Preludio
La tormenta

Quería decirle a mamá que aquel tipo era mala gente. Igual que el otro, el de su pueblo, Mobile, y que el hijo de puta aquel de Jacksonville. Pero mamá, que se estaba pintando los ojos ante el espejo, la mandó callar y comprobar que todas las contraventanas estaban cerradas, porque habían dicho que aquella noche llegaría una tormenta procedente del noreste.

La niña se acercó a la ventana y se asomó. Todo estaba en calma. El disco luminoso de la luna lanzaba al interior del apartamento una luz azulada quebrada sólo por las ramas del roble muerto del jardín, que proyectaba unas afiladas sombras varicosas que trepaban por las paredes, oscuras y animadas. Mientras corría el cerrojo para cerrar la barrera de listones de madera, retiró estratégicamente la mano, acordándose de dolores de dedos pasados e imaginándosela como un ratón avispado robando queso de una ratonera. Después se fijó en la vacua expresión del rostro de su madre en el espejo. Antes le gustaba ver a mamá arreglarse y ponerse guapa, verla concentrarse a fondo con aquel cepillito y oscurecer sus enormes pestañas.

Pero ahora no. Notó una sensación de amargura en el estómago.

«No salgas esta noche», le pidió la niña en voz baja, a medias entre un deseo y una súplica.

Su madre sacó por un instante una lengüecita rosa y humedeció el lápiz de ojos. «Por mí no te preocupes, cielo, no me va a pasar nada». En ese instante se oyó en la calle la bocina de un coche y saltó el termostato, poniendo en marcha el aire acondicionado y enfriando la habitación. Las dos sabían que era él.

«Menos mal que este apartamento tiene persianas», dijo mamá mientras se levantaba y cogía el bolso de la mesa. Tras besar a su hija en la cabeza, se apartó y miró seriamente a la niña con sus grandes ojos pintados. «Acuérdate: métete en la cama antes de las once. Seguro que a esa hora ya habré vuelto, pero si me retrasara quiero encontrarte dormida, señorita».

Y, dicho eso, desapareció.

La niña sabía que durante algún tiempo podría contar con que el pozo de luz de la pantalla del televisor bañaría con su luz suave y turbia todo lo que había dentro de su radio, garantizando su seguridad. Pero era consciente de que fuera del haz de luz algo acechaba, aproximándose cada vez más.

Un viento del este, templado y agradable, llamaba con insistencia a la persiana, de forma lo bastante ominosa como para ser heraldo de una fuerza más maligna. Unos cuantos latidos dilatados después, empezó a llover, al principio golpeteando lentamente sobre las ventanas. Luego oyó al viento contraerse y descargar trallazos. Los angustiados brazos negros del árbol gesticulaban frenéticamente. De repente rugió una andanada de truenos, y en algún lugar del exterior un objeto se estrelló contra el suelo y se hizo añicos. Fuera brillaba una luz amarilla que iluminó la habitación con un resplandor sulfuroso durante tres segundos. La niña subía el volumen con el mando a distancia a medida que la tempestad seguía rugiendo y el viento y la lluvia azotaban la ventana. Al cabo de un rato, se retiró tímidamente a la cama, asustada por la oscuridad, que atravesó de modo vacilante, pero con un temor mayor a prolongar la agonía buscando el interruptor.

Incapaz de dormir, supo que era tarde cuando oyó ruido de pisadas en los escalones de piedra y abrirse la puerta de la calle. El reloj digital de la mesita proclamaba con cifras luminosas y delatoras que eran las 2.47. Rezó por que se tratase de las pisadas de una sola persona —las de él eran siempre muy suaves, pues siempre calzaba zapatillas de deporte—, pero enseguida oyó voces y risas ahogadas. Gracias a las pastillas que tomaba, su mamá dormiría profundamente, sin que la perturbase la tormenta. Pero ella tendría que disponerse a afrontarla. Se bajó el camisón, estrujando el dobladillo y la ropa de cama.