CAPÍTULO 9
EL MUNDO DEMASIADO PEQUEÑO
El viajero vuelve a recorrer las soledades del poblado que pereció por desafiar a los romanos. Pensando en aquel caso desastrado, rememora los avatares de la conquista que condujo a la romanización de la península y al final del pueblo ibero.
Hubo un tiempo en que el mundo se circunscribía al Mediterráneo y poco más, pero ese mundo era demasiado pequeño para contener a dos pueblos ambiciosos, el romano y el cartaginés. Inevitablemente tenían que llegar a las manos y el más fuerte destruiría al otro.
En el año -509, nadie podía sospechar que un día los dos colosos se enfrentarían a muerte. Los cartagineses acababan de firmar un tratado de amistad con los romanos, todavía un oscuro pueblo itálico. Roma no tuvo inconveniente en aceptar el monopolio cartaginés a cambio solamente de que Cartago no hostigara a sus aliados. La zona de influencia se establecía a partir de un cabo geográfico, el denominado Kalon Akroterion[6].
Hacia el año -500, los cartagineses decidieron recuperar los mercados de la península. Sin contemplaciones bajaron los humos de los caudillos y reyezuelos que habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta. Después, instalaron dos bases estratégicas en la isla de Ibiza y en el magnífico puerto natural de Cartagena[7].
Corrían tiempos difíciles. Todo el mundo aspiraba a enriquecerse con la explotación y el comercio de los metales. Las minas de Sierra Morena se fortificaban y a lo largo de las rutas de transporte del mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia. Como antaño sus abuelos tartésicos, los caudillos ibéricos aspiraban a sacar tajada de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. A esto se añadía, seguramente, cierta inestabilidad social. Los arqueólogos se topan con muchas señales de guerra. Por ejemplo, en Obulco (Porcuna, Jaén) el magnífico mausoleo de un reyezuelo local fue destruido y el grupo escultórico que lo adornaba acabó en pedazos en el fondo de una zanja donde dormiría el sueño de los justos hasta su reciente descubrimiento.
Pasado un siglo, tras el ocaso de los griegos focenses y de los etruscos, las únicas superpotencias que se mantenían en liza eran Cartago y Roma. En -348 acordaron repartirse el Mediterráneo. La península ibérica quedó escindida en dos zonas de influencia: Roma se quedaba con el norte y Cartago se reservaba la región minera del sur, desde Cartagena.
Los cartagineses se propusieron ordenar, y ordeñar, el territorio que les había correspondido. Ya los recursos se iban diversificando y España no solo daba la plata de Sierra Morena y Cartagena, el cinabrio de Almadén y el hierro del Moncayo. A los metales del subsuelo se sumaba cuanto se criaba sobre la tierra, especialmente el esparto, la sal, y la floreciente industria alimentaria: las afamadas salazones de atún, ese cerdo del mar, y las fábricas de garum.
Roma contra Cartago
Decíamos que era casi inevitable. Solo quedaban ellos en el Mediterráneo, romanos y cartagineses, pero el Mediterráneo no era suficiente para contenerlos. Sucesivos tratados comerciales no suavizaron el creciente antagonismo de los dos colosos que condujo primero a la guerra fría y después a la caliente: la Primera Guerra Púnica.
Durante veintitrés años, entre -264 y -241, romanos y cartagineses se enfrentaron por tierra y por mar hasta la victoria de los romanos. Los términos de la rendición fueron gravosos para Cartago: cedía Sicilia y Cerdeña, desarmaba su escuadra y se obligaba a satisfacer una crecida indemnización.
El Mediterráneo iba camino de ser el Mare Nostrum romano.
Los humillados cartagineses pensaron compensar la pérdida de sus bellas islas conquistando España. El oro y la plata de las indemnizaciones saldría de la explotación intensa y sin intermediarios de las minas de Cartagena y Sierra Morena. El prestigioso general Amílcar Barca desembarcó en Cádiz y extendió su dominio por el sur. Alternaba la diplomacia con la guerra y aprovechaba sagazmente la crónica desunión de los hispanos, pero aún así no le resultó fácil dominar el territorio. Tras siete años de dura campaña, cuando ya había vencido a los caudillos celtas Indortes e Istolacio, se ahogó al cruzar un río durante una escaramuza. Sus hijos Asdrúbal y Aníbal Barca proseguirían su obra.
Los Barcas demostraron ser tan buenos administradores como generales: racionalizaron la explotación de las minas, mejoraron las conserveras de pescado y optimizaron, como se dice ahora, el sector del esparto. Eran empresarios modernos que aportaban nueva tecnología: ingenieros griegos a pie de obra diseñando nuevos aparatos y esclavos africanos picando en lo profundo de los pozos. El país se puso a producir para Cartago y los jefes indígenas, como obtenían su rebanada de ganancias, colaboraron de buena gana.
En -226, Asdrúbal logró que los romanos accedieran a ampliar la zona de influencia cartaginesa, que apenas sobrepasaba Cartagena, hasta la línea del Ebro. De este modo, Cartagena se situaba en una conveniente posición central para dirigir tanto los asuntos de África como los de España. Cuando Asdrúbal hizo acuñar monedas con su efigie, los acaudalados senadores de Cartago torcieron el gesto detrás de sus cajas registradoras: ¿no será que Asdrúbal aspira a convertirse en rey? Pudiera ser que albergara esa ambición, pero nunca llegó a realizarla porque un esclavo lo asesinó durante una cacería para vengar la ejecución de su amo.
Quedaba Aníbal, el famoso Aníbal, que, aunque apenas contaba veintiún años, ya había dado sobradas muestras de ser un consumado general y un experto diplomático. Él proseguiría la obra de los Barca.
Las gestas iberas.
Aníbal demostró ser un buen alumno de su padre. Alternando zanahoria y estaca, sometió las tierras de Levante hasta el Ebro, límite de la zona de influencia cartaginesa admitida por Roma. En esta campaña destruyó, tras un asedio de ocho meses, la ciudad de Sagunto, (hoy Murviedro, Valencia). Roma había suscrito un tratado de amistad con Sagunto (a pesar de que estaba en la zona de influencia cartaginesa). Como era de esperar, especialmente porque se veía venir desde que la facción más belicista obtuvo la mayoría en el Senado romano, Roma aprovechó el incidente para declarar la guerra a Cartago.
A los lectores que peinen canas, o ni eso, les resulta familiar el nombre de Sagunto y lo asociarán al de Numancia, otra ciudad cuya población prefirió suicidarse en masa antes que rendirse a los romanos en -133. Entrambas gestas fueron mitificadas en los tiempos de autarquía y nacionalismo exacerbado del franquismo y son hoy lugares comunes y gloriosos monumentos de la fidelidad hispánica y de la fiereza indomable que distingue al pueblo español. Como para muestra valía un botón solo se promocionó la imagen fiera de esas dos poblaciones con olvido de otras que las igualaron y hasta las superaron en heroísmo o fanatismo. Por ejemplo, los habitantes de Astapa, hoy Estepa, municipio sevillano famoso por sus mantecados navideños, también prefirieron destruir la ciudad y suicidarse en masa antes que rendirla a Roma. La admirable hazaña de la Numancia celtibera, cuyos defensores llegaron a alimentarse con carne humana, fue incluso superada en Calagurris (hoy Calahorra) donde además salaron la carne humana para comerla en conserva.
Sea excusada la breve digresión gastronómica y regresemos ahora junto a Aníbal, al que dejamos conquistando Sagunto. Al cartaginés no le sorprendió que Roma le declarara la guerra. De hecho, romanos y cartagineses llevaban años preparándose para esa contienda, porque Cartago quería la revancha y a Roma le preocupaba el rearme y la pujanza de su rival.
Los romanos, siempre tan realistas, se lanzaron directos a la yugular del enemigo. Atacarían España y expulsarían a los cartagineses de sus centros de producción. Italia quedaba a salvo, defendida por su potente escuadra. Pero Aníbal se les adelantó y les asestó el primer golpe donde menos lo esperaban: en lugar de embarcar a su ejército, lo llevó por tierra, elefantes de guerra incluidos, a través de los Alpes nevados, e invadió Italia por el norte. Los romanos se recobraron del susto y salieron al encuentro del cartaginés con ejércitos superiores al suyo. Entonces se llevaron la segunda sorpresa: Aníbal los derrotó en tres batallas sucesivas. En la cuarta, la de Cannas, los romanos pusieron toda la carne en el asador para asegurarse la victoria.
Todavía, en las academias militares de todo el mundo, a los oficiales instructores se les dilata el esfínter cuando explican la estrategia de Aníbal en Cannas. El astuto cartaginés, al que ya quisieran parecerse todos ellos, llegaba al campo de batalla con un ejército mermado y heterogéneo. No obstante, en contra de todas las normas, dispuso a sus tropas más ligeras en el centro de la línea, donde el combate sería más enconado. Tal como había previsto, el centro cedió terreno ante el empuje enemigo y cuando los confiados romanos profundizaron en la bolsa resultante, la cerró por sus flancos y atacó a la retaguardia romana con su ágil caballería. Los romanos quedaron apelotonados en el centro del campo, estorbándose unos a otros, sin espacio para maniobrar. Fue quizá la batalla más brillante de todos los tiempos: cincuenta mil muertos, el ejército romano prácticamente aniquilado[8].
Los romanos, repetidamente vencidos, mostraron entonces su mejor virtud: el tesón y la constancia. Resistieron en Italia como mejor pudieron y devolvieron los golpes en España, que era la despensa de Aníbal y su punto débil. Aquí derrotaron a Asdrúbal, otro hermano de Aníbal, aniquilaron los refuerzos que proyectaba enviar a Italia, conquistaron Cartagena y se aliaron a caudillos indígenas para arrebatar toda la provincia a los cartagineses.
Los iberos no advirtieron que aquellos romanos que los ayudaban a sacudirse el yugo cartaginés les iban a imponer otro aún más pesado y, además, definitivo. Aunque también es cierto que Roma los desasnó. Vaya lo uno por lo otro.
Al final, a los cartagineses solo les quedaba su tierra africana y un ejército cada vez más inoperante y débil en Italia, ya sin fuerzas para conquistar Roma. Aníbal comprendió que había perdido la partida y regresó a casa. Pasaba a la defensiva. Escipión, el general romano que había arrebatado a Cartago su provincia española, desembarcó en África y derrotó a Aníbal en Zama.
Los vencedores impusieron a Cartago una rendición suficientemente onerosa como para asegurarse que ya nunca levantaría cabeza. No obstante, medio siglo después, cuando les pareció que, a pesar de todo, la vieja rival se estaba recuperando, deportaron a su población e incendiaron la ciudad.
Cartago ardió durante diecisiete días. Sus ruinas fueron arrasadas, sus campos y huertas sembrados de sal. Tácito, el gran historiador romano, escribió: «Es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido».
La paz romana
Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levante. Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les prometimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra. El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provincias. Dividieron la península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior). El imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sahara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos. Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el garum eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza. Desde siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar de vez en cuando a saco en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinieran a robarles la hacienda, por lo tanto establecieron una serie de puestos militares avanzados para prevenir y abortar aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces los romanos optaron por aplicar métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste. El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la superior disciplina y táctica de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada por ningún otro ejército. El establecimiento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización que difundió la cultura romana por el interior de la península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo. En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero; y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas y el Senado romano dio muestras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas. Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las hizo pasar a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esta matanza, se convirtió en cabeza de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes hasta que fue asesinado por tres de sus hombres vendidos a Roma. En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia. Numancia resultó un hueso tan duro de roer que Roma hizo cuestión de prestigio su conquista y tuvo que emplearse a fondo para lograrla. Cornelio Escipión, el general más prestigioso, rodeó la ciudad con una muralla para evitar que recibiera auxilios externos y la rindió por hambre después de un asedio de quince meses. La versión patriótica, basada en textos de Floro y Orosio, sostiene que los numantinos prefirieron prender fuego a su ciudad y suicidarse en masa antes que rendirse, pero Apiano, que parece más fiable, relata que la heroica ciudad, ya agotada, se entregó al romano. Escipión la trató con ejemplar dureza para que sirviera de escarmiento a otros pueblos levantiscos: vendió como esclavos a los supervivientes y repartió las tierras entre las tribus vecinas aliadas de Roma. Las ruinas de la famosa ciudad celtíbera bien merecen una visita. Están sobre una colina cercana a la ciudad de Soria y se accede a ellas por cómoda carretera que conduce a un pequeño museo, en el centro mismo de la excavación. Numancia tenía forma elíptica, con dos calles principales que la cruzaban paralelamente en la dirección del eje mayor y hasta doce secundarias en el sentido del menor. Las calles estaban ingeniosamente orientadas para evitar los helados vientos del norte. Las casas, construidas con adobe o tapial sobre zócalo de piedra, eran rectangulares. Un hogar en el suelo de la habitación interior servía para guisar y caldeaba la vivienda. Algunas disponían de bodega subterránea para guardar los alimentos.
Cayó Numancia y cayeron igualmente otras tribus y poblados rebeldes. En poco más de cincuenta años Roma se adueñó de toda la península. Solo quedó libre una delgada franja norteña habitada por cántabros, astures y vascones que no sería incorporada al imperio hasta el siglo siguiente.
La cierva de Sertorio
El viajero, paseando por las ruinas del poblado que destruyó Sertorio, rememora los acontecimientos que trajeron a aquel notable romano a estas tierras. Roma había extendido su dominio por todo el contorno mediterráneo. La oligarquía aristocrática que controlaba el Senado se había hecho inmensamente rica con los botines de las conquistas, en tanto que el pueblo llano, el pequeño campesino y el artesano, se arruinaba al no poder competir con la mano de obra esclava que aportaban esas mismas conquistas. Las tensiones sociales se polarizaron en dos partidos políticos, los populares y los optimates: es decir, izquierdas y derechas, lo de siempre. El enfrentamiento entre populares y optimates desembocó en guerras civiles y sangrientas alternancias de poder que repercutieron también en las provincias. Cuando el dictador Sila se hizo con el poder, muchos populares tuvieron que huir de Roma para salvar la vida, entre ellos Quinto Sertorio que se refugió en España.
Sertorio estaba dispuesto a resistir. Era un hombre de notable mano izquierda y se granjeó la simpatía de los indígenas, cada vez más romanizados. Incluso recurrió a la argucia de hacerles creer que los dioses estaban de su lado y lo aconsejaban por medio de una cierva amaestrada con la que lo veían conversar cada tarde en un claro del bosque. Los hispanos, acostumbrados a los codiciosos funcionarios que aprovechaban el cargo para enriquecerse, quedaron encantados con aquel romano honrado y tolerante que rebajaba los impuestos y respetaba las costumbres del país. Durante un tiempo, Sertorio se mantuvo firme e incluso sus tropas celtíberas y lusitanas derrotaron a las tropas enviadas por Roma, pero luego se torció el negocio, muchos de sus partidarios lo abandonaron y uno de sus hombres de confianza lo asesinó durante un banquete. Su guardia personal, formada por hispanos, se suicidó en el acto, según la tremenda costumbre del país.
¿Pompeyo o César?
El vencedor de Sertorio, Pompeyo, era un hombre inteligente que en lugar de crucificar a los caudillos indígenas derrotados, les devolvió la libertad y los trató con magnanimidad. Los hispanos, vivamente impresionados por tan inesperada generosidad, le quedaron agradecidos de por vida. Cuando Pompeyo regresó a Roma dejaba atrás una fidelísima clientela que iba a necesitar más adelante. Quizá Pompeyo las veía venir. Porque a pesar de la derrota de Sertorio, el viejo y enconado contencioso entre optimates y populares no estaba zanjado. No pasarían muchos años sin que se reprodujera, esta vez con un formidable campeón al frente del bando popular: Julio César. Nuevamente la península representó un papel esencial en el conflicto. Los indígenas —quizá ya va siendo hora de que los denominemos hispanorromanos— tornaron a dividirse en dos bandos, los unos por César y otros, los más numerosos, por Pompeyo. La guerra civil afectó a todo el Imperio. César derrotó a los pompeyanos en Italia, en Grecia, en África y en España, pero no pudo disfrutar largo tiempo de su victoria puesto que un grupo de senadores conjurados lo asesinaron en Roma en -44. Es la famosa escena en que el gran César, al ver que entre sus asesinos figura su presunto hijo Bruto, de cuya fidelidad nunca se le hubiera ocurrido dudar, le reprocha «Tú también, Bruto, hijo mío», y, asqueado del mundo, renuncia a defenderse. Se cubrió romanamente la cabeza con la toga y se entregó dócilmente a la ferocidad de los puñales. Cesar murió, pero su magna obra perduró porque su heredero y sucesor, el emperador Augusto, llevaría a buen término sus ambiciosos planes. Augusto no era militar, más bien era un oficinista bajito y enfermizo, con tendencia a resfriarse, pero en la invencible Roma, regida desde hacía casi un siglo por generales victoriosos, se esperaba que el heredero de César revalidase su nombramiento haciendo sus pinitos con las armas y ganando alguna batalla por el ancho mundo. Augusto, en el trance de cumplir con el trámite marcial, escogió la zona de Hispania que faltaba por conquistar, la cornisa cantábrica, aquel húmedo y montuoso territorio de los astures y los cántabros. No era lerdo el perillán: a cambio de un simulacro de guerra que era más bien una operación de policía, echaría mano a una comarca cuyas riquezas auríferas cubrirían sobradamente los gastos de la campaña. La guerra duró diez años y contra todo pronóstico fue tan sangrienta que prácticamente se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. Clavados en la cruz morían entonando himnos de victoria, escribe Estrabón de aquellos bravos e irreductibles cántabros y astures. Roma impuso la paz de los cementerios. Durante los siglos siguientes se dedicó a extraer oro tan concienzudamente que alteró por completo el paisaje en la región leonesa de Las Médulas de Carucedo, que explotaron a cielo abierto, a veces por el expeditivo procedimiento de desviar ríos enteros dentro de las galerías y hacer que las aguas arrastraran la tierra en los lugares que pretendían excavar.
La romanización.
De Italia no paraban de llegar colonos y funcionarios. Por otra parte, muchos soldados romanos se casaban con españolas y los guerreros hispanos se alistaban por decenas de miles en el ejército romano, comida sana y abundante, soldada segura, un porvenir. Entre unos y otros terminaron por adoptar en la península las costumbres y el modo de vida de los romanos. Quizá sea más exacto denominarlo helenístico porque los romanos, a su vez, estaban influidos por los griegos, un pueblo más culto que ellos al que también habían conquistado. El estilo de vida romano-helenístico que se extendía por todo el imperio se basaba en la ciudad (civitas) como elemento civilizador. La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un Ayuntamiento o Senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja, y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones del marco tribal anterior. Los romanos habían encontrado en España pocas ciudades dignas de tal nombre: solo las de la costa mediterránea, casi todas de origen fenicio. Augusto concedió títulos de coloniae (colonias) y municipia (municipios) a muchas otras. La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores eran a veces colonos llegados de Italia, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían el estatus de ciudad. En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto entre los que se elegían los dos alcaldes (duumviri) y los concejales (aediles y quaestores). Los cargos eran anuales y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas. Un poco como ahora. Las ciudades romanas de nueva planta presentaban un trazado racional. Eran cuadradas o rectangulares, con una serie de calles que se cortaban en ángulo recto, con sus plazas y espacios públicos. Las dos calles principales, más anchas, se cruzaban en el centro sobre la plaza mayor porticada (forum maximum) en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etc. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, donde se daban los espectáculos de gladiadores. La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular sin ventanas a la calle, cuyas estancias se abrían a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado.
Augusto, además de impulsar la red de carreteras, organizó nuevamente la península y dividió en dos la provincia Ulterior: la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitana, con capital en Mérida. La antigua Citerior mantuvo su capital en Tarragona.
Ciudadanos y ciudadanía.
Roma trataba a las ciudades como a los individuos. Casi todas eran estipendarias (stipendiariae), es decir, sujetas a tributo en dinero, especie o servicios. Las celtíberas solían pagar en cabezas de ganado o en productos manufacturados locales, por ejemplo, las capas de lana llamadas sagum, lejano antecedente de la prieta capa zamorana, muy apreciadas en Roma. Junto a las ciudades contribuyentes existieron otras, pocas, federadas y libres que disfrutaban de exención tributaria (Cádiz, Málaga, Tarragona). Era el premio por haber ayudado a Roma en momentos de apuro o por haberse mostrado particularmente sumisas. También las personas estaban divididas en dos grandes categorías: esclavos (servi) y libres (ingenui). Los libres se subdividían en tres grupos. Los que no tenían ningún derecho (que eran casi todos los indígenas o incolae); los que tenían derecho de ciudadanía itálica (un premio otorgado a los aliados de Roma); y los que disfrutaban de plena ciudadanía romana, por lo general comerciantes, recaudadores, técnicos y soldados de origen romano. La ciudadanía romana confería pleno derecho a votar, a ser elegido para desempeñar puestos oficiales, y comportaba sustanciosas ventajas fiscales y jurídicas. En España, al principio, la inmensa mayoría de la población estaba constituida por indígenas libres y desprovistos de derechos de ciudadanía, pero luego, a partir de las reformas de Augusto, el número de ciudadanos (cives) creció, por concesiones a la aristocracia indígena y a los que prestaban servicios a Roma. Como la ciudadanía romana era hereditaria, se fue extendiendo y a poco amparó a casi toda la población. En el año 70, el emperador Vespasiano concedió la ciudadanía latina a todos los españoles libres. La antigua barbarie dio paso a una forma más civilizada de vida, a la adopción de costumbres romanas, incluso los idiomas vernáculos, entre ellos el ibero en sus distintas formas, se olvidaron y los españoles aprendieron a hablar latín, aunque con un acento peculiar que resultaba muy gracioso a los romanos. Al futuro emperador Adriano, recién llegado de España, intentó pronunciar un discurso en el Senado y en cuanto abrió la boca, sus colegas se desternillaron de risa. Vaya usted a saber cómo sonaba aquel latín que Cicerón describe como pingue atque peregrinum, es decir, gangoso y extraño. De los actuales idiomas españoles, el castellano, el catalán y el gallego descienden de aquel latín que aprendieron nuestros antecesores. De lo que se hablaba antes de la llegada de los romanos solo ha sobrevivido el vascuence, como es natural. Había mucho tráfico de esclavos en el imperio romano. Los esclavos eran prisioneros de guerra o hijos de otros esclavos que algún día fueron prisioneros de guerra. Algunos pertenecían al Estado o a los ayuntamientos, pero la mayoría eran de propiedad privada. Especialmente apreciados (y caros) eran los esclavos griegos empleados por familias pudientes como médicos, pedagogos, contables y administradores, a los que sus dueños trataban con amistosa deferencia. Los de propiedad estatal solían ser poco cualificados y vivían en peores condiciones, a menudo dedicados a trabajos agotadores o insalubres. Solo en las minas de Cartagena llegó a haber cuarenta mil esclavos estatales. Los que labraban los latifundios andaluces se calculan en doscientos mil. Casi todos eran extranjeros porque los romanos procuraban deportar a los esclavos para que al apartarse de sus países de origen se acomodaran más al cautiverio. Por eso en las lápidas sepulcrales de esclavos y libertos halladas en España abundan los nombres foráneos, mientras que las de esclavos españoles aparecen en países lejanos.
Las alegres chicas de Cádiz.
España había comenzado aportando a Roma metales y mercenarios porque otra cosa no tenía, pero cuando los beneficios de la cultura que sembró Roma entre nosotros rindieron sus frutos pudo ofrecer escritores como los cordobeses Lucano y Séneca o Marcial (este de Calatayud); científicos como el gaditano Columela y hasta emperadores como Trajano y Adriano, que eran de Itálica, junto a Sevilla. No todo fueron cerebros. Hubo también un aporte al espectáculo y a la fiesta. Por ejemplo, el famoso atleta lusitano Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, ídolo de las multitudes que entonces se pirraban por las carreras de carros, como ahora por el fútbol. Diocles comenzó su vida profesional a los dieciocho años y se retiró, querido y respetado por todos e inmensamente rico, a los cuarenta y dos, después de cosechar mil quinientas victorias. Junto a la aportación deportiva, la folklórico-musical, que la alegría no falte. En la Roma decadente e imperial se hicieron famosas las artistas de variedades procedentes de la «licenciosa Cádiz», como las adjetivan los severos censores. Todo banquete de señoritos libertinos que se preciara debía ir seguido de la actuación de algún grupo de puellae gaditanae que cantaban y bailaban acompañándose con el son de las castañuelas andaluzas (baetica crusmata). Su cuerpo ondulado muellemente —pondera el aragonés Marcial describiendo a una de ellas— se presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que sacudiría la virtud del casto Hipólito si la viese. Cuando bailaban, contoneaban sus atractivas caderas —otra vez Marcialy hacían gestos de increíble lubricidad, pero si cantaban, sus canciones eran tan desvergonzadas que no las osarían repetir ni las desnudas meretrices. Débil como es la carne, es lícito imaginar que la actuación de las bailarinas gaditanas iría seguida en muchos casos de desenfrenada bacanal.
Los romanos eran muy tolerantes en materia de religión. Incluso podemos decir que eran bastante escépticos y algo agnósticos Quod es veritas?, le pregunta Pilatos a Cristo. No tenían inconveniente en adoptar como propios los dioses de los pueblos sometidos. El cristianismo, en principio una creencia entre muchas, no tuvo dificultad para extenderse por el Imperio romano. Sus problemas vendrían más adelante porque, como toda religión monoteísta, tendía a la intolerancia y a la exclusión de los dioses ajenos y esto ya lo aceptaban peor los paganos. Una serie de leyendas, piadosas y entrañables, pero enteramente falsas, sostienen que el cristianismo fue propagado en España por obra del apóstol Santiago, de San Pablo y del grupo de misioneros conocido como los Siete Varones Apostólicos (Torcuato, Cecilio, Indalecio, Eufrasio, Tesifonte, Hesiquio y Segundo) que establecieron sendos obispados por tierras de Granada y Jaén. Hoy sabemos que el cristianismo llegó a la península desde las provincias romanas de África hacia el siglo II. Primero iluminó espiritualmente la Bética y Levante, para posteriormente llevar la luz a Extremadura y León. Al comenzar el siglo III, el apologista Tertuliano escribía con entusiasmo quizá exagerado: la fe de Cristo gana ya en todos los confines de España. La verdad es que amplias zonas de la península seguían siendo paganas, Las Vascongadas y Navarra, por ejemplo, no fueron cristianizadas hasta la Edad Media. A lo mejor por eso, se le ocurre a uno, sus actuales habitantes dan muestras de mayor reciedumbre en la fe que los de otras regiones que ya flaquean y parecen estar un poco de vuelta del asunto. La primera conferencia episcopal que se recuerda (concilio de Ilíberis, Granada, el año 300) estaba integrada por diecinueve obispos y veintiséis presbíteros. Fue también un español, el obispo de Córdoba Osio, el alma del Primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea, para dirimir si el arrianismo era herejía. Lo era, y de las más gordas.
El cristianismo fue en aumento desde que el emperador Teodosio, un segoviano de Coca, la declarara religión oficial del Imperio el año 380. Desde entonces se produjo un rápido maridaje entre Iglesia y oligarquía que ha durado hasta nuestros días.
A la hora del balance por cierre de negocio ¿qué es lo que el mundo debe a Roma? Algunos historiadores nos han presentado al mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora Roma. La historia de Roma es, en efecto, la de una expansión imperialista que perseguía la explotación sistemática de las tierras, de los recursos y de los pueblos sometidos a su fuerza militar. No obstante, el balance final resulta muy favorable porque, a cambio de aquellos recursos, Roma civilizó el mundo antiguo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que se fundieron en el crisol de Roma: la cultura helénica y el pensamiento religioso judío, una peculiar aleación que quizá sea prudente seguir denominando civilización cristiana occidental. Roma nos legó su forma de vida, sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco jurídico y administrativo del cives romani y nos legó el patrimonio precioso de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asienta este Occidente que lentamente camina hacia la integración supranacional, es decir, hacia el ideal de ser de nuevo, básicamente, Roma.