Una suave brisa mece las palmeras mientras las nubes altas de última hora de la tarde van entrando por el Atlántico. Trudi y Lennox están sentados en una mesa del patio frontal del hotel esperando a Ginger. Se fijan en la gente que pasa por Collins Avenue; Lennox bebe un agua mineral en un intento de demostrar no se sabe muy bien qué, ya que su ansia de alcohol es tal que sería capaz de cometer todo género de delitos por un vodka.

Se han cambiado de ropa; él se ha puesto una camisa azul de manga corta y unos pantalones de lona de color tostado. Trudi lleva un vestido amarillo y zapatos blancos; la capa de nubes se ha espesado, y aunque el sol sigue asomando de vez en cuando, siente el fresco en los brazos y las piernas. Entonces oye pronunciar vocingleramente y con acento familiar el apellido que, con cierta sensación de culpa, ha estado aprendiendo a decir en lenguaje de signos, pero lo único que logra ver es un Dodge 4x4 estacionado delante de la puerta del hotel. Pese a que la ventanilla oscura está bajada, el conductor permanece oculto. Entonces la puerta se abre y del interior emerge un hombre obeso que lleva una camisa amarilla y verde hortera y que entorna los ojos por efecto del sol antes de quedarse mirándola. «¡Eh, princesa!», canturrea. Se da cuenta de que él ya no recuerda su nombre, pues sólo se han visto una vez: en Edimburgo, durante la fiesta de jubilación de él.

«¡Ginger!», exclama Lennox con una sonrisa. Se levanta y abraza a su viejo amigo. Nota el ensanchamiento de su voluminosa cintura. Ginger es una gran maleta de cuero marrón envuelta en una camisa hawaiana. Éste reacciona con una débil sonrisa.

«Oye, Ray, preferiría que no me llamaras así estando aquí. Nunca me ha gustado, hace que parezca un puto maricón».

Lennox expresa una tensa aquiescencia asintiendo con la cabeza mientras Trudi repasa sus conocimientos elementales acerca de Eddie «Ginger» Rogers, un policía de Edimburgo jubilado con casi cuarenta años de servicio a las espaldas Su primera mujer había muerto un año antes de que se jubilara. Se casó con Dolores Hodge, una norteamericana a la que conoció en un chat dedicado a los bailes de salón. Al cabo de algunos lances ciberespaciales y unas cuantas visitas transatlánticas, se casaron y Ginger se fue a vivir al hogar de su nueva esposa en Fort Lauderdale.

«¿Eso qué es, una lesión pajera?», pregunta fijándose en la mano vendada de Lennox. Acto seguido, consciente de la presencia de Trudi, esboza una sonrisa de contrición. Suben al 4x4 con Trudi sentada atrás, y salen a Washington Avenue antes de bajar por 5th Street. Pronto atraviesan un largo puente que conduce hacia lo que, según Ginger, es Miami propiamente dicho. Trudi se fija en un buque cisterna oxidado que deja sigilosamente atrás a los deslumbrantes cruceros blancos atracados en el muelle, como un borrachín zarrapastroso colándose en una boda de gente bien; después ya entran en la autopista de cinco carriles. Es un caos, un nudo más tagliatelle que spaghetti[3].

Ginger conduce con el estilo agresivo del poli televisivo, cambiando continuamente de carril. Trudi creía que los americanos eran conductores decentes comparados con los británicos, ya que estaban acostumbrados a viajar por carreteras diseñadas deliberadamente con ese objetivo. Ginger parece empeñado en confirmar su reputación de piloto heterodoxo y temerario. Se sale del carril delante de unos estudiantes que conducen un descapotable. Pese a que es él quien ha infringido la norma, su respuesta a los bocinazos con que le obsequian es mostrarles el dedo corazón. «Putos niñatos», comenta con una carcajada antes de gruñir: «A ver qué se habrán creído». Después adelanta zigzagueando a otro coche y vuelven a pitarle. «Con un par: las reservas son para los yuppies y los indios», sentencia con una sonrisa de oreja a oreja. Después se vuelve hacia Trudi. «¿Todo bien, princesa?».

Lennox casi puede notar en la nuca su sonrisa, tensa y dentuda. Comprueba con una mano el cinturón de seguridad. La otra, con los nudillos pálidos, se aferra a la agarradera de encima de la puerta.

El sector de Fort Lauderdale donde vive Ginger está junto a la playa. El apartamento está en los Carlton Tower Condominiums, un edificio de veinte plantas situado detrás de un Holiday Inn, a sólo una manzana del Atlántico. Lennox ha reparado en la relativa proximidad de la estrecha franja de playa a la carretera en comparación con el distrito art déco. Desde fuera y a lo lejos, la torre recuerda en un primer momento las viviendas de protección oficial británicas, pero al verla más de cerca Lennox se siente obligado a rectificar. La planta calle está abierta y tiene unos ventanales de cristal blindado que llegan del techo al suelo. Al entrar, se topan con un espacioso vestíbulo de recepción; el suelo y las paredes de mármol le impresionan, y a Trudi también; se da cuenta de ello por el modo en que arquea las cejas, tan finas que parecen pintadas con bolígrafo. Está amueblado con sofás y mesitas de café llenos de revistas ilustradas y decorado con arreglos florales exóticos y exuberantes; a Lennox le cuesta un par de segundos convencerse de que en realidad son de plástico. La portera, una corpulenta mujer de raza negra, está sentada detrás del mostrador de recepción. Sonríe a Ginger, que la saluda alegremente con un gesto de la mano. «Un encanto de mujer», dice humildemente, como si pretendiera disculparse ante Lennox por su racismo de tiempos pretéritos en la cantina de la policía y subrayar que es cosa del pasado.

Lennox reprime una carcajada. Los escoceses tienen puntos de vista esquizofrénicos en materia étnica. Puesto que en ese archiblanco país la mayoría de ellos jamás ve un rostro negro de un día para otro, se sienten libres de ser tan racistas o tan progres como les plazca, lo que les permite gozar del lujo de unas convicciones que no han tenido que ganarse.

Ya en el ascensor, Ginger pulsa el botón del piso catorce. Con un gesto juguetón, le arrea un puñetazo suave y en cámara lenta en el hombro a Lennox antes de guiñarles el ojo a ambos. Trudi sonríe nerviosa. Salen a un pasillo estrecho que parece augurar la deprimente uniformidad de unas conejeras con puertas marrones, antes de que sus expectativas sean arrojadas de nuevo por tierra cuando entran en un apartamento a la vez espacioso y lujoso. La sala de estar y la cocina son de planta abierta y conducen a un balcón al que se llega atravesando unas puertas de cristal deslizantes. Tiene dos dormitorios, ambos dotados de instalaciones adjuntas, además de otro cuarto de baño, más grande aún que los otros.

Lennox no puede creer que un hogar con dos dormitorios pueda tener tres cuartos de baño. Está a punto de decir algo cuando la puerta se abre a sus espaldas y aparece una mujer elegante y bien vestida de unos cincuenta y muchos años acompañada por un West Highland Terrier con correa. Cuando lo sueltan, se acerca a Trudi y a Lennox dando saltos, meneando la cola y olisqueando las manos que le tienden para acariciarle.

«Esta es Dolores». Ginger le presenta a Lennox y a Trudi, y Dolores los saluda a los dos con gran entusiasmo. «Y este sinvergüenza de aquí es Braveheart».

Es evidente que al animal no le gusta Lennox y que su común raigambre Skarrish[4] nada significa para él. Le muestra con odio los pequeños colmillos que oculta bajo unas encías gomosas. A Lennox le parece un pequeño hijo de puta susceptible, proclive a atacar.

«¡Braaay-ve-heart!», le reprende Dolores.

Entonces el perro parece encogerse unos centímetros y se acerca lenta y dócilmente a Lennox mientras éste se sienta en el sofá. Por un instante mira hacia arriba, como queriendo ladrar, pero luego se deja caer junto a sus pies y se hace un ovillo alrededor.

«¿Ves?», canturrea triunfalmente Dolores, «¡le caes bien!».

«Eso es, Braveheart», dice Lennox con recelo, echándose con cautela hacia delante y acariciando el cuello del animal, volviéndose más optimista a medida que le hunde la mano en el pelaje y calibra lo delgado que es en realidad. Perfectamente estrangulable, piensa, mientras se relaja y se arrellana de nuevo en el sofá con alegre malicia.

Dolores parece fascinada por Trudi. «¡Eres lo que se dice bonita!», comenta con exuberancia, echándole una elogiosa mirada de arriba abajo. La timidez y la vergüenza de Trudi resultan evidentes cuando se lleva involuntariamente la mano al pelo. Después su expresión se endurece, al intuir el engrosamiento de la lista de invitados a la boda.

Dolores coge la bolsa que lleva y se marcha hacia la cocina danzando elegantemente un vals. Ginger había mencionado que en tiempos daba clases de baile. Lennox puede apreciar que se mueve con vivacidad y que, quitando un ligero abultamiento en la zona del vientre, está en excelente forma física. Al igual que Ginger, debajo de esa cabellera laqueada tiene una chispa en la mirada a la que Lennox y algunos de los demás chicos del cuerpo solían referirse como «brillo de follador». Aquellos dos no tenían trazas de envejecer con calma.

Dolores y Ginger se llevan a Trudi y a Lennox cada uno por su lado para mostrarles el apartamento. Todo en él es nuevo: impoluto, reluciente y sin una mota de polvo. Lennox se fija en el olor, ese ligero aroma a quemado que parecen desprender tantos lugares en los Estados Unidos. Seguramente serán los productos de limpieza que usan. Se pregunta si el Reino Unido tendrá un olor característico para los visitantes americanos y cuál será. En el dormitorio principal, Ginger exhibe su distribuidor de monedas electrónico. «Metes todas las monedas y te las ordena, hasta veinte de una vez. Las amontona automáticamente y luego las guarda en envoltorios de papel. Increíble, ¿no?».

«Si acumulas tantas monedas, ¿por qué no llevarlas al banco y ya está?».

«Que le den por culo a los bancos». Ginger baja la voz, se da un golpecito en el cráneo y guiña un ojo. «Ya se nos ríen bastante esos cabrones».

En la otra habitación y a su pesar, a Trudi empiezan a gustarle el desenfado y la franqueza de esta americana, que tiene más años que su propia madre. «Mi madre se casó con un poli; me dijo que no cometiera el mismo error», se lamenta Dolores. «Y lo hice. Dos veces. Un consejo y dos palabras: átale corto».

«Lo tendré en cuenta».

Mientras oye las referencias a bodas, vestidos y locales que se filtran por las paredes, Ginger le cuchichea a Lennox: «Parece que las chicas han hecho buenas migas. ¿Qué te parece si les damos esquinazo y te llevo a algún sitio especial?».

«De acuerdo», acepta cautelosamente Lennox, preguntándose cómo venderle eso a Trudi. El problema que conlleva aceptar la idea de que está deprimido —o su pareja todavía más benévola, «estresado»— es que acarrea la cesión intrínseca de su certeza moral. Cabía cuando menos la posibilidad de que cualquier comentario que hiciera fuera considerado un síntoma del mal. Y percibe que la gestión de su supuesta depresión por parte de Trudi tiene mucho que ver con el control (el de ella) y la privación de derechos (los de él). La lógica que sigue ella es que sus reflexiones le llevarán de vuelta al trauma de su trabajo y que, por consiguiente, toda deliberación independiente por su parte es inherentemente mala. Ella las reemplaza con sus proyectos, con cosas bonitas en las que pensar, como la boda, el nuevo hogar, los muebles, los futuros niños, la próxima casa, esa narrativa limitadora hasta llegar a la muerte que a él tanto le aterra.

En ese preciso instante reaparece Dolores anunciando: «Ray, voy a secuestrar a esta preciosa damita un rato para enseñarle algunas de las tiendas de novias de la ciudad. Supongo que vosotros tendréis que poneros al día, ¿no, chicos?».

«Vale, perfecto». Lennox capta la sonrisa traviesa de Trudi y acto seguido el guiño de tunante de Ginger.

Esperan unos minutos a que las mujeres se hayan marchado, y entonces salen y se vuelven a subir al Dodge. Mientras conducen en dirección oeste por Broward Boulevard, pasan por delante de una gran comisaría antes de parar delante del club de hombres Torpedo, situado en 24th Avenue. Dejan el coche en el aparcamiento que hay detrás del edificio de hormigón de una sola planta, que visto desde el exterior parece un fortín. En la entrada principal se ve un anuncio: Friction Dancing.

«Este sitio es la bomba», le asegura Ginger.

Un enorme hispano que lleva camiseta negra, hinchado a base de pesas y esteroides, les cierra el paso. Al reconocer a Ginger, su cara de pocos amigos se disuelve y da paso a una sonrisa de oreja a oreja.

«Eh, Buck, ¿qué tal, hombre?».

«Muy bien, Manny», dice Ginger, descargando una palmada en sus anchas espaldas. «Éste es mi amigo Ray; ha venido de Escocia».

«¡Ey! ¡Estupendo!», canturrea Manny mientras Lennox sonríe; el portero les hace pasar a un espacio oscuro y cavernoso. Lennox lo cataloga como el típico garito frecuentado por polis, maleantes, niñatos estúpidos y viejos tristes y lamentables de todo el mundo occidental. Después se pregunta exactamente a cuál de esas categorías pertenece él ahora. Un escenario alargado tipo pasarela, con varios estrados para barra americana en los extremos y girando en torno a la Meca de una enorme y rutilante barra tropical. Pese a que aún es temprano, el local está bastante atareado y muchas de las mesas dispuestas a ambos lados del escenario están ocupadas. Lennox se da cuenta de inmediato de que los ocupantes de uno de los espacios son policías que no están de servicio por esa impresión de extrañamiento respecto de su atuendo y de haber sido vestidos por otra persona que desprenden todos los hombres de uniforme.

Las camareras llevan camisetas blancas ajustadas que parecen de color azul eléctrico bajo las luces de neón; se afanan para que las bebidas no dejen de circular mientras las bailarinas actúan. Al principio las cosas están tranquilas, pero a medida que van cayendo cervezas, las bailarinas se vuelven más provocativas y explícitas. Ginger y Lennox piden costillas y patatas fritas. «Dile a Dolores que me he tomado un plato de ensalada con atún», le dice completamente en serio. «Sin mayonesa. Quiere que me vigile el peso. La semana que viene tenemos una final de baile de salón».

Lennox asiente lentamente y se frota el cráneo rapado. «El tipo de la puerta te llamó Buck. ¿A qué viene eso?».

«Buck Rogers. Así es como me llaman aquí», dice Ginger, con expresión enfática, orgullosa y desafiante.

Lennox medita un poco y levanta el vaso para chocarlo con el de su amigo. «Por el siglo veinticinco», brinda.

Las cervezas van cayendo a buen ritmo, y los chupitos de tequila también. Lennox se levanta para ir al servicio. Entre la bebida y los antidepresivos, empieza a sentirse un poco alicaído. Se estabiliza con una mano mientras mea dentro de la taza, con chorros gruesos, espesos y vaporosos.

La vida no es tan mala. Pillamos al hijo de puta que se cargó a Britney. Es historia.

«Historia, como el pederasta de mierda que fuiste», dice Lennox escupiendo al espejo de cuerpo entero incrustado en el embaldosado. Levanta la mano derecha, como si fuera a hacer un juramento; cierra el puño a pesar de los vendajes, cada vez más flojos, y del dolor, amortiguado por la bebida.

Cuando vuelve a salir, se dirige hacia su asiento en el momento en que en el equipo de sonido empieza a sonar el «What’s Love Got To Do With It» de Tina Turner a todo trapo. Pero por el camino una bailarina le cierra el paso y se restriega contra él, empujando la pelvis contra su entrepierna. Bajo la pintura de guerra, la chica tiene un rostro chabacano, casi de payaso, y las capas de base de maquillaje no consiguen ocultar las feas cicatrices de la viruela a la áspera luz de los focos. Una mirada extraviada y una boca torcida y cruel le desafían.

Lennox se queda petrificado, tieso por todas partes menos donde ella querría. Esto friction dancing. Ella no va a dejar de menearse hasta lograr que se corra. Le invade una explosión de ira. Esto es cosa de viejos y fracasados, de gilipollas y retrasados. Capta la amarga desesperación en la mirada de la chica y se da cuenta de que ahora se ha convertido para ella en un reto personal y que por narices tiene que excitarse y correrse. La única forma que tiene de salvar las apariencias esta bailarina de striptease adicta al crack es obligarle a tomar parte en este circo y dejar que lo transforme en un ser tan desesperado y envilecido como ella. Lennox lo entiende, porque ha tomado parte muchas veces en otras versiones de lo mismo en Edimburgo, durante las salidas exclusivamente masculinas del cuerpo. Capta la inquietud en los rostros de los hombres presentes. Es consciente de que al no entrar en el juego los está poniendo a todos en evidencia por el simple hecho de estar por encima de ellos, y humillando a la mujer al rechazar lo único que tiene para vender, su sexualidad, o al menos esta versión caricaturesca de ella. Se trataba menos de una cuestión de autoestima que de orgullo profesional: era así como se ganaba la vida.

Pero no puede hacer otra cosa que convertirse en el vencedor de este terrible pulso.

Por fin la bailarina abandona, con el gesto crispado y cuchicheándole al oído un rencoroso «¡Maricón!» antes de sonreír alegremente e ir a restregarse contra la siguiente entrepierna sudorosa. Los hombres reunidos en el bar gritan al unísono con alivio manifiesto.

Lennox vuelve a sentarse junto a Ginger, cuya cabeza se tiñe intermitentemente de morado psicodélico debido a la luz que tiene encima de la cabeza. Su viejo amigo le mira, primero con ademán hostil y luego con admiración empalagosa. «¡Hostia puta, Lennox, ese baile me ha costado veinte dólares y ni siquiera soltaste el chorromoco! ¡La Trudi esa te ha puesto firmes, eh! ¡La bestia ha sido domesticada!».

A Lennox le irrita la terminología de Ginger. «Lo siento por la pasta». Después piensa: que crea lo que quiera. Pero ahora el curso de sus propias reflexiones se extravía, muy lejos de la bailarina, de Trudi y de Ginger. La bebida, que había alejado el crimen, ha hecho que ahora vuelva a la superficie de su conciencia, como el café cuando está listo.

Britney Hamil. Ahora la bestia había sido domesticada, en efecto. ¿De qué forma estará cumpliendo condena Mr. Confectioner? ¿Qué estaría haciendo ahora mismo? Aislado de todos los demás presos por su propia seguridad —incluso de otros pederastas—, ¿se habría evaporado su arrogancia? De repente, Lennox siente necesidad de saberlo.

«¿Alguna vez piensas en los cabrones a los que encerramos en Delitos Graves?», le pregunta a Ginger. «¿En cómo viven con lo que han hecho?».

«Viven con lo que han hecho porque son escoria y les da exactamente igual. Que se jodan y que se pudran», gruñe el rostro rubicundo mientras hace una señal a la camarera para que traiga más cerveza.

A Lennox le parece que esta reprimenda se dirige tanto contra él como contra todos los delincuentes de los que Ginger pueda acordarse. Echan otro trago, pero tiene la impresión de que las cosas se han agriado un poco.

Cuando Ginger habla por fin, es para poner fin a la sesión. «Será mejor que no sigamos bebiendo, ya me he pasado de la raya», dice con voz entrecortada. Una chica se lame ostentosamente los dedos con los que acababa de recorrerse la entrepierna mientras hace piruetas sobre el escenario-pasarela que tiene delante. «Volvamos a donde vivo yo y dejemos el carro», dice, mirando a la muchacha y levantando su vaso con un gesto de gratitud, «pero después de que esta monada haya terminado con lo suyo. Dios, Ray, si tuviera veinte años menos…».

«… seguirías teniendo edad suficiente para ser su padre».

«Cabrito impertinente».

Ginger conduce mejor con unas copas encima; tiene más cuidado e incluso presta atención a la carretera cuando llegan al vecindario inmediato de la playa. Bajo la turbia luz del crepúsculo, parece bastante venido a menos. Da la impresión de que muchos de los negocios locales se han arruinado o sólo sobreviven. Los bares y restaurantes baratos de la manzana de detrás del Holiday Inn están habitados por jóvenes borrachos que han venido de vacaciones, y por los trabajadores itinerantes y surferos que sobreviven gracias a su patrocinio y sus descuidos. Y hay ancianos solitarios y deprimidos por todas partes. Lennox lo comenta mientras Ginger y él entran en un bar de patio abierto, muy alejado, por la mugre y la sordidez, del relumbrón de los establecimientos de Miami Beach.

«Aquí abajo hay muchos pobres cabrones que se jubilan con una pareja que se muere y luego no pueden permitirse ir a otra parte. Conozco a montones de vejetes en esa situación». Ginger se echa un lingotazo de cerveza y hace un gesto para que le traigan unos chupitos de tequila. «El sueño de la jubilación se convierte en pesadilla», reflexiona en voz alta. En ese momento entran dos hombres cogidos de la mano y se sientan en una esquina de la barra. «Se supone que este sitio estaba pensado para los jubilados. Míralo ahora: copado por los maricones».

Trasiegan unas cuantas copas más y caminan un poco por una franja de playa antes de regresar para encontrarse con sus esposas, actual y futura.

Es evidente que Trudi y Dolores han disfrutado de las compras de última hora de la tarde. «Cuando hace este calor es el mejor momento para hacerlas», explica Dolores mientras Trudi le enseña con gesto desafiante algunas de sus compras a Lennox. «Son cosas que necesito, Ray. Ya sé que se supone que tendríamos que estar ahorrando…, pero yo nunca te pregunto en qué gastas tú tu dinero».

Lennox hierve de indignación. Como si me importara a mi en qué se gasta su dinero. «¿Alguien ha dicho algo? Yo no he dicho una puta palabra».

«Conozco esa mirada, Raymond Lennox».

«¿Qué mirada?», protesta Lennox tras un vaho de alcohol. «Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Es ridículo», dice, buscando la complicidad de Ginger.

Pero entonces es Dolores la que ataca. «Comprar es lo que mejor se nos da, hijo. Vete haciendo a la idea», le reprende juguetonamente antes de mirar a Ginger: «¿A que sí, guapo?».

«Sí», corrobora Ginger, ruborizándose tras su copa. Lennox no está seguro de si es por orgullo, vergüenza o quizás un poco de ambas cosas.

Entonces Ginger Rogers ofrece a sus huéspedes una de dos opciones. O bien Dolores les puede llevar de vuelta a Miami Beach, ya que él reconoce estar más bebido de la cuenta, o pueden salir todos a cenar a su restaurante favorito y quedarse en la habitación de invitados.

«Podemos coger un taxi», sugiere Trudi.

«Ni hablar. ¿Cincuenta dólares? ¡Menudo robo! Dolores o yo os acercaremos por la mañana».

«De acuerdo», asiente Lennox, saliendo al balcón y asomándose a la barandilla. El Holiday Inn no consigue tapar del todo la vista del mar. La oscuridad se ha vuelto más espesa pero el aire sigue conservando cierto calor pese a que una fina brisa sopla sobre sus brazos y los refresca. Abajo se oye el suave rumor de los compases procedentes de un disco bar. Se da cuenta de que Trudi no está contenta. Como diría ella, conoce esa mirada.

Ginger sale a hacerle compañía, cerrando la puerta del patio a sus espaldas. Lleva dos latas de Miller en la mano; le tiende una de ellas.

«Paradisíaco, ¿eh?», pregunta mientras escruta la reacción de su amigote.

«Es agradable», dice Lennox, mientras entrechocan las latas. Es consciente de que en un lugar como éste él se volvería loco, pero allá cada cual con sus gustos.

«¿Y a qué viene esa cara tan larga, Raymondo?».

«Esta cara tan larga se la dedico a ella desde aquí». Lennox se da la vuelta y mira hacia el interior con expresión embotada y agresiva por efecto del alcohol. «Me importa un puto carajo lo que se compre. Y eso no hace más que empeorar su actitud. Lo que se suponía que yo tenía que haber dicho era: “Venga, cariño, se supone que estamos ahorrando para la boda”, para que ella pudiera soltarme: “Entonces no te gastes todo el dinero en bebida”. No le di esa satisfacción, así que se puso picajosa y discutió de todas formas: consigo misma. Sólo que ahora es peor porque se supone que la puñetera boda ya no me importa».

En los ojos de Ginger aparece un brillo maníaco y bailan de un lado a otro. Lennox tiene la impresión de que está mirando algo que se mueve a sus espaldas.

«¿Es vuestra primera noche aquí?».

«Sí». Echa un rápido vistazo, pero no ve nada.

«¿Y estáis de vacaciones?».

«Sí».

«¿Y estás de baja médica por estrés?».

Lennox ya empieza a ver de qué va aquello: «Sí».

«¿Y has venido a ver a un viejo amigote al que hace cinco años que no ves?».

«Sí», replica Lennox con escasa convicción, «pero de todos modos…».

Ginger le interrumpe: «¿Y ella te ha estado dando la brasa con planes de boda?».

«Pues… sí, supongo…».

«Pues suéltale las tres palabritas mágicas que toda mujer necesita oír de vez en cuando», le dice con desafiante alegría: «¡Que te den!».

Entonces la puerta se desliza y se abre, y Braveheart sale al balcón como una exhalación, ladrando nerviosamente mientras Dolores grita: «¡Buck! Vuelve a meter tu culo caledonio aquí dentro. ¡Tú también, Ray! ¡Acaban de llegar Bill y Jessica!».

Bill Riordan es un policía neoyorquino jubilado. Delgado, pero con aspecto de ser más duro que si lo hubieran tallado a partir de un bloque de granito; todo su cuerpo parece un gran hueso. Pertenece a esa clase de hombres a los que la edad cincela en lugar de hinchar. Su esposa, Jessica, es una mujer esbelta que tiene una sonrisa lánguida y unos ojos propensos a divagar sin rumbo. El tiempo la había dotado de una discreta bolsa de grasa bajo la barbilla pero de muy poca en ninguna otra parte. Participan en el concurso de bailes de salón, y Lennox ya da por perdidas las posibilidades de Ginger. Se trasladan a la cocina, donde Ginger le enseña a Lennox el robot de hacer perritos calientes. «Metes los panes y las salchichas en las ranuras verticales y sale hecho todo a la vez», anuncia con orgullo. «A Dolores no le gusta que me pase con él», cuchichea mientras echa una mirada a Bill, que está de charla con las mujeres. «Quiere que me controle el peso porque la semana que viene es la final en Palm Beach».

A medida que caen las copas la noche se va disolviendo a su alrededor. Deciden que no van a llegar al restaurante a tiempo, así que piden una pizza por teléfono. Cuando consiguen salir de nuevo al balcón y sentarse en las sillas de plástico, la voz de Ginger va subiendo de volumen hasta adoptar un tono de áspera rechifla. Lennox recuerda vagamente sesiones de alcohol pasadas y el comportamiento detestable que podía sacar a relucir cuando iba bolinga. «Vosotros los putos paddies[5]», dice, volviéndose hacia Riordan, «lo único que aportasteis al Nuevo Mundo fueron masas, mano de obra fungible. Putas hormigas obreras. Los conocimientos los pusimos los escoceses». Y subraya lo dicho dándose un golpe en el pecho. «¿A que sí, Ray?».

Lennox sonríe, tenso.

«Esa es una perspectiva caledonia muy nebulosa, Buck», tercia alegremente Bill Riordan.

«¿Y qué nos dices de Yeats, Joyce, Beckett y Wilde?», interviene Trudi. «Los irlandeses han hecho muchísimas aportaciones a la cultura occidental…».

Ahora Ginger ya va lo bastante borracho como para burlarse abiertamente de ella. «Comparados con el Bardo, ésos no valen ni para escribir sus nombres en un talón. Rabbie Burns[6], ¿eh, Ray?».

«A mí déjame al margen».

«¡Ya está bien!», grita Dolores, inclinándose hacia delante en la silla y propinándole un puñetazo en el pecho a Ginger. «Yo soy irlandesa. Y danesa. Y Skats[7]. Mi abuelo por parte de padre era de Kilmarnock».

Ella lo pronuncia Kil-mir-nok.

«Hizo muy bien en coger aquel barco», le toma el pelo Ginger, moderándose ante la intervención de su mujer.

Lennox se vuelve hacia Riordan. «Supongo que en Nueva York habrás tenido que hacer patrullas de lo más duras, ¿no, Bill?».

Riordan asiente cautelosamente con la cabeza. «Ahora es una ciudad muy distinta, Ray. Pero estuve encantado durante todo el tiempo que serví en el cuerpo. No cambiaría nada».

«Debe de ser peligrosísimo en comparación con el Reino Unido, con tantas armas de fuego por ahí», comenta Trudi estremeciéndose mientras le echa una mirada fugaz a Lennox.

Riordan niega con la cabeza. «A mí, desde luego, no me gustaría trabajar en Gran Bretaña y no llevar una pistola en la funda».

A Trudi le castañetean los dientes. Suele hacerlo cuando está nerviosa o emocionada, reflexiona Lennox. «Pero ¿no es peligroso? ¿No aumenta las posibilidades de que llegues a utilizar el arma? Habrás disparado contra unas cuantas personas, ¿no?».

Sonriendo cordialmente, Bill Riordan deja el vaso encima de la mesa: «Cariño, en todos los años que estuve en el cuerpo jamás disparé contra nadie. Trabajé en los distritos más duros de Brooklyn, el Bronx, Queens. De todo lo habido y por haber. Nunca he conocido a un poli de Nueva York que haya disparado contra nadie. En treinta y cinco años desenfundé la pistola dos veces».

Lennox la ve poco menos que ronroneando ante semejante despliegue de labia de caballero amable y paternal. Ve engrosarse la lista de invitados en dos personas más.

«Ay, ay, palique policial», refunfuña Dolores. «Ha llegado el momento de desalojar, chicas». Se levanta con tal energía que desplaza la silla de plástico bruscamente hacia atrás sobre el embaldosado del balcón. Jessica hace otro tanto. Trudi titubea un poco, pues prefiere la compañía de un hombre relativamente joven y dos viejos a la de dos viejas, pero es consciente de que el protocolo sexista escocés dominará la agenda social de la velada, así que sigue a las demás y regresa al salón.

Ginger estira el cuello hasta ver la puerta corrediza deslizándose por los rieles antes de cerrarse de golpe. «Claro que ahora está totalmente jodido», dice arrastrando la voz mientras sirve unos chupitos de la botella de tequila que acaba de abrir. «Me refiero al trabajo. Es igual en todas partes. Entran los triunfadores a decirnos a los profesionales de toda la vida cómo hay que hacer las cosas, ¿eh, Bill?».

«Supongo», dice Riordan, sonriendo cautelosamente. Al igual que Lennox, parece deseoso de evitar la pelea que anda buscando el anfitrión.

«¿Ray?», le reta Ginger, enfilando con ojos semicerrados a su ex colega.

A Lennox le cuesta bajar ese último trago de cerveza. Aquel ascenso se había producido ocho años atrás. Desde entonces su carrera se había estancado, pero alguna gente era incapaz de pasar página. Vuelve a encogerse de hombros.

«Para mí que el mundo es así, Buck», comenta Bill Riordan con una carcajada.

«Sí, pero no debería serlo». Ginger cierra un ojo, enfocando recriminatoriamente con el otro a Lennox. «Policías, les llaman. El puesto que te dieron a ti tendrían que habérselo dado a alguien como Robbo. ¡Eso sí que era un poli!».

Lennox respira hondo, gratamente sorprendido de oír cómo se le destapa la nariz. «Robbo era un puto chiflado hecho polvo», espeta. Y siente deseos de añadir: Y ahora yo soy igualito que él. Igual que todos vosotros.

«Un poli del carajo», farfulla Ginger, al parecer ya sin fuelle. Acto seguido pregunta: «¿Cómo está Dougie Gillman? Menudo tipo, ¿no, Ray?…». Y la voz se le va apagando.

«Como siempre», dice Lennox con los labios fruncidos.

«Claro…, ya no me acordaba de aquel pequeño percance entre Gilly y tú. ¿Aún no habéis hecho las paces?».

«No».

Se hace un silencio. En lugar de dejar que se prolongue, Lennox se levanta y se dirige hacia la sala de estar de planta abierta, donde Jessica está jugando con el perro y Dolores enseña a Trudi unos pasos de baile. «Yo me voy a la cama», anuncia, «estoy empezando a acusar el desfase horario».

«Bah…, nenaza», le toma el pelo Trudi, absorta en la bebida y el baile.

En el cuarto de baño adjunto, Lennox se toma los dos últimos antidepresivos y se prepara para afrontar otra noche, rogando que haya ingerido suficiente alcohol para borrar sus terrores. Deslizándose entre las sábanas, oye la conversación y las risas procedentes de la habitación principal, que se disuelve en la locura que hace estragos en su cabeza. Pese a estar agotado, una severa cuenta atrás parece dictaminar que volverá a pasar la noche en vela, piensa.

¿Qué fue lo que dijo Toal en su informe de Angela Hamil? «Una mujer de vida disoluta», se había aventurado a decir, antes de volver a meterse la pipa en la boca y seguir chupando. Desde que lo prohibieron ya no podía fumar en el despacho, pero seguía sacándola en plan accesorio, mordisqueando la caña cuando estaba nervioso. Y entonces añadió: «Para mí que fue algún cerdo que estaba en su órbita. Ya saben la clase de basura que tienden a atraer las mujeres de esa calaña».

Lennox parpadea y tira del edredón. A su alrededor van definiéndose imágenes de Angela, con el cabello color pajizo y el rostro demacrado, pero no como en un sueño, porque es dolorosamente consciente de estar en esa cama.

Entonces lo ve. Mr. Confectioner: aquellos ojos fríos, como de pez, aquellos horribles labios carnosos contraídos en una mueca, y a Britney, indefensa, a sus pies.

Y Ray Lennox piensa en el balcón del exterior, más allá del parloteo de la fiesta. Bastaría con pasar la barandilla y dejarse caer. Escapar de todo: del Pedófilo, de Britney. ¿Tan difícil era?