
«Pero, en definitiva, así es como morimos todos, ¿no? Solos y asustados», le había dicho Collingwood, ensanchando los ojos con una mirada de sinceridad demasiado afligida como para no ser artificiosa. Y aquello le hizo reaccionar.
«¡Era una puta cría, subnormal!», le gritó Lennox, que salió en tromba y no se detuvo hasta llegar a Bert’s Bar, en Stockbridge, adonde había estado acudiendo desde el comienzo de la investigación. Hace caso omiso de su buzón de voz, repleto de mensajes de su monitor de Narcóticos Anónimos, un bombero jovial llamado Keith Goodwin. Sus súplicas, cada vez más insistentes, fueron la voz en off que guió su descenso hacia la inconsciencia.
Ahora no tenía antidepresivos y quería cocaína.
En la gramola suena un ingenioso tema de country and western sobre el alcohol. De forma imperceptible, el bar está más concurrido. Habrá unas quince personas. La sin techo se ha marchado. Lennox echa un trago de su cerveza. Al principio las voces se oyen más pero luego se impone la música. La cosa fluctúa. Hay idas y venidas, pero la mayoría de la gente se queda en el local, acodada en la barra.
Por el rabillo del ojo ve cómo una de las mujeres le mira mientras su amiga la azuza. Lo descarta de inmediato: no está en posesión de sus facultades y no puede fiarse de ellas. Pero la mujer se baja del taburete y se acerca a él. De complexión delgada, lleva una minifalda vaquera y un top color lima anudado por en medio para realzar sus pechos. Un piercing en el ombligo llama la atención sobre un vientre blanco del que asoma una rebaba de grasa que le cuelga sobre la cintura.
«¿Tienes fuego?», le pregunta con un acento decididamente sureño que contrasta con el acento americano estándar que parece predominar en Miami.
«Sí». Lennox saca un mechero que compró en el hotel. Lleva estampada la palabra FLORIDA sobre un fondo de palmeras. Enciende la llama que la atraerá hacia él.
Una rubia de bote con una piel de una blancura casi translúcida; la hendidura de su boca, rodeada de carmín rojo, parece una herida abierta. Tiene unos ojos hundidos y con bolsas oscuras debajo, que Lennox toma por hematomas hasta que su proximidad a la llama los delata como síntomas de fatiga. Tiene el rostro chupado. Un poquito más de carne quizás hubiera realzado una buena estructura ósea. Su ausencia casi total le da un aspecto esquelético. Lennox ve a una mujer cincelada por las drogas, aunque supone que una mala dieta —basada en el café y los cigarrillos— podría producir idénticos efectos.
«¿De dónde es ese acento?», le pregunta ella en tono insinuante y almibarado.
«De Escocia».
«¡Genial!», exclama ella con un brío y una alegría tales que Lennox siente deseos inmediatos de haber dado otra respuesta.
«¿Estás aquí de vacaciones?».
«Vacaciones…, sí…», dice Lennox mientras piensa en Trudi. ¿Habría regresado al hotel? ¿Habría tomado ya un vuelo a casa? Seguro que no. No lo sabe. Ha perdido el norte. Echa una mirada a la mano vendada que sujeta la cerveza. Parece un cuerpo extraño.
«Me llamo Robyn», proclama ella. «Con y griega».
«Yo Ray con y griega», replica él. «Es curioso, en mi país ese nombre sólo se lo ponen a los niños», le cuenta. Le entran ganas de explicarle que sólo suele ser a pijos, pero decide ahorrárselo. «¿Eres de Miami?».
Robyn-con-y-griega sacude la cabeza. «Nadie es de Miami, pero todo el mundo acaba aquí. Mi ciudad natal es Mobile, Alabama». Se vuelve hacia su acompañante, lo que obliga a Lennox a hacer otro tanto. «Ésta es mi amiga Starry».
Ve a una mujer de alrededor de un metro setenta, de rostro alargado y con una larga cabellera azabache que le cuelga sobre los hombros. Tiene esos clásicos rasgos latinos que ha venido admirando discretamente en muchas mujeres desde que bajó del avión; unas cejas finamente depiladas hasta formar líneas esculpidas, y unos ojos tan oscuros que podrían evaporar a los incautos. Tiene una nariz larga y recta, de esas que rara vez se ven en Escocia.
La edad, el tipo de vida y quizás las circunstancias casi habían desterrado una belleza clásica, pero lo que quedaba de ella conservaba un poderío lleno de vitalidad. Los ceñidos vaqueros que lleva le sientan bien y Lennox sólo se fija en el calzado Converse All Star porque es como el que llevaba la gente de Oxgangs cuando él era adolescente. Lennox pasea la vista desde sus ojos a un top gris plateado que casi domina el formidable escote que hay detrás.
Starry le dedica una sonrisa de evaluación lenta y elegante. Prefabricada, por supuesto, pero dotada de una inteligencia calculadora que le inspira respeto a su pesar. Esta mujer es dura como el acero, pero algo le dice que se trata de un poder tan ganado a pulso como innato.
Una superviviente, piensa Lennox. Qué ordinario y vulgar se ha vuelto ese término. Soy una superviviente de las compras navideñas. Soy un superviviente del Holocausto. Soy un superviviente de las vacaciones con la familia política. Soy un superviviente de abusos sexuales durante la infancia. Redacta su propia lista: delitos sexuales, drogadicción, relaciones fracasadas, frustración profesional, problemas de salud mental, vida.
Era demasiado. Está harto de sobrevivir. Ha llegado el momento de vivir. Lennox se da cuenta de que Robyn está de pie y esperando.
«¿Puedo invitarla a alguna de ustedes a una copa?».
Asienten y estipulan sus preferencias. Mientras el camarero les sirve, Lennox tiene la sensación de que le están mangoneando, pero lo único que le mosquea un poco es que las chicas parecen creer que no se ha dado cuenta. «Te presento a Ray-con-y-griega de Escocia», dice Robyn con una sonrisa.
«¿En qué trabajas, Ray?», pregunta Starry.
«Me dedico a las ventas», miente Lennox. Nunca dice que es poli cuando tiene compañía. A menos que quiera quitársela de encima.
Starry le lanza una sonrisa boba y acepta la invitación. Dirige a Robyn, poco menos que echándosela encima a Lennox. Las mujeres se sonríen. No hay duda alguna de quién manda aquí, piensa para sí. Las pequeñas victorias. Lo ha visto tantas veces en tantas de las mujeres a las que ha conocido a través de su trabajo.
Angela Hamil pedía muy poco. Quedó destrozada cuando su hija fue secuestrada, violada y asesinada. Pero no parecía que su ira fuera real. La vida la había vencido mucho antes; actuaba como si esperara e incluso se mereciera el horror que le había tocado en suerte. No era sino un sufrimiento más que añadir a los ya padecidos.
Delitos Graves.
Lennox piensa en el título de su departamento y las actividades que le daban nombre. Asesinato. Violación. Lesiones. Secuestro. Atraco a mano armada. Evidentemente, la mayoría de las personas que cometía delitos graves se encontraba muy mal. Pero muchas de las víctimas también. Con excesiva frecuencia, era el mismo cúmulo de circunstancias el que provocaba el encuentro entre la víctima y el autor del crimen.
«Escocia debe ser un país estupendo», le dice Starry con su voz norteamericana más genérica.
Lennox sonríe con desgana. «No está mal».
«Lo digo porque parece que sigas con la cabeza allí. Te voy a decir lo que pienso: sólo suele haber un motivo para que un extraño entre en un bar desconocido y se ponga a trasegar copas de la manera en que lo has estado haciendo tú. Y ese motivo es una mujer extraña».
Angela Hamil. Trudi Lowe.
«Mujeres extrañas. Sí, hay unas cuantas sueltas por ahí», replica Lennox.
«¿Y qué tal van las ventas últimamente?», pregunta Starry, impregnando el comentario inofensivo de una enigmática sordidez.
«Pues no van mal. Ya sabes cómo están las cosas», replica enigmáticamente Lennox a su vez, entrando en el juego.
Ella le mira como animándole a decir más y después le pregunta: «Entonces, ¿qué es lo que vendes?».
«Nunca hablo de mi trabajo cuando alterno», dice él. «Lo único que puedo decir es que lo importante no es la mercancía, sino la clientela».
Starry parece encantada con esta réplica tan anodina. Vuelve a tirar de su amiga y Lennox trata de averiguar de qué va el juego mientras las chicas cambian de sitio con la energía nerviosa de unos púgiles sonados y traumatizados en un gimnasio sórdido, evidentemente a punto de empezar a ganarse el jornal. «Eres mono», sonríe Robyn. Lennox sabe que está borracha, que probablemente lo estén las dos, pero Starry lo lleva mejor.
Mientras charlan, sus orejas quedan rápidamente insensibilizadas ante el glamour superficial del acento americano; se las imagina en cualquier pub de barrio cutre de Edimburgo. Una vida entera consumiendo tabaco parece llevar a todo el humo que hay en el bar a concentrarse en torno a la piel grisácea y la ropa barata y hortera de Robyn, como las limaduras de hierro en torno a un imán.
«Así que conoces a unas cuantas mujeres extrañas», comenta Starry mientras los ojos se le van hacia la mano vendada de Lennox. «¿Quiere eso decir que eres un hombre extraño? ¿A quién pretendo engañar? ¿Acaso los hay de otra clase?».
Lennox ha hecho sparring verbal en demasiados antros de Edimburgo como para que unas cuantas pullas feministas apolíticas le sorprendan con la guardia baja.
«A nosotros se nos da muy bien hacer el bobo», dice, añadiendo a continuación: «Pero cuando se trata de locuras, las chicas nos ganáis por goleada. Somos así y punto».
Starry se ríe y abre las mandíbulas de tal forma que da la impresión de que podría tragarse el bar entero y a toda la gente que contiene. Lennox se queda mirando fijamente la caverna rosada y con nervaduras de su boca, la lengua roja que parece una alfombrilla de bienvenida y que se convierte rápidamente en una serpiente enroscada y amenazadora. «¡Y que no se os olvide!».
«Discúlpenme un momento, señoras, mientras atiendo a la llamada de la madre naturaleza». Lennox se desliza del taburete y se dirige a los servicios situados en una esquina del bar.
¿Por qué le llamarán «excusado» los americanos?
Lennox siente auténticos deseos de excusarse. De tenderse en ese suelo embaldosado lleno de pis de hombre, cuero de zapatos, porquería y ceniza y dormir como un bendito. En su lugar, estira la mano lesionada y empieza a retirar el vendaje elástico con la buena. El apósito está manchado y despide un olor desagradable. Le recorre un espasmo de temor, y casi espera toparse con un objeto atrofiado y gangrenado de color negro y verde. De hecho, tiene la mano agarrotada, roja y un poco hinchada, con aspecto inflamado en torno a los nudillos; cuando intenta cerrar el puño le lloran los ojos. Pero a todas luces sigue siendo su mano, y lo más probable es que esté en vías de soldarse. Le confía la tarea de sujetar y orientar su pene, pues no soporta ver su orina, oscura y estancada, salpicar el metal de la letrina.
Lennox se lava cuidadosamente las manos y le da la bienvenida a la otra al seno de la familia de nuevo.
Le costó treinta y cinco segundos agarrarla, meterla en la furgoneta, amordazarla e inmovilizarla con cinta aislante, y salir pitando.
Mete las manos debajo de la secadora. Disfruta de la sensación de calor contra su cazo, entumecido y dolorido.
Cuando Lennox vuelve a aparecer, las dos mujeres le miran. Starry ha cogido el número de Perfect Bride y lo está hojeando. Pero ahora hay alguien más por medio, otro hombre que ha aparecido de entre las sombras del fondo del bar y que se aproxima a las mujeres al mismo tiempo que Lennox. Éste mira a Starry con cara de desconcierto.
Lennox se da cuenta de que el tipo es más o menos igual de alto que él, uno noventa aproximadamente, y que también anda por la mitad de la treintena. «Me dedico a las ventas», le dice con una sonrisa radiante a Starry y Robyn, sin hacer el menor caso a Lennox, que hierve de indignación silenciosa. El cabrón este ha estado haciendo oreja mientras yo hablaba, y ahora se está sobrando.
Cogiéndole del hombro, Lennox le hace dar la vuelta. «Te voy a decir yo a lo que te vas a dedicar como no te vayas a tomar por culo ahora mismo. A meterte en líos. En líos que te cagas. ¿Me explico?».
El tipo pestañea, desconcertado.
«¡Eh…!», empieza Starry, dejando la revista encima de la barra, «¡eso no viene a cuento!».
«Oye, amigo…», empieza el otro, pero Lennox constata que cualquier certeza que pudiera tener se está evaporando.
Está que echa chispas. El tipo le ha caído pero que muy mal. «No soy tu amigo. ¿Te enteras?».
«Lo que tú digas…».
«Exacto. Ahora vete a tomar por culo».
El tipo se encoge de hombros, muestra las palmas y regresa discretamente al rincón de la barra del que salió.
«¿De qué iba todo eso?», pregunta Starry, evidentemente disgustada.
«No me ha caído bien», dice Lennox sin quitarle los ojos de encima al tipo en cuestión, que apura su copa rápidamente y se marcha.
«Parecía majo», dice Starry, mirando a Robyn.
«No sé, a mí me pareció un poco repulsivo».
«De eso tú debes saber mucho, nena».
Robyn hace una leve mueca y se encoge de hombros, a la vez que se vuelve hacia Lennox con una sonrisa tensa.
Starry parece dejar de lado su ira. «Vámonos a otra parte, si os parece».
Deliberan sobre adónde ir. Lennox cree que debería regresar al hotel y hacer las paces con Trudi. Empieza a acusar el cansancio. Pero no se siente capaz de enfrentarse a ella. Mejor esperar a que esté dormida.
«¿Qué es esto?», le pregunta Starry, enseñándole la revista para novias. «¿Estás planeando una boda?».
«Sí. Pero no la mía», dice él, sorprendido ante la naturalidad tan consumada con que su boca profiere falsedades. La diferencia entre un poli y un maleante es que a nosotros nos pagan un sueldo y mentimos mejor, le dijo una vez su mentor, Robbo. «Eso es lo que vendo», matiza. «Bodas; todo el paquete».
«¿Eres planificador de bodas? ¿Como en la película esa de Adam Sandler?», chilla Robyn, encantada.
«Pues sí». Lennox mira a Starry, que sonríe lúgubremente antes de que en su teléfono móvil empiece a sonar «Won’t Get Fooled Again». Se disculpa y se va hacia la puerta del bar para contestar.
«Imagino que será un trabajo alegre. Muy divertido», dice Robyn.
«Es estresante, pero muy animado a ratos».
Starry regresa; le apetece ir a un sitio llamado Club Myopia, pero Robyn se muestra reticente. «Tengo que volver pronto con Tia».
«Estará perfectamente», dice Starry. «Sólo una copa. Tengo aquí una cosita».
A Robyn se le ilumina la mirada. «No me digas que has…», dice antes de interrumpirse.
Lennox sabe que la cosita en cuestión es coca. Es lo que desea. Lo que necesita. Una raya de polvo blanco. Algo que le dé fuerzas y le permita no pensar en niñas muertas. Algo que consiga que no le importe nada. Robyn le informa de que el Club Myopia está a unas cuantas manzanas al sur. Le pillaría de camino al hotel. «Yo te guardo esto», le dice con una sonrisa mientras guarda el número de Perfect Bride en el bolso. «Como se quede sobre la barra acabará muy sucia».
«Gracias», dice Lennox, que le guiña un ojo como gesto de agradecimiento antes de que salgan a la calle y bajen caminando por Washington Avenue hasta llegar al club.
A modo de identificación Starry y Robyn le enseñan al portero sus carnés de conducir. Lennox le muestra su pase de la Autoridad Policial de Lothian and Borders, que contiene una vieja foto suya con bigote. El portero, un hombretón negro, le mira a los ojos con una imperceptible y adusta inclinación de la cabeza. Lennox vuelve a guardarse la tarjeta en el bolsillo, cuidándose de que no la vean las chicas. Se muere de ganas de que saquen la coca. Casi puede verla, sudando dentro del envoltorio en el bolso de Starry. Por la concentración que delata su mirada, Robyn parece estar pensando lo mismo.
El Myopia es un club de música dance y ellos son los más viejos del lugar, a la deriva entre un mar de gente joven, guapa, en forma y musculada. Starry y Robyn no desperdician un segundo y se dirigen a los servicios. Desaparecen durante tanto rato que Lennox teme que se hayan escabullido. Primero se inquieta y luego se siente ansioso, solo y de pie ante la barra, empapado por las pulsaciones de la música y las luces estroboscópicas, mientras jóvenes bien vestidos le estudian con expresión de desaprobación. Las chicas llevan vestidos cortos y ajustados, en su mayoría monocolores, ceñidos a sus cuerpos como por obra de la electricidad estática. Las camisas predominantemente vistosas de los chicos ponen en evidencia la cutrez de su camiseta de Los Ramones. Se acuerda de Michael Douglas en la escena del club nocturno de Instinto básico, acallando la voz de su conciencia con la convicción de que él nunca podría resultar tan ridículo.
Su nerviosismo va en aumento. Se da cuenta de que le observan desde la barra. Es el tipo del Club Deuce, el vendedor listillo. Sacando fuerzas de la ira, Lennox se lanza hacia la pista, serpentea entre la multitud retozante hasta llegar al fondo de la sala, y luego vuelve bruscamente sobre sus pasos y se coloca detrás del tipo, que estira el cuello mientras escudriña la pista para ver si le ve.
«¿Buscabas a alguien?», grita por encima de las vibraciones del equipo de sonido y sobresaltándole. «¿Qué demonios quieres, bailar conmigo o qué?».
«Mira, yo…», empieza hasta que Lennox le silencia con un gesto de la mano, la que tiene fuerza en los dedos, cogiéndole de su delgada garganta y asfixiándole hasta acallarle.
«No. Mira tú. No sé de qué cojones vas, pero vas a dar media vuelta y vas a sacar tu culo por la puta puerta ahora mismo», exige a la vez que aprieta un poco más. «¿Sabes cómo te digo?».
En su mirada atemorizada calibra la magnitud de su propio rencor homicida. Consciente de que hay gente observando la escena, le suelta. El hombre se aparta con respiración entrecortada y frotándose el cuello. Uno de los porteros ha visto parte de lo sucedido, pero, al igual que Lennox, se conforma con seguir al vendedor con la mirada hasta la salida.
Aguarda ansiosamente a las chicas, y pide otra copa para compensar, sin éxito, la adrenalina que se le escapa. Se ordena a sí mismo permanecer quieto sin hacer nada, diciéndose que la auténtica compostura volverá a él como un bumerang si mantiene la fachada el tiempo suficiente. Cuando por fin vuelven, Robyn con un aspecto particularmente rubicundo y animado, le ofrecen discretamente la farlopa en una bolsita de cierre hermético.
«Pensé que me habíais dejado tirado», comenta con una sonrisa.
«De eso nada», dice Robyn. Es consciente de la confianza que le infunde la cocaína. Sólo un tirito y puede ser la que siempre ha deseado ser. Lo entiende. Starry no la necesita. Echa hacia atrás su melena rizada y le sonríe de oreja a oreja. Él se dirige a los servicios de caballeros. Los cubículos son endebles y tienen puertas pequeñas. No ofrecen tanta intimidad como los del Reino Unido. Se puede ver por las rendijas o incluso asomarse por encima si uno quiere. No nos preocupemos. Prepara una gran raya encima de la cisterna. Parece buena farlopa. La corta más fina con su carné de identidad de la policía de Lothian and Borders. Por un instante piensa en Trudi, que seguramente estará en la habitación del hotel, y luego en Keith Goodwin y en la buena labor que había hecho con los de Narcóticos Anónimos. ¿Tan buena había sido? Está a punto de arrojarla por la taza del váter. Piensa en el rostro de Britney: frío, azul y magullado; en Mr. Confectioner regodeándose. Todo por la taza del váter.
La raya los sume en el olvido y Lennox vuelve a la pista dando grandes zancadas, como un coloso de mandíbula protuberante. Starry y Robyn están bailando; él se mueve sin esfuerzo con ellas, siguiéndolas, lascivo e invencible. Los demás bailarines captan su energía, el desprecio radiante que siente por ellos. Retroceden ante él como los pigmeos que son. Lennox recuerda de forma indolora sus infidelidades pasadas, que echaron a perder las cosas entre él y Trudi la primera vez; cada una de sus conquistas había sido como una baratija en una pulsera de colgantes hecha de joyas falsas, y todas y cada una de ellas habían tenido lugar cuando se sentía exactamente como ahora.
Se pregunta por qué lo hace, aparte de por el subidón de la cocaína, claro. Su prometida está en el hotel, o eso cree. A Lennox siempre le atormenta la noción de que el gran acontecimiento, la gran fiesta, transcurre en alguna otra parte. Su radar —esa sensación de angustia a flor de piel— le dice que ése es el caso. Después se da cuenta de que es poli y de que la gran fiesta siempre transcurre en otra parte, a saber, en la vida de paisano. Y si se topara con ella, su papel no consiste en sumarse, sino en ponerle fin. Ahora, sin embargo, durante dos semanas, va a ser paisano. Y aquí se está bien. El mundo se desmorona a nuestro alrededor, ¡coño!, y menos mal que hay gente demasiado nueva o sencillamente demasiado estúpida para subir a esa pista de baile y comportarse como si la fiesta acabara de empezar.
Starry se aparta el pelo de la cara y responde a su mirada de depredador con una mirada dura y despiadada propia. «Vamos a ir a casa de Robyn», dice, mirando a su amiga.
«Estás invitado», dice Robyn. «¿Quieres venir y meterte un poco más de blow?».
Por blow, él entiende que se refiere a coca, no a marihuana, droga que aborrece.
«Vale. ¿Dónde?», grita por encima de la música.
«Vivo en Miami».
«Creía que estábamos en Miami».
«No, esto es Miami Beach, tonto», le regaña juguetonamente Robyn. «Miami está al otro lado del paso elevado».
«Es verdad». Se acuerda de que tanto Trudi como Ginger se lo explicaron.
Salen a la calle en pleno subidón. Lennox intenta llamar a un taxi pero Starry le para. «Ahí viene un autobús», dice, indicando con la cabeza al vehículo que se aproxima. «Es más barato».
Esta vez paga la suma estipulada. El autobús va lleno de borrachos: el ubicuo teatro itinerante del transporte público de madrugada. Encuentran unos asientos libres al fondo; Lennox se coloca junto a la ventana, con Robyn a su lado y Starry enfrente. Está hablando en español por el móvil. Robyn parece inquieta, y enseguida empieza a contagiar a Lennox. El autobús no tiene ventanas en la parte trasera, lo que contribuye a aumentar su nerviosismo. Es antinatural no poder ver de dónde viene uno.
«¿Con quién hablabas?», pregunta Robyn recelosamente cuando su amiga termina de hablar.
«Con unos amigos de la cafetería», le explica Starry mientras le acaricia el cuello y entra en detalles sobre sus movidas en el trabajo. «Ese Mano… es tan mamonazo…».
Después de bordear la costa, de pronto el vehículo se desvía y atraviesa un trecho de mar sobre un largo puente, y entra en lo que Lennox cree que debe de ser Miami propiamente dicho. Starry rasca con la uña algo de purpurina pegada a la ventana del autobús antes de darse cuenta de que está del otro lado. Entonces aparece el puerto, con sus imponentes grúas y sus buques de carga. Pero lo más impresionante son los cruceros, alrededor de una docena; parecen bloques de apartamentos flotantes, grandiosos pero eclipsados por las grandes torres del centro de Miami, centinelas inmensos que vigilan la bahía. Lennox está impresionado; mientras tanto, la coca le retumba en la cabeza y le hace sentirse fuerte. Le rechinan los dientes. Lo que quiere son esas misteriosas luces amarillas que brillan sobre las aguas del otro lado de esa inmunda y viscosa bahía negra. Quiere formar parte de todo eso, lejos de la luz del día y de las novias vestidas de blanco impoluto.