Mientras alcanzan la gloriosa salvación hecha tierra, Lennox comprueba la velocidad con que el poderoso reactor 747 devora las millas de mentirijillas que hay debajo. Estados Unidos no es un país grande, recuerda. Ya lo ha cruzado en avión otras veces: Nueva York-Chicago-Nueva Orleans-Las Vegas-San Francisco-Los Ángeles. Era como recorrer Escocia en autobús; sólo podías apreciar lo inmenso que era el país a ras de suelo por los cambios del paisaje. Una de las funciones de la opulencia es hacer que el mundo mengüe. Y, al igual que la miseria, es capaz, al menos en potencia, de generar insatisfacción. Florida, lo sabe, le parecerá igual que Escocia, inmensa e irreductible en avión. Se estremece de emoción mientras aguarda ansiosamente su esplendor. Pues más allá del plexiglás está Miami, con sus relucientes construcciones blancoplateadas colocadas a horcajadas al borde de un lechoso mar turquesa y de sus puertos. Las aguas están surcadas por reflejos de color púrpura y esmeralda proyectados desde el fondo por islas sumergidas. Minúsculos veleros van abriéndose paso como puntos amarillos sobre el telón de fondo de una pantalla de radar, dejando estelas evanescentes tras de sí.

La gente aplaude cuando el avión toma tierra; lo hace con tal delicadeza que Lennox apenas se da cuenta del instante del aterrizaje, para el que se había preparado hacía horas, desde que sobrevivió al despegue y a las turbulencias. A pesar de esta sensación de anticlímax, Lennox estrecha con su mano vendada y lesionada la mano de Trudi.

La habitación que han reservado está en un hotel boutique del distrito art déco de Miami Beach. El histórico distrito art déco, según parece decir en todas partes. ¿Histórico? ¿El art déco? ¿Y qué tiene de histórico? Se mete en la ducha y, al darse cuenta de que necesita orinar urgentemente, mea mientras se ducha. Los espesos y dorados riachuelos de su pis serpentean y desaparecen por el desagüe El cuarto de baño se refleja en las paredes de enfrente. Se fija en su cuerpo desnudo, clonado y purgándose hasta el infinito.

De pronto y sin previo aviso, le embarga una profunda desesperación por salir de ahí. Tanto el cuarto de baño como el dormitorio le parecen demasiado pequeños. Se acerca chorreando al lavabo. Se seca con una toalla. Llena un vaso de agua y se toma los dos antidepresivos que dejó preparados. Seroxat. Los consume como si fueran caramelos. Al menos cien miligramos diarios por encima de la dosis máxima recomendada. Cuando los estás tomando no tienes tanta ansiedad. Si, siempre está allí al acecho; sigues notándola, pero no te molesta tanto. Pero no ha traído demasiadas pastillas; quiere dejar de tomarlas. Cree que el sol ayudará. La luz es buena para la depresión. Es una cura natural. Una buena dosis de sol invernal te vendrá mejor que todas las pastillas del mundo. Alguien lo había dicho. ¿Trudi? ¿Toal? No consigue acordarse. Pero tenían razón. Fue un alivio dejar atrás el frío y la oscuridad del Edimburgo invernal. Primero el horror del funeral. Luego unas navidades desastrosas, igual que el Año Nuevo. Lennox no tenía la cabeza en condiciones para soportar aquello. La multitud y su griterío: gente que cuando trataba de disfrutar no dejaba de parecer zafia y odiosa. Bajo la cordialidad superficial no había más que desesperación, un temor apenas velado de que el año entrante fuese igual de deprimente que el anterior. Lennox sale del cuarto de baño con la toalla alrededor de la cintura. Sigue con el vaso de agua en la mano. Lo deja encima de la mesa de cristal que hay junto al teléfono.

Trudi está acostada en la cama leyendo Perfect Bride en ropa interior negra mientras se refresca bajo el ventilador de techo que complementa el aire acondicionado. Lennox admira sus uñas pintadas de rojo.

Coge el cortaúñas de su llavero. Luego enciende la televisión. Es lo que se hace en Estados Unidos. Aquellas largas vacaciones de hace un montón de años en compañía de Caitlin Pringle, una antigua novia pre-Trudi. Su padre trabajaba para British Airways; era un pez gordo. Alasdair Pringle. Viajes asequibles. Caitlin; la hija de Alasdair-Pez-Gordo-de-Aerolínea. Un polvo y un banderín de béisbol como recuerdo de todas las ciudades donde follaron. Luego la segunda vez; Nueva York, con algunos de los chicos del cuerpo. Una juerga. A Las Vegas para una boda, esta vez en compañía de Trudi. ¿La boda de quién? No consigue acordarse. Pero en todas esas ocasiones había visto tele sin parar. En aquel país uno acudía automáticamente a la televisión como en ningún otro. Un único clic con el mando a distancia y ya estabas en América. Las interrupciones para las noticias de última hora. Los publirreportajes. Las telenovelas con maniquíes móviles. El reatity judicial. Obesos pobres gritándose unos a otros mientras Jerry, Ricki o Montel mantenían el orden o intentaban ayudar, incluso. Te esforzaste por comprender los problemas a los que se enfrentan los pobres y los obesos. Sintonizar con su necesidad de chillar y señalarse en público con dedos regordetes. Los concursos de ligue de por las noches. Sementales zoquetes y complacientes que se autodefinían cansinamente como galanes mientras se asfixiaban lentamente en su propio hastío. Chicas aburridas, con las uñas arregladas y expresión hierática, a las que lo único que no las dejaba indiferentes eran los sueldos de aquellos tipos. El modo en que el contexto hacía inteligibles, incluso palpables, aquellas demenciales sandeces.

Mientras recorta unas uñas que tiene ya casi en carne viva, la habitación se llena de voces que ahogan el traqueteo del aire acondicionado. Uno de los canales parece dedicado a la cultura en el área de Miami. Para Lennox, por lo visto eso significa sobre todo la propiedad inmobiliaria y las compras. Una sucesión de presentadores impecablemente arreglados pero no obstante horteras, que leen en tono cortado con ayuda de teleprompters, se explayan acerca de diversas gangas en distintas urbanizaciones de torres de pisos. Está claro que sucede algo emocionante. Perdérselo no es una opción. Los actores fracasados y las modelos con caras llenas de Botox subrayan las cualidades arquitectónicas high-concept de lo que a Lennox le parecen bloques de pisos de protección oficial escoceses al sol.

«No puedes seguir cortándote las uñas, Ray», dice Trudi, «¡te está sangrando el pulgar! ¡Eso es comportamiento compulsivo!».

Lennox se vuelve y la observa, tumbada en la cama y leyendo su revista.

«Tengo que hacerlo; si no, me las acabo mordiendo. Tengo que mantenerlas cortas».

Pero a ella ya no le preocupa; hace una O con la boca y mira fijamente la revista, como si hubiera leído algo que no logra entender o creerse del todo. Antes aquella mirada quizás le habría parecido sexy. Quizás habría acariciado el interior de su muslo bronceado, hasta llegar al punto donde varios pelos púbicos tentadora mente rizados asomaban de las bragas. Le habría deslizado la mano entre las piernas. O quizás sobre el pecho. Habría apretado sus labios contra los de ella. La beligerante presión de su polla contra el muslo de Trudi.

Pero ahora es como si fuera de otro planeta.

«Una boda alienígena», dice Lennox en voz baja mientras hurga en su maleta, que está al pie de la rama, encima de un atril plegable con correas. ¿Tenían aquellos cacharros algún nombre especial? Daba igual: ahí dentro, en alguna parte, hay una camiseta de Motörhead. Ace of Spades. Está encima de una camiseta blanca con la leyenda BELIEVE en grandes caracteres granates.

Cuando se asoma a la calle, Lennox ve una furgoneta blanca que despide brillantes reflejos de color magnesio cuando se detiene ante los semáforos.

Trudi deja la revista a un lado y le observa mientras rebusca dentro de la maleta. Sus gestos desprenden el encanto de un hombre torpe que ha aprendido a sortear su condición haciéndolo todo más despacio. De movimientos lánguidos y felinos, tiene los hombros ligeramente encorvados y unas manos un poco más grandes de lo que correspondería a su cuerpo, como si nunca hubiese sabido del todo qué hacer con ellas. Quizás las piernas sean un pelín demasiado cortas en relación con el conjunto; si eso lo sumáramos a su tendencia a caminar con los hombros caídos y su pilosidad general, a ratos podría rozar lo simiesco. Pero siempre ha tenido el aire de un gran mamífero herido; la vulnerabilidad y la violencia en potencia nunca parecen andar lejos de él.

A ella le resulta fácil considerar la elegancia más como un objetivo que como un estado. Unos años antes decidió eliminar el azúcar y los hidratos de carbono de su dieta, acudir regularmente al gimnasio, gastar más dinero en ropa decente y maquillaje e invertir tiempo en mejorar su aspecto. Se quedó atónita cuando pronto aparecieron unos pómulos nuevos y un cuerpo esbelto y atlético. Luego llegaron las mechas rubias; pero la mayor sorpresa de todas fue que el mundo la reclasificara tan alegremente como una belleza convencional. Fue una desilusión averiguar hasta qué punto la imagen de la belleza femenina giraba en torno a la dieta, el ejercicio y arreglarse mucho.

No obstante, a Trudi le embelesó la superficialidad de todo aquello, así como el poder fácil que confería; disfrutaba intensamente de las atenciones de los demás, de la forma en que los hombres se apartaban gentilmente para cederle el paso en los bares, como el Mar Rojo abriéndose ante Moisés; del modo en que la envidia corroía las miradas y las lenguas de otras mujeres, que no veían más que el maquillaje, la ropa, la dieta y el ejercicio: el esfuerzo que ellas no podían o no querían hacer. En la empresa de servicio público donde trabajaba, en las reuniones de mucha gente hombres y mujeres le cedían asientos. Era la primera a la que la nueva en la oficina le preguntaba qué quería que le trajera de la calle para comer; Mark McKendrick, uno de los ejecutivos de mayor rango, joven y guapo, la retaba a partidos de squash durante los descansos para comer. Los ascensos no tardaron en llegar, y subió como la espuma hasta llegar al techo de cristal. La incesante ascensión de Trudi Lowe: de subalterna a icono directivo empresarial femenino.

Y ahora estaba otra vez con Ray Lennox. Un soldadito roto. Se fija en cómo enfunda en la vestimenta su cuerpo musculoso pero ágil: un par de pantalones largos de lona y la camiseta de Motörhead. Nota un ligero engrosamiento del talle; no, no se lo está imaginando. El gimnasio lo pondrá en su lugar.

El programa de televisión cambia de tercio; empiezan a hablar de los museos y monumentos de Miami. Lennox no da crédito cuando se detienen ante un monumento a las víctimas del Holocausto situado aquí, en Miami Beach. «Para que nunca lo olvidemos», dice el presentador en un tono sincero y deliberadamente más lúgubre que cuando hablaba de los precios de los apartamentos. «Un lugar de curación».

«¿Qué cojones hace eso en Miami Beach?», se pregunta con gesto incrédulo mientras señala la pantalla. «¡Es como tener un monumento que conmemorara las atrocidades de Ruanda en Las Vegas!».

«A mí me parece muy bien», declara Trudi, dejando la revista encima de la mesa. «Debería haber uno en todas las ciudades del mundo». «¿Qué tiene que ver Miami con el Holocausto?», pregunta Lennox, enarcando las cejas. De pronto, la luz del sol atraviesa bruscamente las persianas y proyecta finas barras doradas por toda la habitación. Se ven las partículas de polvo flotando en suspensión. Querría estar fuera: lejos del aire acondicionado.

«Es como dice el tipo ese: un lugar de curación», arguye Trudi. «Además, creo que en la Rough Guide mencionaban que en Miami viven muchos judíos». Y se recuesta sobre la cama. Eso es lo que hace. Conoce ese gesto. Antes le encantaba. Pero, Dios mío, ahora no, por favor.

«Necesito respirar un poco de aire», dice Lennox mientras rehúye mirar a los ojos esperanzados de su prometida. Con la mano vendada, baja unos listones de la persiana y se asoma a las soleadas y sonrientes fachadas de los apartamentos color vainilla de enfrente. Diríase que le hacen señales para que salga a jugar con ellos. Coge el teléfono de la mesilla de cristal oscuro. «Dije que iba a llamar a Ginger Rogers. Es buen colega». Capta el tono suplicante de su voz. «Hace siglos que no veo a ese viejo hijo de puta».

«¿Tiene que ser ahora mismo?». La tensión interior distorsiona el ronroneo sexy de Trudi hasta convertirlo en algo estridente y fantasioso. Vuelve la cabeza y echa una ojeada al lado vacío de la cama. Puede que esté viendo el orgasmo fantasma capaz de tranquilizarla. «No quiero estar sentada y cotorreando con gente mayor. No tengo nada que decirles».

«Yo tampoco. Pero acabemos con todos los rollos de mierda aburridos mientras todavía estamos con el desfase horario», dice Lennox, meneando el teléfono.

«De acuerdo», transige Trudi, dándose por vencida. «Supongo que nos sobra tiempo».

«Ésa es mi chica», responde Lennox, dándose cuenta instantáneamente de lo extrañamente apropiada que suena esa palabra. Mientras telefonea a su amigo Ginger, Lennox se siente incapaz de mirarla. Trudi oye la voz del viejo poli jubilado a través del auricular: fuerte y chirriante, cargada con el peligroso entusiasmo de los lazos de complicidad entre varones escoceses.

Lennox cuelga el teléfono. Informa a Trudi de que Ginger vendrá a recogerles más tarde y que tomarán una copa e irán a comer algo. Ve cómo algo se hunde dentro de ella. A la defensiva, mira más allá, a la mesa. El vaso de agua parece haberse desplazado unos centímetros hacia la derecha.

Después llega el elevado suspiro de resignación de Trudi: «Sólo iré si prometes no hablar de temas relacionados con la policía».

«Trato hecho». Aliviado, Lennox nota cómo se relajan los músculos de su rostro. «Pero primero deberíamos bajar a tomar ese cóctel. Es una cortesía de la casa», dice, agarrando el vale que le dieron en recepción y enseñándoselo.

Una bienvenida South Beach:

Cóctel de cortesía de sobremesa: 14-16 horas.

«Tienes que tener cuidado con la bebida, Ray. Es una tontería enorme. Has hecho tanto esfuerzo en Narcóticos Anónimos…».

Lennox se acerca a la mesa. Desde ese ángulo el vaso parece normal. «Sólo quiero beber en compañía. No quiero estar todo el rato “recuperándome”. Ni que fuera a conseguir cocaína por aquí», dice, sacudiendo la cabeza; al darse cuenta de dónde está, añade dócilmente: «Suponiendo que quisiera hacerlo, lo que, por supuesto, no es el caso».

Trudi pone los ojos en blanco y cambia de tema: «¿Por qué no llamas a tu madre? Sólo para decirle que hemos llegado sanos y salvos. Estará preocupada».

«Ni hablar», dice Lennox categóricamente. «Vamos a tomar ese cóctel», insiste, tratando de que no se le note en la voz lo mucho que lo necesita.

Ya en el momento de registrarse, Lennox había decidido que el hotel boutique no era de su gusto. Las pulidas superficies de metal y cromo, los exuberantes cuadros, los espejos cubiertos con cortinales y las discretas arañas de los techos no le molestaban; contra el lujo y la decadencia no tenía nada que objetar. Pero le resultaba demasiado expuesto al público, y cuando bajan a tomar el cóctel el bar está muy lleno. Lennox apura enseguida su vodka con Martini. Luego tiene el palpito de que Trudi está tan tensa como él, a juzgar por su respiración, ligeramente más profunda, y la forma tan contenida con que deja su vaso sobre la mesa de mármol para que no haga ruido Su comportamiento le estaba enervando mucho más de lo que podría hacerlo ningún arrebato violento y le da ganas de marcharse. La gente, tanto empleados como clientes, se pavonea y se vanagloria como si fueran modelos de pasarela, lanzándose todos miradas furtivas y escrutadoras entre sí a la vez que cultivan un aire de estudiado distanciamiento. Mira hacia la puerta: «Vámonos a explorar un poco antes de que llegue Ginger».

Fuera hace calor. Lennox se acuerda de que el meteorólogo de la televisión dijo que para ser invierno hacía un calor anormal. En enero la temperatura solía oscilar en torno a los veintitrés grados, pero ahora andaba por los treinta y cinco. Lennox se está asando. Así es como se siente: como si se estuviera asando dentro de un gran horno. Como si sus sesos fueran un guiso metido en la olla de su cráneo. Hace demasiado calor para ir muy lejos caminando. Se sientan en el patio de un bar-restaurante. Una muchacha con sonrisa de anuncio les entrega una carta.

«Me estoy achicharrando», dice perezosamente Lennox tras las gafas de sol mientras Trudi y él degustan otro cóctel al aire libre, en este caso un Sea Breeze. Sólo se han alejado una manzana. De Collins Avenue a Ocean Drive. Jóvenes de ambos sexos que han venido aquí de vacaciones pasan de largo pavoneándose, gozando del don de su edad y su opulencia; macho boys depilados a la cera, de músculos abultados, chicas vestidas con bikinis y sarongs que se ríen y hacen mohines, mujeres de más edad que intentan emularlas con la ayuda de pastillas, bisturís y productos químicos. La elegancia tropical de varones latinos que visten trajes blancos y fuman puros habanos de la misma tonalidad que sus amiguitas. El aire se inunda de salsa y mambo, y de algún lugar brotan las pulsaciones de un bajo programado. El mar está cerca, al otro lado de la concurrida carretera de doble sentido. Tras un arcén de hierba, un trozo de calzada y unas cuantas palmeras, se ve una franja de arena y a continuación el océano.

«¡Ray!». La mano de Trudi le escalda la frente. Él hace una mueca, como si le acabara de marcar con un hierro candente. «¡Estás ardiendo!».

Trudi se levanta y acude a la tienda de al lado, de donde regresa con una gorra de béisbol de los New York Yankees. Ella se la pone en la cabeza. Se siente mejor.

«¡Mira que quedarte ahí sentado con el sol achicharrándote los sesos! ¡Ese corte de pelo no te ofrece ninguna protección!».

Trudi se pone a hurgar en su bolso de paja y saca un tubo de filtro solar que empieza a extenderle por el cuello y los brazos mientras contempla con desagrado su camiseta de Ace of Spades. «¡Y encima con camiseta negra! ¡Con este calor! ¿Y puede saberse por qué no te pones unos pantalones cortos?».

«Son para los críos», farfulla él.

Lennox recuerda a su madre prodigándole atenciones semejantes en casa cuando era niño, en el pequeño y práctico jardín, con el césped bien corto y el camino pavimentado que iba serpenteando hasta llegar al destartalado cobertizo donde guardaban las herramientas. O en verano en Dingwall: una excepcional ola de calor en las Highlands, cuando estuvieron en casa de su tía. Y otra vez en Lloret de Mar, durante las primeras vacaciones en familia en el extranjero, con el amigo y compañero de trabajo de su padre, Jock Allardyce y su mujer, Liz, que pronto pasó a ser su ex. También fueron las últimas, pues la tripa de Avril Lennox estaba abultada con su hermanito, y su hermana mayor, Jackie, empezaba a ser demasiado sofisticada para esos viajes. En la playa se hizo amigo de un perro sarnoso. Le presentó el animal a su padre y quedó horrorizado cuando éste lo ahuyentó. «Aléjate de ese asqueroso cabrón. Es por la rabia», le había explicado John Lennox con alarma. «Las normas sanitarias españolas no son iguales que las nuestras».

Se quita la gorra y se fija en el omnipresente símbolo NY. Vuelve a colocársela en la cabeza a regañadientes y pone cara avinagrada. Tiene algo que le deprime. Era la clase de gorra que podría llevar alguien que no hubiera ido nunca ni a un partido de béisbol ni a Nueva York. La clase de gorra que podría tener Mr. Confectioner en su guardarropa.

«¿Qué le pasa?», pregunta Trudi.

«No me gustan los Yankees. ¿No había ninguna de los Boston Red Sox?».

«Dentro hay montones de gorras, no sabía lo que querías. ¡Sólo la he comprado para que el sol no te fría los sesos! Pone Nueva York», le anima ella.

«Estamos en Florida», dice Lennox, encogiéndose de hombros. Trató de pensar en un equipo de béisbol de Florida. Le suena el nombre de los Merlins. Los Magical Merlins.

«Sí, pero todos son americanos y estamos en los Estados Unidos», dice ella antes de darle otro sorbo a su Sea Breeze y volver a sus notas. «Si quieres ve a ver si te la cambian…, creo que Mandy Devlin y su novio deberían asistir sólo a la fiesta de por la noche, no a la iglesia ni a la comida…, ¿a ti qué te parece?».

«Me parece bien», dice Lennox. Se levanta, se estira y se acerca a la tienda de al lado. Algunas camisetas de fútbol: Real Madrid, Manchester United, Barcelona, AC Milán. Las gorras de béisbol. Escoge una de los Boston Red Sox y se la prueba. Cuando regresa, le pone la de los Yankees en la cabeza a Trudi; ella se lleva la mano a la gorra, como si le hubiera estropeado el peinado, y luego se para.

Le sonríe como una tonta y le da un apretón en la mano buena. Le recorre una oleada de optimismo que queda aplastada cuando empieza a hablar. «Estoy muy contenta, Ray», dice, pero el tono es como de amenaza. «¿Te estás relajando?».

«Tengo que enterarme de cómo van los Hearts. Disputamos un partido de Copa en casa contra el Kilmarnock. ¿Vamos a tardar mucho en encontrar un cibercafé?».

Por un instante, antes de que se le ilumine el rostro, Trudi luce una expresión mordaz. «Hay unas cosas que quiero enseñarte en una página web, unos conjuntos buenísimos de música tradicional escocesa e irlandesa».

Trudi está leyendo otra revista donde hablan de la actriz televisiva Jennifer Aniston y su recuperación tras divorciarse del actor Brad Pitt, que ahora está con otra actriz, Angelina Jolie. Lennox dirige la mirada a las revistas que hay sobre la mesa. Las dos versaban sobre relaciones: una daba cuenta de un día feliz, y la otra de una vida entera de sufrimiento e incertidumbre. Las había hojeado en el avión. Ahora se suponía que Jennifer Aniston tenía una relación con otro actor cuyo nombre no recordaba. Trudi le muestra la foto de la portada. «Debe estar pasando unos momentos durísimos. Eso demuestra que el dinero no da la felicidad». Entonces mira a Lennox, que ha captado la atención de la camarera y ha pedido otros dos Sea Breeze. «Pero nosotros estamos bien, ¿no, Ray?».

«Mmm», musita para sus adentros mientras trata de pensar en la última película decente que ha visto de Brad Pitt. Decide que el remake de Ocean’s Eleven no estaba tan mal.

«¡Pues gracias por el voto de confianza! ¡A fin de cuentas sólo vamos a pasar el resto de nuestras vidas juntos!». Trudi le mira con una expresión severa, como de arpía. Él ve a la anciana que lleva dentro, como si el avance rápido le hubiera echado encima cuarenta años de golpe. Trudi arroja el cuaderno sobre la mesa. «¡Por lo menos finge que te interesa!».

Jennifer Aniston y Angelina Jolie. Unas mujeres, unos rostros y unos cuerpos diferentes.

Era como si la muerte hubiera hecho encoger el cuerpo, arrastrado por la corriente hasta las rocas que estaban al fondo del acantilado. Resultaba extraño, pero entonces no le había molestado. Bueno, sí, pero no de modo obsesivo. Se acuerda de su viejo amigo, Les Brodie. De cómo disparaban a las gaviotas con escopetas de aire comprimido. De cómo dispararle a una gaviota era diferente a dispararle a una paloma. Les y sus palomas. Las gaviotas simplemente encogían, se quedaban en nada, como si fueran globos, todo aire. La diferencia entre el cadáver de un adulto muerto y el de una niña (Britney era la primera niña muerta que había visto) residía en esa sensación de encogimiento. Quizás uno viera entonces por primera vez lo pequeños que eran en realidad.

Lennox siente que se le acelera otra vez el pulso y que el sudor le baña las palmas de las manos Se esfuerza por respirar hondo. Aquel cadáver color cian y su opacidad misteriosa e inflexible; pero sólo era un cuerpo: Britney había desaparecido; lo que importaba era llevar ante la justicia al hijo de puta que se la había cargado Pero ahora lo ve con mayor claridad que nunca; los ojos desorbitados, los vasos sanguíneos de los párpados reventados mientras la asfixiaba al penetrarla, arrancándole la vida en aras de una gratificación efímera y egoísta.

Una vida humana trocada por un orgasmo.

Se preguntó si realmente habría sido así. En los momentos en que trataba de imaginarse el temor de la niñita, sus últimos instantes, aquellas imágenes corpóreas volvían precipitadamente a él. Pero ¿de verdad tenía ella ese aspecto? ¿No sería su imaginación la que colmaba las lagunas?

No. El video. Estaba todo allí. No debería haber visto el vídeo. Pero Gillman estuvo presente, contemplando fríamente las imágenes filmadas por Mr. Confectioner. Aquello exigía que Lennox, como superior jerárquico, tuviera que sentarse allí tan implacablemente como su subordinado, pese a que cada segundo que pasaba le dejaba mas tullido por dentro.

Pensó en el instante antes de apretar el gatillo, cuando tenía a la gaviota en el punto de mira. En esa pausa eterna que precedía a la salida del proyectil; en la sensación de vacío y cutrez posterior, mientras la gaviota yacía, pequeña e inerte sobre el asfalto o las rocas del estuario de Forth en Seafield.

Les Brodie. Las palomas.

De repente, sintoniza con una voz.

«… no me hablas, Ray, no me tocas… en la cama. No te intereso». Trudi sacude la cabeza. Se vuelve de perfil, con tensión en la mirada y en los labios. «A veces pienso que deberíamos anular la boda. ¿Es eso lo que quieres?».

Un rescoldo de ira le abrasa el pecho. Parece proceder de muy lejos, atravesando un laberinto de parálisis. Ray Lennox la mira sin alterarse, deseando decirle: Me ahogo, por favor, ayúdame…, pero lo que le sale es: «Lo que nos hace falta es un poco de sol, un poco de luz solar y tal».

Trudi respira muy hondo. «Es un momento de mucho estrés, Ray. Y de verdad tenemos que decidir dónde vamos a celebrar la boda. Creo que es eso lo que nos está agobiando». Luego exclama con un jadeo: «¡Sólo quedan ocho meses y pico para septiembre!».

«Esta noche vamos a tomarnos las cosas con calma», dice él en tono tranquilizador. «Volvamos al hotel a ver a Ginger».

«¿Y qué hay de los resultados de los Hearts?».

«Puedo esperar a verlos en el periódico. Al fin y al cabo, estamos de vacaciones».

A Trudi le brillan los ojos y su expresión irradia mayor felicidad aún cuando, entre el tráfico de Ocean Drive, pasa delante de ellos una carroza llena de niños disfrazados.