Era la mañana siguiente a la desaparición. Interrumpiste una larga sesión de criba de datos y habías aprovechado para dormir unas horas en tu piso de Leith. Te despertaste sobresaltado y desconcertado en la oscuridad; tu listado de llamadas perdidas te dijo que había llamado Keith Goodwin. Te habías olvidado de la reunión de Narcóticos Anónimos de anoche. Todavía no eran las seis de la madrugada y ya estabas de vuelta en el laboratorio de Tecnologías de la Información del cuartel general de la policía, absorto de nuevo en secuencias de televisión en circuito cerrado.

No es que hubiera muchas. La inconcebible red de cámaras que grababan los movimientos de cada ciudadano británico una media de entre diez y cuarenta veces al día, según la fuente, se volvía menos densa a medida que se abandonaba el centro de la ciudad y era casi inexistente al llegar a la barriada de viviendas protegidas donde vivía Britney. Había algunas imágenes de ella de ayer por la mañana: un plano con mucho grano, que duraba poco menos de un minuto, cuando salió del piso para ir al colegio, y luego unas cuantas secuencias más, cortesía de una cámara de control de velocidad, cuando se dirigía hacia la rotonda. Utilizaste todos los programas y procedimientos capaces de realzar aquellas pésimas imágenes. Las estiraste, ralentizaste, ampliaste y redujiste para escudriñar la periferia y hasta el último recoveco donde podía haber alguien acechando. Desde detrás de la cabeza de Britney y el lateral de su rostro, tratabas de seguir su línea visual, ver el mundo a través de sus ojos. Como un prospector febril, cribaste la nube de datos con la esperanza de hallar un píxel dorado que pudiera darte una pista sobre la identidad del secuestrador. En la policía de Lothian and Borders no había nadie que supiera más acerca de los delincuentes sexuales. Tampoco había nadie más proclive a ampliar el radio de búsqueda.

A fuerza de ver repetidas veces a la niña pensativa en blanco y negro, el nombre de Robert Ellis reverberaba sin cesar en tu cabeza. Llevaba ya encerrado a cal y canto tres años por el asesinato de dos niñas, uno de ellos en Welwyn Garden City, Hertfordshire, y el otro en Manchester. El caso de Britney parecía tener muchas características en común con los asesinatos de Nula Andrews y Stacey Earnshaw. Como era de esperar, Ellis se declaró inocente de aquellos abyectos crímenes.

El otro nombre que te vino a la cabeza fue el de George Marsden, que había formado parte del equipo de Hertfordshire que envió a presidio a Robert Ellis por el secuestro y asesinato de Nula, de doce años. La fiscalía demostró que Ellis solía merodear por el parque local donde la niña fue vista por última vez, junto a un camino arbolado que estaba atravesando para ir a casa de su tía.

Sólo George creía que se habían equivocado de hombre. Había semejanzas con el caso de Stacey Earnshaw, cuyo cadáver fue hallado tirado en los bosques del Lake District dos años antes. Cuando la policía de Hertfordshire detuvo a Ellis, descubrieron que tenía una novia en Preston a la que visitaba regularmente en torno a la hora del asesinato de Stacey. La chica, Maria Rossiter, reveló a un periódico sensacionalista algunos detalles bastante prosaicos tocantes a su relación, y éstos fueron reelaborados y narrados con detalles escabrosos e insinuaciones varias. Junto a una perturbadora grabación hecha involuntariamente por Ellis, aquello ayudó a determinar su culpabilidad. George Marsden estaba seguro de que la persona que había raptado a Nula Andrews era la misma que había secuestrado a Stacey Earnshaw en Manchester. Sólo él estaba absolutamente convencido de que no había sido Ellis. En Welwyn Garden City se informó de que una furgoneta blanca había salido de la bocacalle adyacente a la zona verde boscosa en torno al momento de la desaparición de Nula. Ellis estaba entre rejas y el Hombre de la Furgoneta Blanca había reaparecido.

Cuando hacia las nueve de la mañana levantaste la vista para mirar el reloj de la pared, notaste que un peso preocupante lastraba tus miembros. Ya habían transcurrido más de veinticuatro horas desde la desaparición de Britney. Decidiste dejar descansar tus ojos, encaminar tus pasos hacia el Stockbridge Deli, tomar otro café solo y llamar por teléfono a George Marsden. Manteníais una buena relación a raíz de haberos emborrachado juntos después de un curso de formación para pruebas de ADN en Harrogate hacía varios años.

Después de que le explicaras el crimen a grandes pinceladas, George preguntó con aire indiferente: «Fue una furgoneta blanca, ¿no?». Rehusando confirmar o negar el dato con una sonrisa atirantándote las facciones, esperaste que tu silencio no fuese demasiado elocuente.

Tuviste la impresión de haber sacado provecho inmediato de la escapada cuando volviste a visionar las secuencias. Una vez más, Britney salió de la escalera de su casa y dio media vuelta, pero esta vez notaste que parecía saludar a alguien a medias, reconociendo furtivamente a alguien que se aproximaba a ella por la derecha. El retoque de la imagen confirmó esa impresión. La persona en cuestión estaba fuera del encuadre pero seguramente se dirigía hacia la escalera. Te fijaste en la lista de nombres de los vecinos. Después abriste el registro de delincuentes sexuales y la imagen de Tommy Loughran saltó disparada hacia ti.

Cuando acudiste al domicilio familiar de los Hamil con Notman, se descubrió que el hombre que estaba un poco más allá del foco de la cámara era Loughran. Había salido a pasear a su perro ayer por la mañana. Y era el candidato más popular, votado por el procedimiento de arrojar ladrillos contra sus ventanas rotas y llenar los muros de su casa de grafitis:

MUERTE A LOS PEDERASTAS

El guarda jurado, antiguo exhibicionista, era un ex alcohólico convertido en abstemio cristiano. Tenía todo el aire de un pecador que se había arrepentido con entusiasmo pero que esperaba expiar algo más sus pecados antes de considerarse digno del borrón y cuenta nueva. Loughran era tan masoquista y se odiaba tanto a sí mismo que habría sido fácil inducirle a admitir que el crimen lo había cometido él. El único obstáculo era que, después de dejar al perro en casa y ver a Britney marcharse al colegio, había cogido un autobús abarrotado para acudir a un cine-club matinal que habían inaugurado los estudiantes del lugar. La transacción de su tarjeta del Banco de Escocia y los ordenadores de la sala de cine indicaban que Loughran estuvo viendo el documental de Werner Herzog Grizzly Man. Recordaste que aquella película —acerca de un ecologista progre y con pretensiones de superioridad moral a quien devora el animal al que intentaba proteger— había sido todo un éxito en la cantina de la policía. Y te acordaste de Herzog, que descartó por absurda la pretensión de que el oso fuera espiritualmente superior. Ante la fiera, el cineasta alemán no veía más que «la cruel indiferencia de la naturaleza».

«¿Cuál te pareció que era el mensaje de la película?», le preguntaste a un desconcertado Loughran.

Billy Lumsden, conserje del colegio de Britney que solía hablar regularmente con la niña (si bien hablaba con la mayoría de los críos), llegó tarde al trabajo el día de la desaparición, así que lo llevaron a comisaría para ayudar con la investigación. Averiguaste que su matrimonio se había roto el año anterior, cuando dejó a su mujer y sus tres hijos. Lumsden ya había sido suspendido por ebriedad en el puesto de trabajo, y te confesó que se sentía solo y desesperado. Te conmocionó la intensidad de la compasión que te inspiraba aquel hombre. ¿Y si fuera Lumsden el pederasta? Pero parecía completamente deshecho y sumido en una desesperación muda. Luego se supo que su madre había sufrido una caída en casa. Los vecinos y un tendero local confirmaron que Lumsden se encontraba a seis kilómetros y medio en el momento de la desaparición de Britney.

El caso seguía crispándote los nervios. Pasaba el tiempo. La desaparición de una niña ya era algo de por sí angustioso. Sin embargo, también te reveló cómo los más vulnerables iban desfilando uno tras otro para que los devorase el sistema de justicia penal. La probabilidad de que se produjera un fallo injusto era enorme. Aquello sembró en tu mente las semillas de un relativismo moral nauseabundo y provocó una erupción de duda e incertidumbre. Te armaste de valor con la idea de que alguien tenía que haber secuestrado a Britney. No podía haberse esfumado entre las brumas en los tres minutos posteriores a que doblase la esquina y se metiese en Carr Road, donde Stella y Andrea no podían verla. Había un malvado en medio. Y juraste atraparle.

El punto de partida fue entrevistarse con los hombres que tenían contacto con la niña en el colegio, en casa y en el trabajo, e ir descartándolos de la investigación. El padre biológico de Britney quedó eliminado de la lista; hacía mucho que estaba separado de la familia y se encontraba en una plataforma petrolífera del Mar del Norte. Había un hombre que seguía sin encontrarse y, casualidad espeluznante, había desaparecido aproximadamente al mismo tiempo que la niña. No pudisteis dar con su abuelo, Ronnie Hamil, en su piso de Dalry. Los vecinos te informaron de que aquello no era nada nuevo; cuando le llegaba el cheque de la seguridad social, Ronnie solía desaparecer durante varios días seguidos. Fue Gillman el primero en caer en la cuenta de la conexión del abuelo. «Ese cabrón anda tramando algo», comentó con sorna mientras miraba una fotografía de Ronnie con Angela y las niñas. «El viejo Gary Glitter[8]».

Pusiste a todo el equipo a buscar a Ronnie Hamil a tiempo completo. Se ordenó a todos los coches patrulla que se mantuvieran ojo avizor. Su piso permaneció bajo vigilancia las veinticuatro horas. El equipo pasó horas visitando los sitios que frecuentaba: locales de apuestas, tiendas de vinos y licores y los bares de Dalry y Gorgie Road. Pero tú rehusaste sumarte a la caza del hombre. Por más que lo intentaras, no podías resistirte a seguir otra línea de investigación. «Me voy a husmear un poco», informaste a Bob Toal.

Toal te puso su cara avinagrada de marca. Sabía que te traías algo entre manos. De algún modo sospechabas que aquél no iba a ser el típico caso de delito sexual infantil; un hervor en las entrañas te decía que la pista no iba a conduciros a un pederasta británico de toda la vida. Habías estudiado las fotos de archivo de todos los pedófilos que figuraban en el registro: sacerdotes, maestros y jefes de scouts; tíos pervertidos, padrastros oportunistas y padres consanguíneos retorcidos, con sus escalofriantes y arrogantes justificaciones. Ninguno encajaba. Parecía un crimen a la americana, o más bien la clase de crimen que suele narrarse en las novelas americanas, pues era de suponer que los crímenes norteamericanos reales se parecían a los británicos. No obstante, era culturalmente norteamericano: un solitario dando tumbos, un depredador que, en lugar de recorrer largas y solitarias autopistas interestatales a lo largo de un continente enorme, se desplazaba en una furgoneta blanca por una Gran Bretaña populosa y llena de fisgones.

Lo que hiciste fue conducir hasta el aeropuerto, coger subrepticiamente un vuelo a Gatwick a la hora de comer y luego tomar el tren hasta Eastbourne, donde residía en la actualidad George Marsden. Había dimitido después del caso Nula Andrews y ahora se dedicaba a instalar sistemas de seguridad y a asesorar a jubilados desasosegados. George nunca te había parecido un inconformista. Ex militar, Royal Marines; había combatido en la primera Guerra del Golfo. Un divorciado recto con tipo de jugador de rugby, una mata de pelo canoso y abundante y una sonrisa deportiva que inducía a pensar que no pasaba demasiadas noches solitarias. Todo en él, los pantalones y camisas recién lavados y planchados, insinuaba una inquebrantable adhesión a las reglas establecidas. Pero cuando vio las pruebas y no le cuadraron, perdió la fe.

Sentados en una cafetería, George y tú observabais a su clientela potencial paseando por el malecón mientras él te explicaba que Ellis había sido el chico malo del pueblo en Welwyn. Era un joven carismático y astuto, no un tipo duro, pero de algún modo conseguía que otros más pendencieros hicieran su voluntad. Había sido condenado por diversos delitos, robos en su mayor parte, aunque también había habido una acusación de violación que no prosperó por falta de pruebas. Si bien no había nada que lo vinculase a menores de edad, era fácil detestarle, pues era la clase de saco de mierda que todas las comunidades consiguen producir. Nadie, ni la policía ni el público en general, lamentaría que lo encerraran por una larga temporada. Nula Andrews era todo lo contrario: pequeña, frágil, de facciones menudas y delicadas, una inocente que aparentaba muchos menos de sus doce años. Te acordaste de la fotografía que hicieron circular, y de aquellos centelleantes y dulces ojazos que se grabaron a fuego en la mente del público británico. Nula iba a casa de su tía, a ayudarla con unas decoraciones. Era fácil adjudicarle el papel de Caperucita Roja frente al Lobo Feroz de Ellis. Así que Ellis se convirtió en el hombre más odiado del país: un Huntley, un Brady. Y, de forma repugnante y sin que se le pidiera, hizo una especie de confesión.

Pero, al margen de lo que pudiera ser Ellis, no era culpable de aquel delito. George Marsden no quiso saber nada y su sentido del honor le obligó a dimitir, poniendo fin así a su carrera policial con una nota amarga. Tenía una inquietante fe en el bien y el mal. Si de religión se trataba, no era el tipo póliza de seguros que la mayor parte de la gente contrataba a cambio de una escapadita dominical a la iglesia. Así pues, George te relató el caso Nula Andrews: sus semejanzas y diferencias con el de Britney. Después hablasteis de Stacey Earnshaw, que fue secuestrada cerca del Salford Shopping Centre. «No fue Ellis», declaró categóricamente.

Todas las ciudades producían su cuota de tipos como Ellis. Bob Toal estaba ansioso por ver si se podía vincular de alguna forma a uno de los de Edimburgo con Britney. Llevaba años anunciando su intención de jubilarse y ahora que se avecinaba la fecha del retiro forzoso, quería hacerlo con la euforia de un éxito abrumador. Algunos sectores de la prensa, que en un primer momento crucificaron a Ellis, a la luz del caso de Britney ya empezaban a insinuar que se estaba produciendo una grave injusticia. Entretanto, el gran público hacía lo que suele hacer en estos casos: clamar por un cadáver.

No le contaste a nadie lo de la visita a Eastbourne y temías la llamada de teléfono que pudiera obligar a afrontar la verdad, pero no recibiste sino mensajes rutinarios informándote de que todavía no se había descubierto el paradero del abuelo Ronnie. La culpa empezó a hacer mella; sentiste que tendrías que haber ido con los demás a llamar a las puertas y sentarte en furgonetas abarrotadas en misiones de vigilancia. Te quedaste dormido en el avión de regreso a Edimburgo, y no te despertaste del todo hasta que cogiste el periódico local en un puesto del aeropuerto y viste el rostro de Britney mirándote fijamente con una sonrisa radiante e insolente. Mañana iba a convertirse en noticia nacional. Tomaste un taxi para volver a tu piso en Leith, en una urbanización nueva construida junto al muelle. Pensabas hablar del caso Ellis con Toal. Entonces te diste cuenta, a pesar del cansancio, de que te habías olvidado de encender el móvil al bajar del avión. Tenías un mensaje de Trudi y dos de tu jefe. «Creo que tenemos a nuestro hombre, Ray», decía alegremente en el último de los dos.

Estabas seguro de saber quién era, pero cuando fuiste a jefatura te sorprendió descubrir que Ronnie Hamil seguía en paradero desconocido y que habían detenido a un joven llamado Gary Forbes. Éste había confesado que él había secuestrado a Britney, y que la había matado y enterrado en un bosque en las proximidades de Perthshire. Después miraste a Bob Toal, ahora completamente abatido; entre el instante en que te dejó aquel mensaje y el momento en que te presentaste ante él, la confianza de Toal en aquella detención se había evaporado del todo. No era para sorprenderse; Forbes era un idiota que buscaba atención desesperadamente. Un joven desgarbado e introvertido, obsesionado con crímenes y asesinos en serie y que coleccionaba álbumes de recortes documentando sus hazañas. Viste cómo aquel adolescente triste y carente de vida social se regodeaba en su estatus ficticio de chico malo. Era evidente que ya fantaseaba con las mujeres chifladas que le escribirían y le visitarían en la cárcel. Peor aún, sin embargo, era la forma en que tu equipo de investigación lo estiraba desesperadamente para hacerle encajar en el esquema aferrándose a anécdotas lamentables: el vecino que decía que había torturado a un periquito, un primo más joven al que le había quemado gravemente la muñeca.

«¿Acaso no podemos hacerlo mejor?», preguntaste. Fuiste mirando de una en una las caras reunidas en el despacho; Harrower, Notman, Gillman, Drummond, McCaig.

Toal, entretanto, permanecía sentado, sumido en un silencio ulceroso.

«Podríamos peinar las Highlands instigados por ese imbécil y lo único que conseguiríamos sería desperdiciar recursos humanos, Bob», dijiste. «Que le enseñe a un par de agentes dónde escondió supuestamente el cadáver y luego acusadle de hacer perder el tiempo a la policía».

«Eso», saltó Toal con denuedo, sin moverse apenas. «Andando», le dijo a Gillman con un seco gesto de la cabeza. Los demás aprovecharon el momento para marcharse. Toal cerró la puerta a sus espaldas; la expresión de su rostro y su lenguaje corporal te advirtieron que te prepararas para lo que se avecinaba.

«¿Dónde demonios has estado? ¿Por qué llevabas apagado el móvil?».

«Esto no te va a gustar».

Toal no había movido ni un músculo.

«Cogí un avión a Gatwick y me entrevisté con George Marsden. Fue el responsable de la investigación del caso Nula And…».

«¡Sé quién coño es, Ray!», escupió Toal. «¡Es sinónimo de problemas!». Tu jefe sacudió la cabeza con gesto incrédulo. «¿Fuiste al sur a hacer una visita privada a un ex poli amargado mientras tu equipo buscaba a la niña desaparecida y al principal sospechoso? Estoy decepcionado contigo, Ray. Muy, muy decepcionado».

Quisiste hablar de Welwyn y Manchester, pero no era el momento. Cualquiera que hubiera estudiado este último caso a fondo habría comprendido que era completamente imposible que Robert Ellis hubiera secuestrado a Stacey Earnshaw. Y las pruebas que le vinculaban a Nula Andrews eran de lo más discutible. Pero aquello equivalía a enfrentarse a tus superiores y a los jueces. No era una guerra que te sintieras capaz de iniciar en aquel momento, y mucho menos ganar.

Toal se mostraba incrédulo. «¿Sabes que Ronnie Hamil sigue desaparecido?».

«Estamos haciendo todo lo posible por encontrarle», dijiste. Por decir algo.

«No. Es tu equipo el que está haciendo todo lo posible por encontrarle». El tono de voz de Toal era cada vez más agudo y emotivo. «No vas a resolver este caso perdiendo el tiempo en Welwyn Garden City o Manchester. ¡La familia es la clave, ya lo verás! ¡Encuentra a Ronnie Hamil, Ray!».

Asentiste tímidamente ante las palabras de tu jefe y te dispusiste a afrontar otra larga noche.